9

Un Brunetti bien alimentado salió de casa inmediatamente después del almuerzo y se encaminó a la questura, parando por el camino a tomar café, con la esperanza de que le despejara el sopor provocado por la buena mesa y por la tibia temperatura de la tarde. Una vez en el despacho, colgó la gabardina y fue al escritorio a revisar los papeles llegados durante su ausencia. Tal como esperaba, allí estaba el informe de la autopsia, no el oficial, sino el que debía de haber mecanografiado la signorina Elettra con los datos dictados por teléfono.

La pistola con la que habían matado a Trevisan era de pequeño calibre, una 22 de prácticas de tiro, no un arma pesada. Como Brunetti suponía, una de las balas había seccionado una arteria del corazón, provocando la muerte, casi instantánea. La otra, a juzgar por el orificio de entrada, había quedado alojada en el estómago. Las heridas indicaban que los disparos se habían hecho a no más de un metro de distancia y, a juzgar por la trayectoria, Trevisan estaba sentado y su asesino, de pie y a su derecha.

Trevisan había tomado una cena abundante poco antes de su muerte, con una cantidad de alcohol moderada, no lo suficiente como para afectar a sus reacciones. Aparte cierto sobrepeso, Trevisan parecía gozar de buena salud. No se apreciaban síntomas de enfermedad grave, aunque le había sido practicada una operación de apéndice y una vasectomía. Según el forense, no había razón para que no hubiera podido vivir veinte años más, salvo enfermedad o accidente, naturalmente.

– Dos décadas robadas -dijo Brunetti entre dientes al leerlo, y pensó en las cosas que puede hacer un hombre en veinte años: ver madurar a un hijo o crecer a un nieto, conseguir el éxito profesional, incluso escribir un poema. Y Trevisan ya no tendría ocasión de hacer estas cosas ni ninguna otra. Brunetti siempre había pensado que uno de los aspectos más crueles del asesinato era este robo, esta definitiva privación a la víctima de la posibilidad de conseguir algo en la vida. Él había sido educado en la fe católica, y era consciente de que para mucha gente, el mayor de los horrores era el de que se arrebatara a la víctima la ocasión de arrepentirse. Recordaba el pasaje del Inferno en el que Dante oye de labios de Francesca da Rimini la queja de haber sido «arrojada inconfesa a mi perdición». Aunque no era creyente, no era insensible a los principios de la fe y comprendía que para mucha gente esta perspectiva era aterradora.

El sargento Vianello llamó a la puerta y entró en el despacho, con una de las carpetas azules de la questura en la mano.

– Este hombre estaba limpio -dijo sin preámbulos, poniendo la carpeta en la mesa de Brunetti-. Por lo que a nosotros se refiere, como si nunca hubiera existido. No tenemos más datos que los de su solicitud de pasaporte, que renovó… -Vianello abrió la carpeta para comprobar la fecha-… hace cuatro años. Aparte de eso, nada.

Esto en sí no tenía nada de extraño. Muchas personas no atraían la atención de la policía hasta el día en que padecían las consecuencias de la violencia fortuita: un automovilista borracho, un violador, un atracador. Pero muy pocas de esas personas eran víctimas de algo que tenía todas las trazas de ser un asesinato profesional.

– Estoy citado con la viuda esta tarde a las cuatro -dijo Brunetti.

Vianello asintió.

– Tampoco tenemos nada acerca de la familia inmediata.

– ¿No le parece extraño?

Vianello reflexionó y dijo:

– Es normal que haya personas, incluso familias enteras, que no tienen antecedentes.

– Entonces, ¿por qué resulta extraño? -preguntó Brunetti.

– Porque la pistola era del calibre veintidós. -Los dos sabían que era el arma utilizada por muchos asesinos profesionales.

– ¿Alguna posibilidad de identificarla?

– Ninguna, aparte el tipo -dijo Vianello-. He enviado copia de la información de las balas a Roma y a Ginebra. -Los dos sabían que era poco probable que esto reportara información útil.

– ¿Y en la estación?

Vianello repitió lo que los agentes habían averiguado la noche antes.

– Esto no ayuda mucho, ¿verdad, dottore?

Brunetti movió la cabeza y preguntó:

– ¿Qué hay del bufete?

– Cuando llegué, casi todos se habían ido a almorzar. He hablado con una secretaria que lloraba, y con el abogado que parecía estar al frente -dijo Vianello y al cabo de un momento agregó-: Y que no lloraba.

– ¿No? -preguntó Brunetti mirando a su sargento con interés.

– No, señor. En realidad, no me ha parecido afectado por la muerte de Trevisan.

– ¿Ni por las circunstancias?

– ¿Porque fuera asesinado?

– Sí.

– Eso pareció impresionarle, desde luego. He deducido que no sentía gran estima por Trevisan, pero el que hubiera sido asesinado lo impresionaba.

– ¿Qué ha dicho?

– Pues en realidad, nada -respondió Vianello, y explicó-: Lo que me ha llamado la atención es lo que no ha dicho, esas cosas que todos decimos cuando se muere alguien, aunque no fuera santo de nuestra devoción. Que ha sido una tragedia, que lo sentía mucho por la familia, que es una pérdida irreparable. -Él y Brunetti habían oído estas frases infinidad de veces, y ya no les sorprendía su falta de sinceridad. Lo sorprendente era que alguien no se molestara en decirlas.

– ¿Algo más?

– No, señor. La secretaria ha dicho que mañana irán todos a trabajar. Esta tarde no, por respeto. De modo que mañana volveré para hablar con los demás. -Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Vianello dijo-: He llamado a Nadia y le he pedido que vea qué puede averiguar. A él no lo conocía, pero cree recordar que es el que, hará cinco años por lo menos, tramitó el testamento del dueño de la zapatería de Via Garibaldi. Llamará a la viuda. Y ha dicho que preguntará en el vecindario.

Brunetti asintió. Aunque no estaba en nómina, la esposa de Vianello era una excelente fuente de la clase información que no suele guardarse en los archivos oficiales.

– Me gustaría comprobar sus finanzas -dijo Brunetti-. Lo de siempre, cuentas bancarias, declaraciones de impuestos, patrimonio. Y vea si puede hacerse una idea de lo que ingresa el bufete al año. -Aunque eran cuestiones de rutina, Vianello tomó nota.

– ¿Digo a Elettra que vea lo que puede encontrar? -preguntó Vianello.

Esta pregunta invariablemente sugería a Brunetti la imagen de la signorina Elettra envuelta en una larga túnica y tocada con un turbante -el turbante, siempre de brocado y adornado con piedras preciosas- con la mirada fija en la pantalla del ordenador del que ascendía una fina columna de humo. Brunetti era incapaz de adivinar cómo se las ingeniaba, pero ella siempre conseguía extraer información financiera, y también personal, de víctimas y sospechosos que sorprendía incluso a sus mismas familias y socios. Brunetti intuía que nadie podía sustraerse a su habilidad informática y a veces se preguntaba si no la utilizaría para husmear en la vida privada de aquellos con los que y para los que trabajaba.

– Sí, a ver qué encuentra. Y también me gustaría tener una lista de sus clientes.

– ¿De todos?

– Sí.

Vianello asintió y tomó nota, aunque sabía que esto sería mucho más difícil de conseguir. Era casi imposible conseguir que los abogados dieran los nombres de sus clientes. Las únicas personas más reservadas que ellos a este respecto eran las prostitutas.

– ¿Algo más, comisario?

– No, tengo que hablar con la viuda dentro de… -miró el reloj-… media hora. Si me dice algo que pueda servirnos, volveré; si no, ya nos veremos mañana.

Dándose por despedido, Vianello guardó la libreta en el bolsillo, se levantó y volvió a la oficina de la planta baja.

Brunetti salió de la questura cinco minutos después y subió hacia Riva degli Schiavoni, donde tomó el vaporetto 1. Desembarcó en Santa Maria del Giglio, giró hacia la izquierda en el hotel Ala, cruzó dos puentes, cortó hacia la derecha por una estrecha calle que salía al Gran Canal y se detuvo ante la última puerta de la parte izquierda. Tocó el timbre marcado Trevisan y, cuando se abrió la puerta con un chasquido, subió al segundo piso.

En lo alto de la escalera había una puerta abierta y, en el vano, un hombre de cabello gris con un abdomen considerable, sabiamente disimulado por el buen corte del traje. Cuando Brunetti llegaba a lo alto de la escalera, el hombre preguntó, sin ofrecerle la mano:

– ¿El comisario Brunetti?

– Sí. ¿El signor Lotto?

El hombre asintió, pero tampoco ahora le dio la mano.

– Pase. Mi hermana lo espera.

Aunque Brunetti llegaba tres minutos antes de la hora, el hombre hablaba como si hubiera hecho esperar a la viuda.

Las paredes de uno y otro lado del recibidor estaban cubiertas de espejo, lo que creaba la ilusión de que el pequeño espacio estaba lleno de duplicados de Brunetti y del hermano de la signora Trevisan. El reluciente suelo a cuadros blancos y negros hizo pensar a Brunetti que él y su reflejo se movían sobre un tablero de ajedrez y que el otro hombre era el adversario.

– Estoy muy agradecido a la signora Trevisan por haber accedido a recibirme -dijo Brunetti.

– Yo le aconsejé que no lo recibiera -dijo el hermano de la viuda hoscamente-. No debería ver a nadie. Esto es terrible. -La mirada que el hombre dirigió a Brunetti hizo que éste se preguntara si hablaba del asesinato o de la presencia de Brunetti en la casa mortuoria.

Cortando por delante de Brunetti, el hombre lo llevó por un pasillo y abrió una puerta a la izquierda. Resultaba difícil adivinar cuál era la utilidad de aquella habitación: no había libros ni televisor, sólo cuatro sillas, una en cada ángulo. Las dos ventanas tenían cortinas verde botella. Entre las dos, una mesa redonda con un jarrón de flores secas en el centro. Nada más, ningún indicio sobre el objeto o función de la pieza.

– Espere aquí -dijo Lotto saliendo de la habitación.

Brunetti se quedó quieto un momento, luego se acercó a una ventana y apartó la cortina. Frente a él estaba el Gran Canal, que relucía al sol y, a la izquierda, el Palazzo Darío. Las piezas doradas del mosaico que cubría su fachada reflejaban el reverbero de la luz en el agua, lo desmenuzaban y lo devolvían al canal. Pasaban embarcaciones y, con ellas, los minutos.

Brunetti oyó abrirse la puerta a su espalda y se volvió para saludar a la viuda Trevisan, pero la que había entrado en la habitación era una muchacha con una melena oscura hasta los hombros que, al ver a Brunetti junto a la ventana, salió tan aprisa como había entrado, cerrando la puerta. Unos minutos después volvió a abrirse la puerta, y entró una mujer de unos cuarenta años. Llevaba un sencillo vestido de lana negra y zapatos de tacón alto que la elevaban casi hasta la estatura de Brunetti. La forma de su rostro era igual a la del de su hija y el pelo, también hasta los hombros, tenía el mismo tono castaño, aunque con indicios de ayuda química. Sus ojos, muy separados como los de su hermano, tenían una expresión inteligente y un brillo más de curiosidad, pensó Brunetti, que de lágrimas.

La mujer cruzó hasta Brunetti y le tendió la mano.

– ¿Comisario Brunetti?

– Sí, signora. Siento que tengamos que conocernos en estas circunstancias. Le agradezco que haya accedido a recibirme.

– Deseo hacer cuanto pueda para ayudarle a encontrar al asesino de Carlo. -Tenía la voz suave y un ligero acento de Florencia. Miró en derredor, como sí viera la habitación por primera vez-. ¿Por qué le ha traído aquí Ubaldo? -preguntó y agregó volviéndose hacia la puerta-: Venga conmigo.

Brunetti la siguió al pasillo, donde ella giró hacia la derecha y abrió otra puerta. La habitación en la que entraron era mucho mayor que la primera y tenía tres ventanas, que daban a campo San Maurizio. Parecía un despacho o una biblioteca. La mujer lo llevó hacia dos mullidas butacas, se sentó en una y ofreció la otra a Brunetti con un ademán.

Brunetti se sentó, fue a cruzar las piernas, pero se dio cuenta de que la butaca era muy baja como para que resultara cómoda la postura. Apoyó los codos en los brazos y juntó las manos frente al estómago.

– ¿Qué desea saber, comisario? -preguntó la signora Trevisan.

– Me gustaría que me dijera si, durante las últimas semanas, o quizá meses, su marido parecía preocupado o nervioso, o si su conducta había cambiado de algún modo extraño.

Ella esperó hasta cerciorarse de que él había terminado la pregunta, luego reflexionó y dijo:

– No, que yo recuerde. Carlo estaba siempre muy absorbido por su trabajo. Con los cambios políticos de los últimos años y la apertura de nuevos mercados, estaba muy ocupado. Pero no, durante estos últimos meses no me ha parecido especialmente nervioso, no más de lo que normalmente justificaría su trabajo.

– ¿Le había hablado de algún caso en el que estuviera trabajando o quizá de algún cliente que le preocupara especialmente?

– No, nada de eso.

Brunetti esperaba.

– Tenía un cliente nuevo -dijo ella al fin-. Un danés que quería abrir un negocio de importación, quesos y mantequilla, según creo, y que tenía dificultades con las normas de la Unión Europea. Carlo estaba tratando de encontrar la forma de que él pudiera transportar su mercancía a través de Francia en lugar de Alemania. O quizá era al revés. Estaba muy atareado con esto, pero no disgustado.

– ¿Y en el bufete? ¿Cómo eran sus relaciones con sus empleados? ¿Normales? ¿Amistosas?

Ella juntó las manos en el regazo y se las contempló.

– Creo que sí. Desde luego, nunca dijo tener problemas con el personal. De haberlos tenido, estoy segura de que me lo hubiera dicho.

– ¿Es cierto que la firma era suya en su totalidad, que los otros abogados eran simples asalariados?

– ¿Cómo dice? -Ella le miraba ahora con extrañeza-. No entiendo la pregunta.

– ¿Los otros abogados participaban de los beneficios del bufete o eran empleados?

Ella levantó la mirada de las manos y la posó en Brunetti.

– Lo siento, pero no puedo responder a eso, dottor Brunetti. No sé casi nada de los asuntos profesionales de Carlo. Tendrá que hablar con su apoderado.

– ¿Y quién es el apoderado, signora?

– Ubaldo.

– ¿Su hermano?

– Sí.

– Comprendo -respondió Brunetti. Después de una pausa, prosiguió-: Me gustaría hacerle unas preguntas acerca de su vida personal, signora.

– ¿Nuestra vida personal? -repitió ella, como si nunca hubiera oído la expresión. En vista de que él no decía nada, la mujer movió la cabeza de arriba abajo, para indicarle que podía empezar.

– ¿Cuánto tiempo llevaban de matrimonio?

– Diecinueve años.

– ¿Cuántos hijos tiene, signora?

– Dos. Claudio, de diecisiete años y Francesca, de quince.

– ¿Van a la escuela en Venecia?

Ella le miró fijamente.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Yo tengo una hija de catorce años, Chiara, y he pensado que a lo mejor se conocen -respondió él con una sonrisa, para demostrar la inocencia de la pregunta.

– Claudio estudia en Suiza, pero Francesca está aquí, con nosotros, quiero decir conmigo -rectificó ella, pasándose la mano por la frente.

– ¿Diría usted que el suyo era un matrimonio feliz, signora?

– Sí -respondió ella inmediatamente, con mucha más rapidez de la que hubiera contestado Brunetti a esta misma pregunta, aunque hubiera dado la misma respuesta. De todos modos, ella no se extendió en explicaciones.

– ¿Podría decirme si tenía su marido amigos íntimos o socios?

Ella levantó la mirada, pero volvió a bajarla a sus manos.

– Nuestros amigos más íntimos son los Nogare, Mirto y Graziella. Él es arquitecto y viven en campo Sant'Angelo. Son los padrinos de Francesca. De socios no sé nada, tendrá que preguntar a Ubaldo.

– ¿Otros amigos, signora?

– ¿Para qué necesita saber todo esto? -dijo ella levantando la voz con sequedad.

– Me gustaría saber más cosas de su marido, signora.

– ¿Por qué? -La pregunta saltó de su garganta, casi a pesar suyo.

– Mientras no sepa qué clase de persona era, no podré comprender por qué ha ocurrido esto.

– ¿Un robo? -preguntó ella, casi con sarcasmo.

– No fue robo, signora. Lo mataron deliberadamente.

– Nadie podía tener motivos para matar a Carlo -insistió ella. Brunetti, que había oído esto más veces de las que deseaba recordar, no dijo nada.

De pronto, la signora Trevisan se puso de pie.

– ¿Tiene usted más preguntas? Si no es así, me gustaría volver junto a mi hija.

Brunetti se levantó y extendió la mano.

– De nuevo, muchas gracias por haber accedido a hablar conmigo, signora. Comprendo el doloroso trance por el que atraviesan usted y su familia, y le deseo que encuentre el valor necesario para superarlo. -Aún no había acabado de hablar cuando comprendió que sus palabras eran los formulismos que se utilizan cuando no se percibe un dolor verdadero, como ocurría en este caso.

– Gracias, comisario -dijo ella imprimiendo en su mano un leve apretón y yendo hacia la puerta. La sostuvo abierta mientras él salía y lo acompañó al recibidor. Los otros miembros de la familia no daban señales de vida.

Brunetti saludó a la viuda con una inclinación de cabeza y empezó a bajar la escalera mientras a su espalda la puerta se cerraba con suavidad. Parecía extraño que, al cabo de casi veinte años de matrimonio, una mujer no supiera nada de los negocios del marido. Y más extraño todavía cuando su propio hermano era el apoderado. ¿De qué hablaban durante las comidas familiares? ¿De fútbol? Todas las personas que Brunetti conocía detestaban a los abogados. Brunetti detestaba a los abogados. Por lo tanto, no podía creer que un abogado no tuviera enemigos, especialmente si era famoso y rico. Al día siguiente hablaría de esto con Lotto, que quizá fuera más explícito que su hermana.

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