13

Aquella noche, la cena de los tres estuvo animada -Brunetti no podía encontrar una palabra más suave- por una encendida polémica entre Chiara y Paola, que estalló cuando la niña dijo a su padre que, al salir del colegio, había ido a hacer los deberes de matemáticas a casa de la chica que era la mejor amiga de Francesca Trevisan.

Antes de que Chiara pudiera decir más, Paola dio una palmada en la mesa.

– En mi casa no quiero espías -gritó a su hija.

– Yo no soy espía -respondió Chiara ásperamente-. Yo trabajo para la policía -y dirigiéndose a su padre-: ¿Verdad, papá?

Brunetti, haciendo como si no la hubiera oído, alargó la mano hacia la botella de Pinot Noir casi vacía.

– ¿No es verdad, papá? -insistió Chiara.

– Si trabajas o no para la policía es lo de menos -sentenció su madre-. Lo que está claro es que no puedes dedicarte a sonsacar a tus amigas.

– Pero papá siempre está sacándoles información a sus amigos. ¿Significa eso que es un espía?

Brunetti tomó un sorbo de vino mientras observaba a su mujer por encima del vaso y esperaba su respuesta con curiosidad.

Paola dijo entonces a Chiara, mirándolo a él:

– Lo que importa no es si les saca información a sus amigos sino que, cuando les pregunta, ellos saben quién es y por qué pregunta.

– Pues mis amigas saben quién soy y tendrían que figurarse por qué pregunto -insistió Chiara poniéndose colorada lentamente.

– No es lo mismo, y tú lo sabes -zanjó Paola.

Chiara murmuró entre dientes algo que sonó a Brunetti como «Lo es», pero ella tenía la cabeza inclinada sobre el plato vacío, y no podía estar seguro.

Paola dijo entonces a Brunetti:

– Guido, ¿harías el favor de tratar de explicar a tu hija la diferencia? -En el calor de la discusión, Paola, al igual que un roedor negligente, solía renunciar a todo derecho de maternidad, adjudicando al padre la plena responsabilidad de la cría.

– Tiene razón tu madre -dijo él-. Cuando yo interrogo a la gente, ellos me contestan sabiendo que soy policía. Comprenden que lo que me digan puede comprometerles, y eso les permite ser precavidos, si quieren.

– ¿Y nunca lías a nadie? -preguntó Chiara-. ¿Ni lo intentas? -agregó antes de que él pudiera contestar.

– Reconozco que sí -admitió él-. Pero recuerda que nada que te digan a ti tiene fuerza legal. Siempre pueden negar haberlo dicho, y entonces sería tu palabra contra la suya.

– Pero, ¿por qué iba yo a mentir?

– ¿Y por qué iban a mentir ellos? -repuso Brunetti.

– ¿Qué importa si lo que diga la gente tiene o no fuerza legal? -preguntó Paola, volviendo a la carga-. No estamos hablando de lo legalmente válido, sino de lealtad. Y, si las personas que se sientan a esta mesa me permiten usar la palabra -terminó mirándolos uno a uno-, de honor.

Chiara, según observó Brunetti, adoptó su expresión de «ya salió aquello» y se volvió hacia él en busca de apoyo moral, pero él no se lo dio.

– ¿Honor? -preguntó Chiara.

– Sí, honor -dijo Paola con una súbita calma, no menos peligrosa que su indignación-. No puedes sonsacar a tus amigas. No puedes hacerles hablar y luego utilizar contra ellas lo que te digan.

– Es que nada de lo que me dijo Susanna puede ser utilizado contra ella -protestó Chiara.

Paola cerró los ojos un momento, tomó un trozo de pan y empezó a desmenuzarlo. Era algo que solía hacer cuando estaba disgustada.

– Chiara, el uso que se haga o deje de hacerse de lo que ella te haya dicho es lo de menos. Lo que no se puede -empezó y luego recalcó-, lo que no se puede es inducir a una amiga a que nos cuente algo cuando estamos a solas y luego dar media vuelta y repetir la información o utilizarla con una finalidad que ella desconocía. Eso se llama abuso de confianza.

– Haces que parezca un delito -dijo Chiara.

– Es peor que un delito -repuso Paola-. Está mal.

– ¿Y no está mal el delito? -preguntó Brunetti, desde la grada.

Ella saltó.

– Guido, si mal no recuerdo, hace una semana tuvimos en casa a tres fontaneros, durante dos días. ¿Tienes el ricevuto fiscale de ese trabajo? ¿Tienes alguna prueba de que el dinero que pagamos será declarado y que se pagarán sobre él los impuestos correspondientes? -Él no decía nada y su mujer insistió-: ¿La tienes? -Se mantuvo el silencio-. Eso es un delito, Guido, un delito, pero te desafío a ti y a cualquiera de este asqueroso gobierno de cerdos y ladrones que tenemos a que me diga que eso está mal.

Él fue a tomar la botella, pero estaba vacía.

– ¿Quieres más? -preguntó Paola, y él sabía que no se refería al vino. No le apetecía oír más, pero Paola se había encaramado a la tribuna, y la experiencia había enseñado a Brunetti que no se bajaría hasta que hubiera dicho todo lo que tenía que decir. Sólo sentía que se hubiera terminado el vino.

Por el rabillo del ojo vio a Chiara levantarse e ir al armario. Al cabo de un momento, volvió con dos vasitos y una botella de grappa, que le acercó en silencio. Su madre podía llamarla lo que quisiera -traidora, espía, monstruo- pero para él era un ángel.

Brunetti vio que Paola miraba fijamente a Chiara y se alegró al observar que la expresión de sus ojos se suavizaba, aunque sólo momentáneamente. Se sirvió un vasito de grappa, tomó un sorbo y suspiró.

Paola extendió el brazo y tomó la botella. Se sirvió un poco y lo probó. La tregua se mantenía.

– Chiara -dijo-, no quería gritarte.

– Pues has gritado -respondió su hija, siempre literal.

– Ya lo sé, y lo siento. -Paola tomó otro sorbo-. Es que, ¿sabes?, esas cosas son muy importantes para mí.

– Es por todos esos libros, ¿verdad? -preguntó Chiara con sencillez, dando a entender que la actividad de su madre de profesora de Literatura Inglesa había tenido un efecto pernicioso en su desarrollo moral.

Sus padres buscaron en su voz una nota de sarcasmo o desdén, pero no había más que un sincero deseo de información.

– Seguramente -reconoció Paola-. Los que escribieron esos libros sabían mucho de honor, y para ellos era muy importante. -Hizo una pausa, pensando en lo que acababa de decir-. Pero no era importante sólo para ellos, los escritores, la sociedad toda creía en la importancia del honor, el buen nombre de una persona, la palabra empeñada.

– Yo creo que esas cosas son importantes, mamma -dijo Chiara y en este momento parecía mucho más joven de lo que era.

– Ya sé que lo crees. Y yo también, y Raffi. Y tu padre. Pero nuestro mundo, no, ya no.

– ¿Por eso te gustan tanto esos libros, mamma?

Paola sonrió y, pensó Brunetti, bajó de la tribuna antes de contestar.

– Supongo que sí, cara. Además, gracias a ellos tengo un empleo en la universidad.

Desde hacía más de dos décadas, el pragmatismo de Brunetti había chocado contra las diversas formas del idealismo de Paola, por lo que estaba seguro de que «esos libros» representaban para ella mucho más que un empleo.

– ¿Tienes muchos deberes esta noche, Chiara? -preguntó Brunetti, pensando que después, o al día siguiente por la mañana, podría preguntar a su hija qué había averiguado por la amiga de Francesca. Chiara, dándose por despedida, dijo que, en efecto, los tenía y se fue a su habitación, dejando que sus padres siguieran hablando del honor, si querían.

– No pensé que se tomara tan en serio mi ofrecimiento, Paola, ni que empezara a preguntar a unos y otros -dijo Brunetti a modo de explicación y, en cierta medida, disculpa.

– No me importa que consiga la información -dijo Paola-. Lo que no me gusta es la forma en que la consiguió. -Tomó otro sorbo de grappa-. ¿Crees que ha comprendido lo que quería decirle?

– Creo que comprende todo lo que decimos -respondió Brunetti-. No sé si está de acuerdo con todo ello, pero desde luego lo entiende. -Volviendo a lo que ella había dicho antes, preguntó-: ¿Qué otros ejemplos pondrías de cosas que son delito pero no están mal hechas?

Ella hizo girar el vasito entre las palmas de las manos.

– Es muy fácil responder a eso -dijo-, especialmente con las leyes demenciales de este país. Lo que ya es más difícil es decir cuáles son las cosas que están mal hechas pero no son delito.

– ¿Por ejemplo?

– Dejar a los niños ver televisión -rió ella, cansada ya del tema.

– No, Paola, dime -dijo él, interesado-. Me gustaría saberlo.

Antes de responder, ella golpeó con la uña el cristal de la botella de agua mineral que estaba en la mesa.

– Ya sé que estás harto de oírme decir esto, Guido, pero creo que usar botellas de plástico está mal, aunque no sea un delito. -Y agregó rápidamente-: Aunque me parece que antes de que pasen muchos años lo será. Es decir, si sabemos lo que nos conviene.

– Yo esperaba un ejemplo más elevado -dijo Brunetti.

Ella respondió, después de pensar un momento:

– Si nosotros hubiéramos educado a los niños de manera que pudieran creer que el dinero de mi familia les daba privilegios, eso estaría mal. -Sorprendió a Brunetti que Paola pusiera este ejemplo, porque ella rara vez aludía a la riqueza de sus padres, salvo cuando la discusión política subía de tono y necesitaba poner un ejemplo de injusticia social.

Se miraron y, antes de que Brunetti pudiera hablar, ella continuó:

– No sé si es una cuestión mucho más elevada, pero me parece que si yo hablara de ti despectivamente, eso estaría mal.

– Tú siempre hablas de mí despectivamente -dijo Brunetti sonriendo.

– No, Guido. Yo te hablo despectivamente a ti. Es distinto. Yo nunca diría cosas feas de ti.

– ¿Porque no sería honorable?

– Exactamente -sonrió ella.

– ¿Y es honorable decírmelas a mí?

– Desde luego. Especialmente si son verdad. Pero eso queda entre nosotros, Guido, no tiene nada que ver con el mundo.

Él volvió a alargar la mano y tomó la botella de grappa.

– Me parece que cada vez resulta más difícil establecer la diferencia.

– ¿Entre qué?

– Entre lo que es delito y lo que está mal.

– ¿Por qué lo crees, Guido?

– No estoy seguro. Quizá porque, como has dicho tú, ya no creemos en los antiguos cánones y no hemos encontrado otros nuevos en los que creer.

Ella asintió con gesto pensativo.

– Y todas las viejas reglas se han roto -prosiguió él-. Durante cincuenta años, desde que terminó la guerra, se nos ha mentido sistemáticamente. Nos ha mentido el Gobierno, la Iglesia, los partidos políticos, los empresarios y los militares.

– ¿Y la policía?

– Sí -convino él sin vacilar-. Y la policía.

– ¿Pero tú quieres seguir en ella? -preguntó Paola.

Él se encogió de hombros y se sirvió más grappa. Ella esperaba. Finalmente, él dijo:

– Alguien tiene que intentarlo.

Paola se inclinó por encima de la mesa, le tomó la cara entre las manos y la atrajo hacia sí.

– Si vuelvo a predicarte honor a ti, Guido, dame con una botella en la cabeza, ¿de acuerdo?

Torciendo el cuello, él le dio un beso en la palma de la mano.

– No, a menos que me dejes comprarlas de plástico.


Dos horas después, cuando Brunetti bostezaba con la Historia secreta de Procopio entre las manos, sonó el teléfono.

– Brunetti -contestó mirando el reloj.

– Comisario, aquí Alvise. Él ha dicho que le llame.

– ¿Quién le ha dicho que me llame, agente Alvise? -preguntó Brunetti sacando del bolsillo un billete del vaporetto y poniéndolo entre las páginas del libro a modo de señal. Las conversaciones con Alvise solían ser largas o confusas. O ambas cosas.

– El sargento, señor.

– ¿Qué sargento, agente Alvise? -Brunetti cerró el libro y lo dejó a un lado.

– El sargento Topa, señor.

Brunetti, ya más alerta, preguntó:

– ¿Por qué le ha dicho que me llamara?

– Porque quiere hablar con usted, comisario.

– ¿Por qué no me llama él? Mi nombre está en la guía.

– Porque no puede.

– ¿Por qué no puede?

– Lo dicen las ordenanzas.

– ¿Qué ordenanzas? -preguntó Brunetti con una voz en la que se percibía una impaciencia creciente.

– Las ordenanzas de aquí.

– ¿De dónde, agente?

– De la questura. Estoy de guardia esta noche.

– ¿Qué está haciendo ahí el sargento Topa, agente?

– Ha sido arrestado. Los chicos de Mestre lo detuvieron y cuando vieron quién era, bueno, qué era, bueno, lo que había sido, quiero decir un sargento, lo enviaron aquí, pero le dijeron que podía venir él solo. Nos llamaron para decirnos que venía, pero lo dejaron venir solo.

– ¿Así que el sargento Topa se ha arrestado a sí mismo?

Alvise meditó un momento y respondió:

– Eso parece, señor. Y no sé cómo rellenar el informe, qué poner en la casilla que dice: «Agente que ha efectuado el arresto».

Brunetti bajó el teléfono un momento, luego volvió a arrimárselo al oído y preguntó:

– ¿Por qué ha sido arrestado?

– Porque intervino en una riña, señor.

– ¿Dónde? -preguntó Brunetti, aunque ya sabía la respuesta.

– En Mestre.

– ¿Con quién se peleó?

– Con un extranjero.

– ¿Y dónde está el extranjero?

– El extranjero escapó. Se pelearon, pero el extranjero escapó.

– ¿Cómo sabe que era extranjero?

– Me lo ha dicho el sargento Topa. Ha dicho que hablaba con acento.

– Si el extranjero se ha escapado, ¿quién ha presentado la denuncia contra el sargento Topa, agente?

– Supongo que por eso nos lo han mandado los chicos de Mestre. Habrán pensado que nosotros sabríamos qué hacer.

– ¿Le han pedido los de Mestre que extienda un informe de arresto?

– Pues no, señor -dijo Alvise, después de una pausa bastante larga-. Han dicho a Topa que viniera y que hiciera un informe de lo sucedido. Y como el único formulario que he visto en la mesa era un informe de arresto, he pensado que era el que tenía que usar.

– ¿Por qué no ha dejado que me llamara él, agente?

– Ya había llamado a su esposa, y sólo pueden hacer una llamada.

– Eso es en la televisión, agente, en la televisión americana -dijo Brunetti armándose de paciencia-. ¿Dónde está ahora el sargento Topa?

– Ha salido a tomar café.

– ¿Mientras usted extendía el informe del arresto?

– Sí, señor. No me parecía bien tenerlo aquí delante mientras yo escribía.

– Cuando el sargento Topa vuelva… porque volverá, ¿no?

– Oh, sí, señor. Le he dicho que vuelva, bueno, se lo he pedido y él me ha dicho que volvería.

– Cuando vuelva, dígale que me espere. Ahora voy para allá. -Sabiendo que no podría resistir más, Brunetti colgó el teléfono sin esperar la respuesta de Alvise.

Veinte minutos después, tras decir a Paola que tenía que ir a la questura para resolver un asunto, Brunetti entraba en la oficina de los agentes de uniforme. Vio a Alvise sentado a un escritorio y, frente a él, al sargento Topa, que tenía exactamente el mismo aspecto que un año antes, cuando dejó la questura.

El ex sargento era bajo, grueso y pobre de pelo. La luz de la lámpara del techo se reflejaba en su cráneo. Tenía la silla inclinada hacia atrás y los brazos cruzados. Cuando entró Brunetti, lo observó atentamente un momento con unos ojos oscuros, semiescondidos por pobladas cejas blancas y asentó la silla en el suelo con un golpe seco. Poniéndose de pie, tendió la mano a Brunetti, puesto que ya no era el sargento y, por lo tanto, podía estrechar la mano del comisario de igual a igual. Brunetti sintió otra vez aquella antipatía que siempre le había inspirado el sargento, un hombre en el que bullía la violencia, que hacía pensar en la polenta recién vertida, que al menor descuido te abrasa la boca.

– Buenas noches, sargento -dijo Brunetti.

– Comisario -respondió éste escuetamente.

Alvise se había levantado y los miraba sin decir nada.

– Podríamos subir a mi despacho -propuso Brunetti.

– Sí -convino Topa.

Brunetti encendió la luz y, sin quitarse la gabardina, para dar a entender que no tenía mucho tiempo que dedicar a este asunto, se sentó detrás de su mesa.

Topa se sentó en una silla situada a la izquierda.

– ¿Y bien? -preguntó Brunetti.

– Vianello me llamó para pedirme que fuera a echar un vistazo a ese bar, el Pinetta. Había oído hablar de él, pero nunca había estado allí. No me gustaba lo que decían de ese sitio.

– ¿Qué decían?

– Muchos negros. Y eslavos. Que son peores. -Brunetti, que estaba de acuerdo, no dijo nada.

Ante esta falta de respuesta, Topa abandonó sus comentarios sobre diferencias étnicas y prosiguió:

– He entrado y he pedido un vaso de vino. En una mesa había un par de tíos jugando a las cartas, y me he acercado a mirar. No parecía importarles. He pedido más vino y he entrado en conversación con otro individuo que estaba en el bar. Uno de los que jugaba a cartas se ha ido y yo me he sentado en su sitio y he jugado unas manos. He perdido unas mil liras, luego el hombre ha vuelto, yo me he ido otra vez al bar y he tomado otro vaso de vino. -Brunetti pensaba que Topa hubiera podido pasar una velada mucho más distraída quedándose en su casa, viendo la televisión.

– ¿Y cómo ha empezado la pelea, sargento?

– A eso iba. Al cabo de un cuarto de hora o cosa así, uno de los otros hombres se ha levantado de la mesa, y me han preguntado si quería jugar un poco más. He dicho que no, y entonces el que estaba conmigo en el bar se ha sentado a jugar varias manos. Luego, el que se había ido ha vuelto y ha tomado una copa en el bar. Nos hemos puesto a hablar y me ha preguntado si quería una mujer.

»Le he dicho que yo no necesito pagar, que hay por ahí mucho de eso gratis, y el tío me ha contestado que no sería como lo que podía proporcionarme él.

– ¿Y qué era eso?

– Ha dicho que podía conseguirme chicas, jovencitas. Yo le he contestado que prefiero a mujeres, y entonces él me ha insultado.

– ¿Qué ha dicho?

– Que le parecía que tampoco me interesaban las mujeres, y yo le he dicho que prefiero a mujeres, mujeres de verdad, a lo que él ofrecía. Y entonces se ha echado a reír y ha gritado a los que jugaban a cartas algo en una lengua que me ha parecido eslava. Ellos se han reído y entonces le he sacudido.

– Nosotros queríamos que fuera usted a buscar información, no pelea -dijo Brunetti, sin disimular su irritación.

– De mí no se ríe nadie -dijo Topa levantando la voz en aquel tono airado que Brunetti recordaba.

– ¿Cree que hablaba en serio?

– ¿Quién?

– El del bar. El que le ha ofrecido las chicas.

– No lo sé. Quizá. No parecía un proxeneta, pero con los eslavos nunca se sabe.

– ¿Lo reconocería si volviera a verlo?

– Tiene la nariz rota, no ha de ser difícil de localizar.

– ¿Está seguro? -preguntó Brunetti.

– ¿De qué?

– De eso de la nariz.

– No voy a estarlo -dijo Topa levantando la mano derecha-. He sentido cómo se partía el cartílago.

– ¿Lo reconocería en una foto?

– Sí.

– Está bien, sargento. Ahora ya es tarde para hacer algo sobre esto. Vuelva por la mañana y eche un vistazo a las fotos, a ver si lo encuentra.

– Creí que Alvise quería arrestarme.

Brunetti agitó una mano como si se espantara una mosca.

– Olvídelo.

– A mí nadie me habla como me habló ese individuo -dijo Topa, en tono amenazador.

– Mañana, sargento -dijo Brunetti.

Topa le lanzó una mirada que recordó a Brunetti el episodio de su último arresto, se levantó y salió del despacho dejando la puerta abierta. Había empezado a llover, caía una llovizna fina, la primera del invierno, pero Brunetti la sintió en la cara con agrado, sofocado como estaba por la irritación de haber tenido que soportar la desagradable compañía de Topa.

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