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A la mañana siguiente, Brunetti encontró en su escritorio, enviada por fax por el capitano Della Corte de la policía de Padua, una copia del expediente de Rino Favero, cuya muerte se atribuía aún, por lo menos de cara a los medios de comunicación, a suicidio. El expediente revelaba sobre la muerte de Favero poco más de lo que Della Corte le había dicho por teléfono. Para Brunetti, lo más interesante era lo que podía deducirse acerca de la posición que ocupaba Favero en la sociedad y los medios financieros de Padua, una ciudad próspera y tranquila, a una media hora al oeste de Venecia.

Favero, especializado en la contabilidad de empresas, empleaba a siete contables, y su firma estaba muy bien conceptuada no sólo en Padua capital sino en toda la provincia. Figuraban entre sus clientes algunos de los más importantes empresarios de esta industriosa zona y los jefes de tres departamentos de la universidad, una de las mejores de Italia. Brunetti conocía los nombres de muchas de las empresas y particulares cuyo patrimonio gestionaba Favero. No había entre ellos relación aparente, ya que pertenecían a campos muy diversos de la actividad: productos químicos, artículos de piel, agencias de viajes y de empleo, el departamento de Ciencias Políticas… No se advertían puntos de contacto.

Brunetti estaba nervioso y con deseos de entrar en acción o, por lo menos, de cambiar de escenario, y pensó en ir a Padua para hablar con Della Corte pero luego decidió llamarle por teléfono. Entonces, por asociación de ideas, recordó la advertencia de Della Corte, de que no hablara de Favero con nadie más que con él, palabras que indicaban que sobre Favero -y quizá también sobre la policía de Padua- había mucho más que saber de lo que Della Corte había querido revelar.

– Della Corte -contestó el capitán a la primera señal.

– Buenos días, capitano. Brunetti, de Venecia.

– Buenos días, comisario.

– Le llamo para preguntarle si hay alguna novedad.

– Sí.

– ¿Sobre Favero?

– Sí. Al parecer, usted y yo tenemos amigos comunes, comisario.

– ¿Sí? -preguntó Brunetti, sorprendido.

– Ayer, después de hablar con usted, hice una llamada.

Brunetti no dijo nada.

– Y mencioné su nombre casualmente -agregó Della Corte.

Brunetti dudó que la mención hubiera sido casual.

– ¿A quién hizo la llamada? -preguntó.

– A Riccardo Fosco. De Milán.

– Ah, ¿cómo está? -preguntó Brunetti, aunque lo que a él le interesaba era por qué Della Corte había tenido que llamar a un periodista investigador para informarse sobre Brunetti, porque estaba seguro de que la llamada a Fosco no había sido casual.

– Me dijo muchas cosas de usted -empezó Della Corte-. Todas buenas.

Sólo dos años atrás, si alguien hubiera dicho a Brunetti que un policía creía necesario llamar a un periodista para averiguar si otro policía era de fiar, se hubiera escandalizado, pero ahora sólo sentía una sorda desesperación porque se vieran obligados a tomar estas precauciones.

– ¿Cómo está Riccardo? -preguntó sosegadamente.

– Bien, muy bien. Me dio recuerdos para usted.

– ¿Se ha casado?

– Sí. Hace un año.

– ¿Interviene usted en la busca? -preguntó Brunetti, refiriéndose a los policías amigos de Fosco que, años después del ataque de un pistolero que le había dejado parcialmente inválido, aún no habían perdido la esperanza de descubrir a los responsables.

– Sí, pero sin resultado. ¿Y usted? -peguntó Della Corte, halagando a Brunetti al suponer que también él seguía buscando, a pesar de que habían transcurrido más de cinco años desde la agresión.

– Nada tampoco. ¿Llamó usted a Riccardo por algo en particular?

– Quería saber si podía decirme algo acerca de Favero, algo interesante que nosotros no pudiéramos averiguar.

– ¿Y le dijo algo?

– Nada.

Con una súbita corazonada, Brunetti preguntó:

– ¿Le llamó desde su despacho?

El ruido que hizo Della Corte podía ser risa.

– No. -Siguió un silencio largo y Della Corte dijo-: ¿Tiene línea directa en su despacho?

Brunetti le dio el número.

– Le llamaré dentro de diez minutos.

Mientras esperaba, Brunetti pensó en llamar a Fosco, para preguntar por el otro policía, pero no quería bloquear la línea y se dijo que el que Della Corte le hubiera hablado del periodista era ya recomendación suficiente.

Un cuarto de hora después llamaba Della Corte. Brunetti oía su voz sobre un fondo de ruidos de tráfico, cláxones y motores.

– Espero que su teléfono sea seguro -dijo Della Corte, dando a entender que el suyo no lo era. Brunetti reprimió el impulso de preguntar seguro contra qué.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Brunetti.

– Hemos tenido que dar por bueno lo del suicidio. Oficialmente.

– ¿Por qué?

– El informe de la autopsia indica ahora dos miligramos.

– ¿Ahora? -preguntó Brunetti.

– Ahora -repitió Della Corte.

– ¿Con lo que Favero habría estado en condiciones de conducir? -preguntó Brunetti.

– Sí, y meter el coche en el garaje y cerrar la puerta y, en suma, suicidarse. -La voz de Della Corte era sorda de indignación contenida-. No encuentro a un juez que esté dispuesto a firmar una orden de investigación de asesinato o de exhumación del cadáver para una segunda autopsia.

– ¿Cómo consiguió el primer informe?

– Hablé con el médico que hizo la autopsia. Trabaja en el hospital. Es ayudante.

– ¿Y…?

– Cuando llegó el informe oficial del laboratorio… él había hecho un análisis inmediatamente después de la autopsia, pero envió las muestras al laboratorio para el contraanálisis, vio que indicaba que el nivel del barbitúrico era muy inferior al que había hallado él.

– ¿Comprobó sus anotaciones? ¿Y las muestras?

– Han desaparecido.

– ¿Desaparecido?

Della Corte no se molestó en contestar.

– ¿Dónde estaban?

– En el laboratorio de Patología.

– ¿Qué procedimiento se sigue normalmente?

– Una vez redactado el informe oficial de la autopsia, las muestras se guardan durante un año y luego son destruidas.

– ¿Y esta vez?

– Cuando llegó el informe oficial, él quiso revisar sus notas, por si se había equivocado. Y entonces me llamó. -Della Corte se interrumpió antes de agregar-: Eso fue hace dos días. Después volvió a llamar para decirme que los primeros resultados debían de estar equivocados.

– ¿Alguien le ha presionado?

– Desde luego -dijo Della Corte secamente.

– ¿Usted ha dicho algo de esto?

– No; no me gustó lo que me dijo sobre las notas la segunda vez que llamé. De modo que me mostré de acuerdo con él en que a veces suceden estas cosas, fingí estar molesto por el error y le advertí que tuviera más cuidado la próxima vez que hiciera una autopsia.

– ¿Él le creyó?

El gesto de escepticismo con que Della Corte se encogió de hombros recorrió la línea telefónica.

– ¿Quién sabe?

– ¿Y entonces? -preguntó Brunetti.

– Entonces llamé a Fosco para informarme sobre usted. -Brunetti oyó ruidos extraños en la línea y se preguntó si estaría pinchado su propio teléfono, pero los ruidos se definieron en los chasquidos y señales que indicaban que Della Corte estaba echando monedas en el teléfono-. Comisario -dijo-, apenas me quedan monedas. ¿Podríamos vernos para hablar de esto?

– Por supuesto. ¿Extraoficialmente?

– Del todo.

– ¿Dónde? -preguntó Brunetti.

– ¿A mitad de camino? -sugirió Della Corte-. ¿En Mestre?

– ¿Bar Pinetta?

– ¿Esta noche a las diez?

– ¿Cómo le conoceré? -preguntó Brunetti, esperando que Della Corte no fuera un policía con aspecto de policía.

– Soy calvo. ¿Y yo a usted?

– Tengo pinta de poli.

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