22

Las conversaciones mantenidas con Mara y con su proxeneta no habían dejado a Brunetti de muy buen humor para enfrentarse con la signora Trevisan y el socio de su difunto esposo, para designar a Martucci por uno de los papeles que representaba, pero el comisario hizo la obligada llamada telefónica a la viuda e insistió en que, para la buena marcha de la investigación, era imprescindible que hablara brevemente con ella y, a poder ser, con el signor Martucci. Se habían comprobado sus respectivas declaraciones acerca de dónde estaban la noche en que Trevisan fue asesinado. La criada de la signora Trevisan confirmó que aquella noche su señora no había salido, y un amigo había llamado a Martucci a las nueve y media y lo había encontrado en casa.

La experiencia había enseñado a Brunetti que era preferible dejar que el otro decidiera el lugar de la entrevista. Invariablemente, elegía el marco en el que se sentía más cómodo, con la errónea convicción de que, controlando el escenario, controlaría también la acción. Como era de prever, la signora Trevisan eligió su casa, a la que Brunetti llegó puntualmente a las cinco y media, la hora convenida. Brunetti, irritado todavía por su conversación con Franco Silvestri, estaba predispuesto en contra de cualquier tipo de hospitalidad que se le brindará: un cóctel, demasiado cosmopolita y un té, demasiado pretencioso.

Pero cuando la signora Trevisan, vestida hoy de sobrio azul marino, lo llevó a un saloncito tan escaso de asientos como sobrado de refinamiento, Brunetti comprendió que se había hecho muchas ilusiones sobre su propia importancia, y que aquí no se le trataría como a un representante de la ley sino como a un intruso. La viuda le había dado la mano, y Martucci se levantó al verlo entrar, pero ninguno de los dos se molestó en pasar de la más somera cortesía. Brunetti intuía que sus modales solemnes y sus caras largas pretendían manifestar el dolor compartido por la pérdida del querido esposo y el amigo, dolor que él venía a turbar. Pero, después de su conversación con el juez Beniamin, Brunetti se sentía inclinado a dudar de la sinceridad de aquel dolor, y después de su breve entrevista con Franco Silvestri, dudaba ya de la Humanidad en general.

El comisario recitó rápidamente la consabida fórmula de agradecimiento por su amabilidad al recibirle. Martucci asintió y la signora Trevisan hizo como si no le hubiera oído.

Signora Trevisan -empezó Brunetti-, necesito cierta información sobre los bienes de su esposo. -Ella ni pidió explicación ni hizo comentarios-. ¿Podría decirme qué será del bufete de su esposo?

– Eso hubiera podido preguntármelo a mí -terció Martucci.

– Se lo pregunté, hace dos días -respondió Brunetti-. Y me dijo usted muy poco.

– Desde entonces hemos obtenido más información -dijo Martucci.

– ¿Quiere decir que ya han leído el testamento? -preguntó Brunetti, encantado de comprobar cómo su crudeza sorprendía a ambos.

La voz de Martucci conservó su serena cortesía.

– La signora Trevisan me ha pedido que actúe en calidad de abogado suyo en los trámites testamentarios, si a eso se refiere.

– Esa respuesta me vale tanto como cualquier otra -dijo Brunetti, observando con interés que no era fácil provocar a Martucci. Seguramente, ello se debía a que la práctica del derecho mercantil exige mucha cortesía-. ¿Qué será del bufete?

– La signora Trevisan tiene el sesenta por ciento. -En vista de que Brunetti no decía nada, Martucci se sintió obligado a añadir-: Y yo, el cuarenta.

– ¿Puedo preguntar cuándo se redactó el testamento?

– Hace dos años -respondió Martucci sin vacilar.

– ¿Y cuándo se incorporó usted a la firma del signor Trevisan, avvocato Martucci?

La signora Trevisan fijó sus pálidas pupilas en Brunetti y habló por primera vez desde que habían entrado en la habitación para decir:

– Comisario, antes de que siga adelante en su empeño por satisfacer su basta curiosidad, ¿puedo preguntar cuál es el objeto de estas preguntas?

– El objeto, signora, no es otro que el de obtener información que nos permita encontrar a la persona que asesinó a su esposo.

– Yo diría -empezó ella apoyando los codos en los brazos del sillón y formando una pirámide con las manos al juntar las yemas de los dedos-, yo diría que eso sólo podría ser cierto si existiera alguna relación entre las condiciones del testamento y el asesinato. ¿O mi planteamiento es demasiado simple para usted? -Como Brunetti no encontrara respuesta, ella le obsequió con una afilada sonrisa-. Porque también puede haber cosas que sean demasiado simples para usted, ¿no, comisario?

– Por supuesto, signora -respondió Brunetti, satisfecho de haber podido irritar por lo menos a uno de ellos-. Por eso hago preguntas que tienen respuestas simples. Ésta sólo requiere un número: ¿cuánto tiempo trabajó para su esposo el signor Martucci?

– Dos años -respondió Martucci.

Brunetti se volvió hacia el abogado, concentrando en él su atención.

– ¿Podría informarme de las otras disposiciones del testamento?

Martucci abrió la boca para contestar, pero la signora Trevisan levantó una mano atajando la respuesta.

– Yo contestaré a eso, avvocato. -Y mirando a Brunetti dijo-: El grueso de los bienes de Carlo, como dispone la ley, serán divididos en partes iguales entre sus hijos y yo, su viuda. Hay algunos legados a familiares y amigos, pero su patrimonio pasa a nosotros. ¿Satisface eso su curiosidad?

– Sí, señora.

Martucci se revolvió en su asiento, preparándose para levantarse y dijo:

– Si eso es todo…

– Tengo algunas preguntas más -dijo Brunetti, volviéndose hacia la mujer-, para usted, señora.

Ella movió la cabeza de arriba abajo sin molestarse en contestar y lanzó a Martucci una mirada apaciguadora.

– ¿Usted tiene coche?

– No sé a qué viene esa pregunta -dijo ella después de una breve pausa.

– ¿Usted tiene coche? -repitió Brunetti.

– Sí.

– ¿Qué marca?

– No entiendo nada -interrumpió Martucci.

Haciendo caso omiso de la interrupción, la signora Trevisan dijo:

– Es un BMW. Tiene tres años. Verde.

– Gracias -dijo Brunetti, impasible, y preguntó-: ¿Su hermano deja familia?

– No. Estaba separado de su mujer, y no tenían hijos.

– Estoy seguro de que todo esto está en sus archivos -volvió a interrumpir Martucci.

Sin hacerle caso y eligiendo cuidadosamente las palabras, Brunetti preguntó entonces:

– ¿Tenía su hermano algo que ver con prostitutas?

Martucci se puso en pie bruscamente, pero Brunetti no lo miró. No apartaba los ojos de la signora Trevisan, que había levantado la cabeza como movida por un resorte al oír la pregunta, y entonces, como si escuchara el eco, apartó la mirada un momento y luego volvió a fijar sus ojos en los de él. Pasaron dos largos segundos antes de que la cólera asomara a la cara de la mujer y ella respondiera en voz declamatoria:

– Mi hermano no necesitaba putas.

Martucci sumó entonces su indignación a la de ella para decir:

– No le permito que insulte la memoria del hermano de la signora Trevisan. Su pregunta es denigrante y ofensiva. No tenemos por qué soportar sus insinuaciones. -Se paró a respirar, y Brunetti casi pudo oír dispararse los resortes de su mentalidad de abogado-. Además, su observación es calumniosa, y yo he sido testigo de ella. -Martucci miró al policía y a la mujer, esperando su reacción, pero ninguno se daba por enterado de su estallido.

Brunetti no apartaba la mirada de la signora Trevisan que, a su vez, no hacía nada por rehuirla. Martucci fue a hablar otra vez, pero desistió, desconcertado por la atención que ellos se dedicaban mutuamente, sin darse cuenta de que lo que importaba a ambos no era la calumnia que pudiera encerrar la pregunta de Brunetti sino la forma en que éste había construido la frase.

Brunetti esperó hasta que los otros comprendieron que él quería una respuesta, no una exhibición de dignidad ofendida. Vio cómo la mujer sopesaba, primero, la pregunta y, después, la contestación. Le pareció ver anunciarse en sus ojos una revelación que Martucci cortó antes de que llegara a los labios, al insistir con redoblada indignación:

– Exijo una disculpa inmediata. -Como Brunetti no se molestara en responder, Martucci dio dos pasos situándose entre el policía y la mujer, impidiendo que se vieran el uno al otro-. Le exijo una disculpa -repitió mirando a Brunetti.

– Desde luego -dijo Brunetti con curiosa indiferencia-. Le presento todas las disculpas que usted quiera. -Brunetti se levantó para ponerse al lado de Martucci, pero la signora Trevisan había desviado la mirada y la mantuvo apartada de él. Brunetti comprendió que la interrupción de Martucci había sofocado el impulso a la confidencia y que de nada serviría insistir.

– Señora, si decide contestar mi pregunta me encontrará en la questura. -Sin añadir ni una palabra, dio media vuelta sorteando a Martucci, abandonó la habitación y salió de la casa.

Camino de su casa, Brunetti iba pensando en lo cerca que había estado de aquel punto en el que, a veces, conseguía sintonizar con un testigo o un sospechoso, el punto álgido en el que, de pronto, una frase o una palabra casual impulsan a una persona a revelar lo que trataba de ocultar. ¿Qué iba a decir ella y qué había tenido que ver Lotto con prostitutas? ¿Y con la mujer del Mercedes? ¿Era la misma que había cenado con Favero la noche en que lo mataron? Brunetti se preguntaba qué podía ocurrir durante una cena para que una mujer se pusiera tan nerviosa como para olvidar unas gafas que costaban más de un millón de liras. ¿Era algo que ocurrió durante la cena o algo que ella sabía que ocurriría después de la cena? Las preguntas danzaban alrededor de Brunetti como furias, mofándose de él por su incapacidad para hallar las respuestas y, peor aún, porque ni siquiera sabía cuáles de aquellas preguntas eran importantes.

Al salir de casa de los Trevisan, Brunetti torció maquinalmente hacia el puente de Accademia, camino de su casa. Iba tan ensimismado que tardó algún tiempo en darse cuenta de que la calle estaba más concurrida de lo habitual. Miró el reloj, extrañado de que hubiera tanta gente en esta zona de la ciudad, más de media hora antes de que cerraran las tiendas. Observó más atentamente a los viandantes y vio que no eran turistas sino italianos: hombres y mujeres iban muy bien vestidos y compuestos para ser turistas.

Brunetti renunció a la prisa y se dejó arrastrar por la marea humana, que lo llevaba hacia campo San Stefano. Desde el pie del puente más próximo oyó sonidos amplificados, pero no pudo distinguirlos con claridad.

La gente lo embutió por una calle estrecha que salía al campo. Frente a él, a la luz del crepúsculo, se alzaba la estatua a la que mentalmente Brunetti llamaba «el hombre de merengue» por la blancura y porosidad del mármol en el que estaba esculpida. Otros venecianos le daban un nombre más ordinario, a causa del montón de libros que parecía brotarle de debajo de la levita.

A la derecha de Brunetti, a lo largo de la fachada lateral de la iglesia de San Stefano, se había levantado un tablado, con sendos altavoces de gran tamaño en los ángulos anteriores. Al fondo del tablado, de tres mástiles, colgaban lacias banderas: la tricolor italiana, el león de San Marcos y el recién creado símbolo de lo que en otro tiempo fuera el partido cristiano-demócrata.

Brunetti se acercó a la estatua y pasó al otro lado de la baja cerca metálica que rodeaba la base. Delante de la plataforma había un grupo compuesto por un centenar de personas, del que se separaron tres hombres y una mujer que subieron a la plataforma. De pronto sonó una música estridente. A Brunetti le pareció el himno nacional, pero el volumen y los parásitos lo hacían ir reconocible.

Un hombre con pantalón vaquero y cazadora de piel entregó un micrófono del que colgaba un largo cable a uno de los hombres del estrado. Éste sostuvo el aparato a un lado un momento, sonrió a la gente, se lo pasó a la mano izquierda y estrechó la mano de las otras personas que estaban en el estrado. Desde abajo, el de la cazadora levantó el brazo y con los dedos hizo señal de cortar, pero el himno o lo que fuera siguió sonando.

El del estrado se acercó el micrófono a la boca y dijo algo, pero las palabras quedaron ahogadas por la música. Entonces el hombre sostuvo el micro con el brazo extendido y le dio unos golpecitos con la mano, que sonaron como seis disparos con silenciador.

Un grupo de personas se separaron de la multitud y entraron en un bar. Otras seis dieron la vuelta por delante de la iglesia y desaparecieron por la calle della Mandorla. El de la cazadora subió a la plataforma y tocó los cables que salían de uno de los altavoces. Aquel altavoz enmudeció de repente, pero el otro siguió lanzando al aire parásitos con acompañamiento musical. El hombre cruzó apresuradamente la plataforma y se arrodilló detrás del otro altavoz.

Se fueron varías personas más. La mujer bajó del estrado y desapareció entre la multitud. Dos de los hombres la siguieron. Como el ruido no cesaba, el de la cazadora se puso de pie y deliberó con el del micrófono. Cuando Brunetti se fue no quedaba frente al estrado más que un puñado de personas.

Brunetti volvió a cruzar la reja y se encaminó hacia el puente de Accademia. Cuando pasaba por delante del pequeño quiosco de flores que está al extremo del campo dejó de oírse la música y sonó una voz de hombre, amplificada sólo por la cólera, que decía: «Cittadini, italiani», pero Brunetti no se paró, ni siquiera miró atrás.

Entonces descubrió que estaba deseando hablar con Paola. Como siempre, a despecho de las ordenanzas, la había mantenido al corriente de la marcha de la investigación y de sus impresiones acerca de las personas a las que había interrogado y de las respuestas que le habían dado. Como en este caso no había un sospechoso evidente desde el principio, Paola, contrariamente a lo que era su costumbre, que Brunetti en vano había tratado de quitarle, se había abstenido de señalar al que ella creía el asesino. Normalmente, su apriorística certidumbre hacía de ella una interlocutora muy estimulante, qué con sus preguntas le obligaba a explicar las cosas con claridad. Muchas veces, inducido por ella a explorar las causas de una vaga intuición, él hacía nuevas deducciones. Pero esta vez Paola no había sugerido nada, no había apuntado nada, no había manifestado sospechas acerca de ninguna de las personas que él mencionaba. Lo escuchaba con interés, nada más.

Cuando llegó Brunetti, Paola aún no estaba en casa, pero Chiara ya lo esperaba.

– Papá -llamó desde su habitación al oírle abrir la puerta. Un segundo después, su hija hizo su aparición en el recibidor con una revista abierta en la mano. Él reconoció la orla amarilla de la portada de Airone que, con sus fotos fastuosas en papel couché y su prosa simple, emulaba a una revista norteamericana de gran circulación.

– ¿Qué hay, tesoro? -preguntó él inclinándose a darle un beso en el pelo antes de volverse para colgar la gabardina en el armario contiguo a la puerta.

– Es un concurso, papá. Si ganas, te regalan una suscripción.

– ¿Pero no la tienes ya? -preguntó él, que se la había regalado en Navidad.

– Eso no es lo que importa, papá.

– ¿Pues qué es lo que importa? -preguntó él, yendo por el pasillo hacia la cocina. Pulsó el interruptor de la luz y se acercó al frigorífico.

– Lo que importa es ganar -dijo ella, siguiéndolo por el pasillo. Al oír esto, él se preguntó si aquella revista no sería demasiado americana para su hija.

Sacó una botella de Orvieto, miró la etiqueta, la dejó donde estaba y tomó la de Soave que habían abierto para la cena de la víspera. Se sirvió una copa y bebió un sorbo.

– ¿Y en qué consiste el concurso?

– Hay que poner nombre a un pingüino.

– ¿Poner nombre a un pingüino? -repitió Brunetti estúpidamente.

– Sí, mira -dijo ella acercándole la revista con una mano y señalando una foto con la otra. Él vio lo que parecía la masa algodonosa que Paola extraía a veces del aspirador.

– ¿Qué es eso? -preguntó él acercando la revista a la luz.

– Es el pingüinito, papá. Nació el mes pasado en el zoo de Roma y todavía no tiene nombre. Ofrecen un premio a quien proponga el mejor nombre.

Brunetti acabó de abrir la revista y miró más atentamente la foto. En efecto, vio un pico, dos ojos redondos y dos patas amarillas. En la página de enfrente había un pingüino adulto, pero Brunetti no encontraba parecido alguno entre uno y otro.

– ¿En qué nombre has pensado? -preguntó hojeando la revista y contemplando un desfile de hienas, ibis y elefantes.

– «Pintado» -dijo ella.

– ¿Cómo?

– «Pintado» -repitió.

– ¿Un pingüino?

– Sí. Seguro que la mayoría dicen «Flipper» o «Camarero». A nadie se le ocurrirá «Pintado».

Brunetti reconoció que probablemente tenía razón.

– De todos modos, creo que deberías reservar el nombre para otra ocasión -dijo él poniendo la botella en el frigorífico.

– ¿Por qué? -preguntó Chiara recuperando la revista.

– Por si alguna vez hacen un concurso para una cebra.

– Oh, papá, qué bobo eres a veces -dijo ella, volviendo a su habitación, sin sospechar lo mucho que a su padre le complacía su opinión.

En la sala, Brunetti recuperó el libro que había dejado abierto boca abajo la víspera al acostarse. Podría volver a librar la guerra del Peloponeso mientras esperaba a Paola.

Ella llegó una hora después, abrió con su llavín y entró directamente en la sala. Echó el abrigo sobre el respaldo del sofá y se dejó caer al lado de su marido, todavía con el chal en el cuello.

– Guido, ¿alguna vez te ha pasado por la cabeza la idea de que yo esté loca?

– Muchas veces -respondió él volviendo la página.

– Es que tengo que estarlo, o no trabajaría para estos cretinos.

– ¿Qué cretinos? -preguntó él, sin molestarse todavía en levantar la mirada del libro.

– Los que dirigen la universidad.

– ¿Qué ha pasado?

– Hace tres meses me pidieron que diera una conferencia en la facultad de Filología Inglesa de la Universidad de Padua. Sobre la Novela Británica, dijeron. ¿Por qué crees que he estado leyendo todos esos libros durante los dos últimos meses?

– Porque te gustan. Por lo mismo que los has leído durante los veinte últimos años.

– Oh, Guido, haz el favor -dijo ella dándole un ligero codazo en las costillas.

– Cuenta, ¿qué ha pasado?

– Hoy, cuando he ido a la oficina a recoger el correo, me han dicho que hubo una confusión, que la conferencia era sobre Poesía Norteamericana, y a nadie se le ha ocurrido advertirme. Porque como, al fin y al cabo, todo es inglés…

– ¿Y sobre qué será?

– No lo sabré hasta mañana. Dirán a Padua que el tema se ha cambiado a la Novela Británica, siempre y cuando Il Magnifico lo apruebe. -A ambos les encantaba esta fastuosa reliquia del paleolítico académico: el tratamiento de «Il Magnifico Rettore» que se daba al rector de la universidad. Era lo único que a Brunetti le había parecido interesante de la vida académica, en los veinte años que llevaba viviendo en la periferia de la universidad.

– ¿Tú qué crees que hará? -preguntó Brunetti.

– Probablemente, decidirlo a cara o cruz.

– Buena suerte -dijo Brunetti, dejando el libro-. A ti lo norteamericano no te va, ¿verdad?

– Cielos, no -dijo ella tapándose la cara con las manos-. Puritanos, cowboys y mujeres estridentes. Preferiría dar un curso sobre la «novela del tenedor de plata».

– ¿La qué?

– La «novela del tenedor de plata» -repitió ella-. Libros de argumento sencillo, escritos para explicar a los nuevos ricos cómo deben comportarse en sociedad.

– ¿Quieres decir libros para yuppies?

Paola se echó a reír.

– No, Guido, no para yuppies. Se trata e novelas escritas en el siglo dieciocho, cuando a Inglaterra llegaba mucho dinero de las colonias, y había que enseñar a las orondas esposas de los fabricantes textiles de Yorkshire qué tenedor debían usar. -Reflexionó un momento sobre lo que acababa de decir-. Pero, si bien se mira y salvando las distancias, otro tanto podría decirse de Bret Easton Ellis, a pesar de ser norteamericano. -Apoyó la cara en el hombro de su marido, riendo por lo bajo de algo que él no entendía.

Cuando se serenó, Paola se quitó el pañuelo del cuello y lo dejó encima de la mesa.

– ¿Y tú qué has hecho? -preguntó.

Él se puso el libro boca abajo en las rodillas y se volvió a mirarla.

– He hablado con la puta y su chulo y luego con la signora Trevisan y su abogado. -Despacio, procurando ser coherente y no omitir detalle, le contó todo lo sucedido durante el día, terminando con la reacción de la signora Trevisan a su pregunta sobre las prostitutas.

– ¿Tenía el hermano algo que ver con prostitutas? -preguntó Paola, procurando repetir sus palabras con exactitud-. ¿Y crees tú que ella comprendió a qué te referías?

Brunetti asintió.

– ¿Y el abogado, no?

– No; él no captó la ambigüedad, pensó que yo preguntaba si tenía relaciones sexuales con ellas.

– Pero ella sí lo entendió.

Otra vez Brunetti movió la cabeza afirmativamente.

– Es mucho más lista que él.

– Las mujeres suelen serlo -comentó Paola, y entonces preguntó-: ¿Qué crees tú que podía tener que ver ese hombre con las prostitutas?

– No lo sé, Paola, pero su reacción indica que, fuera lo que fuere, ella estaba al corriente.

Paola guardó silencio, esperando a que él hiciera sus deducciones. Él le tomó una mano, le dio un beso en la palma y la dejó caer a su regazo. Ella seguía aguardando y no se movió.

– Es el único punto de contacto -dijo él como hablando consigo mismo-. Los dos, Trevisan y Favero, tenían el número del bar de Mestre, y en ese bar hay un chulo que explota a una serie de chicas, que se renuevan continuamente. De Lotto no sé sino que administraba el patrimonio de Trevisan.

Dio la vuelta a la mano de Paola y resiguió con el índice las venitas azules del dorso.

– No es mucho -dijo Paola al fin.

Él movió la cabeza negativamente.

– Esa chica, Mara, ¿qué te preguntó de las otras?

– Si yo sabía algo de unas chicas que habían muerto este verano, y luego habló de un camión. No sé a qué se refería.

En los confines de la memoria de Paola empezó a agitarse un recuerdo, como una vieja carpa que lentamente nadara hacia la luz del día. Era un recuerdo que había despertado a la mención del camión y las mujeres. Ella apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y cerró los ojos. Y vio nieve. Y bastó este detalle para hacer que el recuerdo saliera a la superficie.

– Guido, a principios de otoño… creo que fue mientras estabas en Roma en aquella conferencia… un camión se salió de la autopista cerca de la frontera austríaca. He olvidado los detalles, me parece que derrapó en el hielo y cayó por un precipicio o algo por el estilo. Lo cierto es que en la caja del camión viajaban mujeres y todas murieron. Diría que eran ocho. Fue muy raro. La noticia vino en todos los periódicos pero enseguida desapareció, no se dijo más. -Paola sintió que él le oprimía la mano con más fuerza-. ¿Crees que podía referirse a eso?

– Recuerdo haber leído algo, una referencia al suceso en un informe de la Interpol sobre trata de blancas -dijo Brunetti-. El conductor murió, ¿verdad?

– Creo que sí -dijo Paola.

La policía de allá arriba tendría el atestado, mañana les llamaría. Trató de recordar algo más del informe de la Interpol, o quizá era de alguna otra agencia. Sólo Dios sabía dónde estaría archivado. Mañana tendría tiempo para todo eso.

Paola le tiró de la mano con suavidad.

– ¿Por qué vais con ellas?

– ¿Hmmm? -hizo Brunetti, distraído.

– ¿Por qué vais con putas? -Y, para evitar malas interpretaciones, aclaró-: Me refiero a los hombres en general.

Él hizo un vago ademán sin soltarle la mano.

– Sexo sin compromiso, supongo. Sin consecuencias ni obligaciones. Sin cumplidos.

– No parece muy atractivo -dijo Paola, y agregó-: Claro que las mujeres siempre se empeñan en dar al sexo un cariz sentimental.

– En eso tienes mucha razón -dijo Brunetti.

Paola se desasió de su mano y se levantó. Miró a su marido un momento y luego se fue a la cocina a preparar la cena.

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