17

– ¿Qué tal? -preguntó Della Corte cuando Brunetti se sentó a su lado en el coche. A Brunetti le complació que no hubiera en la pregunta ni asomo de sorna.

– Es brasileña, trabaja para el que estaba con ella. Ha dicho que él recibe llamadas telefónicas en el bar.

– ¿Algo más? -preguntó Della Corte mientras ponía el coche en marcha y lentamente lo conducía hacia la estación.

– Eso es todo -respondió Brunetti-. Todo lo que me ha dicho, pero creo que podemos deducir bastantes cosas más.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo, que está en Italia ilegalmente y, al no tener permiso de residencia, está obligada a hacer lo que le manden para ganarse la vida.

– Quizá lo haga porque le gusta -apuntó Della Corte.

– ¿Conoce a alguna prostituta a la que le guste eso? -preguntó Brunetti.

Haciendo caso omiso de la pregunta, Della Corte dobló una esquina y paró el coche delante de la estación. Puso el freno de mano pero dejó el motor en marcha.

– ¿Y ahora qué hacemos?

– Creo que habría que arrestar al que estaba con ella. Así sabremos por lo menos quién es. Y quizá convenga volver a hablar con ella mientras él esté detenido.

– ¿Cree que hablará?

Brunetti se encogió de hombros.

– Quizá, si no teme que la devuelvan a Brasil.

– ¿Qué posibilidades hay de que hable?

– Depende de quién la interrogue.

– ¿Una mujer? -preguntó Della Corte.

– Seguramente, sería preferible.

– ¿Tienen a alguien?

– Tenemos a una psicóloga que nos asesora de vez en cuando. Podría pedirle que hablara con Mara.

– ¿Mara? -preguntó Della Corte.

– Así ha dicho que se llama. Me gustaría creer que le han dejado conservar por lo menos el nombre.

– ¿Cuándo arrestarán al hombre?

– Lo antes posible.

– ¿Alguna idea de cómo?

– La próxima vez que un cliente de Mara le deje a él el dinero en el mostrador. Será lo más sencillo.

– ¿Cuánto tiempo pueden retenerlo por eso?

– Depende de lo que encontremos, si tiene antecedentes o si existe una orden de arresto. -Brunetti reflexionó-. Si está usted en lo cierto sobre la heroína, un par de horas deberían ser suficientes.

La sonrisa de Della Corte no era agradable.

– Estoy en lo cierto sobre la heroína. -Como Brunetti no dijera nada, Della Corte preguntó-: ¿Y mientras tanto?

– Estoy trabajando en varias cosas. Quiero saber algo más de la familia y del bufete de Trevisan.

– ¿Algo en particular?

– No, nada. Sólo que hay un par de cosas que me inquietan, cosas que no parecen importantes. -Esto era todo lo que Brunetti estaba dispuesto a decir, y preguntó-: ¿Y ustedes?

– Nosotros haremos otro tanto respecto a Favero, pero hay mucho campo que cubrir, por lo menos por lo que respecta a su trabajo. -Della Corte hizo una pausa y comentó-: No imaginaba que esa gente ganara tanto dinero.

– ¿Los gestores financieros?

– Sí. Cientos de millones de liras al año. Declarados; a saber lo que sacarán en negro. -Brunetti, al recordar algunos nombres de la lista de clientes de Favero, se hizo una idea de la magnitud de sus ingresos, declarados y no declarados.

Abrió la portezuela, se apeó y rodeando el coche se acercó a la ventanilla de Della Corte.

– Mañana por la noche enviaré a varios hombres. Si él y Mara están trabajando en el bar, será fácil detenerlos.

– ¿A los dos? -preguntó Della Corte.

– Sí. Quizá ella esté mejor dispuesta a hablar después de pasar una noche en el calabozo.

– Creí que quería que la entrevistara una psicóloga -dijo Della Corte.

– Sí, pero quiero que antes sepa lo que es estar encerrada. El miedo hace más comunicativas a las personas, sobre todo, a las mujeres.

– Es usted muy duro, ¿no? -preguntó Della Corte con cierto respeto.

Brunetti se encogió de hombros.

– Esa mujer puede saber algo de un asesinato. Cuanto más asustada y confusa esté, más probable será que nos lo diga.

Della Corte sonrió al soltar el freno de mano.

– Hubo un momento en que creí que iba a hablarme de la puta con corazón de oro.

Brunetti se incorporó apartándose del coche y empezó a andar hacia la estación. A los pocos pasos se volvió hacia Della Corte, que subía el cristal de la ventanilla mientras el coche empezaba a avanzar lentamente.

– Nadie tiene el corazón de oro -dijo, pero Della Corte ya se alejaba sin dar señales de haberle oído.

A la mañana siguiente, la signorina Elettra saludó a Brunetti con la noticia de que había encontrado el artículo sobre Trevisan aparecido en Il Gazzettino, pero dijo que se trataba de la simple descripción de una iniciativa conjunta en materia de turismo, de las cámaras de comercio de Venecia y Praga. Las actividades de la signora Trevisan, por lo menos, según el redactor de la página de sociedad del diario, no eran menos inocentes.

A pesar de que Brunetti esperaba algo parecido, la noticia lo decepcionó. Pidió a la signorina Elettra que viera si Giorgio -le sorprendió oírse a sí mismo hablar de Giorgio como de un viejo amigo- podía conseguir una lista de las llamadas hechas al y desde el bar Pinetta. Hecho esto, leyó el correo y a continuación hizo varias llamadas telefónicas relacionadas con una de las cartas.

Brunetti llamó después a Vianello y le pidió que aquella noche enviara a tres hombres al bar Pinetta, para arrestar a Mara y a su proxeneta. Luego no tuvo más remedio que dedicarse a los papeles de su mesa, aunque le resultó difícil concentrarse en lo que leía: estadísticas del Ministerio del Interior sobre las necesidades de personal para los cinco años siguientes, el coste del enlace informático con la Interpol y el índice de operatividad de un nuevo tipo de pistola. Brunetti arrojó los papeles a la mesa con un ademán de impaciencia. El questore había recibido recientemente del ministro del Interior un memorándum en el que se le informaba de que el presupuesto del año próximo para la policía nacional se recortaría en un 15 o, quizá, un 20 por ciento, y que no cabía esperar un aumento de los fondos en un futuro previsible. Ello no obstante, aquellos estúpidos de Roma seguían redactando proyectos y planes, como si hubiera dinero que gastar, como si no lo hubieran robado ya todo y enviado a cuentas secretas de Suiza.

Brunetti dio la vuelta a la hoja en que se detallaban las características de aquellas pistolas que nunca se comprarían y escribió en el reverso los nombres de las personas con las que deseaba hablar: la viuda Trevisan y su hermano, su hija Francesca y alguien que pudiera darle información concreta, tanto sobre el bufete como sobre la vida privada de Trevisan.

En una segunda columna escribió las cosas que le habían llamado la atención: la explicación -¿o era jactancia?- de Francesca, de que alguien podía secuestrarla; la resistencia de Lotto a darle la lista de los clientes de Trevisan y su sorpresa al oírle mencionar a Favero.

Y, planeando sobre todo ello, los números de teléfono, aquel sinfín de llamadas, sin pauta ni justificación aparentes.

Al agacharse para sacar la guía telefónica del cajón de abajo, Brunetti se dijo que debía de ser muy práctica una libretita con los números de uso más frecuente, como la de Favero. Pero al número que ahora buscaba no había llamado nunca, porque hasta ahora no había querido cobrarse aquel favor.

Hacía tres años, su amigo Danilo, el farmacéutico, le había llamado una tarde a última hora, para pedirle que fuera a su apartamento. Lo encontró con un párpado hinchado y casi cerrado, como si se hubiera metido en una pelea. Violencia la hubo, en efecto, pero no de Danilo, que no opuso resistencia al joven que había irrumpido en la farmacia en el momento de cerrar. Tampoco trató de impedir que el joven forzara el armario en el que se guardaban los narcóticos ni que sacara las siete ampollas de morfina. Pero Danilo había reconocido al intruso y cuando éste se iba, dijo: «No hagas eso, Roberto», y entonces el otro le dio un empujón. El farmacéutico cayó de lado y se golpeó la cabeza con el borde de una vitrina.

Roberto, como sabían no sólo Danilo y Brunetti sino casi toda la policía de la ciudad, era hijo único del juez Mario Beniamin, presidente de la Audiencia de Venecia. Hasta aquella noche, su adicción nunca le había inducido a la violencia, ya que se las arreglaba con recetas falsas y lo que conseguía a cambio de los objetos que robaba en casa de familiares y amigos. Pero la agresión al farmacéutico, aunque la lesión había sido involuntaria, había hecho de Roberto uno más de los delincuentes de la ciudad. Después de hablar con Danilo, Brunetti fue a casa del juez y estuvo con él durante más de una hora. Al día siguiente, el juez Beniamin acompañó a su hijo a una pequeña clínica particular de las afueras de Zurich, donde Roberto pasó los seis meses siguientes y de la que salió para iniciar un curso en un taller de cerámica de las afueras de Milán.

El favor, ofrecido espontáneamente por Brunetti, había permanecido en reposo entre él y el juez durante todos aquellos años, como duermen en el fondo del armario unos zapatos demasiado caros, hasta el día en que, inopinadamente, tropezamos con ellos y recordamos con una mueca de desagrado lo estúpidos que fuimos al dejarnos tentar por aquella falsa ganga.

En el despacho del juez, a la tercera señal del teléfono, contestó una voz femenina. Brunetti dio su nombre y solicitó hablar con el juez Beniamin.

Al cabo de un minuto, el juez se puso al teléfono.

Buon giorno, comisario. Esperaba su llamada.

– Sí -dijo Brunetti simplemente-. Me gustaría hablar con Su Señoría.

– ¿Hoy?

– Si fuera posible.

– Puedo dedicarle media hora esta tarde a las cinco. ¿Será suficiente?

– Espero que sí, Señoría.

– Le espero entonces. Aquí -dijo el juez, y colgó.

La Audiencia de lo criminal está situada al pie del puente de Rialto, aunque no en el lado de San Marco sino en el del mercado de frutas y verduras. Por ello, los que van al mercado temprano, a veces pueden ver a hombres y mujeres que entran o salen del edificio esposados, y no es raro que entre las cajas de coles o de uvas transiten carabinieri armados con metralletas custodiando a los detenidos. Brunetti mostró su credencial a los guardias de la puerta y subió dos tramos de la amplia escalera de mármol, hasta el despacho del juez Beniamin. Desde las grandes ventanas de la escalera se dominaba la Fondazioni dei Tedeschi, en tiempos de la República, sede de los mercaderes alemanes de la ciudad y ahora central de Correos. En lo alto de la escalera, dos carabinieri con chaleco antibalas y rifle de asalto le pidieron la identificación.

– ¿Lleva algún arma, comisario? -preguntó uno de ellos, después de examinar atentamente el documento.

Brunetti lamentó no haber pensado en dejar la pistola en el despacho. Hacía tiempo que en Italia se había levantado la veda del juez, y ahora, cuando ya era tarde, todas las precauciones parecían pocas. Lentamente, se desabrochó la chaqueta y la abrió para que el guardia le quitara la pistola.

La tercera puerta de la izquierda era la del despacho de Beniamin. Brunetti dio dos golpecitos y una voz lo invitó a entrar.

Durante los años transcurridos desde su visita a la casa del juez, los dos hombres se habían saludado por la calle alguna vez, pero Brunetti llevaba ya casi un año sin ver a Beniamin y quedó asombrado por el cambio que se había producido en aquel hombre que, a pesar de tener sólo unos diez años más que Brunetti, ahora hubiera podido pasar por su padre. A cada lado de la boca, se le marcaban unos pliegues profundos y los ojos, en otro tiempo oscuros y brillantes, estaban empañados, como si alguien hubiera olvidado limpiarlos. Y había perdido tanto peso que parecía extraviarse dentro de la amplia toga.

– Siéntese, comisario -dijo Beniamin. La voz era la misma, grave y vibrante, voz de barítono.

– Gracias, Señoría -dijo Brunetti sentándose en una de las cuatro sillas que estaban dispuestas frente al escritorio del juez.

– Lo lamento, pero dispongo de menos tiempo de lo que pensaba. -Después de hablar, el juez se quedó en suspenso como si acabara de escuchar sus propias palabras. Esbozó una sonrisa pequeña y triste y agregó-: Me refiero a esta tarde. De modo que, si podemos abreviar, se lo agradeceré.

– Desde luego, Señoría. Ni que decir tiene que le agradezco mucho que me haya recibido. -Brunetti se detuvo y su mirada se cruzó con la del juez. Ambos eran conscientes de lo convencional de la frase.

– Sí -dijo el juez. Nada más.

– Carlo Trevisan -enunció Brunetti.

– ¿Concretamente? -preguntó el juez.

– ¿A quién beneficia su muerte? ¿Qué relación tenía con su cuñado? ¿Y con su mujer? ¿Por qué su hija, hará unos cinco años, decía que sus padres temían que la secuestraran? ¿Y qué relaciones tenía Trevisan con la Mafia?

El juez Beniamin no tomaba notas, sólo escuchaba. Ahora apoyó los codos en la mesa y levantó una mano con el dorso hacia Brunetti y los dedos extendidos.

– Hace dos años, otro abogado, Salvatore Martucci, entró en el bufete, aportando sus propios clientes, con la condición de que, dentro de un año, se le hiciera socio de la firma, con una participación del cincuenta por ciento. Se dice que Trevisan no estaba dispuesto a cumplir el acuerdo. Muerto Trevisan, Martucci se queda solo al frente del bufete. -El pulgar del juez Beniamin desapareció.

»El cuñado es un hombre hábil y escurridizo. Es sólo un rumor, y podrían acusarme de calumnia si repitiera por ahí lo que voy a decirle, pero quienquiera que desee eludir el pago de impuestos en transacciones internacionales o saber a quién tiene que sobornar para evitar que un embarque no sea inspeccionado en la aduana, no tiene más que acudir a él. -El dedo índice desapareció.

»La esposa se entiende con Martucci. -Ahora el juez dobló el dedo mayor.

»Hace años, y esto es otro rumor, Trevisan llevó asuntos financieros de dos miembros de la Mafia de Palermo, hombres muy violentos. Desconozco la índole de su relación, si fue legal o ilegal, ni si fue voluntaria o no, pero me consta que esos hombres estaban interesados en él, o viceversa, a causa de la previsible apertura de la Europa del Este y el consiguiente incremento de las relaciones entre Italia y esos países. Es sabido que la Mafia secuestra o mata a los hijos de quienes se niegan a hacer negocios con ellos. Se dice que durante algún tiempo, Trevisan estaba muy asustado, pero también se dice que se le pasó el miedo. -Recogiendo los dos últimos dedos en el puño, el juez dijo-: Me parece que esto responde a todas sus preguntas.

Brunetti se puso en pie.

– Gracias, Señoría.

– De nada, comisario.

No se mencionó a Roberto, muerto de sobredosis hacía un año, ni se habló del cáncer que estaba destruyendo el hígado del juez. Brunetti salió del despacho, recuperó la pistola que le entregó el guardia y salió de la Audiencia.

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