26

La signora Trevisan retrocedió ante Brunetti nada más abrir la puerta, al sentir la terrible acusación de sus ojos. Él entró en el apartamento y cerró la puerta con fuerza, observando casi con satisfacción cómo se estremecía ella al oír el golpe seco.

– Basta ya -dijo Brunetti-. Basta de evasivas, basta de embustes sobre lo que sabía y lo que no sabía usted.

– No sé de qué me habla -dijo ella alzando la voz con una falsa cólera que no disimulaba el miedo-. Ya le he dicho…

– Lo que usted me ha dicho no son más que mentiras -dijo Brunetti, dejando crecer su cólera-. Basta de mentiras o los llevaré a usted y su amante a la questura y haré que Delitos Monetarios examinen todas y cada una de las transacciones que han hecho durante los diez últimos años. -Él avanzó un paso y la mujer volvió a retroceder, levantando una mano en actitud defensiva.

– Es que no sé… -empezó, pero Brunetti la atajó levantando una mano con tanta ferocidad que consiguió asustarse hasta a sí mismo.

– Ni intente mentirme. Mi hija ha visto la cinta, la cinta de Bosnia. -Él levantó la voz para ahogar las protestas que ella parecía querer oponer-. Mi hija tiene catorce años y ha visto la cinta. -La mujer andaba de espaldas por el pasillo y él la seguía-. Usted me dirá todo lo que sepa, pero ni una mentira más, o lo lamentará hasta el fin de sus días.

Ella lo miraba y en sus ojos había tanto terror como en los de la mujer de la cinta, pero esta similitud no lo ablandó.

Lo que entonces se abrió a la espalda de la mujer no eran las fauces del infierno sino algo tan prosaico como una puerta, por la que asomó la cabeza su hija.

– ¿Qué ocurre, mamá? -preguntó Francesca. Miró a Brunetti, lo reconoció, pero no dijo nada.

– Vuelve a tu habitación, Francesca -dijo la mujer, sorprendiendo a Brunetti por el tono frío de su voz-. El comisario Brunetti tiene que hacerme unas preguntas.

– ¿Sobre papá y zio Ubaldo? -preguntó la muchacha, sin disimular el interés.

– Te he dicho que tengo que hablar con él, Francesca.

– Claro que hablarás -dijo su hija, cerrando suavemente la puerta de su habitación.

Con el mismo tono de voz sereno, la signora Trevisan dijo:

– Está bien -y fue hacia la habitación en la que habían tenido lugar las entrevistas anteriores.

Ella se sentó, pero Brunetti se quedó de pie. Mientras la mujer hablaba, él hacía oscilar el peso del cuerpo de uno a otro pie o se paseaba a pasos cortos, muy excitado para quedarse quieto.

– ¿Qué quiere saber? -preguntó ella en cuanto se hubo sentado.

– Las cintas.

– Las graban en Bosnia. En Sarajevo, creo.

– Eso ya lo sé.

– Entonces, ¿qué más puedo decirle? -preguntó ella con ignorancia mal fingida.

– Se lo advierto, señora -dijo él parándose un momento-, si no me dice lo que quiero saber la destruiré. -Observó el efecto de su tono-. Las cintas. Hable.

Ahora ella consiguió imprimir en su voz el tono de la anfitriona cuya paciencia ha sido puesta a prueba por un invitado pesado.

– Las graban allí, y las envían a Francia o a Estados Unidos, donde hacen las copias que luego se venden.

– ¿Dónde?

– En tiendas. O por correo. Hay listas.

– ¿Quién tiene las listas?

– Los distribuidores.

– ¿Quiénes son?

– No sé los nombres. Los originales son enviados a apartados de Correos de Marsella y de Los Ángeles.

– ¿Quién graba los originales?

– Un hombre de Sarajevo. Me parece que trabaja para el ejército serbio, pero no estoy segura.

– ¿Lo conocía su marido? -Vio que ella iba a contestar y añadió-: Quiero la verdad.

– Sí, lo conocía.

– ¿De quién fue la idea de grabar estas cintas?

– No lo sé. Creo que Carlo vio una. Le gustaban esas cosas. Y luego se le ocurrió la idea de distribuirlas. Ya distribuía otras cosas por correo y a través de tiendas de Alemania.

– ¿Qué cosas?

– Revistas.

– ¿Qué clase de revistas?

– Pornográficas.

– Señora, en todos los quioscos de la ciudad hay revistas pornográficas. ¿Qué clase de pornografía?

La voz de la mujer era ahora tan baja que Brunetti tuvo que inclinarse para oírla.

– Niños -dijo ella, nada más. Una sola palabra.

Brunetti callaba, esperando que ella continuara.

– Carlo decía que eso no era ilegal. -Brunetti tardó unos segundos en darse cuenta de que ella hablaba en serio.

– ¿Cómo consiguió su hija esa cinta?

– Carlo guardaba los originales en su estudio. Le gustaba verlos antes de enviarlos. -Con voz áspera dijo-: Supongo que ella entró y se llevó una. Eso no hubiera ocurrido en vida de Carlo.

Brunetti nunca se permitiría interferir en el dolor de una viuda, por lo que insistió en su tema:

– ¿Cuántas cintas se han grabado?

– Oh, no sé. Una docena, quizá veinte.

– ¿Todas de lo mismo?

– Lo ignoro. No sé qué es «lo mismo».

– Cintas en las que se graba la violación y el asesinato de mujeres.

Ella le lanzó una mirada de reproche por atreverse a hablar de cosas tan feas.

– Creo que sí.

– ¿Lo cree o lo sabe?

– Digamos que lo sé.

– ¿Quién más estaba involucrado?

Su respuesta fue inmediata.

– Yo no estaba involucrada.

– Aparte de su marido y su hermano, ¿quién más?

– Me parece que ese hombre de Padua.

– ¿Favero?

– Sí.

– ¿Quién más?

– Con las cintas, nadie más, que yo sepa.

– Y con lo otro, las prostitutas, ¿quién más?

– Me parece que había una mujer. No sé quién es, pero Carlo la utilizaba para colocar a las chicas nuevas. -Brunetti observó con qué naturalidad respondía ella a su pregunta sobre las prostitutas, «las chicas», con lo que reconocía estar al corriente del tráfico de prostitutas de su marido.

– ¿De dónde?

– De todas partes. No sé.

– ¿Quién era esa mujer?

– No lo sé. Hablaban muy poco de ella.

– ¿Qué decían?

– Nada, nada.

– ¿Qué decían de ella?

– No recuerdo, Ubaldo dijo algo una vez, pero de verdad que no lo recuerdo.

– ¿Qué dijo?

– La llamó «la eslava», pero no sé qué quería decir.

Brunetti comprendió enseguida lo que Ubaldo quería decir.

– ¿Era eslava?

Ella bajó la voz y desvió la mirada antes de contestar:

– Creo que sí.

– ¿Quién es? ¿Dónde vive?

Él observó cómo la mujer sopesaba las preguntas antes de contestar, cómo trataba de prever los inconvenientes que una respuesta sincera podía acarrearle. Él se volvió de espaldas, dio dos pasos, giró otra vez sobre los talones y se encaró con ella.

– ¿Dónde?

– Creo que vive aquí.

– ¿En Venecia?

– Sí.

– ¿Qué más sabe?

– Trabaja.

– La mayoría de la gente trabaja, señora. ¿Qué hace ella?

– Se encarga… se encargaba de los billetes de avión de Ubaldo y de Carlo.

– ¿La signora Ceroni? -preguntó, sorprendiendo con la pregunta a la signora Trevisan.

– Creo que sí.

– ¿Qué más hacía?

– No lo sé -dijo y, antes de que él pudiera acercársele, agregó-: De verdad que no lo sé. Les oí hablar por teléfono con ella varias veces.

– ¿Hablaban de billetes de avión?

– No; de otras cosas. Chicas. Dinero.

– ¿Usted la conoce?

– No la he visto nunca.

– ¿Les oyó mencionarla cuando hablaban de las cintas?

– En realidad, nunca hablaban de las cintas. Si acaso, veladamente, yo sólo podía sospechar a qué se referían.

Él no se molestó en discutir; estaba seguro de que aquélla sería la verdad sobre la que ella construiría su futuro: una cosa es sospechar y otra, saber, y el que no sabe no tiene culpa, no es responsable de lo que ocurre. Esto estaba claro a los ojos de Brunetti y le repugnaba tanto aquella actitud que se sintió incapaz de seguir ni un minuto más en la misma habitación que aquella mujer. Tampoco tenía fuerzas para hablar con la muchacha, y se fue del apartamento, dejándolas a las dos entregadas a la tarea de hacerse un futuro a la medida.

La oscuridad y el frío que recibieron a Brunetti en la calle tuvieron la virtud de calmarlo. Miró el reloj y vio que eran más de las nueve. Debería tener hambre y sed, pero la indignación le había saturado.

No recordaba la dirección particular de la signora Ceroni, aparte de que estaba en San Vio y que, al verla, él se preguntó si estaría cerca de la iglesia de La Salute. La buscó en la guía telefónica de un bar, y tomó el barco 1 hasta la parada de Salute, en el Gran Canal. La casa estaba no ya cerca de la iglesia sino frente a su fachada lateral, separada de ella sólo por un estrecho canal. Vio el nombre al lado del timbre, lo oprimió y, al cabo de un minuto, una voz de mujer preguntó quién era. Él dio su nombre, no hubo más preguntas y la puerta se abrió con un zumbido.

Él no se fijó en la portería, en la escalera ni en la manera en que ella lo saludaba en la puerta. Lo llevó a una sala de estar grande, con una de las paredes cubierta de libros y una suave iluminación indirecta, de lámparas escondidas en las vigas que cruzaban el techo. Nada de esto interesaba a Brunetti. Ni el atractivo de la mujer, ni la discreta elegancia de su traje.

– No me dijo que conocía a Carlo Trevisan -dijo él cuando estuvieron sentados frente a frente.

– Le dije que era cliente mío. -A medida que él se esforzaba en calmarse empezaba a fijarse en ella, el vestido beige, la cuidada melena, las hebillas plateadas de los zapatos.

– No me refiero a si le compraba los billetes de avión -dijo Brunetti sacudiendo la cabeza con cansancio-, sino a que usted tenía negocios con él, que trabajaba para él.

Ella levantó el mentón y, con la boca entreabierta, miró fijamente un rincón de la habitación, como si él le hubiera pedido que tomara una decisión difícil. Después de una pausa que pareció muy larga dijo:

– Ya le dije la última vez que hablamos que no quiero verme involucrada con las autoridades.

– Yo le dije que ya lo está.

– Eso parece -dijo ella sin humor.

– ¿Qué trabajo hacía usted para el signor Trevisan?

– Si sabe que trabajaba para él, probablemente ya tenga la respuesta.

– Conteste la pregunta, signora Ceroni.

– Recaudaba dinero.

– ¿Qué dinero?

– El que le pagaban varios hombres.

– ¿Dinero de prostitutas?

– Sí.

– ¿No sabe que vivir del producto de la prostitución es ilegal?

– Naturalmente que lo sé -dijo ella ásperamente.

– ¿Y sin embargo lo hacía?

– ¿No acabo de decírselo?

– ¿Qué otros trabajos le encargaba él?

– No sé por qué tendría yo que facilitarle la tarea, comisario.

– ¿Tenía algo que ver con las cintas?

Si la hubiera abofeteado, no hubiera sido más violenta su reacción. Se levantó a medias de la butaca como movida por un resorte, pero entonces, recordando dónde estaba y con quién, volvió a sentarse. Mientras la miraba, Brunetti hacía mentalmente la lista de todo lo que debía hacer: localizar a su médico y averiguar si alguna vez le había recetado Rohipnol, enseñar su foto a las personas que viajaban en el tren de Trevisan, por si podían reconocerla; comprobar las llamadas telefónicas de su despacho y de su domicilio, enviar el nombre, foto y huellas dactilares a la Interpol, repasar los cargos de la tarjeta de crédito, para descubrir si había alquilado un coche y, por lo tanto, sabía conducir. En suma, todo lo que hubiera debido hacerse en el momento en que descubrió de quién eran las gafas.

– ¿Tenía usted algo que ver con las cintas? -repitió él.

– ¿Sabe lo de las cintas? -Y, comprendiendo que la pregunta era superflua, agregó-: ¿Cómo las han descubierto?

– Mi hija vio una. Se la dio la hija de Trevisan, diciendo que eso podía explicar por qué alguien podía querer matar a su padre.

– ¿Cuántos años tiene su hija?

– Catorce.

– Lo siento -dijo la mujer mirándose las manos-. Lo siento mucho.

– ¿Usted sabe lo que hay en esas cintas?

Ella movió la cabeza afirmativamente.

– Sí.

Él no hizo nada por disimular el asco de su voz.

– ¿Y ayudaba a Trevisan a venderlas?

– Comisario -dijo ella poniéndose en pie-. No voy a decir nada más. Si tiene más preguntas, hágamelas en la questura, delante de mi abogado.

– Usted los mató, ¿verdad? -dijo él sin pensarlo.

– Perdone, pero no sé de qué me habla -dijo ella-. Y, si no tiene más preguntas, le deseo buenas noches.

– ¿La mujer del gorro de piel que iba en el tren era usted?

Ella ya iba hacia la puerta cuando, al oír la pregunta, vaciló y tuvo que apoyarse pesadamente en el pie izquierdo, pero enseguida se rehízo y siguió andando. Abrió la puerta y la sostuvo para que él saliera.

– Buenas noches, comisario.

Brunetti se paró en el umbral a mirarla, pero ella sostuvo su mirada con fría serenidad. Él se fue sin decir nada.

El comisario se alejó del edificio sin volverse a mirar hacia donde suponía que estaban las ventanas de la Ceroni. Cruzó el puente y se metió por la primera calle. Allí se paró y, no por primera vez, pensó en lo útil que le sería un teléfono móvil. Hizo memoria hasta que apareció ante sus ojos el plano de la ciudad que todo veneciano lleva impreso en la mente. Entonces comprendió que tenía que bajar hasta la segunda calle y luego torcer a la izquierda, por una calle estrecha que discurría por detrás de la casa, para situarse donde deseaba: a un extremo de la calle en la que ella vivía, desde donde dominaría el portal.

Allí llevaba Brunetti más de dos horas, apoyado en la pared, cuando ella salió del edificio. Miró en todas las direcciones, pero él estaba oculto en la oscuridad. Ella se fue entonces hacia la derecha y él la siguió, contento de llevar los zapatos marrones, que tenían suela y tacón de goma y no hacían ruido. Los pasos de ella, por el contrario, estaban marcados por el repique sonoro de sus tacones altos, un rastro tan fácil de seguir como una estela luminosa.

A los pocos minutos, él advirtió que la mujer iba en dirección a la estación del ferrocarril o a piazzale Roma, por calles interiores, lejos de los vaporetti del Gran Canal. En campo Santa Margherita cortó hacia la izquierda, en dirección a piazzale Roma y los autobuses que iban al continente.

Brunetti se mantenía tan alejado como le era posible, sin perder su sonido. Eran más de las once, había poca gente en las calles y casi ningún ruido ahogaba su taconeo firme y decidido.

Al salir a piazzale Roma, la mujer lo desconcertó porque, en lugar de dirigirse hacia las paradas de autobuses, cruzó al otro lado de la plaza, subió las escaleras del gran parking municipal y desapareció por la ancha puerta abierta. Brunetti cruzó corriendo la piazzale pero se detuvo en la puerta, mirando hacia el oscuro interior.

Dentro de la garita, situada a la derecha de la puerta, había un vigilante, que levantó la mirada al acercarse Brunetti.

– ¿Ha entrado una mujer con abrigo gris?

– ¿Quién se cree que es, un policía? -preguntó el hombre, lanzando una mirada a la revista que tenía abierta ante sí.

Brunetti sacó la cartera del bolsillo, extrajo su credencial y la dejó caer en la página de la revista.

– ¿Ha entrado una mujer con abrigo gris?

– La signora Ceroni -dijo el vigilante, devolviendo a Brunetti el documento.

– ¿Dónde guarda el coche?

– Planta cuatro. Bajará enseguida.

El sonido de un motor que llegaba de la rampa circular de acceso a las plantas superiores del parking corroboró sus palabras. Brunetti se apartó de la garita y fue hacia la puerta que daba a la carretera del continente. Se situó en el centro del vano y se quedó quieto, con los brazos colgando a lo largo del cuerpo.

El coche, un Mercedes blanco, bajó por la rampa y giró hacia la puerta. Los faros iluminaron de lleno a Brunetti, deslumbrándolo y obligándole a entornar los párpados.

– Eh, ¿qué hace? -gritó el vigilante, bajando del taburete y saliendo de la cabina. Dio un paso hacia Brunetti, pero en aquel momento sonó el claxon del coche, con un estrépito ensordecedor en aquel local cerrado, y el vigilante saltó hacia atrás, chocando contra el marco de la puerta. Vio cómo el coche recorría los últimos diez metros hasta donde estaba el policía. El vigilante volvió a gritar, pero el otro no se movió. El vigilante se dijo que debía darse prisa para sacar de allí al policía, pero era incapaz de moverse.

Volvió a sonar el claxon, y el vigilante cerró los ojos. Un áspero chirrido de frenos le hizo abrirlos y vio cómo el coche derrapaba en el suelo grasiento al tratar de sortear al policía, que no se había movido. El Mercedes rozó un Peugeot grande aparcado en la plaza diecisiete, viró bruscamente hacia la puerta y paró a menos de un metro del policía. El vigilante vio entonces cómo éste abría la puerta delantera derecha, decía unas palabras y, un par de segundos después, subía al coche. El Mercedes salió a la calle con una arrancada brusca y torció hacia la izquierda, camino del puente. Y al vigilante no se le ocurrió nada mejor que llamar a la policía.

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