25

Brunetti repasaba los papeles que se habían acumulado en su mesa durante los dos últimos días. Descubrió que la viuda de Lotto, al ser interrogada, había dicho que la noche en que mataron a su marido ella estaba en el hospital, con su madre, que estaba muriendo de cáncer. Las dos enfermeras de guardia confirmaron que había estado allí toda la noche. La había interrogado Vianello, que, con su acostumbrada meticulosidad, le había preguntado dónde estaba las noches de las muertes de Trevisan y de Favero. La primera estuvo en el hospital y la segunda, en su casa. Pero las dos noches estaba con ella su hermana de Turín, por lo que la signora Lotto dejó de ocupar un lugar en la imaginación de Brunetti.

De pronto, se preguntó si Chiara seguiría empeñada en su descabellado propósito de conseguir información de Francesca, y al pensarlo lo invadió una sensación que, si no era asco, se le parecía mucho. Él se había permitido una virtuosa indignación hacia los hombres que prostituían a las adolescentes y no había tenido reparo en convertir a su propia hija en espía. Hasta ahora.

Sonó el teléfono y él lo contestó dando su nombre. Era la voz de Paola, estridente, sin control, llamándolo. Al fondo se oían sonidos desgarrados, más agudos todavía.

– ¿Qué ocurre, Paola?

– Guido, ven. Ahora mismo. Es Chiara -gritó Paola para hacerse oír sobre los alaridos que llenaban la casa.

– ¿Qué tiene?

– No lo sé, Guido. Estaba en la sala y de repente se ha puesto a gritar. Ahora está en su cuarto, y se ha encerrado con llave. -Él percibió el pánico que vibraba en la voz de Paola, como una corriente submarina que la arrastrara, y ahora también a él.

– ¿Qué le pasa? ¿Se ha lastimado?

– No lo sé. Pero ya la oyes. Está histérica, Guido. Ven, por favor. Ahora mismo.

– Voy -dijo él colgando el teléfono. Agarró la gabardina y salió corriendo del despacho, pensando ya en cuál sería la vía más rápida para llegar a casa. No había ninguna lancha de la policía amarrada al embarcadero frente a la questura, y echó a correr hacia la izquierda, con la gabardina ondeando a la espalda. Al doblar por la estrecha calle lateral no sabía si ir por el puente de Rialto o tomar la góndola pública. Tres muchachos caminaban delante de él, cogidos del brazo.

Attenti -gritó al acercarse, infundiendo en la voz una potencia que ahogó todo vestigio de cortesía. Los chicos se dispersaron y Brunetti pasó junto a ellos lanzado. Cuando llegó a campo Santa María Formosa le faltaba el aliento y tuvo que reducir la velocidad a un trote vacilante. Cerca de Rialto se atascó en la multitud y, casi sin darse cuenta de lo que hacía, para abrirse paso apartó bruscamente a una turista dándole un empujón a la mochila, y oyó a su espalda una airada protesta en alemán, pero él siguió corriendo.

Salió del paso subterráneo a campo San Bartolomeo y cortó hacia la izquierda, decidido a tomar la góndola para evitar el puente, congestionado por el tráfico de media tarde. Afortunadamente, había una góndola en la parada, con dos ancianas de pie en la parte trasera. Él corrió por el embarcadero de madera y saltó a la góndola.

– Vámonos -gritó al gondoliere que estaba a popa, apoyado en el remo-. Policía, lléveme al otro lado.

Con naturalidad, como el que hace lo mismo todos los días de la semana, el gondoliere de proa se dio impulso con la barandilla de la escalera y la embarcación se deslizó hacia el Gran Canal. El hombre de popa enderezó el cuerpo y accionó el remo, y la góndola viró hacia la otra orilla. Las ancianas, extranjeras, se abrazaron atemorizadas y se sentaron en el banco de la parte trasera.

– ¿Puede dejarme al extremo de la calle Tiepolo? -preguntó Brunetti al hombre que iba delante.

– ¿De verdad es policía?

– Sí. -Brunetti le enseñó el carnet.

– De acuerdo. -El gondoliere de proa dijo entonces a las mujeres en veneciano-: Tenemos que dar un rodeo, signore.

Las mujeres estaban muy asustadas para contestar.

Brunetti iba de pie, ciego a las embarcaciones y a la luz, insensible a todo lo que no fuera la lenta travesía del canal. Por fin, al cabo de lo que parecían horas, llegaron a la calle Tiepolo, y los dos gondolieri sostuvieron la embarcación mientras Brunetti trepaba al embarcadero. Puso diez mil liras en la mano del hombre de proa y entró en la calle corriendo.

Brunetti, que en la góndola había recuperado el aliento, corrió hasta su casa y subió a la carrera los tres primeros tramos de la escalera. Al atacar el cuarto jadeaba y sentía las piernas flojas y, en el quinto, oyó abrirse la puerta del apartamento, levantó la cabeza y vio a Paola esperando.

– Paola…

Sin dejarle seguir, ella le gritó desde arriba:

– Estarás contento con lo que te ha traído tu pequeña detective. Estarás contento de ver el mundo al que la empujas con tus preguntas y tus investigaciones. -Estaba colorada, estallando de furor.

Él entró y cerró la puerta mientras Paola se alejaba por el pasillo. La llamó, pero ella se metió en la cocina dando un portazo. Brunetti se acercó a la habitación de Chiara y se paró delante de la puerta. Silencio. Ni sollozos, ni sonidos que indicaran que ella estaba dentro. Él fue entonces a la cocina y llamó a la puerta. Paola la abrió y le taladró con la mirada.

– Explícame qué pasa -dijo él.

Había visto a Paola enfadada muchas veces, pero nunca, como ahora, temblando de ira o de alguna fuerte emoción que no podía definir.

Instintivamente, Brunetti se mantuvo a distancia y, con voz serena, insistió:

– Dime qué ocurre.

Paola apretó los dientes y aspiró el aire a través de ellos. Se le transparentaban los tendones del cuello. Él esperaba.

Cuando por fin ella empezó a hablar, su voz era ahogada, casi no se oía.

– Esta tarde, al llegar, ha dicho que traía una cinta de vídeo que quería ver. Yo estaba trabajando en mi estudio, y le he dicho que la pusiera, pero con el sonido bajo. -Paola lo miró fijamente. Brunetti no dijo nada.

Ella volvió a respirar profundamente y prosiguió:

– Al cabo de un cuarto de hora se ha puesto a gritar. Al salir del estudio la he encontrado en el pasillo, histérica. Ya la has oído. He intentado abrazarla, hablarle, pero no dejaba de gritar. Ahora está en su cuarto.

– Pero ¿qué ha pasado?

– Que ha traído a casa una cinta de vídeo y la ha puesto.

– ¿De dónde la ha sacado?

– Guido -empezó ella, más calmada, pero respirando todavía con fatiga-. Ahora me pesa lo que te he dicho.

– No tiene importancia. ¿De dónde ha sacado la cinta?

– Se la ha dado Francesca.

– ¿Trevisan?

– Sí.

– ¿Tú la has visto?

Ella asintió.

– ¿Qué es?

Esta vez ella movió la cabeza de derecha a izquierda y señaló la sala levantando el brazo en un ademán vago.

– ¿Chiara está bien?

– Sí. Hace poco me ha abierto la puerta. Le he dado una aspirina y le he dicho que descanse. Quiere hablar contigo. Pero antes tienes que ver la cinta.

Brunetti asintió y se fue a la sala, donde estaban el televisor y el vídeo.

– ¿No será mejor que estés con ella, Paola?

– Sí -dijo Paola y se fue por el pasillo hacia la habitación de Chiara.

En la sala, el televisor y el vídeo estaban conectados. Había puesta una cinta, pasada hasta el final. Él oprimió la tecla de rebobinado y se irguió mientras en la máquina la cinta siseaba como una serpiente. Él no pensaba en nada, concentraba todos sus esfuerzos en alejar de su mente toda especulación.

El leve chasquido del aparato lo sacó de su abstracción. Pulsó la tecla de arranque, se alejó de la pantalla y se sentó en una silla. No había créditos, ni logo, ni sonido. Cuando se apagó la luminiscencia gris apareció en la pantalla una habitación con dos ventanas situadas a mucha altura, tres sillas y una mesa. La iluminación procedía de las ventanas y, al parecer, de una fuente que estaba detrás del que sostenía la cámara, porque era evidente, por la ligera oscilación de la imagen, que se utilizaba una cámara manual.

Llegó un ruido del televisor, y la cámara enfocó una puerta que se abrió y por ella entraron tres mozalbetes que reían y bromeaban dándose empujones. El último se volvió, sacó un brazo por la puerta y metió en la habitación a una mujer. Detrás de ella entraron otros tres hombres.

Los tres primeros tendrían unos quince o dieciséis años, otros dos aparentaban la edad de Brunetti y el último en entrar era un poco más joven que éstos, como de treinta y tantos años. Todos vestían camisa y pantalón de corte militar y calzaban pesadas botas de media caña con cordones.

La mujer aparentaba unos cuarenta años y llevaba falda oscura y jersey. No iba maquillada y tenía el pelo largo y despeinado, como si se le hubiera soltado de un moño o un pañuelo. Aunque la película era en color, no se apreciaba el color de los ojos, sólo que eran oscuros y estaban aterrados.

Brunetti oía hablar a los hombres, pero no entendía sus palabras. Los más jóvenes se rieron de algo que dijo uno de los mayores, pero la mujer se volvió hacia éste, como si no pudiera creer lo que había oído. Con un movimiento maquinal de pudor, cruzó las manos sobe el pecho y bajó la cabeza.

Durante un largo momento, nadie habló ni se movió, hasta que sonó una voz muy cerca de la cámara. Ninguno de los que estaban en la pantalla había hablado, y Brunetti tardó algún tiempo en comprender que era la voz del cámara. Por el tono, debía de ser una orden o una arenga. Cuando el hombre habló, la mujer volvió la cabeza hacia la cámara, pero no miraba el objetivo sino un poco hacia la izquierda, a la persona que la sostenía. Volvió a oírse la voz junto a la cámara, y esta vez los hombres entraron en acción.

Dos de los jóvenes se situaron a cada lado de la mujer y la agarraron por los brazos. El de treinta años se acercó y le dijo algo. Ella movió la cabeza de derecha a izquierda y él la golpeó. No fue una bofetada sino un puñetazo delante del oído. Entonces, tranquilamente, el hombre se sacó un cuchillo del cinturón y le rasgó el jersey de arriba abajo. Ella gritó y él volvió a golpearla y le arrancó el jersey, dejándola desnuda de cintura para arriba. El hombre rompió una manga del jersey y, cuando ella iba a decir algo o a gritar, se la embutió en la boca.

Entonces el hombre dio una orden a los que sujetaban a la mujer y éstos la pusieron encima de la mesa. Luego hizo una seña a los dos mayores, que la agarraron de los pies aprisionándole las piernas a la mesa. El del cuchillo volvió a usarlo, ahora para cortar la falda del dobladillo a la cintura, y luego la abrió como se abre un libro por las páginas centrales.

El de la cámara volvió a hablar y el del cuchillo se situó al otro lado de la mesa, para no tapar el objetivo con su cuerpo. Dejó el cuchillo al borde de la mesa, se quitó el cinturón y se bajó la cremallera del pantalón. Luego se subió a la mesa, encima de la mujer. Los que la sujetaban por las piernas tuvieron que retirarse un poco, para que él no les golpeara con los pies al penetrarla. Al cabo de unos minutos, el hombre se bajó de la mesa y uno de los jóvenes ocupó su sitio y luego los otros dos.

El sonido era confuso, los hombres gritaban y reían, el de la cámara los azuzaba y, como en un continuo grave, se adivinaban más que oían los quejidos ahogados de la mujer.

Los últimos en abusar de ella fueron los dos hombres de mediana edad. Uno de ellos se paró al lado de la mesa y movió la cabeza negativamente, pero los demás lo abroncaron y entonces también él se subió a la mesa. El último, el más viejo, estaba tan ansioso que echó al otro de un empujón para subirse él.

Cuando los seis hombres hubieron terminado, la cámara se movió por primera vez y se acercó a la mujer. Recorrió lentamente su cuerpo, deteniéndose aquí y allá, donde hubiera sangre y al llegar a la cara se paró. Ella tenía los ojos cerrados, pero la voz que Brunetti atribuía al hombre de la cámara la llamó suavemente, y ella abrió los ojos, a pocos centímetros de la cámara. Tuvo un sobresalto y su cabeza golpeó la mesa con violencia cuando trató en vano de esconderse de la cámara.

El objetivo retrocedió y en la pantalla apareció otra vez el cuerpo de la mujer. Cuando el de la cámara volvió a su posición original dio una orden, y el primer hombre empuñó el cuchillo. El de la cámara habló de nuevo, y el del cuchillo, con la misma indiferencia con que prepararía el pollo para la cena de la noche, pasó la hoja por el cuello de la mujer. Un chorro de sangre le manchó la mano y el brazo, y sus compañeros se rieron al verlo saltar hacia atrás con una expresión estúpida. Todavía se reían mientras la cámara hacía un último recorrido del cuerpo. Ahora ya no tenía que detenerse, ahora en todas partes había sangre. La pantalla se oscureció.

La cinta seguía pasando, pero sólo emitía una leve vibración. También se oía un zumbido sordo que Brunetti, después de un momento de confusión, descubrió que salía de su propia garganta. Enmudeció y trató de levantarse, pero no podía separar sus manos agarrotadas del borde del asiento. Se las miró, fascinado, tratando de relajar los dedos. Al fin lo consiguió y se puso de pie.

Había reconocido suficientes palabras como para saber que aquellos hombres hablaban serbocroata. Hacía varios meses había leído en el Corriere della Sera un pequeño artículo sobre estas cintas, grabadas en las trampas mortales en que se habían convertido las ciudades de Bosnia, que luego eran reproducidas y vendidas en el exterior. En aquel entonces había preferido no dar crédito a lo que leía, porque, a pesar de lo que había visto durante las últimas décadas, no podía -o no quería- admitir que sus semejantes fueran capaces de tanta abyección. Y ahora, al igual que santo Tomás, había hundido la mano en la herida y no tenía más remedio que creer.

Apagó el televisor y el vídeo y fue a la habitación de Chiara. La puerta estaba abierta y entró sin llamar. Chiara, en la cama, recostada en los almohadones, tenía un brazo alrededor de Paola, que estaba sentada en el borde del colchón y apretaba con el otro un perro de trapo, mordido y deteriorado, que tenía desde los seis años.

Ciao, papà-le dijo. Lo miraba pero no sonreía.

Ciao, angelo. -Él se paró al lado de la cama-. Siento mucho que hayas visto eso. -Palabras estúpidas que le hacían sentirse estúpido.

Chiara lo miró fijamente, buscando un reproche en su tono, pero no lo había; sólo un hondo remordimiento que ella era muy joven para detectar.

– ¿La mataron de verdad, papá? -preguntó, destruyendo la esperanza de Brunetti, de que ella hubiera huido antes del final.

– Eso temo, Chiara.

– ¿Por qué? -Había en su voz tanta confusión como horror.

Él buscó una respuesta. Trató de invocar pensamientos nobles, de encontrar la manera de convencer a su hija de que, a pesar de la maldad que había presenciado, en el mundo, esas cosas son la excepción, de que la Humanidad, por instinto, es buena.

– ¿Por qué, papá? ¿Por qué tenían que hacerle eso?

– No lo sé, Chiara.

– Pero ¿la mataron de verdad? -preguntó.

– No hables más de eso -la interrumpió Paola, abrazándola más estrechamente y besándola en la sien.

Chiara insistió:

– ¿La mataron?

– Sí, Chiara.

– ¿Murió de verdad?

Paola lo miraba tratando de silenciarlo con los ojos, pero él respondió:

– Sí, Chiara, murió.

Chiara se puso el maltratado perro en el regazo y lo miró fijamente.

– ¿Quién te ha dado la cinta, Chiara? -preguntó él.

Ella tiró al perro de una oreja, pero suavemente, recordando que era la que estaba rota.

– Francesca -dijo al fin-. Me la ha dado esta mañana antes de clase.

– ¿Te ha dicho algo?

Ella puso al perro erguido sobre las patas traseras. Tardó en contestar.

– Ha dicho que había oído que yo hacía preguntas acerca de ella por lo que le pasó a su padre. Piensa que lo hacía para ayudarte, porque eres policía. Y me ha dicho que, si quería saber por qué alguien podía querer matar a su padre, que mirara la cinta. -Movía al perro hacia uno y otro lado, como si caminara hacia ella.

– ¿Ha dicho algo más, Chiara?

– Nada más, papá.

– ¿Sabes de dónde ha sacado la cinta?

– No. Sólo ha dicho que demostraba por qué alguien había querido matar a su padre. Pero ¿qué tenía que ver con eso el padre de Francesca?

– No lo sé.

Paola se levantó con un movimiento tan brusco que hizo caer al suelo al perro. Se agachó a recogerlo y se quedó con el maltrecho muñeco en la mano, oprimiéndolo como si quisiera ahogarlo. Después, muy despacio, se inclinó, lo dejó en el regazo de Chiara, acarició el pelo a su hija y salió de la habitación.

– ¿Quiénes eran esos hombres, papá?

– Supongo que serbios, pero no estoy seguro. Alguien que conozca el idioma tendrá que escuchar la cinta y entonces lo sabremos.

– ¿Qué vas a hacer, papá? ¿Los enviarás a la cárcel?

– No lo sé, tesoro. No será fácil encontrarlos.

– Pero tendrían que ir a la cárcel, ¿no?

– Sí.

– ¿Qué crees que habrá querido decir Francesca con eso de su padre? -Se le ocurrió una posibilidad y preguntó-: No era él el que tenía la cámara, ¿verdad?

– No; seguro que no.

– Entonces ¿qué ha querido decir?

– No lo sé. Eso es lo que habrá que averiguar. -Observó cómo su hija trataba de atar las orejas al perro-. ¿Chiara?

– ¿Sí, papá? -Ella lo miró, segura de que ahora él diría algo que lo explicaría todo, lo arreglaría todo y entonces sería como si aquello no hubiera ocurrido.

– Me parece que vale más que no vuelvas a hablar con Francesca.

– ¿Ni haga más preguntas?

– Ni hagas más preguntas.

Ella asimiló esto y preguntó vacilando:

– ¿No estás enfadado conmigo, verdad?

Brunetti se agachó junto a la cama.

– No estoy enfadado contigo. -No estaba seguro de poder controlar la voz y tuvo que hacer una pausa antes de decir, señalando al perro-: Ten cuidado, no le arranques las orejas a Bark.

– Es un perro muy feo, ¿no te parece? -dijo Chiara-. Mira, se le cae el pelo.

Brunetti frotó el hocico del perro con la yema del dedo.

– Es que a los perros no se les muerde, Chiara.

Ella sonrió y saltó de la cama.

– Me parece que será mejor que haga los deberes.

– De acuerdo. Yo voy a hablar con tu madre.

– Papá -dijo Chiara cuando él iba hacia la puerta.

– ¿Hmm?

– ¿Mamá tampoco está enfadada conmigo?

– Chiara -dijo él con una voz no muy firme-: Tú eres nuestro mayor tesoro. -Antes de que su hija pudiera responder, agregó, con voz más grave-: Ahora haz los deberes. -Brunetti esperó a verla sonreír antes de salir de la habitación.

Paola estaba vuelta hacia el fregadero escurriendo la lechuga. Al oírle entrar se volvió y le dijo:

– Aunque se hunda el mundo, la cena no se perdona. -Él observó con alivio que su mujer sonreía-. ¿Chiara está bien?

Brunetti encogió los hombros.

– Hace los deberes. Cómo está, no lo sé. ¿Tú qué crees? La conoces mejor que yo.

Ella soltó la manivela de la centrifugadora y lo miró. Cuando se apagó el zumbido del aparato preguntó:

– ¿Lo crees realmente?

– ¿Creo qué?

– Que yo la conozco mejor que tú.

– Eres su madre -dijo Brunetti, como si esto lo explicara todo.

– Guido, a veces me parece que vives en las nubes. Si tú fueras una moneda, Chiara sería la otra cara.

Al oírle decir esto, él sintió un cansancio inexplicable. Se sentó a la mesa.

– Quién sabe. Es joven. Quizá lo olvide.

– ¿Lo olvidarás tú? -preguntó Paola, sentándose frente a él.

Brunetti movió la cabeza negativamente.

– Olvidaré detalles de la película, pero nunca se me olvidará que la he visto ni lo que significa.

– Lo que no entiendo -empezó Paola- es por qué tiene alguien que desear ver eso. Es obsceno. -Se interrumpió y luego agregó, con sorpresa en la voz, al oírse a sí misma utilizar la expresión-. Es la maldad. Eso es lo más terrible. Me da la impresión de que he mirado por una ventana y he visto la maldad humana al desnudo. -Al cabo de un momento preguntó-: Guido, ¿cómo pueden hacer esas cosas esos hombres? ¿Cómo pueden hacer eso y seguir considerándose humanos?

Brunetti nunca tenía respuesta para lo que él consideraba las Grandes Preguntas. En lugar de intentar contestar preguntó a su vez:

– ¿Y el cámara, y los que pagan por verlo?

– ¿Pagan? -preguntó Paola-. ¿Pagan?

Brunetti asintió.

– Son cintas de vídeo que se graban para la venta. Los americanos los llaman snuff movies. Matan de verdad a la gente. Lo he leído. La Interpol envió un informe hace varios meses. Encontraron unas cuantas en Estados Unidos, en Los Ángeles, me parece. En unos estudios de cine. Allí hacían copias y las vendían.

– ¿De dónde proceden? -preguntó Paola, ya más horrorizada que asombrada.

– Ya has visto a los hombres, los uniformes. Me ha parecido que hablaban en serbocroata.

– Que Dios nos valga -susurró Paola-. Esa pobre mujer. -Se tapó la boca con una mano-. Guido, Guido.

Él se levantó.

– Tengo que hablar con la madre.

– ¿Ella estaba enterada?

Brunetti no lo sabía, sólo sabía que ya estaba harto, harto hasta la náusea, de la signora Trevisan, de su mal disimulado desdén y de sus protestas de ignorancia. Puesto que Francesca había dado la cinta a Chiara, era evidente que la hija distinguía la realidad de la ficción con más claridad que la madre. Al pensar que la niña sabía lo que había en la cinta y comprender que tendría que interrogarla, Brunetti sintió horror; pero le bastó evocar la mirada de aquella pobre mujer cuando abrió los ojos y vio el objetivo de la cámara fijo en ella para comprender que estaba dispuesto a acosar a madre e hija sin descanso hasta descubrir lo que sabían.

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