24

Al llegar a la questura aquella tarde, Brunetti pasó por el despacho de la signorina Elettra y le dictó la carta para Giorgio -se refería a él utilizando el nombre de pila como si de un viejo amigo se tratara- en la que pedía disculpas por lo que él llamaba «inexactitudes de tipo administrativo» en las que había incurrido la questura. Esperaba que la excusa bastara para, llegado el caso, tranquilizar a la novia de Giorgio y a su familia, al tiempo que era lo bastante vaga como para no comprometerle personalmente.

– Estará muy contento -dijo la signorina Elettra, mirando la página de signos taquigráficos.

– ¿Y el informe de la condena? -preguntó Brunetti.

Ella le miró con unos ojos que eran dos lagos cristalinos.

– ¿Condena? -Acercó a Brunetti un montón de hojas que tenía al lado del bloc-. Con esto se ha ganado Giorgio su carta.

– ¿Son los números de la libreta de Favero? -preguntó el comisario.

– Los mismos -respondió ella sin disimular el orgullo.

Él sonrió, contagiado de su satisfacción.

– ¿La ha mirado?

– Por encima. Tiene nombres, direcciones y hasta me parece que la fecha y la hora de cada llamada hecha a cada uno de esos teléfonos desde cualquier número de Venecia o de Padua.

– ¿Cómo lo hace? -preguntó Brunetti con voz reverente por el respeto que le inspiraba la capacidad de Giorgio para extraer información dé la SIP; que él supiera, era más fácil penetrar en los archivos del Servicio Secreto.

– Estudió informática un año en Estados Unidos y allí conoció a unos llamados hackers, que por lo visto son una especie de genios para estas cosas. Sigue en contacto con ellos y se intercambian información sobre sus hazañas.

– ¿Y hace eso desde el trabajo, utilizando las líneas de la SIP? -preguntó Brunetti, que estaba tan impresionado y agradecido que pasaba por alto el detalle de que lo que hacía Giorgio, probablemente era ilegal.

– Desde luego.

– Bendito sea -dijo Brunetti con todo el fervor de la persona cuya factura del teléfono nunca cuadra con el uso que se ha hecho de él.

– Hay hackers en todo el mundo -explicó Elettra-. Y me parece que es muy poco lo que ellos no puedan descubrir. Me ha dicho Giorgio que para esto se ha puesto en contacto con gente de Hungría y de Cuba. Y de no sé dónde más. ¿Hay teléfono en Laos?

Él ya no escuchaba, absorto en la lectura de las largas columnas de fechas, horas, lugares y nombres, no obstante lo cual, llegó hasta sus oídos el nombre de Patta.

– … quiere verle.

– Luego -dijo Brunetti, y se fue a su despacho sin dejar de leer. Cuando llegó cerró la puerta y se quedó leyendo de pie a la luz que entraba por la ventana. Parecía un senador romano del tiempo de los cesares, que tuviera en sus manos un largo informe de las lejanas colonias del imperio. Pero no se trataba de despliegues de tropas ni de embarques de aceite y especias sino tan sólo de cuántas veces dos ciudadanos italianos desconocidos habían hablado con personas de Bangkok, Santo Domingo, Belgrado, Manila y otras ciudades, aunque no por ello era menos interesante la información. Anotaciones hechas a lápiz en el margen indicaban el emplazamiento de las cabinas desde las que se habían hecho algunas de las llamadas. Aunque varias de ellas habían partido de los despachos de Trevisan y de Favero, otras muchas correspondían a un teléfono público que se encontraba en la misma calle que el despacho de Favero en Padua y a otro situado en una pequeña calle que discurría por detrás del despacho de Trevisan.

Al pie, Brunetti leyó los nombres de los titulares de los teléfonos. Tres de ellos, incluido el de Belgrado, pertenecían a agencias de viajes y el de Manila, a una empresa llamada Euro-Employ. Este nombre tuvo la virtud de hacer que todos los hechos acaecidos desde la muerte de Trevisan se movieran como los espejos de un inmenso calidoscopio, componiendo una figura que sólo Brunetti podía ver. Este nombre era el giro del cilindro que ordenaba las piezas en una imagen reconocible. Todavía incompleta, todavía sin perfilar, pero allí estaba, y ahora Brunetti comprendía.

Sacó la libreta de direcciones del cajón de la mesa y la hojeó buscando el número de teléfono de Roberto Linchianko, un teniente coronel de la policía militar filipina con el que hacía tres años había coincidido en un seminario de dos semanas en Lyon y con el que había entablado buena amistad, que aún mantenía, a pesar de que desde entonces sólo se habían comunicado por teléfono y por fax.

El intercomunicador zumbó, pero él hizo caso omiso, descolgó el teléfono, consiguió una línea exterior y marcó el número de casa de Linchianko, sin tener idea de qué hora era en Manila. Había seis horas de adelanto, y pilló a Linchianko cuando se disponía a acostarse. Sí, conocía Euro-Employ. Su repugnancia viajó por la línea telefónica a través de los océanos. Euro-Employ era una de tantas agencias dedicadas a la trata de mujeres, y no precisamente la peor. Todos los papeles que las mujeres firmaban antes de ir a «trabajar» a Europa eran perfectamente legales. El que los contratos estuvieran firmados con la X de una analfabeta o por una mujer que no entendía la lengua en la que estaban redactados no les restaba fuerza legal, y ninguna de las mujeres que conseguían regresar a las Filipinas había denunciado a la agencia. De todos modos, que supiera Linchianko, eran muy pocas las que regresaban. En cuanto al número de las que salían, calculaba que oscilaba entre las cincuenta y las cien a la semana, sólo a través de Euro-Employ, y dio el nombre de la agencia que les reservaba los billetes, un nombre que resultó familiar a Brunetti, porque lo había visto en la lista. Linchianko prometió enviarle por fax el expediente de Euro-Employ, el de la agencia de viajes y los de otras agencias de empleo que operaban en Manila.

Brunetti carecía de contactos en las otras ciudades que aparecían en la lista de la SIP, pero lo que le había dicho Linchianko era más que suficiente para que se hiciera una idea de lo que allí encontraría.

En sus lecturas de la historia de Grecia y de Roma, lo que más le sorprendía era la naturalidad con que los pueblos antiguos aceptaban la esclavitud. Entonces las guerras se libraban con otros criterios, y la economía de la sociedad se asentaba en bases distintas, lo que hacía que, por un lado, hubiera esclavos disponibles y, por otro, que fueran necesarios. Quizá lo que hacía aceptable la idea fuera que todo el mundo estaba expuesto a correr la misma suerte: si tu país perdía una guerra podías verte reducido a la condición de esclavo, una vuelta de la rueda de la fortuna podía hacer de ti amo o esclavo. Nadie se había manifestado en contra del sistema, ni Platón, ni Sócrates lo habían condenado y, si alguien había protestado, lo que hubiera dicho o escrito no había sobrevivido.

Tampoco hoy se hablaba contra la esclavitud, que supiera Brunetti, pero el silencio de hoy obedecía a la creencia de que la esclavitud había dejado de existir. Durante décadas había oído a Paola expresar sus radicales ideas políticas, términos como «salario de esclavitud» y «las cadenas de la economía» ya casi no hacían mella en él, pero ahora le inquietaban estos tópicos, porque lo que le había descrito Linchianko no tenía otro nombre que el de esclavitud.

El torrente de su retórica interior quedó cortado por el persistente zumbido del intercomunicador.

– Sí, señor -dijo oprimiendo el pulsador.

– Quiero hablar con usted -gruñó secamente Patta.

– Ahora mismo bajo.

La signorina Elettra ya no estaba en su sitio cuando bajó Brunetti, por lo que el comisario entró directamente en el despacho, ignorando lo que iba a encontrar, por más que las posibilidades eran limitadas, ya que ¿cuántas manifestaciones podía tener el enojo?

Pero hoy Brunetti descubriría que él no era el blanco de las iras de Patta sino el medio por el que éstas debían canalizarse a sus subalternos.

– Se trata de ese sargento suyo -empezó Patta, después de invitar a Brunetti a sentarse.

– ¿De Vianello?

– Sí.

– ¿Qué se supone que ha hecho? -preguntó Brunetti, sin advertir, hasta después de haber hablado, el escepticismo implícito en su manera de preguntar. A Patta no se le escapó.

– Se supone que ha estado ofensivo con uno de los agentes.

– ¿Riverre? -preguntó Brunetti.

– ¿Entonces usted estaba al corriente y no ha hecho nada? -preguntó Patta.

– No sé nada. Pero si alguien se merece un rapapolvo es Riverre.

Patta levantó las manos en ademán de irritación.

– He recibido quejas de uno de los oficiales.

– ¿El teniente Scarpa? -preguntó Brunetti, sin poder disimular la antipatía que le inspiraba el siciliano, que había venido a Venecia con su jefe, el vicequestore, del que era espía, además de asistente.

– No importa quien haya presentado la queja. Lo que importa es que se ha presentado.

– ¿Es una queja oficial? -preguntó Brunetti.

– No tiene que ver -dijo Patta con cólera pronta.

Para Patta, todo lo que él no deseaba oír no tenía que ver, aunque fuera cierto y pertinente-. No quiero problemas con los sindicatos, que no transigen con estas cosas.

Brunetti, irritado por esta nueva prueba de la cobardía de Patta, estuvo a punto de preguntar si existía alguna amenaza ante la que él no se doblegara, pero se contuvo una vez más, para evitar la posible venganza de los imbéciles, y dijo:

– Hablaré con ellos.

– ¿Con ellos?

– El teniente Scarpa, el sargento Vianello y el agente Riverre.

Era evidente que Patta iba a protestar, pero desistió, pensando sin duda que, si no había resuelto el problema, por lo menos lo había endosado, y sólo dijo:

– ¿Qué hay de Trevisan?

– Estamos trabajando en ello.

– ¿Alguna novedad?

– Poca cosa. -Por lo menos, nada que deseara comentar con Patta.

– Está bien, ocúpese de Vianello. Y téngame informado. -Patta fijó su atención en los papeles que tenía delante, lo que para él equivalía a una cortés despedida.

La signorina Elettra seguía ausente, y Brunetti bajó a la oficina de Vianello, al que encontró leyendo el Gazzettino del día.

– ¿Scarpa? -preguntó Brunetti acercándose.

Vianello estrujó el diario y lo aplastó sobre la mesa, con una observación no verificable acerca de la madre del teniente Scarpa.

– ¿Qué ha pasado?

Vianello alisaba el periódico con una mano.

– El teniente Scarpa ha entrado mientras yo hablaba a Riverre.

– ¿Hablaba a Riverre?

Vianello se encogió de hombros.

– Riverre sabía muy bien lo que yo quería decir, y también sabía que hubiera tenido que darle a usted el nombre de aquella mujer mucho antes. Yo estaba diciéndole eso cuando entró el teniente. No le gustó mi manera de decírselo.

– ¿Qué le decía?

Vianello cerró el periódico, lo dobló por la mitad y lo dejó a un lado de la mesa.

– Que era un idiota.

A Brunetti, que estaba de acuerdo, le pareció lógico.

– ¿Y él qué dijo?

– ¿Riverre?

– No; el teniente.

– Que no podía hablar a mis subordinados de aquel modo.

– ¿Dijo algo más?

Vianello no contestó.

– ¿Dijo algo más, sargento?

Seguía sin haber respuesta.

– ¿Le dijo usted algo a él?

El tono de Vianello era defensivo.

– Le dije que era un asunto entre uno de mis agentes y yo, y que a él no le concernía.

Brunetti sabía que no tenía que perder el tiempo diciendo a Vianello que esto había sido una tontería.

– ¿Y Riverre? -preguntó Brunetti.

– Oh, ya ha venido a hablar conmigo y me ha dicho que, por lo que él puede recordar, estábamos hablando de un siciliano. -Vianello se permitió una pequeña sonrisa-. El teniente, según recuerda ahora Riverre, entró en el momento en que yo le decía lo idiota que era el siciliano, y el teniente no lo entendió, porque hablábamos en dialecto, y se imaginó que yo insultaba a Riverre.

– Bien, caso resuelto -dijo Brunetti, aunque le dolía que Scarpa se hubiera quejado de Vianello a Patta. Por si el jefe no tenía ya bastante ojeriza al sargento, sólo porque solía trabajar para Brunetti, ahora se había ganado, además, la antipatía del teniente.

Brunetti dejó el tema, aliviado de no tener que vérselas con Scarpa y preguntó:

– ¿Recuerda un camión que este otoño se salió de la carretera en Tarvisio?

– Sí, señor. ¿Por qué?

– ¿Podría decirme cuándo ocurrió?

Vianello reflexionó un momento antes de responder:

– El veintiséis de septiembre. Dos días antes de mi cumpleaños. La primera vez que nevó tan pronto allá arriba.

Porque era Vianello quien lo decía, Brunetti no creyó necesario preguntar si estaba seguro de la fecha. Dejó al sargento con su periódico y volvió a su despacho y a las listas del ordenador. El veintiséis de septiembre, a las nueve de la mañana, se había hecho una llamada -con una duración de tres minutos- desde el despacho de Trevisan al número de Belgrado. Al día siguiente se hizo otra llamada al mismo número pero ésta, desde el teléfono público de la calle de detrás del despacho de Trevisan. La conferencia había durado doce minutos.

El camión se salió de la carretera y la carga se perdió. Sin duda, el comprador querría saber si era su mercancía la que había quedado esparcida por la nieve, y para averiguarlo, nada más práctico que llamar al remitente. Brunetti se estremeció involuntariamente ante la posibilidad de que alguien pensara en aquellas muchachas como un embarque y en su muerte como pérdida de una mercancía.

Buscó la fecha de la muerte de Trevisan. Al día siguiente se habían hecho dos llamadas desde el despacho, las dos, al número de Belgrado. Si las primeras llamadas se hicieron para comunicar la pérdida de la carga, ¿podían éstas significar que, tras la muerte de Trevisan, el negocio pasaba a otras manos?

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