6

La signorina Elettra levantó la mirada de la revista cuando Brunetti salía del despacho de Patta y le preguntó:

Allora?

– Trevisan. Y tengo que andar listo, porque era amigo del alcalde.

– La mujer es una fiera -dijo la signorina Elettra, y añadió, como para darle ánimo-: No le arriendo la ganancia.

– ¿Hay en esta ciudad alguien a quien usted no conozca? -preguntó Brunetti.

– A ella no la conozco personalmente. Era paciente de mi hermana.

– Barbara -dijo Brunetti involuntariamente, recordando dónde había conocido a la hermana-, la doctora.

– La misma, comisario -dijo ella con una sonrisa de satisfacción-. No le ha costado mucho recordarla.

Cuando la signorina Elettra Zorzi llegó al departamento, su apellido pese a no ser corriente, resultó familiar al comisario. Pero él nunca hubiera relacionado a la vivaz y radiante -todos los adjetivos que se le ocurrían estaban asociados a la luz y la vistosidad- Elettra con la formal y discreta doctora que contaba entre sus pacientes al suegro del comisario y ahora, al parecer, a la signora Trevisan.

– ¿Ha dicho usted que era paciente de su hermana? ¿Ya no lo es? -preguntó Brunetti, dejando para otra ocasión las reflexiones acerca de la familia de Elettra.

– Sí, hasta hace cosa de un año. Las visitaba a ella y a su hija. Pero un día la madre se presentó en el consultorio y montó un escándalo, exigiendo a mi hermana que le dijera de qué estaba tratando a su hija.

Brunetti escuchaba atentamente, pero no preguntó.

– La hija tenía sólo catorce años, y cuando Barbara se negó a decir a la signora Trevisan lo que quería saber, ella la acusó de haberle practicado un aborto a la niña o de haberla enviado al hospital para que abortara allí. Le estuvo gritando y al fin le tiró una revista a la cara.

– ¿A su hermana?

– Sí.

– ¿Y qué hizo entonces?

– ¿Quién?

– Su hermana.

– Le dijo que se marchara de su despacho. Ella gritó un poco más y luego se fue.

– ¿Y qué pasó después?

– Al día siguiente, Barbara le envió por correo certificado su historial y le dijo que se buscara otro médico.

– ¿Y la hija?

– Tampoco ha vuelto. Barbara la encontró un día en la calle y la chica le dijo que su madre le había prohibido que volviera. La madre la llevó a una clínica particular.

– ¿Qué tenía la hija? -preguntó Brunetti.

Observó cómo la signorina Elettra sopesaba la pregunta. Rápidamente, sacó la conclusión de que Brunetti lo averiguaría de todos modos y dijo:

– Una infección venérea.

– ¿De qué tipo?

– Eso no lo recuerdo. Tendrá que preguntárselo a mi hermana.

– O a la signora Trevisan.

La respuesta de Elettra fue rápida y vehemente.

– Si ella lo sabe, no ha sido por Barbara.

Brunetti la creyó.

– Así que la hija tendrá ahora quince años.

– Eso es -asintió Elettra.

Brunetti reflexionó. A este respecto, la ley era imprecisa, ¿y cuándo no? No se podía obligar a un médico a facilitar información sobre el estado de salud de un paciente, pero sin duda tenía libertad para decir cómo se había comportado un paciente y por qué, especialmente si no se trataba de la salud del propio paciente. Sería preferible hablar personalmente con la doctora, en lugar de pedir a Elettra que lo hiciera en su nombre.

– ¿Su hermana todavía tiene el consultorio cerca de San Barnaba?

– Sí. Allí estará esta tarde. ¿Quiere que la avise de su visita?

– ¿Quiere decir que no le diría nada si yo no se lo pidiera, signorina?

Ella miró el teclado de su ordenador donde, al parecer, encontró la respuesta que buscaba, y levantó la cara hacia Brunetti.

– Es indiferente que se lo diga usted o yo, comisario. Mi hermana no ha hecho nada malo. De modo que no le diré nada.

Él preguntó entonces por curiosidad:

– ¿Y si no fuera indiferente? ¿Y si ella hubiera hecho algo malo?

– Si eso había de ayudarla, la avisaría. Por supuesto.

– ¿Aun a costa de vulnerar un secreto policial? -preguntó él, y entonces sonrió, para dar a entender que bromeaba, aunque no era así.

Ella le miraba ahora con perplejidad.

– ¿Cree usted que yo respetaría un secreto policial en algo que afectara a mi familia?

Él respondió, cortado:

– No; no lo creo.

La signorina Elettra sonrió, satisfecha de haber podido ayudar una vez más al comisario a ser más comprensivo.

– ¿Sabe usted algo más acerca de la esposa? -y entonces Brunetti rectificó-: La viuda.

– No directamente. Sólo lo que he leído en la prensa. Siempre anda metida en Causas Nobles -dijo haciendo audibles las mayúsculas-. Por ejemplo, recogiendo alimentos para Somalia, que luego son robados, enviados a Albania y vendidos. O bien organizando conciertos de gala con los que a duras penas se cubren gastos, pero dan a las organizadoras la ocasión de ponerse de tiros largos y presumir ante las amistades. Me sorprende que no sepa usted quién es.

– Tengo una vaga idea de haber leído el nombre, pero nada más. ¿Y el marido?

– Era especialista en derecho internacional, y muy bueno, según creo. Si mal no recuerdo, intervino en un convenio con Polonia, o Chequia, o uno de esos países en los que la gente come muchas patatas y viste mal… pero no recuerdo cuál de ellos.

– ¿Qué clase de convenio?

Ella movió negativamente la cabeza, sin poder recordar.

– ¿Podría averiguarlo?

– Quizá si me acercara a las oficinas del Gazzettino podría encontrar algo.

– ¿Tiene algo que hacer para el vicequestore?

– Le haré la reserva para el almuerzo y bajaré al Gazzettino. ¿Desea que busque algo más?

– Sí, vea si hay algo acerca de la esposa. ¿Quién escribe ahora las crónicas de sociedad?

– Pitteri, me parece.

– Pues hable con él, a ver qué puede decirle de ellos dos; especialmente, cosas que no haya podido publicar.

– Que son las cosas que la gente prefiere leer.

– Eso parece -dijo Brunetti.

– ¿Algo más?

– No, signorina, muchas gracias. ¿Ha llegado Vianello?

– No lo he visto.

– Cuando llegue, ¿hará el favor de decirle que suba a mi despacho?

– Desde luego -dijo ella, y volvió a la revista. Brunetti echó una ojeada al artículo que ella estaba leyendo, que trataba de hombreras, y se fue a su despacho.

La carpeta, como suele ocurrir al principio de una investigación, contenía poco más que nombres y fechas. Carlo Trevisan había nacido en Trento hacía cincuenta años, se había licenciado en derecho por la Universidad de Padua y había ejercido de abogado en Venecia. Hacía diecinueve años, había contraído matrimonio con Franca Lotto, con la que había tenido dos hijos, Francesca, que ahora contaba quince años, y Claudio, de diecisiete.

El avvocato Trevisan nunca se había interesado en derecho criminal ni tenido relación alguna con la policía; tampoco había sufrido inspecciones de la Guardia di Finanza, lo que parecía un milagro, a no ser que las declaraciones de impuestos del avvocato hubieran sido siempre correctas, lo que también sería milagroso. La carpeta contenía los nombres de los empleados del bufete de Trevisan y una copia de su solicitud de pasaporte.

Lavata con Perlana -dijo Brunetti en voz alta, dejando los papeles encima de la mesa. Porque, ¿quién más limpio que Carlo Trevisan? Y, todavía más interesante, ¿quién podía haberle metido dos balas en el cuerpo, sin molestarse en llevarse la billetera?

Brunetti abrió el cajón de abajo de su mesa con la punta del zapato derecho y echó la silla hacia atrás apoyando los pies en el cajón. El asesino tenía que haber actuado entre Padua y Mestre; no iba a arriesgarse a permanecer en el tren hasta Venecia, donde seguramente ya se habría descubierto el cadáver y habría una investigación. El tren no era de cercanías, y entre Padua y Venecia sólo paraba en Mestre. No era probable que quienquiera que se apeara en Mestre hubiera llamado la atención, pero no estaría de más preguntar en la estación. Los revisores suelen ir en el primer compartimiento; también a ellos habría que preguntarles qué recordaban. Investigar sobre el arma, desde luego; comprobar si las balas coincidían con las utilizadas en otros crímenes. Las armas de fuego estaban muy controladas, y tal vez fuera posible identificarla. ¿A qué había ido Trevisan a Padua? ¿Con quién había estado? La mujer, investigar a la mujer. Luego preguntar a vecinos y amigos, para confirmar lo que ella dijera. La hija… ¿una enfermedad venérea a los catorce años?

Brunetti se inclinó, acabó de abrir el cajón y sacó la guía telefónica. La abrió y buscó en la Z. «Zorzi, Barbara, Médico» aparecía dos veces: domicilio particular y consultorio. Marcó el número del consultorio y una grabación le informó de que las visitas eran a partir de las cuatro. Marcó entonces el domicilio y oyó la misma voz que le decía que la dottoressa estaba momentaniamente assente y le pedía que dejara su nombre, motivo de la llamada y número de teléfono, al que se le llamaría appena possibile.

– Buenos días, doctora -empezó él después de la señal-. Aquí el comisario Guido Brunetti. Llamo por el asunto de la muerte del avvocato Carlo Trevisan. Tengo entendido que su esposa y su hija eran…

Buon giorno, comisario -le interrumpió la voz fosca de la doctora-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Buenos días, dottoressa -dijo él-. ¿Siempre filtra sus llamadas?

– Comisario, hay una mujer que, desde hace tres años, me llama todas las mañanas para pedirme que vaya a visitarla a su casa. Y cada mañana tiene síntomas distintos. -Su voz era grave, pero tenía un leve acento humorístico.

– No sabía que hubiera tantas partes del cuerpo -dijo Brunetti.

– Hace combinaciones interesantes -explicó la doctora Zorzi-. ¿En qué puedo ayudarle, comisario?

– Como le decía, tengo entendido que la signora Trevisan y su hija eran pacientes suyas. -Hizo una pausa, para ver si ella decía algo. Silencio-. ¿Sabe ya lo del avvocato Trevisan?

– Sí.

– Quería preguntarle si estaría dispuesta a hablarme de la esposa y la hija.

– ¿Como personas o como pacientes? -preguntó ella con voz sosegada.

– Como usted prefiera -respondió Brunetti.

– Podríamos empezar por lo primero y, si es necesario, seguir con lo segundo.

– Muy amable, dottoressa. ¿Podría ser hoy?

– Esta mañana tengo que hacer varias visitas, pero espero haber terminado a eso de las once. ¿Dónde quiere que nos encontremos?

Puesto que era ella la que le hacía el favor, a Brunetti no le parecía correcto pedirle que fuera a la questura.

– ¿Dónde estará usted a las once?

– A ver, un momento. -Ella dejó el teléfono pero volvió al cabo de un momento-. Mi paciente vive cerca del embarcadero de San Marco -dijo.

– ¿Quiere que nos encontremos en Florian's?

Ella no respondió inmediatamente y, recordando sus tendencias políticas, Brunetti casi esperaba algún comentario cáustico acerca de la manera en que él se permitía gastar el dinero del contribuyente.

– De acuerdo, comisario, en Florian's -dijo al fin.

– Hasta luego entonces. Y muchas gracias, dottoressa.

– Hasta las once -dijo ella, y colgó.

Brunetti dejó la guía telefónica en el cajón y lo cerró con el pie, dando un golpe seco. Al levantar la cabeza vio a Vianello entrar en el despacho.

– ¿Deseaba usted verme, comisario? -preguntó el sargento.

– Sí. Siéntese. El vicequestore me ha asignado el caso Trevisan. -Vianello asintió, dando a entender que en la questura esto ya había dejado de ser noticia-. ¿Qué sabe usted del asunto?

– Lo que decían los periódicos y la radio esta mañana. Que anoche lo encontraron muerto en el tren. De dos disparos. No se ha hallado el arma ni hay sospechosos.

Brunetti advirtió que, a pesar de haber leído los informes de la policía, no tenía él más datos. Con un movimiento de cabeza invitó a Vianello a tomar asiento.

– ¿Sabe usted algo de él?

– Un hombre importante -empezó Vianello, sentándose en una silla que pareció disminuir de tamaño bajo su corpulencia-. Era miembro del consejo municipal, encargado, si mal no recuerdo, de Sanidad. Casado, dos hijos. Tenía un bufete importante en los alrededores de San Marco, me parece.

– ¿Vida personal?

Vianello movió la cabeza negativamente.

– De eso no sé nada.

– ¿Y la esposa?

– Algo he leído sobre ella. Quiere salvar los bosques. ¿O es la del alcalde?

– Creo que sí.

– Pues alguna otra cosa. Salvar algo. África, quizá. -Vianello resopló despectivamente, y Brunetti no hubiera podido decir si era por la signora Trevisan o por la probabilidad de que África pudiera ser salvada.

– ¿Sabe de alguien que pudiera tener información sobre él? -preguntó Brunetti.

– ¿La familia? ¿Los clientes? ¿Los empleados? -sugirió Vianello. Al ver la expresión de Brunetti, dijo-: Lo siento, no se me ocurre nadie más. No recuerdo a nadie que lo mencionara siquiera.

– Hablaré con la esposa, pero no hasta esta tarde. Me gustaría que esta mañana fuera usted a su despacho, para ver la reacción causada por su muerte.

– ¿Cree usted que habrá alguien? ¿El día después?

– Será interesante averiguarlo -repuso Brunetti-. Me ha dicho la signorina Elettra que había oído hablar de su intervención en un convenio comercial con Polonia o, quizá, con Chequia. Averigüe si saben algo de eso. Ella dice que lo leyó en el periódico, pero no recuerda de qué se trataba exactamente. Y procure averiguar también lo de siempre. -Llevaban trabajando juntos el tiempo suficiente como para que Brunetti no tuviera que especificar qué era lo de siempre: un empleado desleal, problemas profesionales, un marido celoso, los celos de su propia esposa… Vianello tenía el don de hacer hablar a la gente, especialmente si eran venecianos. Las personas a las que interrogaban solían sentirse comunicativas con este hombre corpulento y bonachón que daba la impresión de preferir su común dialecto al italiano, lo que, insensiblemente, propiciaba las confidencias.

– ¿Algo más, comisario?

– Sí. Esta mañana voy a estar ocupado y por la tarde trataré de hablar con la viuda, de modo que le agradeceré que envíe a alguien a la estación para que interrogue a la revisora que encontró el cadáver. Que averigüe también si los otros revisores vieron algo de particular. -Antes de que Vianello pudiera protestar, Brunetti agregó-: Sí, ya lo sé. Si hubieran visto algo, ya lo hubieran dicho. Pero de todos modos quiero que se lo pregunte.

– Sí, señor.

– Y deseo ver la lista de los nombres y direcciones de todas las personas que se encontraban en el tren cuando se detuvo, y la transcripción de todo lo que dijeron al ser interrogadas.

– ¿Por qué no le robarían, comisario?

– Si el motivo era el robo, quizá el asesino oyó acercarse a alguien por el pasillo antes de que pudiera registrar los bolsillos de la víctima, se asustó y huyó. O quizá quería que supiéramos que no había sido un robo.

– No le veo el sentido -dijo Vianello-. ¿No le hubiera valido más hacernos creer eso precisamente?

– Depende de por qué lo mataran.

Vianello reflexionó antes de asentir.

– Sí, seguramente -pero no parecía convencido. ¿Por qué alguien iba a querer dar esa ventaja a la policía? Pero, sin perder más tiempo en especulaciones, Vianello se levantó diciendo-: Iré ahora mismo al bufete, a ver qué puedo averiguar. ¿Vendrá usted esta tarde, comisario?

– Seguramente, aunque depende de la hora en que pueda ver a la viuda. De todos modos, si no viniera, le llamaría.

– Bien. Hasta esta tarde entonces, comisario -dijo Vianello saliendo del despacho.

Brunetti se acercó la carpeta, la abrió y leyó el número de teléfono del domicilio particular de Trevisan. Marcó. No contestaron hasta la décima señal.

Pronto. -Era voz de hombre.

– ¿Es la casa del awocato Trevisan? -preguntó Brunetti.

– ¿Quién llama?

– El comisario Guido Brunetti. Deseo hablar con la signora Trevisan, por favor.

– Mi hermana no puede ponerse al teléfono.

Brunetti buscó en la carpeta la hoja en que figuraba el apellido de soltera de la viuda y dijo:

Signor Lotto, lamento molestarle en estos momentos y lamento más aún tener que molestar a su hermana, pero es indispensable que hable con ella lo antes posible.

– Lo siento, pero no puede ser, comisario. Mi hermana se encuentra bajo los efectos de un fuerte sedante y no puede ver a nadie. Está destrozada.

– Soy consciente del dolor que padece, signor Lotto, y deseo expresar mi sincera condolencia. Pero, antes de empezar la investigación, necesitamos hablar con alguien de la familia.


– ¿Qué información es la que necesitan?

– Tenemos que hacernos una idea de la vida del avvocato Trevisan, sus asuntos profesionales, sus relaciones, a fin de tratar de averiguar qué ha podido motivar este crimen.

– Creí que había sido un intento de robo -dijo Lotto.

– No se llevaron nada.

– Pues para matar a mi cuñado no podía haber otro motivo. Algo debió de asustar al ladrón.

– Es posible, signor Lotto, pero nos gustaría hablar con su hermana, aunque no sea más que para descartar otras posibilidades y poder concentrarnos en la hipótesis del robo.

– ¿Qué otras posibilidades podía haber? -preguntó Lotto ásperamente-. Yo le aseguro que en la vida de mi cuñado no había absolutamente nada anormal.

– De eso no me cabe la menor duda, signor Lotto, pero aun así, tengo que hablar con su hermana.

Lotto, después de una pausa, preguntó:

– ¿Cuándo?

– Esta tarde -respondió Brunetti, y se abstuvo de añadir: «si fuera posible».

Hubo otra pausa.

– Un momento, por favor -dijo Lotto, dejando el teléfono. Tardó tanto en volver que, para entretener la espera, Brunetti sacó un papel del cajón y se puso a escribir los nombres de los distintos países del este de Europa que habían estado al otro lado del Telón de Acero y con los que Trevisan hubiera podido mantener relaciones. Había tenido tiempo de terminar la lista cuando volvió a oír la voz de Lotto-: Si viene esta tarde a las cuatro, podrá hablar con mi hermana o conmigo.

– Las cuatro -repitió Brunetti-. Hasta luego -dijo lacónicamente antes de colgar. La experiencia le había enseñado que era mala política mostrarse afable con un testigo, por simpático que pareciera.

Brunetti miró el reloj y vio que eran más de las diez. Llamó al Ospedale Civile y habló con cinco personas por tres extensiones distintas, sin conseguir información acerca de la autopsia. Con frecuencia había pensado que la única operación a la que podía someterse una persona en el Ospedale Civile sin peligro era una autopsia.

Reafirmado en su opinión acerca de la pericia de los facultativos, Brunetti abandonó su despacho para acudir a la cita con la dottoressa Zorzi.

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