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Las ruedas se bloquearon y patinaron y el tren se detuvo bruscamente; los pasajeros cayeron al suelo de los pasillos o fueron proyectados al regazo de los desconocidos sentados enfrente. A los pocos segundos se bajaban ventanillas y aparecían cabezas que indagaban la causa de aquella insólita parada. Cristina Merli abrió una ventanilla del pasillo, aspiró agradecida el aire frío y se asomó para requerir ayuda del exterior. Por el andén venían corriendo una pareja de la polizia ferrovia.

– Aquí, aquí -les gritó la mujer. Como no quería que nadie más que la policía oyera lo que tenía que decir, no volvió a hablar hasta que los hombres estuvieron debajo de la ventanilla.

Al oír la noticia, uno regresó corriendo a la estación y el otro fue a hablar con el maquinista. Lentamente, después de dos falsas arrancadas, el tren entró en la estación y se detuvo en su lugar habitual de la vía 5. En el andén había gente que esperaba a los pasajeros o que deseaba subir al tren de la noche para ir a Trieste. En vista de que no se abrían las puertas, los que aguardaban se agolpaban en el andén preguntándose unos a otros qué ocurría. Una mujer, suponiendo que se trataba de una de tantas huelgas de trenes, dejó caer la maleta y levantó las manos por encima de la cabeza. Mientras los pasajeros comentaban, molestos, aquella demora incomprensible, otra prueba más del mal funcionamiento de los ferrocarriles, seis policías armados con metralletas aparecieron por el extremo del andén y se apostaron a lo largo del tren uno a cada dos coches. En las ventanillas se multiplicaban las cabezas, los hombres gritaban con impaciencia, pero nadie prestaba atención a sus protestas. Las puertas del tren permanecían cerradas.

Al cabo de varios minutos, alguien dijo al sargento que mandaba la unidad, que el tren tenía un sistema de altavoces. El sargento subió a la locomotora y, por el micrófono explicó a los pasajeros que en el tren se había cometido un asesinato y que se les retendría en la estación hasta que la policía pudiera tomar nota de nombres y direcciones.

Cuando el sargento acabó de hablar, el maquinista abrió las puertas y los policías subieron al tren. Desgraciadamente, nadie había pensado en explicar lo ocurrido a los que esperaban en el andén, que se precipitaron al tren y se mezclaron con los demás pasajeros. En el segundo coche, dos hombres trataban de apearse a toda costa, decían al agente apostado en el pasillo que ellos no habían visto nada, que no sabían nada y que ya llegaban con retraso. El policía se cruzó la metralleta sobre el pecho bloqueando el pasillo y les hizo entrar en un compartimiento, donde ellos se quedaron despotricando contra la prepotencia de la policía e invocando sus derechos de ciudadanos.

Al fin, descontando a los que habían subido detrás de los policías, resultó que en el tren viajaban sólo treinta y cuatro personas. Al cabo de media hora, la policía tomó nota de sus nombres y direcciones y les preguntó si algo les había llamado la atención durante el viaje. Dos recordaban a un mendigo negro que se había apeado en Vicenza, otro dijo que cuando llegaban a Verona había salido del aseo un hombre con el pelo largo y barba y alguien había visto apearse en Mestre a una mujer con gorro de piel. Por lo demás, nada de particular.

Cuando ya parecía que el tren iba a estar allí toda la noche y los pasajeros empezaban a llamar a Trieste para avisar a la familia de que no los esperasen, una locomotora se acercó a la cola del tren haciendo marcha atrás y se enganchó a ella convirtiéndola en la cabeza. Unos mecánicos de uniforme azul desengancharon el que ahora era el último vagón, donde estaba el cadáver. Un revisor recorría el andén gritando: «In partenza, in partenza, siamo in partenza» y los pasajeros se apresuraban a volver al tren. El revisor cerró una puerta, luego otra, y subió al tren en el momento en que éste arrancaba. Mientras tanto, Cristina Merli estaba en el despacho del jefe de estación, tratando de demostrar por qué no debían imponerle una multa de un millón de liras por haber tirado del timbre de alarma.

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