19

Todo recuerdo del signor Rondini se borró de la mente de Brunetti por efecto de la noticia que, a la mañana siguiente, lo hizo salir corriendo del cuarto de baño a medio afeitar. Ubaldo Lotto, hermano de la viuda de Carlo Trevisan, había aparecido muerto en su coche, aparcado en una carretera secundaria entre Mestre y Mogliano Veneto. Al parecer, había recibido tres disparos a quemarropa, hechos por una persona que debía de estar sentada a su lado, en la parte delantera del coche.

El cadáver había sido descubierto alrededor de las cinco de la mañana por un vecino de la zona que, obligado a circular despacio por el barrillo que cubría el firme después de la lluvia de la noche, al sortear el coche grande parado a un lado de la carretera, había visto algo alarmante: el conductor caído sobre el volante, con el motor en marcha. El hombre se había apeado y mirado al interior del vehículo y, al ver la sangre encharcada en el asiento, había llamado a la policía. Los agentes habían acordonado la zona y buscado huellas del asesino o asesinos. Había señales de que otro coche se había parado detrás del de Lotto, pero la copiosa lluvia de otoño había borrado las marcas de los neumáticos. El policía que abrió la puerta tuvo una arcada, provocada por el olor a sangre y a sustancia fecal mezclado con un perfume penetrante, que dedujo sería del aftershave de la víctima, todo ello potenciado por la calefacción del coche, que había funcionado a tope durante las horas que Lotto llevaba muerto, abrazado al volante. El equipo del laboratorio inspeccionó los alrededores del coche y, cuando éste fue remolcado al garaje de la policía de Mestre, realizó un minucioso examen del vehículo para extraer y clasificar las fibras, cabellos y partículas que pudieran suministrar información sobre la persona que se hallaba sentada al lado de Lotto cuando éste murió.

El coche ya había sido retirado cuando Brunetti y Vianello llegaron a la escena del asesinato, en un vehículo de la policía de Mestre. Desde el asiento trasero, lo único que podían ver era una estrecha carretera y árboles que aún goteaban a pesar de que no llovía desde el amanecer. En el garaje de la policía vieron un Lancia granate, con unas manchas en el asiento del conductor que iban tomando poco a poco el mismo color que la carrocería. Y en el depósito de cadáveres encontraron al hombre que había sido llamado para identificar el cadáver y que no era otro que Salvatore Martucci, el socio superviviente del bufete de Trevisan. Una rápida mirada y una leve inclinación de cabeza de Vianello indicaron a Brunetti que éste era el hombre que había hablado con él y que tan poco pesar había exteriorizado después del asesinato de Trevisan.

Martucci era delgado, huesudo y más alto que la mayoría de los meridionales, y su pelo, que llevaba muy corto, era de un rubio rojizo, características que hacían presumir entre su ascendencia a miembros de las hordas invasoras normandas que habían barrido la isla a lo largo de la Historia y cuya herencia aún podía descubrirse, al cabo de los siglos, en los ojos verdes y penetrantes de muchos sicilianos y en los giros franceses que subsistían en su dialecto.

Cuando Vianello y Brunetti llegaron, Martucci salía del depósito. Ambos pensaron que a aquel hombre le faltaba muy poco para parecer un cadáver más. Unas ojeras muy pronunciadas, casi moradas, acentuaban la terrible palidez de su cara.

¿Avvocato Martucci? -lo abordó Brunetti.

El abogado lo miró sin dar señales de verlo, luego se volvió hacia Vianello, al que pareció reconocer, aunque quizá lo único familiar fuera el uniforme azul.

– ¿Sí?

– Soy el comisario Guido Brunetti. Deseo hacerle unas preguntas acerca del signor Lotto.

– No sé nada -respondió Martucci. Aunque hablaba con voz monótona, se advertía el acento siciliano.

– Comprendo que éstos deben de ser momentos muy difíciles para usted, signor Martucci, pero debemos hacerle ciertas preguntas.

– No sé nada -repitió Martucci.

Signor Martucci -dijo Brunetti, manteniéndose firme al lado de Vianello, cerrando el corredor-, debo advertirle que, si no habla usted con nosotros, no tendremos más remedio que hacer las mismas preguntas a la signora Trevisan.

– ¿Qué tiene Franca que ver con esto? -preguntó Martucci, levantando la cabeza con brusquedad y asaeteando a Brunetti y Vianello con la mirada.

– La víctima era su hermano y, hace menos de una semana, su marido murió en circunstancias parecidas.

Martucci desvió la mirada mientras reflexionaba. Brunetti sentía curiosidad por descubrir si Martucci cuestionaría aquella similitud pretendiendo que no significaba nada. Pero el hombre dijo tan sólo:

– Está bien, ¿qué quieren saber?

– Vale más que hablemos en un despacho -dijo Brunetti, que ya había preguntado al forense si podía utilizar el de su ayudante.

Brunetti dio media vuelta y echó a andar por el corredor, seguido por Martucci y Vianello, que cerraba la marcha y que aún no había abierto la boca ni demostrado que ya conocía al abogado. Brunetti abrió la puerta del despacho y la sostuvo mientras entraban los otros dos. Cuando los tres hombres estuvieron sentados, Brunetti dijo:

– Me gustaría que nos dijera dónde estuvo usted anoche, signor Martucci.

– No veo la necesidad -respondió Martucci con una expresión más de confusión que de resistencia.

– Tenemos que saber dónde estaban anoche todas y cada una de las personas que conocían al signor Lotto. Como usted no ignora, es información imprescindible en cualquier investigación de asesinato.

– Estaba en casa -respondió Martucci.

– ¿Había alguien con usted?

– No.

– ¿Está usted casado, signor Martucci?

– Separado.

– ¿Vive solo?

– Sí.

– ¿Tiene hijos?

– Sí. Dos.

– ¿Viven con usted o con su esposa?

– No creo que esto tenga que ver con Lotto.

– Por el momento, signor Martucci, quien nos interesa es usted -respondió Brunetti-. ¿Sus hijos viven con su esposa?

– Sí.

– ¿Es la suya una separación judicial, previa a un divorcio?

– No lo hemos discutido.

– ¿Podría ser un poco más explícito, signor Martucci? -preguntó Brunetti, aunque era una situación muy frecuente.

La voz de Martucci tenía la plena calma de la veracidad.

– A pesar de ser abogado, me aterra la idea de pasar por un proceso de divorcio. Mi esposa se opondría a cualquier intento mío de obtenerlo.

– ¿Y nunca han hablado de ello?

– Nunca. Conozco a mi mujer lo suficiente como para saber cuál sería su respuesta. Ella nunca consentiría, y no existen motivos por los que yo pudiera solicitar el divorcio. Si lo hiciera contra su voluntad, ella se quedaría con todos mis bienes.

– ¿Existen motivos por los que pudiera ella solicitar el divorcio, signor Martucci? -Como Martucci no contestara, Brunetti replanteó la pregunta recurriendo al eufemismo-: ¿Sale usted con alguien, signor Martucci?

La respuesta fue inmediata.

– No.

– Me cuesta creerlo -dijo Brunetti con una sonrisa de camaradería.

– ¿Qué quiere decir? -preguntó Martucci.

– Es un hombre todavía joven y bien situado. Muchas mujeres lo encontrarían atractivo y se sentirían halagadas por sus atenciones.

Martucci no contestó.

– ¿Nadie? -repitió Brunetti.

– No.

– ¿Y anoche estaba solo en casa?

– Ya se lo he dicho, comisario.

– Ah, sí, ya me lo ha dicho.

Martucci se levantó bruscamente.

– Si no tiene más preguntas, me gustaría marcharme.

Con un blando ademán apaciguador, Brunetti dijo:

– Sólo un par de cosas más, signor Martucci.

Al ver la mirada de Brunetti, el abogado volvió a sentarse.

– ¿Cuál era su relación con el signor Trevisan?

– Trabajaba para él.

– ¿Para él o con él, avvocato Martucci?

– Podríamos decir que lo uno y lo otro, supongo. -Con la mirada, Brunetti le instó a seguir y Martucci agregó-: Primero lo uno y después lo otro. -Al ver que Brunetti no se daba por satisfecho, dijo entonces-: Al principio, trabajaba para él, pero hace un año convinimos que, a finales de este año, pasaría a ser socio de la firma.

– ¿A partes iguales?

Martucci mantuvo la mirada y la voz tranquilas.

– Eso no lo habíamos discutido.

A Brunetti le pareció esto una curiosa omisión, especialmente entre abogados. Una omisión curiosa o, puesto que la otra parte del acuerdo había muerto, más que curiosa.

– ¿Y en el caso de que él muriera?

– De eso no hablamos.

– ¿Por qué?

La voz de Martucci tenía ahora un tono áspero.

– La razón me parece evidente. La gente no piensa que va a morir.

– Pero se muere -observó Brunetti.

Martucci hizo oídos sordos al comentario.

– Y ahora que el signor Trevisan ha muerto, ¿asumirá usted la responsabilidad del bufete?

– Si la signora Trevisan me lo pide, sí.

– Comprendo -dijo Brunetti y, volviendo a centrar la atención en Martucci, preguntó-: Así pues, ¿podríamos decir que ha heredado usted los clientes del signor Trevisan?

Era visible el esfuerzo que tenía que hacer Martucci para dominar la impaciencia.

– Siempre y cuando ellos deseen seguir confiándome sus asuntos.

– ¿Y lo desean?

– Es todavía muy pronto para saberlo.

– ¿Y el signor Lotto? -preguntó Brunetti cambiando de rumbo-. ¿Cuál era su relación, o su asociación, con el bufete?

– Era el gestor y asesor financiero -respondió Martucci.

– ¿Tanto suyo como del signor Trevisan cuando trabajaban juntos?

– Sí.

– ¿Y después de la muerte del signor Trevisan, el signor Lotto siguió en sus funciones?

– Desde luego. Conocía perfectamente la firma. Hacía más de quince años que trabajaba para Carlo.

– ¿Y pensaba usted mantenerlo en el cargo?

– Por supuesto.

– ¿El signor Lotto tenía algún derecho sobre el bufete?

– No le entiendo.

A Brunetti le pareció extraña esta incomprensión, ya que la pregunta era clara y pertinente y Martucci, en su calidad de abogado, debía entenderla.

– ¿Estaba el bufete constituido en sociedad y poseía el signor Lotto alguna participación? -preguntó Brunetti.

Martucci no contestó inmediatamente.

– Que yo sepa, no, pero podía existir un acuerdo privado entre ellos.

– ¿Qué clase de acuerdo?

– Lo ignoro. El que ellos hubieran deseado establecer.

– Ya -dijo Brunetti. Entonces, en tono coloquial, preguntó-: ¿Y la signora Trevisan?

El silencio de Martucci indicó que estaba esperando la pregunta.

– ¿Qué?

– ¿Tiene ella alguna participación en la firma?

– Eso depende de los términos del testamento de Carlo.

– ¿No lo redactó usted?

– No; lo hizo él personalmente.

– ¿Y no tiene idea del contenido?

– Claro que no. ¿Cómo iba a tenerla?

– Pensaba que, siendo socios… -empezó Brunetti, y dejó que un ademán vago y amplio terminara la frase.

– Yo no era socio todavía, ni lo habría sido hasta principios del año próximo.

– Desde luego -recordó Brunetti-. Pero creí que, dada su relación, pudiera tener idea del contenido.

– Ninguna.

– Comprendo. -Brunetti se puso en pie-. Creo que eso es todo por el momento, signor Martucci. Le agradezco su colaboración.

– ¿Eso es todo? -preguntó Martucci levantándose-. ¿Puedo marcharme?

– Desde luego -dijo Brunetti y, en prueba de su buena voluntad, fue a la puerta y la abrió. Después de despedirse, Martucci salió del despacho. Brunetti y Vianello esperaron unos minutos y abandonaron el edificio a su vez, para regresar a Venecia.

Cuando la lancha de la policía los dejó en el embarcadero de la questura, Brunetti y Vianello habían coincidido en que Martucci había parecido estar preparado para ser interrogado respecto a la signora Trevisan y había respondido con serenidad, pero era evidente que las preguntas sobre el difunto marido y su asociación profesional le ponían nervioso. Hacía ya mucho tiempo que Vianello trabajaba para Brunetti, y no era necesario que éste le ordenara hacer las indagaciones necesarias -vecinos, amistades, esposa- para comprobar la declaración de Martucci y obtener la confirmación de que estaba en casa la noche antes. Aún no se había hecho la autopsia, pero, a causa de los efectos del intenso calor acumulado en el interior del coche, iba a ser muy difícil determinar la hora exacta de la muerte.

Cuando cruzaban el amplio vestíbulo de la questura, Brunetti se paró bruscamente y miró a Vianello.

– El depósito -dijo.

– ¿Cómo?

– El depósito de gasolina. Que midan cuánta queda y luego trate de averiguar cuándo lo llenó por última vez. Eso podría darnos una idea del tiempo que llevaba en marcha el motor. Quizá les ayude a calcular la hora.

Vianello asintió. Aquello quizá no permitiera afinar mucho, pero si la autopsia no daba una indicación clara de la hora de la muerte, podría servir de ayuda. Aunque, en estos momentos, no existía una necesidad imperiosa de descubrir este dato.

Vianello se fue a cumplir las órdenes, y Brunetti subió a su despacho. Antes de llegar al rellano vio a la signorina Elettra salir por el extremo del corredor y empezar a bajar la escalera en dirección a él.

– Oh, buenos días, comisario. El vicequestore ha preguntado por usted. -Brunetti se paró a verla bajar. Un chal de fina gasa color azafrán flotaba a su espalda, a impulsos de la corriente de aire cálido que ascendía por la escalera. Si la Victoria de Samotracia hubiera bajado del pedestal, recuperado la cabeza y descendido por la escalera del Louvre, su aspecto no hubiera sido muy distinto del que ofrecía esta joven veneciana.

– ¿Hmmm? -hizo Brunetti cuando ella llegó a su altura.

– El vicequestore. Ha dicho que le gustaría mucho hablar con usted.

– Que le gustaría mucho -repitió Brunetti sin poder evitarlo, impresionado por la formulación del mensaje. Paola solía bromear acerca de un personaje de Dickens que era capaz de predecir la llegada de las malas noticias por la dirección del viento. Brunetti no recordaba ni el nombre del personaje ni la dirección del viento de las malas noticias, pero sabía que cuando Patta decía que «le gustaría» hablar con él, el viento venía de esa dirección.

– ¿Está en su despacho? -preguntó Brunetti dando media vuelta y bajando la escalera al lado de la joven.

– Sí, señor. Y se ha pasado buena parte de la mañana hablando por teléfono. -También esto solía ser presagio de tormenta.

Avanti -gritó el vicequestore Patta en respuesta a la llamada de Brunetti-. Buenos días, Brunetti -dijo al ver entrar a su subordinado-. Siéntese, por favor. Quiero hablarle de varias cosas. -Tanta cortesía, sin dar tiempo a Brunetti ni a sentarse, lo puso en guardia.

El comisario cruzó el despacho y ocupó su silla habitual.

– ¿Sí, señor? -preguntó sacando la libretita del bolsillo con la intención de demostrar a Patta con este gesto la importancia que le merecía la reunión.

– Me gustaría que me dijera qué sabe sobre la muerte de Rino Favero.

– ¿Favero?

– Sí, un gestor de Padua al que la semana pasada encontraron muerto en su garaje. -Patta marcó lo que él consideraba una pausa elocuente y agregó-: Suicidio.

– Ah, sí, Favero. Dicen que tenía anotado en su libreta de teléfonos el número de Carlo Trevisan.

– Estoy seguro de que en esa libreta tendría otros muchos números -dijo Patta.

– El de Trevisan estaba anotado sin el nombre.

– Ya. ¿Algo más?

– Otros números. Estamos tratando de comprobarlos.

– ¿«Estamos», comisario? ¿«Estamos»? -En la voz de Patta no había más que una cortés curiosidad. Una persona que no estuviera familiarizada con el vicequestore sólo percibiría eso, no la amenaza latente.

– Quiero decir la policía de Padua.

– ¿Y han descubierto ya de quiénes son los números?

– No, señor.

– ¿Investiga usted la muerte de Favero?

– No, señor -respondió Brunetti honradamente.

– Bien. -Patta miró los papeles que tenía encima de la mesa, apartó hacia un lado la nota de un mensaje telefónico y estudió el documento que apareció debajo-. ¿Y de Trevisan? ¿Qué puede decirme?

– Ha habido otra muerte -dijo Brunetti.

– ¿Lotto? Sí, ya sé. ¿Cree que existe relación?

Brunetti aspiró profundamente antes de contestar. Los dos hombres eran socios y habían sido asesinados del mismo modo, quizá con la misma arma, y Patta preguntaba si existía relación.

– Sí, señor. Creo que sí.

– Entonces creo que vale más que dedique su tiempo y energías a investigar sus muertes y deje este asunto de Favero a la gente de Padua, a quienes corresponde. -Patta apartó otro papel y miró fijamente un tercero.

– ¿Algo más, señor? -preguntó Brunetti.

– No; creo que eso es todo -dijo Patta, sin molestarse en mirarlo.

Brunetti guardó la libretita en el bolsillo, se levantó y salió del despacho, un poco inquieto por la cortesía de Patta. Se paró junto a la mesa de la signorina Elettra.

– ¿Tiene idea de con quién ha hablado esta mañana?

– No, pero hoy almuerza en Do Forni -dijo ella refiriéndose a un restaurante que había sido famoso por su cocina y ahora lo era por sus precios.

– ¿Ha hecho usted la reserva?

– No, señor. Creo que una de las llamadas telefónicas debía de contener una invitación, porque me ha pedido que anulara la reserva que había hecho en Corte Sconto -dijo ella nombrando un establecimiento de coste similar. Antes de que Brunetti pudiera hacer acopio de la audacia necesaria para solicitar a una funcionaria de la policía que olvidara sus principios, la signorina Elettra propuso-: Si quiere, esta tarde podría llamar por teléfono para preguntar si han encontrado la agenda del vicequestore. Como no lleva agenda, no creo que la encuentren. Pero estoy segura de que me dirán con quién ha almorzado cuando les diga que deseo llamar a esa persona para preguntar si la ha encontrado.

– Le estaría muy agradecido -dijo Brunetti. No tenía idea de si esta información sería importante, pero a lo largo de los años, en más de una ocasión le había sido útil saber lo que hacía Patta y a quién veía, especialmente durante los esporádicos períodos en los que Patta lo trataba con amabilidad.

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