21

A instancias de Brunetti, llevaron las gafas a un óptico para que determinara la graduación de los cristales, lo que facilitaría su identificación. Puesto que la montura no sólo era cara sino, además, de importación, no sería difícil localizar la tienda que las había despachado, pero la búsqueda se demoraba, porque Della Corte tenía instrucciones de considerar la muerte de Favero como suicidio y sólo podía dedicarse a ella en su tiempo libre. Por otra parte, existía la posibilidad de que las gafas hubieran sido adquiridas fuera de Padua.

Brunetti hacía cuanto podía para ayudarle, y asignó a uno de sus agentes más jóvenes la tarea de llamar por teléfono a todos los ópticos de la zona Mestre-Venecia, para preguntarles si tenían aquella montura y, en tal caso, si habían despachado la receta en cuestión. Después el comisario centró su atención en el triángulo Trevisan-Lotto-Martucci, especialmente en los supervivientes a los que beneficiaba la muerte de Trevisan. Probablemente, la viuda heredaría a su marido y cabía la posibilidad de que Martucci heredara a la viuda. Ahora bien, el asesinato de Lotto no encajaba en ninguno de los esquemas que se trazaba Brunetti que implicaran a Martucci y a la signora Trevisan. Indudablemente, muchos maridos y muchas mujeres desean matar al cónyuge y no pocos lo matan, pero le parecía inverosímil que una hermana matara al hermano. Un marido, y hasta un hijo, puede ser sustituido, pero tus ancianos padres nunca podrán tener otro hijo. A esta verdad había sacrificado la vida Antígona. Brunetti comprendió que tendría que entrevistarse de nuevo con la signora Trevisan y con el avvocato Martucci, y pensó que sería interesante hablar con los dos a la vez y ver qué ocurría.

Pero, antes de preparar la entrevista, decidió repasar los papeles que se habían acumulado en su mesa. Allí estaba la prometida lista de los clientes de Trevisan, siete hojas mecanografiadas a un solo espacio, con nombres y direcciones en un orden alfabético impecable y absolutamente neutral. Recorrió rápidamente con la mirada la columna de los apellidos. Algunos le hicieron silbar entre dientes: era evidente que Trevisan había sabido atraerse a los ciudadanos más acaudalados y también a los que estaban considerados la aristocracia de Venecia. Brunetti retrocedió a la primera página y volvió a leer cada nombre más despacio. Era consciente de que cualquier persona ajena a Venecia no vería en la atención que les dedicaba sino una sobria reflexión; pero quien estuviera al corriente de los rumores y conjeturas que circulaban por la ciudad sabría que, cada vez que su mirada se detenía en un nombre, era para remover en un poso de murmuraciones, maledicencias y calumnias. Allí estaba Baggio, el director del puerto, un hombre acostumbrado a detentar el poder, que ejercía sin miramientos. Y Seno, dueño de la mayor fábrica de cristal de Murano, en la que trabajaban más de trescientas personas y cuyos competidores sufrían con frecuencia huelgas e incendios debidos a causas desconocidas. Y Brandoni, el conde Brandoni, cuya inmensa fortuna tenía un origen tan oscuro como su título.

Algunas de las personas de la lista tenían una reputación intachable, pero a Brunetti le llamaba la atención la promiscuidad con la que los nombres más honorables se alternaban con los más dudosos. Buscó en la F el nombre de su suegro, pero el conde Orazio Falier no aparecía. Brunetti dejó la lista a un lado, pensando que habría que interrogarlos a todos, uno a uno. Pensó también que quizá tuviera que llamar a su suegro, para preguntarle qué sabía de Trevisan, o de sus clientes; pero no le gustaba la idea, y se reprochaba esta reticencia.

Al pie de la lista había un mensaje muy largo, laboriosamente mecanografiado por el agente Gravini, en el que se informaba de que la prostituta brasileña y su proxeneta habían acudido al bar Pinetta la noche antes y que el agente había «promovido» su arresto. ¿«Promovido»?, se preguntó Brunetti en voz alta. Esto se conseguía dando entrada en el cuerpo a los universitarios. Brunetti llamó a la planta inferior para preguntar dónde estaban los detenidos, y le informaron de que los habían traído del centro de detención aquella mañana y, por instrucciones del agente Gravini, los tenían en celdas separadas, por si Brunetti deseaba interrogarlos.

Había un fax de la policía de Padua que informaba de que las balas extraídas del cadáver de Lotto procedían de una pistola del 22, si bien los análisis para determinar si era la misma arma utilizada contra Trevisan no se habían efectuado todavía. Brunetti estaba seguro de que los análisis confirmarían lo que él ya sabía.

Debajo había más hojas de fax, éstas con el membrete de la SIP, en las que constaban los datos que la signorina Elettra había pedido a Giorgio por encargo suyo. Al pensar en Rondini y en la gran cantidad de listas que les había proporcionado, Brunetti recordó la carta que el joven le había pedido y que no se había escrito todavía. El que Rondini considerara necesario disponer de semejante carta para dársela a su prometida si llegaba el caso comportaba que Brunetti no comprendiera por qué quería casarse con ella, aunque hacía ya tiempo que él había renunciado a entender los entresijos del matrimonio.

Brunetti reconocía que no tenía ni la menor idea de lo que esperaba descubrir a través de Mara o de su proxeneta, pero decidió ir a hablar con ellos por si acaso. Fue a la planta baja, en la que había tres pequeñas celdas que la policía solía utilizar para los interrogatorios.

Junto a la puerta de una de las celdas estaba Gravini, un apuesto joven que había ingresado en el cuerpo hacía un año, después de pasar los dos anteriores tratando de encontrar a alguien que quisiera dar trabajo a un licenciado en filosofía de veintisiete años sin experiencia profesional. Brunetti se había preguntado más de una vez qué había impulsado a Gravini a tomar aquella decisión, qué principio filosófico le había hecho abrazar el uniforme de las fuerzas del orden. A no ser -la idea brotó no se sabía de dónde y asaltó súbitamente a Brunetti-, a no ser que Gravini viera en el vicequestore Patta la encarnación del rey filósofo de Platón.

– Buenos días, comisario -dijo Gravini saludando marcialmente sin demostrar sorpresa porque su superior llegara riendo entre dientes. Se dice que los filósofos pueden asumir estas cosas.

– ¿Cuál de ellos está ahí? -preguntó Brunetti, indicando con el mentón la puerta situada detrás de Gravini.

– La mujer, señor. -Al responder, Gravini entregó a Brunetti una carpeta azul oscuro-. El expediente del hombre. De ella no hay nada.

Brunetti abrió la carpeta y leyó atentamente las dos hojas sujetas a la cubierta inferior. Lo habitual: atraco, tráfico, proxenetismo. Franco Silvestri era uno más entre miles. Después de la lectura, el comisario devolvió la carpeta a Gravini.

– ¿Tuvo problemas para traerlos?

– Con ella no, señor. Casi parecía que estaba esperándolo. Pero el hombre trató de salir corriendo. Ruffo y Vallot estaban fuera y lo agarraron.

– Bien hecho, Gravini. ¿De quién fue la idea de llevarlos?

– Verá, señor -empezó Gravini carraspeando-, yo les dije lo que iba a hacer y ellos se ofrecieron a acompañarme. En su tiempo libre, ¿comprende?

– Se llevan ustedes bien, ¿verdad, Gravini?

– Sí, señor, muy bien.

– Me alegro. Bueno, vamos a ver. -Brunetti hizo girar la llave y entró en el lúgubre cuartito, iluminado por la luz de una sucia ventana, muy alta y muy pequeña como para que alguien pudiera pensar en saltar por ella, y una bombilla de sesenta vatios instalada en el centro del techo y protegida por una jaula metálica.

Mara estaba sentada en el borde de una de las tres sillas que constituían todo el mobiliario de la habitación. Ni mesa ni lavabo, nada más que las tres sillas y varias colillas esparcidas por el suelo. Al entrar Brunetti, la mujer levantó la cabeza, lo reconoció y dijo con voz serena:

– Buenos días. -Parecía cansada, como si no hubiera dormido bien aquella noche, pero no preocupada por encontrarse allí. Del respaldo de una silla estaba colgada la chaqueta de leopardo, pero la falda y la blusa eran nuevas, aunque se notaba que había dormido con ellas. El maquillaje se le había ido, o ella se lo había quitado, lo cierto era que con la cara limpia parecía más joven, poco más que adolescente.

– Supongo que no es la primera vez que le pasa esto -dijo Brunetti sentándose en la tercera silla.

– Ya he perdido la cuenta de las veces -respondió ella, y preguntó-: ¿Tiene cigarrillos? Se me han terminado, y el poli de ahí fuera no quiere abrir.

Brunetti se acercó a la puerta y dio tres golpes. Cuando Gravini asomó la cabeza, el comisario le preguntó si tenía cigarrillos. El agente le entregó un paquete y él y se lo dio a Mara.

– Gracias -dijo ella, sacando un encendedor de plástico del bolsillo de la falda y encendiendo un cigarrillo-. Por culpa de éstos se murió mi madre -dijo agitando el cigarrillo ante sí y contemplando el humo-. Yo quería que lo pusieran así en el certificado de defunción, pero los médicos no quisieron. Escribieron «cáncer», pero hubiera tenido que poner «Marlboro». Ella me pidió que no fumara nunca, y yo le prometí que no fumaría.

– ¿Llegó ella a enterarse de que fumaba?

Mara movió la cabeza negativamente.

– No; no se enteró de los cigarrillos ni de otras cosas.

– ¿Qué cosas? -preguntó Brunetti.

– Cosas como que cuando ella murió yo estaba embarazada. Sólo de cuatro meses, y como yo era joven y era el primero, no se notaba.

– Quizá se hubiera alegrado. Sobre todo, si sabía que iba a morir.

– Yo tenía quince años -dijo Mara.

– Oh -hizo Brunetti desviando la mirada-. ¿Ha tenido más?

– ¿Más qué? -preguntó ella, confusa.

– Más hijos. Ha dicho que era el primero.

– Me refería al primer embarazo. Aquel niño lo tuve, pero después tuve un aborto y desde entonces he tomado precauciones.

– ¿Dónde está la criatura?

– Está en Brasil, con la hermana de mi madre.

– ¿Es niño o niña?

– Una niña.

– ¿Cuántos años tiene?

– Seis. -Ella sonrió a sus pensamientos. Se miró los pies, luego miró a Brunetti, fue a hablar, desistió y al fin dijo-; Si quiere verla, tengo una foto.

– Sí, me gustaría -dijo él acercando la silla.

La mujer arrojó el cigarrillo al suelo, metió una mano por el escote de la blusa y sacó un medallón chapado en oro, del tamaño de una moneda de cien liras. Lo abrió oprimiendo un resorte y lo acercó a Brunetti, que se inclinó para mirarlo. A un lado vio a un recién nacido mofletudo y al otro, a una niña con largas trenzas negras, muy erguida y formal, con lo que parecía un uniforme de colegio.

– Va a las monjas -explicó Mara, doblando el cuello para mirar la foto-. Creo que es mejor.

– Sí, yo también lo creo -dijo Brunetti-. Mi hija también fue a las monjas hasta que terminó la básica.

– ¿Cuántos años tiene su hija? -preguntó Mara cerrando el medallón y guardándolo dentro de la blusa.

– Catorce -suspiró Brunetti-. Una edad difícil -dijo antes de recordar lo que Mara le había dicho hacía un momento.

Afortunadamente, también ella parecía haberlo olvidado, y sólo dijo:

– Sí, muy difícil. Espero que sea buena chica.

Brunetti sonrió, orgulloso.

– Lo es, sí, muy buena.

– ¿Tiene más hijos?

– Un chico de diecisiete años.

Ella asintió, como si ya supiera más que suficiente de los chicos de diecisiete años.

Al cabo de un rato de silencio, Brunetti señaló la habitación con un ademán.

– ¿Por qué esto? -preguntó.

Mara se encogió de hombros.

– ¿Y por qué no?

– Teniendo una hija en Brasil, ha venido a trabajar muy lejos. -Él sonreía al decirlo y ella no se ofendió.

– Con lo que gano, puedo enviar a mi tía dinero suficiente para pagar el colegio, buena comida, y buenos uniformes, cuando es necesario. Tenía la voz tensa de orgullo o de cólera, Brunetti no podía adivinarlo.

– ¿Y en Sao Paulo? ¿No podría trabajar allí? Para no tener que estar lejos de ella.

– Yo dejé la escuela a los nueve años, porque tenía que cuidar de mis hermanos pequeños. Mi madre estaba enferma y yo era la única chica. Luego, cuando tuve la niña, entré a trabajar en un bar. -Vio su expresión y explicó-: No era un sitio de ésos. Sólo servía bebidas.

Como ella no decía más, Brunetti preguntó:

– ¿Cuánto duró aquel trabajo?

– Tres años. Daba para el alquiler y la comida para mí, la niña y mi tía, que cuidaba de ella. Y poco más. -Ella calló otra vez, pero a los oídos de Brunetti su voz había adquirido el ritmo de una narración.

– ¿Y entonces?

– Entonces llegó Eduardo, mi latin lover -dijo ella con amargura, aplastando con la punta del pie una de las colillas del suelo, que quedó reducida a migas de papel y tabaco.

– ¿Eduardo?

– Eduardo Alfieri. Por lo menos, así me dijo que se llamaba. Una noche me vio en el bar, se quedó hasta la hora del cierre y me invitó a un café. Nada de copas, ¿eh?, un café, como si yo fuera una señorita respetable a la que él pedía una cita.

– ¿Y qué ocurrió?

– ¿A usted qué le parece que pasó? -preguntó ella y, por primera vez, había resentimiento en su voz-. Tomamos aquel café, y él siguió viniendo al bar noche tras noche, y cuando cerrábamos, él me invitaba a tomar café, siempre respetuoso, siempre educado. A mi abuela le hubiera gustado aquel chico tan formal. Era la primera vez que un hombre no me trataba como algo que sólo sirve para follar, y me pasó lo que le hubiera pasado a cualquiera en mi lugar, que me enamoré.

– Sí -dijo Brunetti-. Sí.

– Y él dijo que quería casarse conmigo, pero que tenía que traerme a Italia, para que conociera a su familia. Me dijo que él se ocuparía de todo, que me conseguiría el visado y trabajo. Y que para mí sería fácil aprender el italiano. -Sonrió tristemente-. Probablemente, ésta fue la única verdad que me dijo aquel canalla.

– ¿Qué ocurrió?

– Que vine a Italia. Firmé unos papeles, subí a un avión de Alitalia y cuando quise recordar ya estaba en Milán. Eduardo me esperaba en el aeropuerto. -Miró a Brunetti a los ojos-. Supongo que habrá oído esto mil veces.

– Algo por el estilo, sí. ¿Problemas con los papeles?

Ella sonrió casi humorísticamente al recordar su antiguo yo, su inocencia de entonces.

– Justo. Problemas con los papeles. La burocracia. Pero él me llevaría a su apartamento y todo se arreglaría. Yo estaba enamorada, y le creí. Aquella noche me pidió que le dejara el pasaporte, porque al día siguiente lo necesitaría para pedir los papeles para el matrimonio. -Sacó un cigarrillo, pero volvió a meterlo en el paquete-. ¿Podría tomar un café? -preguntó.

Nuevamente, Brunetti fue a la puerta, dio tres golpes y ahora pidió a Gravini que trajera café y bocadillos. Cuando volvió a la silla, la mujer estaba fumando otra vez.

– Volví a verlo, pero sólo una vez. Aquella noche vino y me dijo que había dificultades para conseguir el visado y que no podíamos casarnos hasta que se resolvieran. No sé en qué momento me di cuenta de lo que ocurría.

– ¿Por qué no fue a la policía?

El asombro de la mujer era auténtico.

– ¿A la policía? Él tenía mi pasaporte, y entonces me enseñó uno de los papeles que yo había firmado. Hasta se había preocupado de hacer legalizar mi firma por un notario, porque, decía él, eso simplificaría las cosas en Italia. Aquel papel decía que él me había prestado cincuenta millones de liras.

– ¿Y después? -preguntó Brunetti.

– Me dijo que me había encontrado trabajo en un bar y que lo único que yo tenía que hacer era trabajar allí, para devolver el dinero.

– ¿Y?

– Eduardo me llevó a ver al dueño del bar, que dijo que yo podía trabajar allí y dormir en una habitación que tenía encima del bar, que me pagaría un millón de liras al mes pero me descontaría el alquiler de la habitación. Yo no podía vivir en ningún otro sitio, porque no tenía pasaporte ni permiso de residencia. También me descontaría la comida y la ropa que me daría. Eduardo se quedó con mis maletas, y yo no tenía más que lo puesto. Al fin resultó que me quedarían limpias unas cincuenta mil liras al mes. Yo no hablaba italiano, pero sabía contar, y calculé que eso representaría unos treinta dólares para mi tía. Muy poco para que puedan vivir una mujer y una niña, incluso en Brasil.

Sonó un golpe y se abrió la puerta. Brunetti tomó una bandeja metálica de manos de Gravini. Cuando volvía hacia donde estaba Mara, ésta puso la tercera silla entre los dos e indicó a Brunetti que dejara en ella la bandeja. Ambos pusieron azúcar y removieron el café. Él indicó los bocadillos con la mirada, pero ella movió la cabeza negativamente.

– No hasta que termine lo que tengo que decir. -Tomó un sorbo de café-. Yo no era tonta y sabía las posibilidades que tenía. De modo que empecé a trabajar en el bar. Las primeras veces fue difícil, pero me acostumbré. De eso hace dos años.

– ¿Qué ha pasado desde entonces? ¿Cómo ha llegado a Mestre?

– Enfermé. Pulmonía, creo. Hace mucho frío aquí -dijo ella estremeciéndose involuntariamente sólo de pensarlo-. Mientras estaba en el hospital, el bar se incendió. Fuego intencionado, dijeron. No sé. Ojalá. Pero cuando ya tenía que salir del hospital, Franco -señaló hacia la izquierda con la cabeza, como si supiera que Franco estaba en la celda de al lado-, pagó la factura del hospital y me trajo aquí. Desde entonces trabajo para él. -Apuró el café y dejó la taza en la bandeja.

Era una historia que Brunetti había oído más veces de las que podía recordar, pero era la primera vez que la oía contar sin asomo de autocompasión, sin el intento de convertir a la narradora en víctima involuntaria de fuerzas superiores.

– ¿Tenía él…? -empezó Brunetti volviendo la cabeza hacia la misma pared, a pesar de que Franco se encontraba en el lado opuesto- ¿…alguna relación con el bar de Milán o con el que trabaja usted ahora? ¿O con Eduardo?

Ella miró al suelo.

– No lo sé. -Brunetti no dijo nada y al fin ella prosiguió-: Me parece que me compró. O compró mi contrato. -Y, levantando la cabeza, preguntó-: ¿Por qué desea saberlo?

Brunetti no vio razón alguna para mentirle:

– Durante otra investigación encontramos el número de teléfono del bar en el que ahora trabaja. Estamos tratando de descubrir si existe alguna relación.

– ¿Qué otra investigación?

– Eso no puedo decírselo -respondió Brunetti-. Pero hasta este momento no parece tener algo que ver con usted, con Eduardo ni con nada de eso.

– ¿Puedo hacerle una pregunta?

– Desde luego.

– ¿Tiene algo que ver con…? -empezó y se interrumpió buscando la palabra adecuada-. Con la muerte de algunas de nosotras.

– No sé a quién se refiere con lo de «nosotras».

– A las putas -explicó ella.

– No. -Su respuesta fue instantánea, y ella le creyó-. ¿Por qué lo pregunta?

– No hay una razón especial. Una oye cosas. -Alargó la mano y tomó uno de los bocadillos, mordió una punta con delicadeza y se sacudió distraídamente las migas de la blusa.

– ¿Qué cosas?

– Mara -empezó él, sin saber qué tono utilizar-, si quiere decirme algo o preguntarme algo, quedará entre nosotros. -Y, antes de que ella pudiera hablar, agregó-: Siempre que no se refiera a un delito. Pero si es sólo algo que desee exponer o averiguar, será sólo de usted para mí.

– ¿Nada oficial?

– No; nada oficial.

– ¿Cómo se llama usted?

– Guido.

Ella sonrió porque la otra noche él le hubiera dado su nombre verdadero.

– ¿Guido, el fontanero?

Él asintió.

Ella volvió a morder y, mientras masticaba, dijo:

– Oímos cosas. -Bajó la mirada y volvió a sacudir migas-. La gente hace comentarios cuando ocurre algo. Y nosotras oímos cosas, pero nunca puedes estar segura de lo que oyes ni de quién lo ha dicho.

– ¿Qué oyó, Mara?

– Que alguien estaba matándonos. -Nada más decirlo, movió la cabeza-. No; no es eso. No es que nos maten. Pero nos morimos.

– No veo la diferencia -dijo Brunetti.

– La pequeña, no me acuerdo cómo se llamaba, era yugoslava… se mató este verano. Y luego Anja, que venía de Bulgaria, la palmó en el campo. A la pequeña no la conocía, pero a Anja, sí. Se iba con cualquiera. -Brunetti recordaba aquellas muertes, y sabía que la policía no había podido descubrir ni los nombres de las víctimas-. Y luego aquel camión que se salió de la carretera. -Ella lo miró. Brunetti recordaba el caso, pero sólo vagamente. En vista de que él no contestaba, la mujer prosiguió-: Una de las chicas dijo que había oído no sabía dónde que las muchachas venían aquí. Pero he olvidado de dónde.

– ¿Para hacer de prostitutas? -preguntó él, e inmediatamente le pesó haberlo preguntado.

Ella se retrajo y dejó de hablar. La expresión de su cara cambió y sus ojos se velaron.

– No recuerdo.

El tono de su voz indicó a Brunetti que la había perdido, que su pregunta había cortado el delgado hilo que los había unido momentáneamente.

– ¿Ha dicho algo de esto? -preguntó.

– ¿A la policía? -Ella terminó la pregunta con un resoplido de incredulidad. Echó a la bandeja el resto del bocadillo-. ¿Va a acusarme de algo? -preguntó.

– No.

– ¿Puedo marcharme entonces? -La mujer con la que él había estado hablando había desaparecido dejando en su lugar a la prostituta que lo había llevado a su habitación.

– Sí; puede marcharse cuando lo desee. -Antes de que la mujer se levantara, Brunetti preguntó-: ¿Será prudente que salga usted antes que él? -Volvió a mover la cabeza hacia la pared detrás de la que no estaba Franco.

– Ése -dijo ella resoplando con desdén.

Brunetti golpeó la puerta.

– La signorina se marcha -dijo cuando Gravini la abrió.

Ella tomó la chaqueta y se alejó pasando por delante de Brunetti sin decir ni una palabra. Cuando ella se hubo ido, Brunetti miró a Gravini.

– Gracias por el café -dijo recuperando la carpeta que el agente aún tenía en la mano.

– De nada, dottore.

– Llévese la bandeja, por favor, mientras hablo con ese hombre.

– ¿Quiere que le traiga cigarrillos? ¿O café? -preguntó Gravini.

– No; creo que no. Por lo menos, hasta que haya recuperado mis cincuenta mil liras -dijo Brunetti abriendo la puerta de la celda.

Le bastó una mirada para saber de Franco todo lo que necesitaba saber: Franco era un tipo duro, Franco tenía agallas, Franco no temía a la pasma. Pero, por los papeles que tenía en la mano y por lo que había dicho Della Corte, Brunetti sabía que Franco era heroinómano. Y llevaba más de diez horas bajo custodia de la policía.

– Buenos días, signor Silvestri -dijo Brunetti afablemente, como si viniera a comentar los resultados de fútbol de aquel fin de semana.

Silvestri descruzó los brazos, miró a Brunetti y lo reconoció inmediatamente.

– Fontanero -dijo escupiendo al suelo.

– Por favor, signor Silvestri -dijo Brunetti pacientemente, acercando una de las sillas y sentándose. Abrió la carpeta, leyó la hoja de encima, la levantó y consultó la de debajo-. Atraco, proxenetismo, y aquí veo que fue arrestado una vez por tráfico de drogas en… a ver… -se interrumpió, volviendo a la primera página para buscar la fecha-…enero del año pasado. Dos acusaciones por haber tomado el dinero ofrecido a una prostituta pueden ocasionarle bastantes problemas, pero imagino que…

– Señor fontanero -interrumpió Silvestri-, acabemos de una vez, ¿vale? Usted me acusa, yo llamo a mi abogado, él viene y me saca de aquí.

Brunetti miró al hombre con aparente indiferencia, y vio que mantenía los brazos pegados al cuerpo y los puños apretados y que la frente le relucía de sudor.

– Por mí, encantado, signor Silvestri. Pero me temo que lo de ahora es mucho más grave que las acusaciones que figuran en su ficha. -Brunetti cerró la carpeta y se golpeó con ella la rodilla-. En realidad, esto escapa a la competencia de la policía de la ciudad.

– ¿Qué quiere decir? -Brunetti observó que el hombre trataba de relajarse, que abría las manos y las apoyaba en las rodillas.

– Quiero decir que, desde hace tiempo, el bar que usted frecuenta con sus… con sus colegas está bajo vigilancia, y que han intervenido el teléfono.

– ¿Lo han intervenido? ¿Quiénes? -preguntó Silvestri.

– La SISMI -respondió Brunetti-. Concretamente, la unidad antiterrorista.

– ¿Antiterrorista? -repitió Silvestri estúpidamente.

– Sí. Al parecer, el bar era utilizado por algunas de las personas implicadas en el atentado contra el museo de Florencia -explicó Brunetti, improvisando sobre la marcha-. En realidad, no debería decirle esto, pero estando usted complicado en el caso, no veo por qué no hemos de poder hablar de ello.

– ¿Florencia? -Silvestri no podía sino repetir lo que oía.

– Sí, por lo poco que yo sé, el teléfono de ese bar ha sido utilizado para transmitir mensajes. Hace un mes que está intervenido. Legalmente, desde luego, por orden judicial. -Brunetti agitó la carpeta en alto-. Anoche, cuando mis hombres lo arrestaron, traté de decir a los otros que usted era un pez chico, asunto nuestro, pero no me hicieron caso.

– ¿Qué significa eso? -preguntó Silvestri con una voz en la que no había ya ni asomo de irritación.

– Significa que le aplicarán la ley antiterrorista. -Brunetti cerró la carpeta y se puso de pie-. Es sólo una mala interpretación entre servicios, ¿comprende, signor Silvestri? Lo retendrán cuarenta y ocho horas.

– ¿Y mi abogado?

– Entonces podrá llamarlo. Sólo serán cuarenta y ocho horas. Y ya han pasado… -Brunetti se subió el puño de la camisa para mirar el reloj-…diez. Así que no tiene más que esperar un día y medio y podrá llamar a su abogado que seguramente lo sacará de aquí enseguida.

– ¿A qué ha venido usted? -preguntó Silvestri con suspicacia.

– Como el que lo arrestó era uno de mis hombres, me ha parecido que, puesto que yo lo he metido en esto, lo menos que podía hacer era venir a darle una explicación. Ya he tenido tratos con los del SISMI antes de ahora -dijo Brunetti con aire de cansancio-. No atienden a razones. La ley dice que pueden retenerlo cuarenta y ocho horas incomunicado y habrá que aguantarse. -Otra vez miró el reloj-. Pasarán pronto, signor Silvestri, estoy seguro. Si quiere revistas, pídalas al agente de la puerta, ¿de acuerdo? -Con estas palabras, Brunetti se levantó y dio media vuelta.

– Por favor -dijo Silvestri, y era la primera vez que utilizaba estas palabras para dirigirse a un policía-. Por favor, no se vaya.

Brunetti se volvió ladeando la cabeza con manifiesta curiosidad.

– ¿Ya ha decidido qué revistas desea? ¿Panorama, Architectural Digest, Famiglia Christiana?

– ¿Qué es lo que quiere de mí? -dijo Silvestri con voz ronca y no de cólera. El sudor de la frente había formado ya gruesas gotas.

Brunetti comprendió que no era necesario seguir jugando con él. Esto era todo lo que había resistido el bravo Franco, duro como una roca.

Con voz firme y severa, Brunetti inquirió:

– ¿Quién le llama por teléfono al bar y a quién llama usted?

Silvestri se pasó las dos manos por la cara y el abundante pelo, pegándose el flequillo a las sienes. Se frotó los labios con la mano, insistiendo en las comisuras, como para quitar una mancha.

– Me llama un hombre, que me avisa cuándo van a llegar chicas nuevas.

Brunetti no dijo nada.

– No sé quién es ni de dónde llama. Pero llama una vez al mes o cosa así y me dice dónde tengo que recogerlas. Ya las han pasado, yo sólo tengo que recogerlas y ponerlas a trabajar.

– ¿Y el dinero?

Silvestri no contestó. Brunetti se volvió hacia la puerta.

– Se lo doy a una mujer. Cada mes. Cuando el hombre me llama, me dice dónde tengo que encontrarme con ella y cuándo, y entonces le doy el dinero.

– ¿Cuánto?

– Todo.

– ¿Cuánto es todo?

– Lo que queda, después de pagar a las chicas y las habitaciones.

– ¿Cuánto?

– Depende.

– Está haciéndome perder el tiempo, Silvestri -se impacientó Brunetti.

– Unos meses, cuarenta o cincuenta millones. Otros, menos. -Lo que, según Brunetti, significaba que otros meses era más.

– ¿Quién es la mujer?

– No lo sé. No la he visto.

– ¿Cómo que no la ha visto?

– El que me llama me dice dónde estará aparcado el coche. Es un Mercedes blanco. Yo tengo que acercarme por detrás, abrir la puerta trasera y dejar el dinero en el asiento. Entonces ella se va.

– ¿Usted nunca la ha visto?

– Lleva un pañuelo en la cabeza. Y gafas oscuras.

– ¿Es alta? ¿Delgada? ¿Blanca? ¿Negra? ¿Rubia? ¿Vieja? Venga, Silvestri, no hace falta verle la cara a una mujer para saber esto.

– No es baja. No sé de qué color tiene el pelo. No le he visto la cara, pero no creo que sea vieja.

– ¿Qué matrícula tiene el coche?

– No lo sé.

– ¿No la ha visto?

– No; siempre es de noche, y el coche tiene las luces apagadas. -Brunetti estaba seguro de que Silvestri mentía, y también comprendía que Silvestri no diría mucho más.

– ¿Dónde se encuentran?

– En la calle. En Mestre. Una vez, en Treviso. En sitios distintos. El hombre me dice dónde cuando me llama.

– ¿Y las chicas? ¿Cómo las recoge?

– De la misma manera. Él me dice dónde y cuántas hay, y yo voy a recogerlas con el coche.

– ¿Quién se las trae?

– No lo sé. Cuando llego están esperando.

– ¿Así, sin más? ¿Como un rebaño?

– Saben que más les vale no hacer tonterías -dijo Silvestri con brusca aspereza.

– ¿De dónde vienen?

– De todas partes.

– ¿Qué quiere decir?

– De muchas ciudades. De distintos países.

– ¿Cómo vienen?

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Cómo llegan a formar parte de su… de su mercancía?

– Sólo son putas. ¿Cómo quiere que yo lo sepa? Joder, ¿es que se ha creído que hablo con ellas? -Bruscamente, Silvestri hundió las manos en los bolsillos y exigió-: ¿Cuándo va a dejarme marchar?

– ¿Cuántas ha habido?

– ¡Ya basta! -gritó Silvestri levantándose de la silla y yendo hacia Brunetti-. Ya basta. Sáqueme de aquí.

Brunetti no se movió, y Silvestri retrocedió unos pasos. Brunetti dio unos golpes en la puerta, que Gravini abrió al momento. El comisario salió al pasillo y esperó a que el agente cerrara la puerta para decir:

– Espere una hora y media y luego déjelo marchar.

– Sí, señor -respondió Gravini saludando a la espalda de su superior, que se alejaba.

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