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Dos días después, pero no sin que Brunetti tuviera que solicitar una orden a la juez Vantuno, la oficina en Venecia de la SIP entregó a la policía la lista de las llamadas locales hechas desde el domicilio particular y el despacho de Trevisan durante los seis meses anteriores a su muerte. Tal como esperaba Brunetti, algunas de las llamadas habían sido hechas al bar Pinetta, aunque no se apreciaba una pauta. Miró en la lista de llamadas de larga distancia las fechas de las hechas a la estación de Padua, pero ni la hora ni el día coincidían con los de las llamadas al bar de Mestre.

Brunetti dejó ambas listas encima de su mesa y las miró. En las llamadas locales, a diferencia de las de larga distancia, se indicaba la dirección de cada número y el nombre del titular, en una columna que ocupaba el lado derecho de más de treinta páginas. El comisario empezó a leer nombres y direcciones, pero al cabo de unos minutos desistió.

Con los papeles en la mano, Brunetti salió a la escalera y bajó al antedespacho que ocupaba la signorina Elettra. La mesa que estaba delante de la ventana parecía nueva, pero el jarrón de cristal de Venini era el mismo, y hoy sostenía un gran ramo de modestas y alegres margaritas amarillas.

En armonía con las flores, la signorina Elettra llevaba hoy en el cuello un pañuelo de un color cuyo secreto debía de haber sido robado a los canarios.

– Buenos días, comisario -dijo al verle entrar, obsequiándole con una sonrisa tan alegre como la de las flores.

– Buenos días, signorina -dijo él-. Tengo una consulta para ustedes dos -y señalaba con el mentón el ordenador, la otra mitad del equipo.

– ¿Sobre eso? -preguntó ella, mirando las hojas de la SIP que él traía en la mano.

– Sí; la lista de las llamadas de Trevisan. Finalmente -agregó, sin ocultar la irritación que le producía haber desperdiciado tanto tiempo esperando conseguir la información por los conductos oficiales.

– Si le corría prisa, debió advertírmelo, comisario.

– ¿Algún amigo en la SIP? -preguntó Brunetti, a quien ya no sorprendía el vasto alcance de los contactos de la signorina Elettra.

– Giorgio -dijo ella sin más.

– ¿Usted cree que podría…? -empezó Brunetti.

Con una sonrisa, ella alargó la mano.

Él le entregó los papeles.

– Necesito que pongan estos números por orden de frecuencia de las llamadas.

Ella hizo una anotación en el bloc que tenía encima de la mesa y sonrió indicando que eso era juego de niños.

– ¿Algo más?

– Sí; cuántos de estos teléfonos están en lugares públicos, bares, restaurantes, cabinas.

Ella volvió a sonreír con la misma expresión.

– ¿Eso es todo?

– No; deseo saber cuál es el número de la persona que lo mató. -Si esperaba que ella hiciera otra anotación, se vio defraudado-. Pero supongo que eso no lo conseguirá -agregó Brunetti con una sonrisa, para indicar que no hablaba en serio.

– Eso no creo que podamos encontrarlo, pero quizá esté aquí -apuntó ella agitando los papeles. Probablemente, pensó Brunetti.

– ¿Cuánto tardará? -preguntó él, refiriéndose a días.

La signorina Elettra miró su reloj y luego pellizcó el borde de las hojas, para calcular su número.

– Si Giorgio está hoy en su despacho, podría tenerlo esta tarde.

– ¿Cómo? -exclamó Brunetti, a quien la sorpresa impidió formular la pregunta con más calma.

– He hecho instalar un módem en el teléfono del vicequestore -dijo ella señalando la cajita metálica que tenía encima de la mesa, a unos centímetros del teléfono. Brunetti vio unos cables que iban de la caja al ordenador-. Lo único que tiene que hacer Giorgio es introducir la información, programarla de manera que ordene las llamadas según su incidencia y enviarla directamente a mi impresora. -Hizo una pausa-. Y tendremos las llamadas ordenadas por frecuencia, cada una con la fecha y la hora. ¿Quiere saber también la duración? -Se quedó esperando su respuesta, con la punta del bolígrafo apoyada en el bloc.

– Sí. ¿Y cree que podríamos conseguir una lista de las llamadas hechas desde el teléfono público del bar de Mestre?

Ella asintió, pero no dijo nada, ocupada en escribir.

– ¿Esta tarde? -preguntó Brunetti.

– Si está Giorgio, desde luego.

Cuando Brunetti se alejó, ella descolgaba el teléfono, seguramente para llamar a Giorgio y, juntos y con ayuda de la cajita rectangular conectada al ordenador, romper todas las barreras que la SIP hubiera puesto delante de sus archivos, desentendiéndose de las leyes que determinan la información de la que se puede disponer sin una orden judicial.

De vuelta en su despacho, Brunetti redactó un breve informe para Patta, dando cuenta de las pesquisas realizadas y de los planes para los días sucesivos. En la primera parte había mucha frustración y en la segunda, inventiva y optimismo a partes iguales, con lo que confiaba en contentar a Patta momentáneamente. Hecho esto, llamó por teléfono a Ubaldo Lotto y le pidió una entrevista para aquella tarde, aduciendo que necesitaba información acerca de los asuntos profesionales de Trevisan. Después de titubear y de insistir en que él no sabía nada de los asuntos del bufete, ya que él se limitaba a llevar las cuentas, a regañadientes, Lotto le dijo que fuera a su despacho a las cinco y media.

Las oficinas de Lotto estaban en el mismo edificio y la misma planta que el bufete de Trevisan, en la Via XXI Marzo, encima de la Banca Commerciale d'Italia, la mejor zona comercial de Venecia. Brunetti se presentó minutos antes de las cinco y media y fue conducido a un despacho en el que la actividad y la eficacia eran tan evidentes que llegaban a resultar convencionales: la clase de despacho que montaría un joven y brillante realizador de televisión para escenario de una película acerca de un joven y brillante financiero. En una sala del tamaño de media pista de tenis había ocho mesas, cada una con su ordenador, ocupadas por cinco chicos y tres chicas. A Brunetti le llamó la atención que ninguno de ellos se dignara mirarlo mientras él pasaba junto a las mesas, siguiendo al recepcionista.

El joven se paró delante de una puerta, dio dos golpes con los nudillos y, sin esperar respuesta, la abrió y la sostuvo para que entrara el comisario. Brunetti vio a Lotto trastear en el interior de un armario alto situado en la pared del fondo. Al oír cerrarse la puerta a su espalda, el comisario se volvió para ver si el joven había entrado también en el despacho. No era así. Cuando miró otra vez hacia adelante vio que Lotto se había apartado del armario con una botella de vermut dulce en la mano derecha y dos vasos en la izquierda.

– ¿Desea beber algo, comisario? -preguntó-. A esta hora, yo acostumbro a tomar una copa.

– Muchas gracias -dijo Brunetti, que aborrecía las bebidas dulces-. Me vendrá bien. -Sonrió y Lotto, con un ademán, le invitó a ir hacia el otro extremo del despacho, donde había dos sillones, uno a cada lado de una mesa baja de patas finas.

Lotto sirvió dos tragos generosos y cruzó la habitación. Brunetti tomó uno de los vasos, dio las gracias y esperó a que su anfitrión dejara la botella en la mesita y se sentara a su vez, para levantar el vaso y brindar con su sonrisa más cordial.

Cin cin. -El dulce líquido le resbaló por la lengua y la garganta, dejando una película viscosa. El alcohol quedaba completamente enmascarado por aquella dulzura empalagosa; era como beber aftershave con néctar de albaricoque.

Aunque lo único que se veía por las ventanas del despacho eran las ventanas de los edificios del otro lado de la calle, Brunetti dijo:

– Le felicito por la oficina. Es muy elegante.

Lotto agitó el vaso con displicencia.

– Gracias, dottore. Tratamos de transmitir una imagen de eficacia, dar a nuestros clientes la seguridad de que sus asuntos están en manos competentes que los gestionan debidamente.

– Eso debe de ser muy difícil -apuntó Brunetti.

Por la cara de Lotto cruzó una sombra, que desapareció rápidamente, llevándose consigo una parte de su sonrisa.

– Me parece que no le entiendo, comisario.

Brunetti trató de aparentar la turbación del que no domina el lenguaje y, una vez más, no ha sabido expresarse.

– Me refiero a las nuevas leyes, signor Lotto. Debe de ser muy difícil entenderlas y aplicarlas convenientemente. Desde que el nuevo gobierno cambió las disposiciones, mi gestor reconoce que a veces tiene dudas hasta para rellenar los impresos. -Tomó un sorbo de vermut, pero muy pequeño, incluso insignificante, y prosiguió-: Desde luego, no es que mis cuentas sean tan complicadas como para crear confusión, pero supongo que tendrá usted muchos clientes cuyas finanzas exijan la atención de un especialista. -Otro sorbito-. Yo de estas cosas no entiendo, claro -prosiguió y lanzó una mirada a Lotto, que parecía escuchar atentamente-. Por eso deseo hablar con usted, por si puede darme alguna información que usted estime importante sobre las finanzas del avvocato Trevisan. Era usted su apoderado, ¿verdad?

– Sí -respondió Lotto escuetamente. Y con voz neutra preguntó-: ¿Qué clase de información?

Brunetti sonrió y abrió las manos como si quisiera desprenderse de los dedos.

– Eso es lo que no sé y por eso he venido. Puesto que el avvocato Trevisan le había confiado sus asuntos financieros, he pensado que quizá usted supiera si alguno de sus clientes podía estar… ¿cómo le diría…?, descontento del signor Trevisan.

– ¿Descontento, comisario?

Brunetti se miró las rodillas como el que, una vez más, ha tropezado con el escollo de su impericia lingüística, un individuo del que Lotto podría pensar tranquilamente que no debía de ser menos inepto como policía.

Lotto dijo, rompiendo el silencio que se dilataba:

– Lo siento, pero sigo sin comprender. -Brunetti observó complacido cómo su interlocutor forzaba la nota de la sinceridad al simular confusión, ya que ello indicaba que Lotto creía estar frente a un hombre insensible a la sutileza o la complejidad.

– Verá, signor Lotto, puesto que no tenemos móvil para esta muerte… -empezó Brunetti.

– ¿No fue el robo el móvil? -interrumpió Lotto alzando las cejas.

– No se llevaron nada.

– ¿No es posible que el ladrón huyera al oír acercarse a alguien?

Brunetti otorgó a esta sugerencia la atención que hubiera merecido si nadie la hubiera formulado antes, que era lo que él deseaba que Lotto creyera.

– Es posible, supongo -dijo Brunetti, como si hablara a un igual. Asintió, sopesando esta nueva posibilidad. Después, con machacona insistencia, volvió a la primera idea-. ¿Y si no fuera así? ¿Y si se tratara de un asesinato premeditado? En tal caso, el móvil podría estar en su vida profesional. -Brunetti se preguntaba si Lotto cortaría la lenta deriva de su pensamiento antes de que llegara a la siguiente posibilidad: que el móvil radicara en la vida privada de Trevisan.

– ¿Insinúa que esto pudo hacerlo un cliente? -preguntó Lotto con la voz impregnada de incredulidad. Estaba claro que este policía no sabía con qué clase de clientes trabajaba un hombre como Trevisan.

– Comprendo que la probabilidad es remota -dijo Brunetti con una sonrisa que él quería nerviosa-. Pero es posible que, en su calidad de abogado, el signor Trevisan estuviera en posesión de información peligrosa.

– ¿Sobre uno de sus clientes? ¿Eso es lo que quiere decir, comisario? -El asombro que Lotto imprimió en su voz indicaba lo seguro que estaba de su habilidad para manejar a este policía.

– Sí.

– Imposible.

Brunetti hizo asomar a sus labios otra media sonrisa.

– Parece inverosímil, lo comprendo, pero aun así, aunque sólo sea para descartar esta posibilidad, necesitamos ver una lista de los clientes del signor Trevisan, y he pensado que usted, como apoderado suyo, podría facilitárnosla.

– ¿Van a mezclarlos en esto? -preguntó Lotto, procurando que Brunetti percibiera en su tono una incipiente indignación.

– Puede usted tener la completa seguridad de que haremos cuanto esté en nuestra mano para impedir que ellos se enteren de que tenemos sus nombres.

– ¿Y si no se les dieran esos nombres?

– Nos veríamos en la necesidad de solicitar una orden judicial.

Lotto apuró su vermut y dejó el vaso en la mesa que tenía a su izquierda.

– Diré que le preparen esa lista. -Su reticencia era audible. Al fin y al cabo, estaba hablando con la policía-. Pero les agradeceré que tomen en consideración que no se trata de la clase de personas que suelen ser objeto de una investigación policial.

En circunstancias normales, Brunetti hubiera respondido que, durante los últimos años, la policía no hacía prácticamente nada más que investigar a «esa clase de personas», pero se reservó el comentario y se limitó a decir:

– Se lo agradezco.

Lotto carraspeó.

– ¿Eso es todo?

– Sí -dijo Brunetti haciendo girar el vermut en el vaso y observando cómo resbalaba por el cristal-. Había otra cosa, pero carece de importancia. -El viscoso líquido bailaba en el vaso.

– ¿Sí? -preguntó Lotto sin demostrar interés, ahora que el motivo de la visita del policía ya estaba ventilado.

– Rino Favero -dijo Brunetti, dejando caer el nombre con la misma suavidad con que una mariposa se mece en las corrientes de aire.

– ¿Qué? -dijo Lotto, con un asombro muy vivo como para ser reprimido. Satisfecho, Brunetti parpadeó con su expresión más bovina y volvió a contemplar el líquido del vaso. Lotto modificó entonces su pregunta a un neutro-: ¿Quién?

– Favero. Rino. Era gestor. En Padua, según creo. ¿Lo conoce usted, signor Lotto?

– El nombre me suena. ¿Por qué?

– Murió hace poco. Por su propia mano. -Pensaba Brunetti que éste era el eufemismo que un hombre de su posición social debía utilizar para referirse al suicidio de una persona de la categoría de Favero. Calló, esperando a descubrir la magnitud de la curiosidad de Lotto.

– ¿Por qué lo pregunta?

– He pensado que, si lo conocía, éste sería un momento difícil para usted, por haber perdido a dos amigos en tan poco tiempo.

– No; no lo conocía. Por lo menos, personalmente.

Brunetti movió la cabeza.

– Un caso muy triste.

– Sí -convino Lotto en conclusión, y se puso en pie-. ¿Algo más, comisario?

Brunetti se levantó y miró en derredor, un poco azorado, buscando dónde depositar el vaso con el resto de la bebida, y dejó que Lotto se lo tomara de las manos y lo pusiera en la mesa, al lado del suyo.

– Nada más. Sólo esa lista de clientes.

– Mañana. O pasado mañana -dijo Lotto yendo hacia la puerta.

Brunetti sospechaba que sería pasado mañana, pero ello no le impidió extender la mano y dar al financiero las más efusivas gracias por su tiempo y su colaboración.

Lotto acompañó a Brunetti hasta la escalera, volvió a estrecharle la mano y cerró la puerta. Brunetti se paró un momento en el rellano y contempló la discreta placa de bronce que había a la derecha de la oficina de enfrente: C. Trevisan, Avvocato. Brunetti estaba seguro de que, detrás de aquella puerta, habría un ambiente de dinamismo y eficacia análogo al que dejaba atrás, pero ahora le constaba, además, que las dos oficinas tenían en común mucho más que el domicilio y la decoración y sospechaba que ambas estaban relacionadas con Rino Favero.

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