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El último martes de septiembre cayó la primera nieve en las montañas que separan el norte de Italia de Austria, más de un mes antes de lo habitual. La nevada empezó de repente, traída por gruesos nubarrones que se habían presentado de improviso. Al cabo de media hora, en el puerto de montaña de Tarvisio, la carretera estaba resbaladiza y peligrosa. Hacía un mes que no llovía, y la nieve se posaba en un asfalto cubierto de una reluciente capa de aceite y grasa.

Esta combinación resultó fatal para un gran camión de cuatro ejes con matrícula rumana, cargado, según constaba en el manifiesto, con noventa metros cúbicos de tablas de pino. Durante el descenso hacia la autostrada y las vías más cálidas y seguras de Italia, el conductor frenó bruscamente en una curva y el enorme vehículo se salió de la carretera a cincuenta kilómetros por hora. Los neumáticos abrieron profundos surcos en la tierra que aún no estaba helada, mientras la caja del camión tronchaba troncos y partía ramas a su paso, desgarrando la ladera hasta el fondo del barranco, donde el camión chocó contra una pared rocosa y reventó, esparciendo su carga en un amplio radio.

Los primeros en pasar por el lugar del accidente, camioneros que pararon a socorrer al compañero, fueron ante todo a la cabina, pero ya no había esperanza para el conductor, que colgaba del cinturón de seguridad con medio cuerpo fuera del vehículo y el cráneo hundido por una rama que había arrancado la puerta de la cabina cuando el camión caía por la pendiente. Un hombre que transportaba cerdos a un matadero de Italia, se encaramó a lo que quedaba del capó, para mirar por el destrozado parabrisas si había un segundo conductor. El asiento estaba vacío, y los varios hombres que ya se habían congregado empezaron a registrar los alrededores, por si éste había salido despedido.

Cuatro conductores de camiones de tonelajes diversos bajaron la ladera, mientras el quinto ponía las señales de aviso en la carretera y llamaba por su radio a la polizia stradale. Aún nevaba copiosamente, por lo que transcurrió algún tiempo antes de que uno de ellos descubriera el retorcido cuerpo que había quedado en la pendiente, a una tercera parte del recorrido. Dos hombres corrieron hacia él, con la esperanza de que, por lo menos, uno de los conductores hubiera sobrevivido.

Los hombres avanzaban con dificultad, resbalando y cayendo de rodillas en la pendiente por la que se había precipitado el camión. El primero en llegar se arrodilló junto a la figura inerte y empezó a retirar la fina capa blanca que la cubría, buscando señales de vida. Pero sus dedos se enredaron en un cabello largo y, cuando pudo verle la cara, descubrió las facciones delicadas de una mujer.

Entonces el hombre oyó a un compañero gritar desde más abajo. Al volverse, lo vio arrodillado junto a un bulto que estaba a unos metros a la izquierda del desgarro abierto por el camión en la ladera.

– ¿Qué hay? -preguntó, mientras buscaba el pulso de la figura que yacía con el cuerpo doblado.

– Es una mujer -dijo el segundo hombre. Y el primero, que seguía sin percibir latido alguno en la garganta de la mujer, oyó que el de abajo gritaba-: Está muerta.

Después, el primer conductor que miró detrás del camión dijo que al ver aquello pensó que la carga debía de ser de maniquíes, sí, esas muñecas de plástico que ponen en los escaparates. Había por lo menos media docena esparcidas sobre la nieve, detrás de las destrozadas puertas traseras. Una estaba suspendida de la plataforma con las piernas aprisionadas por las tablas, qué durante la caída se habían desplazado, pero estaban bien embaladas y ni el impacto del camión contra la roca había hecho que se soltaran. Pero después el hombre recordaba que le había llamado la atención que unos maniquíes llevaran abrigo. ¿Y por qué había manchas rojas en la nieve alrededor de ellos?

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