Capítulo 8

Al volver a casa esa noche, estaba enfadada con casi todo el mundo. De vez en cuando me daban arranques como ése; supongo que nos pasa a todos. Por lo demás, era algo hormonal y cíclico. O quizá sólo fuese la oportuna alineación de las estrellas.

Estaba de mala leche con Jason porque ésa era la tónica de los últimos meses. Y con Sam porque me dolía nuestra situación. Estaba cabreada con los agentes del FBI porque habían venido para presionarme, aunque lo cierto es que aún no habían empezado con esa parte. Estaba indignada con el engaño de Eric con el cuchillo y su despótico destierro de Quinn, aunque lo cierto es que tenía razón cuando dijo que yo fui la primera en darle puerta. Pero eso no significaba que no quisiera volver a verlo nunca más (¿o sí?). Lo que seguro que no quería decir era que Eric pudiera dictar a quién podía ver yo y a quién no.

Y puede que también estuviese enfadada conmigo misma, porque cuando había tenido la oportunidad de plantearle a Eric muchas cosas, me había puesto tonta y había sido su paño de lágrimas. Al igual que en los flashbacks de Perdidos, los recuerdos vikingos de Eric habían irrumpido en su historia presente.

Para colmo, había un coche que no reconocía aparcado frente a la puerta principal, donde sólo los visitantes lo hacían. Me dirigí a la puerta trasera y subí los escalones del porche, con el ceño fruncido y llena de contrariedad. No me apetecía ninguna visita. Sólo quería ponerme el pijama, lavarme la cara y meterme en la cama con un libro.

Octavia estaba sentada a la mesa de la cocina con un hombre al que nunca había visto antes. Era uno de los hombres de piel más negra a los que nunca había visto, y tenía círculos tatuados alrededor de los ojos. A pesar de esos temibles motivos, parecía tranquilo y agradable. Se puso en pie cuando entré yo.

– Sookie -dijo Octavia con voz temblorosa-, te presento a mi amigo Louis.

– Encantada de conocerte -saludé y extendí la mano. Él me la estrechó cuidadosamente y yo me senté para que él también lo hiciera. Entonces caí en las maletas que había en el pasillo-. ¿Octavia? -pregunté, señalándolas.

– Bueno, Sookie, incluso las señoras mayores nos enamoramos -dijo ella, sonriente-. Louis y yo éramos íntimos amigos antes del Katrina. Vivía a unos diez minutos de mi casa en Nueva Orleans. Después del desastre, lo busqué, y al final me rendí.

– Pasé mucho tiempo tratando de encontrar a Octavia -contó Louis, con la mirada fija en la cara de ella-. Finalmente pude localizar a su sobrina hace un par de días, y ella tenía este número de teléfono. No podía creer que finalmente la hubiera encontrado.

– ¿Tu casa resistió el…? -Incidente, catástrofe, desastre, apocalipsis; cualquier palabra sirve.

– Sí, gracias a los dioses. Y tengo electricidad. Queda mucho que hacer, pero hay luz y calefacción. Puedo volver a cocinar. La nevera vuelve a estar en marcha y la calle está casi limpia. He restaurado el tejado. Ahora, Octavia puede acompañarme a casa, para quedarse en un sitio que encaje más con ella.

– Sookie -expresó con mucha dulzura-, has sido muy amable dejando que me quede aquí, pero quiero estar con Louis y necesito volver a Nueva Orleans. Algo habrá que pueda hacer para ayudar a reconstruir la ciudad. Es mi hogar.

Estaba claro que Octavia pensaba que me estaba fallando. Yo procuré parecer entristecida.

– Tienes que hacer lo que más te convenga, Octavia. Me ha encantado tenerte en casa. -Menos mal que Octavia no era telépata-. ¿Está Amelia?

– Sí, está arriba. Ha ido a buscar una cosa para mí. Bendita sea, se las ha arreglado para hacerme un regalo de despedida.

– Ohhhh-exclamé, procurando no exagerar. Recibí una afilada mirada por parte de Louis, pero Octavia sonrió. Nunca la había visto sonreír así, y me gustaba el aspecto que le daba.

– Me alegro de haber sido de ayuda -dijo, asintiendo sabiamente.

Me costó un poco mantener mi sonrisa ligeramente triste, pero me las arreglé. Gracias a Dios que en ese momento Amelia bajó por las escaleras con un paquete enrollado en las manos, atado con un fino hilo rojo que lo aseguraba con un gran lazo. Sin siquiera mirarme, dijo:

– Esto es un detalle de parte de Sookie y mía. Esperamos que te guste.

– Oh, sois muy amables. Lamento haber dudado de tus aptitudes, Amelia. Eres una gran bruja.

– ¡Octavia, no sabes lo que significa para mí oírte decir eso! -Amelia estaba genuinamente emocionada y a punto de llorar.

Menos mal que en ese momento Louis y Octavia se levantaron. A pesar de que la anciana bruja me caía muy bien y la respetaba, había provocado una serie de acelerones en la tranquila marcha de la rutina doméstica que Amelia y yo habíamos establecido.

Me sorprendí lanzando un profundo suspiro interior de alivio cuando la puerta se cerró tras ella y su amigo. Nos habíamos despedido varias veces, y Octavia nos había dado las gracias repetidamente, al tiempo que se las había arreglado para recordarnos todo tipo de cosas misteriosas que había hecho por nosotras en los duros momentos que nos costaba recordar.

– Alabado sea el Cielo -dijo Amelia, dejándose caer sobre las escaleras. No era una mujer religiosa, o al menos no desde un punto de vista cristiano convencional, por lo que la expresión podía considerarse toda una revelación en ella.

Me senté al borde del sofá.

– Espero que sean muy felices -dije.

– ¿No crees que deberíamos haberle investigado un poco a él?

– ¿Una bruja tan poderosa como Octavia no puede cuidar de sí misma?

– Ahí le has dado. Pero ¿viste esos tatuajes?

– Menudo repelús, ¿verdad? Supongo que será algún tipo de brujo.

Amelia asintió.

– Sí, seguro que practica algún tipo de magia africana -añadió-. No creo que los altos índices de criminalidad en Nueva Orleans deban preocuparnos en el caso de Octavia y Louis. No me parece que nadie tenga las narices de meterse con ellos.

– ¿Qué le hemos regalado?

– Llamé a mi padre y conseguí una tarjeta regalo para comprar muebles de su almacén.

– Eh, buena idea. ¿Qué te debo?

– Ni un centavo. Insistió en invitarnos.

Al menos, el feliz incidente se llevó la peor parte de mi enfado generalizado. Además, me sentía más cómoda a solas con Amelia, ahora que ya no arrastraba el vago resentimiento hacia ella por haber traído a Octavia a mi casa. Nos sentamos en la cocina y charlamos durante una hora antes de que cambiase el tema, a pesar de estar demasiado cansada para relatar lo que había venido ocurriendo últimamente. Nos acostamos en medio de un pico de amistad que no habíamos conocido en semanas.

Mientras me preparaba para meterme en la cama, me dio por pensar en nuestro práctico regalo a Octavia, lo cual me recordó la tarjeta que Bobby Burnham me había entregado. Saqué el sobre del bolso y lo abrí con la lima de uñas. Extraje la tarjeta de su interior. Contenía una foto que no había visto nunca, claramente tomada durante la sesión donde Eric había posado para el calendario que luego podría comprarse en la tienda de recuerdos de Fangtasia. En la sesión de posado, Eric (Míster Enero) estaba de pie junto a una enorme cama toda de blanco. El fondo era gris, con brillantes copos de nieve colgados por doquier. Eric tenía un pie en el suelo y la otra rodilla doblada sobre la cama. Sostenía una túnica de piel blanca en una extraña posición. En la foto que me había dado, Eric guardaba más o menos la misma pose, pero con una mano extendida hacia la cámara, como si invitase al espectador a unirse con él en el lecho. Y la piel blanca no lo cubría precisamente todo. «Espero a la noche en que te unas a mí», había escrito en la tarjeta con su seca letra.

¿Algo cutre? Sí. ¿Que invitaba a tragar saliva? No sabéis cuánto. Pude sentir, casi literalmente, cómo se me calentaba la sangre. Lamenté haber abierto el sobre justo antes de meterme en la cama. Definitivamente, me llevó un buen rato quedarme dormida.

Fue curioso no sentir a Octavia merodeando por la casa al despertarme la mañana siguiente. Se había desvanecido de mi vida tan rápidamente como había entrado en ella. Esperaba que, en alguno de sus momentos a solas, Octavia y Amelia hubiesen hablado acerca del estatus de ésta en lo que quedaba de la asamblea de brujas de Nueva Orleans. Era difícil de creer que Amelia fuese capaz de convertir a un hombre en gato (durante la consumación de una aventura sexual muy atrevida), pensé, mientras observaba cómo mi compañera de casa salía apresuradamente por la puerta de atrás de camino a la agencia aseguradora. Amelia, vestida con pantalones azul marino y un jersey a juego, parecía una Girl Scout dispuesta a vender galletas para sacar fondos. Cuando la puerta se cerró tras ella, lancé un hondo suspiro. Era la primera mañana que pasaba a solas en casa desde hacía siglos.

La soledad no duró mucho. Estaba tomándome la segunda taza de café y comiendo una galleta tostada cuando Andy Bellefleur y el agente especial Lattesta aparecieron frente a la puerta. Me puse a toda prisa unos vaqueros y una camiseta para abrir.

– Andy, agente especial Lattesta -dije-. Adelante. -Les hice un gesto para que pasaran a la cocina. No pensaba permitir que su visita me alejara de mi cafetera-. ¿Una taza de café? -les pregunté, pero ambos negaron con la cabeza.

– Sookie -dijo Andy con el gesto serio-, estamos aquí por lo de Crystal.

– Claro. -Mordí la galleta, la mastiqué y la tragué. Me pregunté si Lattesta estaba a dieta o algo. Seguía cada uno de mis movimientos. Me zambullí en su mente. No le agradaba que no llevara sujetador porque mis pechos lo distraían. Le parecía demasiado curvilínea para su gusto. Decidió que sería mejor dejar de pensar en mí desde esa perspectiva. Echaba de menos a su esposa-. Ya supuse que tendría prioridad sobre lo otro -dije, forzando mi atención de vuelta a Andy.

No estaba segura de cuánto sabía Andy (cuánto habría compartido Lattesta con él) acerca de lo ocurrido en Rhodes, pero Andy asintió.

– Creemos -dijo, después de pasear la mirada entre Lattesta y yo- que Crystal murió hace tres noches, en algún momento entre la una y las tres o cuatro de la madrugada.

– Claro -afirmé de nuevo.

– ¿Lo sabía? -Lattesta estaba justo donde hacía falta, como un perro de caza.

– Es razonable. Siempre hay alguien por el bar hasta la una o las dos. Y más tarde viene Terry para limpiar el suelo, entre las seis y las ocho de la mañana. Terry no pensaba ir tan temprano ese día porque había estado atendiendo la barra y necesitaba dormir hasta más tarde, pero la mayoría de la gente no se daría cuenta de eso, ¿verdad?

– Verdad -dijo Andy al cabo de una pausa apreciable.

– Bien -afirmé, satisfecha de haberlo dejado claro, y me puse otra taza de café.

– ¿Conoces bien a Tray Dawson? -preguntó Andy.

Ésa era una pregunta con trampa. Y la respuesta más ajustada era «no tanto como crees». Una vez me habían pillado con él en un callejón y estaba desnudo, pero no era lo que la gente pensaba (sabía que había dado mucho que pensar).

– Está saliendo con Amelia -dije, consciente de que era lo más seguro que podía decir-. Es mi compañera de casa -le recordé a Lattesta, que parecía algo despistado-. Se la presenté hace un par de días. Ahora está en el trabajo. Y, por supuesto, Tray es un licántropo.

Lattesta parpadeó. Le llevaría un tiempo acostumbrarse a que la gente dijera cosas así sin variar la expresión. La de Andy no cambió en absoluto.

– Vale -dijo Andy-. ¿Estaba Amelia con Tray la noche en que murió Crystal?

– No me acuerdo, habría que preguntárselo a ella.

– Eso haremos. ¿Te ha contado Tray alguna vez algo sobre tu cuñada?

– No recuerdo nada, la verdad. Sé que se conocían, al menos de vista, ya que ambos eran cambiantes.

– ¿Cuánto hace que sabes de la existencia de los… licántropos? Y los demás cambiantes -preguntó Andy, como si no pudiese resistirse a la tentación.

– Hace bastante, ya -dije-. Sam fue el primero, y luego vinieron otros.

– ¿Y no se lo comentaste a nadie? -preguntó Andy, incrédulo.

– Por supuesto que no -dije-. La gente piensa que ya soy bastante rarita yo sola. Además, no me correspondía hablar de un secreto que no era mío. -Era mi turno de lanzarle una mirada-. Andy, tú también lo sabías. -Tras aquella noche en el callejón, cuando nos atacó alguien que odiaba a los cambiantes, Andy al menos había oído a Tray en su forma animal y luego lo había visto completamente desnudo. Cualquiera que pudiese atar cabos sabría que se trataba de un licántropo.

Andy escondió la mirada en un bloc de notas que se había sacado del bolsillo. No escribió nada. Respiró hondo.

– Entonces, esa vez que vi a Tray en el callejón, ¿acababa de volver a su forma humana? Me alegro, la verdad. Jamás pensé que serías de esas mujeres que mantendrían relaciones sexuales con un hombre a quien apenas conocía. -Eso me sorprendió; siempre pensé que Andy se creía casi todo lo que se contaba de mí-. ¿Qué me dices de ese perro de caza que estaba contigo?

– Ese era Sam -respondí, levantándome para lavar la taza de café.

– Pero en el bar se transformó en un collie.

– Los collies son agradables -dije-. Pensaba que caería mejor a más gente. Es su forma animal habitual.

Lattesta tenía los ojos abiertos como platos. Era un tipo demasiado rígido.

– Volvamos al tema -dijo.

– La coartada de tu hermano parece sostenerse -explicó Andy-. Hemos hablado con Jason dos o tres veces, y dos con Michele, e insiste en que estuvo con él todo el tiempo. Nos ha contado todo lo que pasó esa noche al detalle. -Esbozó media sonrisa-. Demasiados detalles.

Así era Michele. Directa y descarada. Su madre era igual. Un verano, fui de vacaciones a una escuela bíblica, cuando la señora Schubert enseñaba a mi promoción. «Di la verdad y humilla al diablo», nos solía aconsejar. Michele se lo tomó al pie de la letra, aunque puede que no de la forma que pretendía su madre.

– Me alegro de que la creas -dije.

– También hemos hablado con Calvin -Andy se apoyó sobre sus codos-. Nos habló de Dove y Crystal. Según él, Jason estaba al corriente de todo.

– Es verdad -apreté la boca. No pensaba decir nada más acerca del incidente si podía evitarlo.

– Y hablamos con Dove.

– Claro.

– Dove Beck -dijo Lattesta, ojeando sus propias notas-. Veintiséis años, casado, dos hijos.

Dado que sabía todo eso, no añadí nada más.

– Su primo Alcee insistió en estar presente cuando nos entrevistamos con él -prosiguió Lattesta-. Dove afirma que estuvo en casa toda esa noche, y su mujer lo corrobora.

– No creo que Dove lo hiciera-dije, y ambos parecieron sorprenderse.

– Pero si tú nos diste la pista de que ella y Dove tenían una aventura -dijo Andy.

Me sonrojé de pura sofoquina.

– Lamento haberlo hecho. Es que no soportaba que todo el mundo mirase a Jason dando por hecho que había sido él cuando yo sabía que no. No creo que Dove asesinara a Crystal. No creo que le importase ella tanto como para hacerle eso.

– Pero quizá ella acabase con el matrimonio de Dove.

– Aun así, él no haría eso. Dove se enfadaría consigo mismo, no con ella. Y estaba embarazada. Dove no mataría a una embarazada.

– ¿Cómo estás tan segura?

«Porque puedo leer su mente y ver su inocencia», pensé. Pero los que habían revelado su condición eran los vampiros y los cambiantes, no yo. Yo apenas podía catalogarme como criatura sobrenatural. Sólo era una variante humana.

– No creo que Dove sea así-respondí-. No lo veo así.

– ¿Y deberíamos aceptar eso como una prueba? -intervino Lattesta.

– Haga lo que quiera -corté por lo sano, evitando que siguiera por donde quería-. Si se me pregunta, yo respondo.

– ¿Entonces, no cree que sea un crimen pasional?

Me tocó a mí esconder la mirada en la mesa. No tenía un bloc de notas que garabatear, pero quería meditar lo que iba a decir.

– Sí -afirmé finalmente-. Creo que fue un crimen pasional. Pero no sé si era por razones personales, porque Crystal fuese una zorra… o por razones raciales, es decir, porque fuera una mujer pantera. -Me encogí de hombros-. Si oigo algo, lo contaré. Quiero que se resuelva ya.

– ¿Oír algo? ¿En el bar? -La expresión de Lattesta era ávida. Por fin, un humano me veía como algo valioso. Era una pena que estuviese casado y que me considerase una loca.

– Sí -contesté-. Puede que oiga algo por el bar.

Poco después, se marcharon, y yo me alegré. Era mi día libre. Sentía que tenía que hacer algo especial para celebrar que había atravesado unos momentos muy difíciles, pero no se me ocurría nada. Puse el Canal Meteorológico y vi que las máximas para el día rondarían los quince grados. Decidí que el invierno se había terminado oficialmente, a pesar de que aún fuese enero. Volvería a hacer frío, pero estaba dispuesta a disfrutar del día.

Saqué mi vieja tumbona del cobertizo y la puse en el patio trasero. Me recogí el pelo en un moño para que no me cayera sobre los hombros y me puse el bikini más diminuto que pude encontrar, que era de un llamativo naranja y turquesa. Me embadurné en loción bronceadora. Cogí la radio, el libro que estaba leyendo y una toalla y regresé al patio. Sí, hacía frío. Sí, se me ponía la piel de gallina cada vez que soplaba la brisa. Pero siempre me habían encantado los días así, los primeros en los que me echaba a tomar el sol. Pensaba disfrutarlo. Lo necesitaba.

Cada año repasaba todas las razones por las que no debería tomar el sol. Cada año sumaba mis virtudes: no bebía, no fumaba y apenas practicaba el sexo, aunque estaba dispuesta a cambiar eso. Pero adoraba el sol, y ese día brillaba con fuerza en el cielo. Tarde o temprano pagaría por ello, pero seguía siendo mi debilidad. Me pregunté si mi sangre de hada me ayudaría a prevenir un posible cáncer de piel. No: mi tía Linda había muerto de cáncer, y ella tenía más sangre de hada que yo. Vaya…, maldita sea.

Me tumbé de espaldas, con los ojos cerrados, y manteniendo a raya el resplandor del sol con unas gafas oscuras. Suspiré de felicidad, omitiendo el hecho de que hacía un poco de frío. Me cuidé de no pensar en demasiadas cosas: Crystal, las misteriosas hadas malignas, el FBI… Al cabo de quince minutos, me tumbé sobre el estómago mientras escuchaba la cadena de música country de Shreveport, cantando de vez en cuando, ya que no había nadie allí para escucharme. Tengo una voz horrible.

– ¿Quéestáshaciendo? -dijo una voz cerca de mi oreja.

Nunca había levitado antes, pero creo que eso fue lo que pasó cuando di un brinco de casi quince centímetros sobre la tumbona. Tampoco puede evitar emitir una especie de graznido.

– Dios mío de mi vida -resollé al percatarme de que se trataba de Diantha, la sobrina medio demonio del abogado semidemonio, también conocido como el señor Cataliades-. Diantha, me has dado un susto de muerte.

Diantha se rió entre dientes, meneando su cuerpo delgado y plano arriba y abajo. Estaba sentada sobre el suelo con las piernas cruzadas. Lucía unos pantalones cortos de licra roja y una camiseta estampada negra y verde. Unas Converse rojas con calcetines amarillos completaban el conjunto.

Tenía una nueva cicatriz, larga, roja y arrugada, que le recorría la pantorrilla izquierda.

– Una explosión -dijo al darse cuenta de que se la estaba mirando. También había cambiado el color de su pelo; ahora era de un brillante platino. Pero la cicatriz se bastaba por sí sola para llamar mi atención.

– ¿Estás bien? -pregunté. No costaba ser concisa con Diantha, ya que su conversación parecía sacada de un telegrama.

– Mejor -dijo, bajando la vista a la cicatriz. Entonces, sus extraños ojos verdes se encontraron con los míos-. Me manda mi tío. -Era el preludio del mensaje que había venido a darme, deduje, ya que lo dijo lenta y claramente.

– ¿Qué quiere decirme tu tío? -Aún estaba tumbada sobre el estómago, así que me apoyé sobre los codos. Mi respiración había vuelto a la normalidad.

– Dice que las hadas se están moviendo por este mundo. Dice que tengas cuidado. Dice que te llevarán con ellas si pueden, y te harán daño. -Diantha me guiñó un ojo.

– ¿Por qué? -pregunté, notando cómo el placer del sol se evaporaba como si nunca hubiese existido. Lancé una nerviosa mirada alrededor del patio.

– Tu bisabuelo tiene muchos enemigos -dijo Diantha, lenta y cuidadosamente.

– ¿Y sabes por qué tiene tantos?

Era una pregunta que no podía formularle a mi bisabuelo, o al menos no había reunido el valor para hacerlo.

Diantha me miró con cierta perplejidad.

– Ellos están en un bando y él en el otro -me contestó, como si fuese un poco tonta-. Secargaronatuabuelo.

– Esas… ¿Esas hadas mataron a mi abuelo Fintan?

Asintió vigorosamente.

– Notelohadicho -dijo.

– ¿Niall? Sólo me contó que su hijo había muerto.

Diantha estalló en una risotada.

– Ytantoquemurió -dijo, y redobló las risas-. ¡Lohicieronpedacitos! -Me dio un golpe en el brazo, inmersa en su exceso de diversión. Me sobresalté-. Lo siento -se disculpó-. Losientolosientolosiento.

– Vale -dije-. Dame un momento. -Me froté el brazo insistentemente para aliviar la molestia. ¿Cómo protegerse de unas hadas que ansían tu pellejo?-. ¿A quién se supone que debo tener miedo exactamente? -pregunté.

– A Breandan -respondió-. Significaalgo; peromeheolvidado.

– Oh. ¿Qué quiere decir Niall? -Así de poco me cuesta salirme del tema.

– Nube -explicó Diantha-. Toda la gente de Niall tiene nombres relacionados con el cielo.

– Vale, entonces Breandan va a por mí. ¿Quién es?

Diantha parpadeó repetidamente. Estaba siendo una conversación muy larga para ella.

– El enemigo de tu bisabuelo -me explicó con cuidado, como si yo tuviese la cabeza embotada-. El único otro príncipe de las hadas.

– ¿Por qué te ha enviado el señor Cataliades?

– Hicistetodoloquepudiste -dijo con un único golpe de aliento. Sus claros ojos se fijaron en los míos y me palmeó suavemente la mano mientras sonreía.

Había hecho todo lo que había podido para sacar con vida del Pyramid a todo el mundo. Pero no había servido de mucho. Resultaba gratificante que el abogado apreciara mis esfuerzos. Me había pasado toda una semana enfadada conmigo misma por no haber sido capaz de descubrir antes toda la trama de la bomba. Si hubiese prestado más atención y no me hubiese distraído con todo lo que pasó a mi alrededor…

– Ytevanapagar.

– ¡Oh, qué bien! -Sentí que me iluminaba por dentro, a pesar de la preocupación que me inspiraba el mensaje de Diantha-. ¿Me has traído una carta o algo parecido? -pregunté, con la esperanza de obtener una información más detallada.

Diantha meneó la cabeza, y las púas de brillante pelo color platino embadurnadas en gel temblaron alrededor de su cráneo, confiriéndole el aspecto de un puercoespín nervioso.

– Mi tío tiene que ser neutral -dijo diáfanamente-. Nipapelesnillamadasnicorreoselectrónicos. Por eso me manda.

Sin duda, Cataliades se había jugado el cuello por mí. Bueno, más bien el cuello de Diantha.

– ¿Qué pasa si te capturan a ti, Diantha? -pregunté.

Encogió sus huesudos hombros.

– Moriríapeleando -dijo.

Puso el semblante triste. A pesar de no poder leer la mente de los demonios del mismo modo que la de los humanos, cualquiera sabría que estaba pensando en su hermana Gladiola, que había muerto por la espada de un vampiro. Pero, al cabo de un segundo, Diantha recuperó un aspecto sumamente letal.

– Losquemaría -añadió. Me senté y arqueé las cejas para mostrar que no entendía.

Diantha alzó la mano y miró su palma. Una diminuta llama apareció flotando justo encima.

– No sabía que pudieras hacer eso -dije. Estaba impresionada. Me recordé permanecer siempre del lado de Diantha.

– Pequeña -contestó, encogiéndose. Deduje por ello que Diantha no podía generar una llama de gran tamaño. El vampiro que mató a Gladiola debió de tomarla por sorpresa, ya que los no muertos son mucho más inflamables que los humanos.

– ¿Las hadas arden como los vampiros?

Asintió.

– Todoarde -dijo con voz firme y segura-. Tarde, temprano.

Reprimí un escalofrío.

– ¿Te apetece comer o beber algo? -la invité.

– No. -Se levantó del suelo y se sacudió la tierra de su brillante conjunto-. Tengoqueirme. -Me palmeó suavemente la cabeza, se volvió y desapareció ante mis ojos, corriendo más deprisa que un ciervo.

Me recosté en la tumbona para pensar en todo lo que me había contado Diantha. Ahora que tanto Niall como el señor Cataliades me habían advertido, me sentía genuina y profundamente asustada.

Sin embargo, las advertencias, aunque oportunas, no me daban información práctica alguna sobre cómo defenderme de la amenaza; que, por lo que yo sabía, podría materializarse en cualquier momento y lugar. Daba por sentado que las hadas enemigas no arrasarían el Merlotte's para sacarme a rastras de allí, dada su naturaleza tan reservada, pero, aparte de eso, no tenía la menor idea de cómo me atacarían o cómo defenderme. ¿Bastarían las puertas cerradas con llave para mantenerlas a raya? ¿Había que invitarlas a cruzar el umbral como a los vampiros? No, no recordaba que hubiese tenido que hacer pasar a Niall, y él ya había estado en casa.

Sabía que las hadas no estaban limitadas a la noche, como les ocurría a los vampiros. Sabía que eran muy fuertes, tanto como éstos. Sabía que las hadas auténticas (en contraposición a los duendes y los trasgos) eran tan preciosas como despiadadas; tanto, que incluso los vampiros respetaban su ferocidad. Las hadas más viejas no siempre vivían en este mundo, como Claude o Claudine; tenían otro lugar en el que estar, un mundo cada vez más pequeño y secreto que preferían con creces antes que el nuestro: un mundo sin hierro. Si podían mantenerse alejadas del hierro, las hadas podían vivir tanto tiempo que al final perdían la cuenta de los años. Niall, por ejemplo, daba saltos de siglos en sus conversaciones de manera muy inconsistente. Podía hablar de un acontecimiento ocurrido hacía quinientos años y de otro anterior de hacía sólo doscientos. Era simplemente incapaz de estar al tanto del paso del tiempo, quizá, en gran parte, porque la mayoría del mismo se lo pasaba fuera de nuestro mundo.

Me estrujé el cerebro en busca de más información. Sabía una cosa que me parecía mentira haber olvidado, aunque sólo fuese por un instante. Si el hierro es malo para las hadas, el zumo de limón es aún peor. La hermana de Claude y Claudine había sido asesinada con zumo de limón.

Ahora que caía en ello, pensé que sería útil hablar con Claude y Claudine. No sólo eran mis primos, sino que ella era también mi hada madrina, y se suponía que debía ayudarme. Estaría trabajando en los almacenes, donde se encargaba de gestionar tanto las quejas relacionadas con los paquetes embalados como los pagos a crédito. Claude estaría en el club de striptease masculino del que ahora era propietario. Sería más fácil ponerme en contacto con él. Entré en casa y cogí el número. Claude respondió a la llamada en persona.

– Sí -contestó, logrando transmitir indiferencia, desprecio y aburrimiento en una sola palabra.

– ¡Hola, cielo! -exclamé con toda mi alegría-. Necesito hablar contigo. ¿Puedo pasarme por allí o estás demasiado ocupado?

– ¡No, no vengas aquí! -Parecía casi alarmado ante la idea-. Nos veremos en el centro comercial.

Los mellizos vivían en Monroe, que presumía de un bonito centro comercial.

– Vale -dije-. ¿Dónde y a qué hora?

Hubo un instante de silencio.

– Claudine saldrá tarde para almorzar. Nos veremos dentro de hora y media en la zona de los restaurantes, en el Chick-fil-A.

– Allí nos veremos -respondí, y Claude colgó. Todo un encanto. Me puse mis vaqueros favoritos y una camiseta verde y blanca. Me cepillé el pelo vigorosamente. Me había crecido tanto que me costaba un mundo domarlo, pero no quería cortármelo.

Dado que había intercambiado sangre con Eric en más de una ocasión, no sólo no me había resfriado tan a menudo, sino que ni siquiera se me habían abierto las puntas. Además, el pelo estaba más brillante y fuerte que antes.

No me sorprendía que la gente comprase sangre de vampiro en el mercado negro. Lo que sí me sorprendía era que fuesen tan necios como para confiar en los vendedores cuando les decían que esa sustancia roja era auténtica sangre de vampiro. A menudo, los frascos contenían TrueBlood, sangre de cerdo o incluso la propia sangre del drenador. Cuando el comprador conseguía auténtica sangre de vampiro, a menudo ésta estaba pasada y su consumo podía volverle loco. Nunca se me ocurriría acudir a un drenador para comprarle sangre de vampiro. Pero ahora que la había probado varias veces (y muy fresca), ni siquiera necesitaba usar base de maquillaje. Tenía la piel perfecta. ¡Gracias, Eric!

No sé ni por qué me molestaba en sentirme orgullosa de mí misma, porque nadie me miraría dos veces cuando estuviese con Claude. Mide 1,83, tiene una ondulada melena negra y ojos castaños, el físico de un stripper (con su tableta de chocolate y todo) y la mandíbula y los pómulos de una estatua del Renacimiento. Por desgracia, también tiene la personalidad de una estatua.

Ese día, Claude vestía unos pantalones informales y una camiseta ajustada bajo una camisa abierta de seda verde. Estaba jugueteando con un par de gafas de sol. Si bien la expresión facial de Claude cuando no está «excitado» va de inocua a hosca, hoy parecía más bien nervioso. Examinó el recinto de la cafetería, como si sospechase que alguien me había seguido, y no se relajó un ápice cuando me senté a su mesa. Tenía una taza del Chick-fil-A delante, pero no había pedido nada de comer, así que hice lo mismo.

– Prima -dijo-, ¿estás bien? -Ni siquiera intentó sonar sincero, pero al menos escogió las palabras adecuadas. Claude se había vuelto un poco más cortés conmigo al descubrir que mi bisabuelo era su abuelo, pero nunca olvidaría que yo era (en mi mayor parte) humana. Claude despreciaba en gran medida a las personas, al igual que la mayoría de las hadas, pero le encantaba acostarse con ellos, siempre que tuvieran una barba incipiente.

– Sí, gracias Claude. Ha pasado mucho tiempo.

– ¿Desde la última vez que nos vimos? Sí. -Y estaba claro que eso no le suponía ningún problema-. ¿En qué puedo ayudarte? Oh, aquí llega Claudine -parecía aliviado.

Claudine lucía un traje marrón con grandes botones dorados y una blusa crema y marrón a rayas. Tenía un estilo muy conservador para el trabajo, y aunque el conjunto era adecuado, algo en su corte le hacía parecer menos delgada. Era la melliza de Claude; habían tenido otra hermana, Claudette, pero había sido asesinada. Digo yo que si quedan dos de tres, lo suyo era llamarlos mellizos, ¿no? Claudine era tan alta como Claude y se inclinó para darle un beso en la mejilla, dejando caer su cabello, exactamente del mismo tono que el de él, en una cascada de oscuros rizos. También me besó a mí. Me preguntaba si todas las hadas tenían la misma predisposición al contacto físico. Mi prima se pidió una bandeja de comida: patatas fritas, nuggets de pollo, una especie de postre y una bebida azucarada.

– ¿En qué clase de problemas está metido Niall? -pregunté, yendo directa al grano-. ¿Qué clase de enemigos tiene? ¿Son todos hadas, o hay otros tipos de seres feéricos?

Hubo un momento de silencio, mientras los hermanos advirtieron mi brusco humor. Mis preguntas no les sorprendieron en absoluto, detalle que me pareció significativo de por sí.

– Nuestros enemigos son hadas -dijo Claudine-. Los demás seres feéricos no se inmiscuyen en nuestra política como norma, a pesar de que todos seamos variantes de una misma cosa; del mismo modo que los pigmeos, los caucásicos o los asiáticos son variantes del mismo ser humano. -Parecía triste-. Somos menos que antes. -Abrió una sobrecillo de kétchup y vertió su contenido sobre las patatas fritas. Se metió tres en la boca. Vaya si tenía hambre.

– Podría llevar horas explicar todo nuestro linaje -continuó Claude, pero sin excluirme de la conversación. Simplemente evocaba un hecho-. Provenimos de una estirpe de hadas que reivindica su parentesco con el cielo. Nuestro abuelo, tu bisabuelo, es uno de los pocos supervivientes de nuestra familia real.

– Es un príncipe -dije, puesto que era una de las pocas cosas que sabía. «Príncipe Azul. Príncipe Valiente. Príncipe de la Ciudad». El título estaba revestido de mucho peso.

– Sí, pero hay otro príncipe: Breandan. -Claude lo pronunció como «Brean-DAUN». Diantha lo había mencionado-. Es el hijo del hermano mayor de Niall, Rogan. Rogan reivindicó el parentesco con el mar, y por ello extendió su influencia sobre todos los seres del agua. Hace poco, Rogan se fue a la Tierra Estival.

– Murió -me tradujo Claudine, antes de que le cogiera un poco de pollo.

Claude se encogió de hombros.

– Sí, Rogan ha muerto. Era el único que podía contener a Breandan. Y deberías saber que Breandan fue quien… -Pero Claude se paró a media frase, ya que su hermana había posado la mano sobre su brazo. Una mujer que le estaba dando a un crío unas patatas fritas nos observó con curiosidad, al llamarle la atención el repentino gesto de Claudine. Ella le miró de un modo que podría producir ampollas en la pintura. Él asintió, ella retiró su mano y la conversación se reanudó.

– Breandan tiene serias discrepancias políticas con Niall.

Él…

Los mellizos se miraron el uno a la otra. Finalmente, Claudine asintió.

– Breandan cree que todos los humanos con sangre de hada deberían ser erradicados. Cree que cada vez que uno de los nuestros se acuesta con un humano, perdemos parte de nuestra magia.

Me aclaré la garganta, tratando de desembarazarme del nudo de temor que la bloqueaba.

– Así que Breandan es un enemigo. ¿Hay algún miembro real más por parte de Niall? -pregunté con voz ahogada.

– Un príncipe menor, aunque el título no tiene traducción -dijo Claude-. Nuestro padre, Dillon, hijo de Niall, y su primera esposa, Branna. Nuestra madre se llama Binne. Si Niall se va a la Tierra Estival, Dillon lo sustituirá como príncipe. Pero tiene que esperar, por supuesto.

Los nombres no me sonaban de nada. El primero sonaba casi como Dylan, y el segundo como Bl-nah.

– Deletréamelos, por favor -dije.

– B-I-N-N-E. D-I-L-L-O-N-pronunció Claudine-. Niall no era feliz con Branna, y le llevó mucho tiempo querer a nuestro padre Dillon. Niall prefería a sus hijos medio humanos. -Sonrió para asegurarme que ella no tenía problemas con los humanos, pensé.

Niall me contó una vez que era su única familiar viva. Pero no era verdad. Niall se había dejado arrastrar por las emociones, sin respetar los hechos. Tenía que recordarlo. Claude y Claudine no parecían culpar a Niall por su parcialidad con respecto a mí, lo cual me suponía un enorme alivio.

– ¿Y quién está de parte de Breandan? -pregunté.

– Dermot -dijo Claudine. Me miró con expectación.

Conocía ese nombre. Pugné por recordar dónde lo había oído.

– Es el hermano de mi abuelo Fintan -dije lentamente-. El otro hijo de Niall con Einin. Pero es medio humano. -Einin había sido una humana seducida por Niall hacía siglos (ella creyó que Niall era un ángel, lo que da una idea del buen aspecto que pueden tener las hadas cuando no necesitan parecer humanas). ¿Mi tío abuelo medio humano estaba intentando matar a su padre?

– ¿Te dijo Niall que Fintan y Dermot eran gemelos? -preguntó Claude.

– No -admití, sobrecogida.

– Dermot era cuatro minutos más joven. Los gemelos no eran idénticos, ya me entiendes -continuó. Disfrutaba de mi ignorancia-. Eran… -hizo una pausa, parecía confundido-. No me sale la palabra adecuada -dijo.

– De óvulos distintos. Vale, interesante, ¿y?

– En realidad -añadió Claudine, clavando la mirada en su pollo-, tu hermano Jason es la viva imagen de Dermot.

– Estás insinuando que… ¿Qué estás insinuando? -Estaba lista para soltar mi indignación, una vez supiera por qué.

– Lo único que decimos es que ésa es la razón por la que Niall siempre te ha preferido a ti con respecto a tu hermano -dijo Claude-. Niall quería a Fintan, pero Dermot desafió a Niall siempre que podía. Se rebeló abiertamente contra nuestro abuelo y juró lealtad a Breandan, a pesar de que éste lo despreciaba. Además de la similitud entre Dermot y Jason, que no obedece más que a un giro de los genes, Dermot es tan capullo como él. Ahora comprenderás por qué Niall no presume de parentesco con tu hermano.

Por un momento, sentí lástima por Jason, hasta que mi sentido común me despertó.

– Así que… ¿Niall tiene enemigos aparte de Breandan y Dermot?

– Cuentan con sus propios seguidores y socios, incluidos unos cuantos asesinos.

– Pero vuestros padres están de parte de Niall, ¿no?

– Sí. Hay otros, por supuesto. Todos somos gente del cielo.

– Entonces, tengo que vigilar mis espaldas ante cualquier hada, ya que podría atacarme por tener la sangre de Niall.

– Sí. El mundo feérico es demasiado peligroso. Sobre todo ahora. Esa es una de las razones por las que vivimos en el mundo de los humanos. -Claude miró a su hermana, que devoraba nuggets de pollo como si nunca hubiera comido.

Claudine tragó, se limpió la boca con una servilleta y dijo:

– Esto es lo más importante -tomó otro trozo de pollo y se lo metió en la boca, haciendo una señal para que Claude prosiguiera.

– Si ves a alguien que se parece a tu hermano, pero que no es él… -empezó a decir él. Claudine tragó.

– … corre como si te llevara el diablo -me aconsejó ella.

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