Capítulo 6

El cuerpo de Crystal recuperó su aspecto humano en cuanto le quitaron los clavos de las manos y los pies. Vi cómo lo hacían desde el otro lado de la cinta policial. El proceso atrajo la horrorizada atención de todos los presentes. Incluso Alcee Beck dio un respingo. Ya llevaba esperando horas; tuve tiempo de hojear los periódicos dos veces, encontré una novela de bolsillo en la guantera y pude leer casi un tercio, y además mantuve una superficial conversación con Tanya acerca de la madre de Sam. Tras el refrito de noticias, su tema de conversación prácticamente se limitó a Calvin. Deduje que se había mudado a vivir con él. Había conseguido un trabajo a media jornada en la oficina principal de Norcross de administrativa. Le gustaba el horario y, según explicó, no tenía que estar todo el día de pie.

– Suena bien -dije cortésmente, a pesar de que odio ese tipo de trabajos. ¿Trabajar con la misma gente todos los días? Acabas conociéndolos demasiado bien. Al final sería inevitable meterme en sus pensamientos y acabaría deseando alejarme de ellos por saberlo todo de sus vidas. En el bar siempre había gente diferente, y eso me mantenía distraída-. ¿Cómo os ha ido la Gran Revelación? -pregunté.

– Yo lo comenté en Norcross al día siguiente -respondió-. Cuando descubrieron que me transformaba en zorro, les hizo gracia. -Parecía disgustada-. ¿Por qué siempre son los animales grandes los que se llevan la mejor prensa? En la planta, Calvin goza de un profundo respeto entre sus compañeros. Yo no paro de escuchar chistes malos acerca de uñas llenas de musgo.

– No es justo -convine, tratando de sonreír.

– Calvin está completamente destrozado por lo de Crystal -dijo Tanya de repente-. Era su sobrina favorita. Se sintió fatal cuando se vio que era una cambiante tan débil. Y por los críos. -Crystal era producto de una larga cadena endogámica y le costaba un mundo convertirse en animal y revertir el proceso cuando quería volver a su forma humana. También había sufrido varios abortos. La única razón por la que le habían permitido casarse con Jason era que resultaba obvio que probablemente nunca podría dar a luz a un purasangre.

– Puede que el bebé ya estuviese condenado antes del asesinato, o que abortara durante el mismo -dije-. Quizá quienquiera que le hiciera esto no lo sabía.

– Ella no lo ocultaba, aunque tampoco lo exhibía -explicó Tanya, moviendo la cabeza-. Era muy picajosa con la comida, porque quería mantener la figura. -Volvió a menear la cabeza, en una expresión amarga-. Pero, en serio, Sookie, ¿acaso importa que el asesino lo supiese o no? El final es el mismo. El bebé está tan muerto como Crystal, que murió sola y asustada.

Tanya tenía toda la razón.

– ¿Crees que Calvin podrá identificar al que lo ha hecho con el olor? -pregunté.

Tanya parecía incómoda.

– Había muchos olores -contestó-. No sé cómo podrá distinguir el del culpable. Y, mira, todos la están tocando. Algunos de ellos llevan guantes de goma, pero también huelen. Mira, ahí está Mitch Norris ayudando a bajarla. Y ése es uno de los nuestros. Así que, ¿cómo va a poder averiguarlo Calvin?

– Además, podría ser cualquiera de ellos -dije, apuntando con la cabeza hacia el grupo reunido alrededor de la muerta. Tanya me lanzó una mirada afilada.

– ¿Insinúas que podrían estar implicados oficiales de policía? -preguntó-. ¿Sabes algo?

– No -dije, lamentando haber abierto la bocaza-. Es sólo que… no sabemos nada seguro. Supongo que pensaba en Dove Beck.

– ¿Es con quien se había acostado ese día?

Asentí.

– Ese tipo grande de ahí… El tipo negro con traje. Ese es Alcee, su primo.

– ¿Crees que podría haber tenido algo que ver?

– La verdad es que no -respondí-. Sólo… especulaba.

– Apuesto a que Calvin ha tenido la misma idea -dijo-. Calvin es muy inteligente.

Asentí. Calvin no llamaba la atención por nada especial, y no había ido a la universidad (yo tampoco), pero tenía la cabeza muy bien amueblada.

En ese momento, Bud llamó con señas a Calvin, quien salió de la camioneta y se dirigió hacia el cuerpo, que habían depositado sobre una camilla, dentro de una bolsa de cadáveres abierta. Calvin se acercó al cadáver con cuidado, con las manos a la espalda para no tocar a Crystal.

Todos lo observamos, algunos con desdén y asco, otros con indiferencia o interés, hasta que terminó.

Se irguió, se volvió y deshizo el camino hasta la camioneta. Tanya salió del vehículo para recibirlo. Lo rodeó con sus brazos y alzó la cabeza para mirarlo. Él agitó la cabeza. Bajé la ventanilla para escuchar.

– No he podido sacar mucho de los restos -confesó-. Había demasiados olores. Sólo olía a pantera muerta.

– Volvamos a casa, Calvin -dijo Tanya.

– Vale. -Ambos me hicieron un gesto con la mano para indicarme que se iban, y enseguida me encontré sola frente al aparcamiento, aguardando. Bud me pidió que abriera la entrada de los empleados del bar. Le entregué las llaves. Volvió al cabo de unos minutos para decirme que estaba bien cerrada y que no había señales de que hubiese habido intrusos desde el cierre. Me devolvió las llaves.

– ¿Entonces podemos abrir? -pregunté. Unos cuantos vehículos de la policía habían dejado el lugar y daba toda la sensación de que el proceso estaba llegando a su fin. Estaba dispuesta a seguir esperando si cabía la posibilidad de abrir pronto.

Pero cuando Bud me dijo que podría llevar dos o tres horas más, decidí volver a casa. Me puse en contacto con todos los empleados localizables, y cualquier cliente potencial podría deducir que el bar estaba cerrado a la vista de la cinta policial. Quedándome allí no hacía más que perder el tiempo. Los agentes del FBI, que se habían pasado horas pegados a sus móviles, parecían más interesados en el crimen que en mi persona, lo cual era para celebrar. Puede que acabasen olvidándome.

Dado que nadie parecía estar vigilándome o importándole lo que hiciera, arranqué el coche y me marché. No tenía el cuerpo para hacer ningún recado, así que volví derecha a casa.

Hacía ya tiempo que Amelia se había marchado a trabajar a la agencia de seguros, pero Octavia estaba en casa. Había abierto la tabla de planchar en su habitación. Estaba enzarzada con los bajos de un par de pantalones que acababa de acortar, y tenía al lado un montón de blusas listas para la plancha. Supuse que no existía ningún conjuro para deshacerse de las arrugas. Me ofrecí para llevarla a la ciudad, pero dijo que el viaje que había hecho con Amelia había satisfecho todas sus necesidades. Me invitó a sentarme en la silla de madera junto a la cama mientras planchaba.

– Se plancha más deprisa si hay alguien con quien hablar -dijo. Parecía tan sola que me hizo sentir culpable.

Le conté cómo había ido la mañana, y las circunstancias de la muerte de Crystal. En su tiempo, Octavia había visto cosas horribles, así que no se escandalizó. Dio las respuestas adecuadas y mostró la conmoción que cualquiera esgrimiría, en realidad ella no había conocido a Crystal. Pero estaba segura de que algo le rondaba la mente.

Octavia depositó la plancha y se puso delante de mí.

– Sookie -anunció-. Necesito un trabajo. Sé que soy una carga para ti y Amelia. Solía tomar prestado el coche de mi sobrina de día, cuando trabajaba de noche, pero desde que me he mudado aquí tengo que recurrir a vosotras para cualquier cosa. Sé que a vosotras la situación os cansa. Solía limpiar la casa de mi sobrina y cocinar, además de ayudar con los críos, en pago por la habitación, pero Amelia y tú sois tan limpias y ordenadas que mi aportación apenas sirve de nada.

– Me alegra que estés con nosotras, Octavia -dije, no del todo honesta-. Nos has ayudado de muchas maneras. ¿Recuerdas que me quitaste de encima a Tanya? Y ahora parece estar enamoradísima de Calvin. No creo que moleste más. Sé que te sentirías mejor si tuvieras trabajo, y puede que surja algo. Mientras tanto, aquí no molestas. Ya se nos ocurrirá algo.

– He llamado a mi hermano a Nueva Orleans -dijo para mi asombro. Ni siquiera sabía que tuviera un hermano-. Dice que la aseguradora ha decidido indemnizarme. No es mucho, teniendo en cuenta que lo he perdido casi todo, pero será suficiente para comprarme un buen coche de segunda mano. Aunque allí ya no me queda nada por lo que volver. No pienso reconstruir mi casa y no hay muchas viviendas que me pueda permitir sola.

– Lo siento -dije-. Ojalá pudiera hacer algo, Octavia. Ayudar a que las cosas te fuesen más fáciles.

– Ya has conseguido que las cosas me sean más fáciles -aseguró-. Te lo agradezco mucho.

– Oh, vamos -dije, entristecida-. Es gracias a Amelia.

– Lo único que sé hacer es magia -explicó Octavia-. Me alegró mucho poder ayudarte con lo de Tanya. ¿Crees que recuerda algo?

– No -contesté-. No creo que recuerde que Calvin la trajo aquí o lo del conjuro. Tampoco creo que yo llegue a ser su mejor amiga, pero pienso que no volverá a hacerme la vida imposible.

Una mujer llamada Sandra Pelt, con la que tenía ciertas cuentas pendientes, había enviado a Tanya para sabotearme. Dado que Calvin se había encaprichado con ella, Amelia y Octavia echaron mano de su magia para liberarla de la influencia de Sandra. Seguía siendo algo abrasiva, pero entendí que ésa era su naturaleza.

– ¿Crees que deberíamos hacer una reconstrucción para descubrir quién mató a Crystal? -se ofreció Octavia.

Me lo pensé. Traté de imaginar los preparativos de una reconstrucción ectoplásmica en el aparcamiento del Merlotte's.

Pensé que tendríamos que encontrar al menos una bruja más, ya que era una zona muy amplia y no estaba segura de si Octavia y Amelia podrían hacerlo solas. Aunque lo probable es que pensaran que serían capaces.

– Me temo que nos verían -dije al fin-. Y eso podría ser malo para ti y para Amelia. Además, no sabemos dónde se produjo realmente la muerte. Y es algo que hay que saber, ¿no? El lugar de la muerte.

– Sí -confirmó Octavia-. Si no murió en el aparcamiento, no serviría de gran cosa. -Parecía aliviada.

– Creo que, hasta la autopsia, no sabremos si murió allí o antes de que la crucificaran. -De todos modos, no me veía capaz de presenciar otra reconstrucción ectoplásmica. Había visto dos ya. Ver a los muertos, de forma difusa aunque reconocible, durante los últimos minutos de su vida era una experiencia indescriptiblemente escalofriante y deprimente.

Octavia reanudó la tarea de planchado y yo me fui a la cocina para calentar algo de sopa. Tenía que comer algo, y abrir una lata era todo el esfuerzo que podía permitirme.

Las horas que siguieron fueron de lo más deprimentes. No supe nada de Sam. No supe nada de la policía acerca de la apertura del Merlotte's. Los agentes del FBI no volvieron para hacerme más preguntas. Al final, decidí conducir hasta Shreveport. Amelia había vuelto del trabajo y se había unido a Octavia para hacer la cena cuando salí de casa. Era una escena de lo más hogareña; pero me sentía demasiado inquieta como para formar parte de ella.

Por segunda vez en dos días, me vi de camino a Fangtasia. No me permití pensar. Fui todo el camino con una emisora de góspel negro puesta, y las plegarias me hicieron sentir mejor con respecto a los acontecimientos del día.

Cuando llegué ya era de noche, aunque demasiado temprano para que el bar se encontrara lleno. Eric estaba sentado en una de las mesas de la sala principal, dándome la espalda. Bebía una TrueBlood y hablaba con Clancy, que, según tenía entendido, estaba por debajo de Pam en el escalafón. Clancy estaba de frente y se mofó de mí al verme acercarme a la mesa. No era ningún fan mío. Como era vampiro, no podía saber por qué, pero pensé que sencillamente no le caía bien.

Eric se volvió para ver cómo me acercaba y sus cejas se arquearon. Le dijo algo a Clancy, que se levantó y se fue al despacho. Eric esperó a que me sentase a la mesa.

– Hola, Sookie -saludó-. ¿Has venido para decirme lo enfadada que estás por lo de nuestro compromiso?

– No -respondí. Nos quedamos sentados en silencio durante un rato. Me sentía agotada, pero extrañamente en paz. Debería ponerme hecha una furia con Eric por su forma de gestionar la solicitud de Quinn y la presentación del cuchillo. Debería hacerle todo tipo de preguntas… pero era incapaz de reunir el ardor suficiente.

Sólo me apetecía sentarme a su lado.

Sonaba música; alguien había puesto la cadena de radio vampírica KDED. Los Animals cantaban The Night. Cuando terminó de beber y sólo quedó una marca rojiza en el interior de la botella, Eric posó su fría y pálida mano sobre la mía.

– ¿Qué ha pasado hoy? -preguntó con su voz tranquila.

Se lo conté, empezando por la visita del FBI. No me interrumpió para emitir exclamación o pregunta alguna. Incluso cuando terminé el relato con la bajada del cuerpo de Crystal, se quedó en silencio durante un rato.

– Un día ocupado, incluso para ti, Sookie -dijo finalmente-. En cuanto a Crystal, creo que nunca llegué a conocerla, y parece del todo prescindible.

Eric nunca cedía a la hipócrita cortesía. A pesar de que me gustaba, me alegraba de que no fuese un rasgo dominante.

– No creo que nadie sea prescindible -repliqué-. Aunque he de admitir que si tuviese que escoger a una persona para compartir un bote salvavidas conmigo, ella no habría figurado en mi lista.

La boca de Eric se retorció en una sonrisa.

– Pero -añadí- estaba embarazada. Ése es el asunto, y el bebé era de mi hermano.

– Las mujeres embarazadas valían el doble si se las mataba en mis tiempos -dijo Eric.

Casi nunca hablaba de su vida antes de su conversión.

– ¿A qué te refieres con que valían? -pregunté.

– En tiempos de guerra, o con los forasteros, podíamos matar tanto como quisiéramos -dijo-. Pero en las disputas entre nuestra propia gente, teníamos que pagar en plata si matábamos a alguien. -Daba la sensación de que excavaba en sus recuerdos con esfuerzo-. Si la persona muerta era una mujer embarazada, el precio era el doble.

– ¿Qué edad tenías cuando te casaste? ¿Tenías hijos? -Sabía que Eric se había casado, pero no conocía nada más de su vida.

– Me convertí en hombre a los doce -dijo-. Me casé a los dieciséis. Mi mujer se llamaba Aude. Aude tuvo…, tuvimos… seis hijos.

Contuve el aliento. Podía ver cómo contemplaba el enorme vacío que separaba su presente (un bar en Shreveport, Luisiana) y su pasado (una mujer muerta desde hacía mil años).

– ¿Vivieron? -pregunté con voz muy baja.

– Tres de ellos sí -dijo, y sonrió-. Dos chicos y una chica. Dos murieron al nacer. Y Aude y el sexto murieron en el parto.

– ¿Por qué?

Se encogió de hombros.

– Adquirieron unas fiebres. Supongo que debido a algún tipo de infección. Por aquel entonces, si la gente enfermaba, lo más probable es que muriera. Aude y el bebé murieron en un intervalo de horas. Los enterré en una tumba preciosa -explicó, orgulloso-. Mi mujer lucía mi mejor broche en el vestido, y deposité al bebé sobre su pecho.

Nunca me había resultado tan distinto a un hombre moderno.

– ¿Qué edad tenías?

Se lo pensó.

– Veintipocos -dijo-. Puede que veintitrés. Aude tenía más. Había sido la mujer de mi hermano mayor, y cuando éste murió en la batalla me correspondió a mí casarme con ella para que nuestras familias siguieran unidas. Pero siempre me gustó, y ella también estaba dispuesta. No era una cría tonta; había perdido dos bebés de mi hermano, y se alegraba de tener alguno más aún vivo.

– ¿Qué pasó con vuestros hijos?

– ¿Cuándo me convertí en vampiro?

Asentí.

– No podían ser muy mayores.

– No, eran pequeños. Ocurrió poco después de la muerte de Aude -dijo-. La echaba de menos, y necesitaba a alguien que los criase. Entonces no existían los amos de casa -se rió-. Tenía que salir a saquear. Tenía que asegurarme de que los esclavos cumplían con su trabajo en los campos. Necesitaba otra mujer. Una noche, fui a visitar a la familia de una muchacha que esperaba quisiera casarse conmigo. Vivía a una o dos millas. Tenía algunos bienes terrenales, mi padre era caudillo, me consideraban un hombre atractivo y era un guerrero, así que no era mal partido. Sus hermanos y su padre se alegraron de reunirse conmigo y ella parecía… agradable. Traté de conocerla un poco. Era una buena noche. Tenía bastantes esperanzas. Pero hubo mucha bebida, y el camino de vuelta a casa… -Hizo una pausa y vi cómo se le movía el pecho. Recordando sus últimos instantes como humano, trataba de tomar aliento-. Había luna llena. Vi a un hombre herido a un lado del camino. Normalmente hubiese mirado alrededor en busca de quienes le habían atacado, pero estaba bebido. Me acerqué para ayudarlo; seguro que imaginas lo que pasó a continuación.

– No estaba herido en realidad.

– Él no. Pero, poco después, yo sí. Estaba hambriento. Su nombre era Appius Livius Ocella. -Eric esbozó una sonrisa, aunque carente de todo sentido del humor-. Me enseñó muchas cosas, y la primera fue no llamarle nunca Appius. Decía que aún no lo conocía lo suficiente.

– ¿Y qué más?

– Me enseñó cómo llegar a conocerlo.

– Oh. -Supuse que había comprendido lo que me decía.

Eric se encogió de hombros.

– No estuvo tan mal… En cuanto dejamos el lugar lo supe. Con el tiempo, dejé de sufrir por los hijos y el hogar perdidos. Nunca había estado alejado de mi gente. Mis padres aún estaban vivos. Sabía que mis hermanos se encargarían de que mis hijos fuesen criados como era debido, y dejé riqueza suficiente como para que no se convirtieran en una carga. Estaba preocupado, por supuesto, pero de nada iba a servirme.

Tenía que mantenerme alejado. En aquellos días, en las aldeas pequeñas, ningún extranjero pasaba desapercibido, y si me aventuraba en las cercanías de donde vivía, me reconocerían y me darían caza. Sabrían en lo que me había convertido, o al menos sabrían que era una… aberración.

– ¿Adonde fuisteis Appius y tú?

– Nos dirigimos a las mayores ciudades que pudimos encontrar, que por aquel entonces no eran muchas. Siempre estábamos viajando, en paralelo a los caminos para poder cazar a los viajeros.

Me estremecí. Resultaba doloroso imaginarse a Eric, tan extravagante y sagaz, moviéndose furtivamente por los bosques en busca de sangre fácil. Y resultaba terrible pensar en los desafortunados a quienes tendía las emboscadas.

– No había demasiada gente -dijo-. Los aldeanos echarían de menos a sus vecinos de inmediato. Teníamos que movernos sin parar. Al principio, los jóvenes vampiros están tan hambrientos que, como me pasó a mí, matan aunque no sea su intención.

Respiré hondo. Eso era lo que hacían los vampiros; cuando eran jóvenes, mataban. En aquel entonces no había un sustitutivo de la sangre fresca. Era matar o morir.

– ¿Se portaba Appius Livius Ocella bien contigo? -¿Qué puede haber peor que ser el eterno compañero del hombre que te ha asesinado?

– Me enseñó todo lo que sabía. Había servido en las legiones y era un guerrero, como yo, así que algo teníamos en común. Le gustaban los hombres, por supuesto, y necesité tiempo para acostumbrarme a eso. Nunca lo había hecho. Pero cuando eres un retoño de vampiro, cualquier cosa sexual te parece excitante, así que hasta me permití disfrutar… con el tiempo.

– Tenías que obedecer -dije.

– Oh, él era infinitamente más fuerte… a pesar de que yo era más grande; más alto, con los brazos más largos. Hacía tantos siglos que era vampiro que había perdido la cuenta. Y, por supuesto, era mi señor. Tenía que obedecer. -Eric se encogió de hombros.

– ¿Es algo místico o una norma establecida? -le pregunté, cuando la curiosidad me había empapado del todo.

– Ambas cosas -dijo-. Es algo compulsivo, no te puedes resistir por mucho que quieras…, por muy desesperado que estés por salir huyendo. -Su blanco rostro estaba encerrado en sus cavilaciones.

No alcanzaba a imaginar a Eric haciendo algo que no quisiera desde una posición de servidumbre. Claro que ahora tenía un jefe; no era autónomo. Pero no debía inclinarse y arrastrarse, y tomaba la mayoría de sus decisiones.

– No puedo imaginarlo -dije.

– No te lo desearía. -Un extremo de su boca se torció hacia abajo dando lugar a una expresión abyecta. Justo cuando empezaba a sopesar la ironía de todo aquello, ya que quizá se había casado conmigo al estilo vampírico sin preguntarme, Eric cambió de tema, dando un portazo a su pasado-. El mundo ha cambiado mucho desde que yo era humano. Los últimos cien años han sido especialmente emocionantes. Y ahora los licántropos salen del armario, junto con los demás hijos de la doble estirpe. ¿Quién sabe? Quizá las brujas o las hadas sean las siguientes. -Me sonrió, aunque con un poco de rigidez.

Su idea me inspiró la feliz fantasía de ver a mi bisabuelo Niall de forma diaria. Me había enterado de su existencia tan sólo hacía unos meses y no habíamos tenido mucho tiempo para estar juntos. Pero saber que contaba con un ascendiente vivo era muy importante para mí. Tenía muy poca familia.

– Eso sería maravilloso -contesté melancólicamente.

– Querida, eso nunca ocurrirá-dijo Eric-. Las criaturas feéricas son las más secretas de todos los seres sobrenaturales. No quedan muchas en este país. De hecho, apenas quedan en el mundo. El número de sus hembras y su fertilidad desciende cada año. Tu bisabuelo es uno de los pocos supervivientes con sangre real. Jamás admitiría tratar con humanos.

– Pues habla conmigo -añadí, insegura de a qué se refería exactamente con «tratar».

– Porque compartes su sangre -respondió Eric con un meneo de la mano libre-. De no ser así, jamás hubieses sabido de su existencia.

Pues la verdad es que no. Niall no iba a pasarse por el Merlotte's para tomar un trago y una cesta de pollo y estrechar las manos de los parroquianos. Miré a Eric con tristeza.

– Ojalá ayudase a Jason -deseé-. Jamás pensé que diría esto. A Niall no parece gustarle en absoluto, pero Jason tendrá muchos problemas a raíz de la muerte de Crystal.

– Sookie, si lo que quieres es saber lo que pienso, no tengo ni idea de por qué mataron a Crystal. -Y tampoco le importaba demasiado. Al menos, con Eric una sabía a qué atenerse.

De fondo, el DJ de la KDED decía:

– A continuation, And It Rained All Night, de Thom Yorke.

Mientras Eric y yo habíamos mantenido nuestra conversación, los sonidos del bar parecían haber enmudecido en la lejanía. Ahora volvían de golpe.

– La policía y las panteras buscarán al culpable -dijo-. Me preocupan más los agentes del FBI. ¿Qué persiguen? ¿Quieren arrestarte? ¿Pueden hacer eso en este país?

– Querían identificar a Barry. Después querían saber de lo que él y yo éramos capaces y cómo lo hacíamos. A lo mejor tenían instrucciones para pedirnos que trabajásemos para ellos y la muerte de Crystal interrumpió la conversación antes de que pudieran hacerlo.

– Y tú no quieres hacer eso. -Los brillantes ojos azules de Eric estaban cargados de intención-. No quieres irte.

Saqué mi mano de debajo de la suya. Vi cómo mis manos se aferraban la una a la otra.

– No quiero que muera nadie porque yo no esté dispuesta a ayudar -dije. Noté que los ojos se me llenaban de lágrimas-. Pero soy lo bastante egoísta para no querer ir adondequiera que me manden en busca de gente moribunda. No soportaría ver desastres todos los días. No quiero dejar mi casa. He tratado de imaginar cómo sería, qué tareas me encargarían. Y me da un miedo atroz.

– Quieres ser dueña de tu propia vida -dijo Eric.

– Tanto como cualquier otro.

– Justo cuando me convenzo de que eres muy sencilla, dices algo complejo -comentó.

– ¿Es una queja? -pregunté con una sonrisa fallida.

– No.

Apareció una voluminosa chica de gran mandíbula y exhibió una libreta de autógrafos ante Eric.

– ¿Le importaría darme una firma? -dijo. Eric le regaló una deslumbrante sonrisa e hizo unos garabatos en la página en blanco-. Gracias -añadió ella sin aliento, y volvió a su mesa. Sus amigas, todas mujeres apenas con edad suficiente para estar en el bar, vitorearon su valor y ella enseguida se puso a contarles todos los detalles de su encuentro con un vampiro. Cuando acabó, una camarera se acercó a su mesa y recibió el encargo de otra ronda. El personal estaba muy bien formado.

– ¿En qué estaba pensando? -me preguntó Eric.

– Oh, estaba muy nerviosa y pensaba que eras maravilloso, pero… -pugné por traducir la idea en palabras-. No guapo de una manera que le resultase auténtica. Piensa que nunca podrá aspirar a tenerte. Es muy… Creo que no se tiene en muy alta estima.

Se me pasó uno de esos destellos de fantasía. «Eric se acercaría a ella, le haría una reverencia, le daría un casto beso en la mejilla y pasaría de sus insignificantes amigas. Ese gesto haría que los demás hombres del bar se preguntaran qué habrá visto el vampiro en esa chica que a ellos se les haya escapado. De repente, la sencilla chica se sentiría abrumada con la atención de los hombres testigos de la interacción. Sus amigas la respetarían porque Eric lo había hecho. Su vida cambiaría».

Pero no pasó nada de eso, por supuesto. Eric se olvidó de la chica tan pronto como acabé de hablar. Tampoco creía que ocurriría como en mi fantasía, aunque la abordase. Sentí una punzada de decepción ante el hecho de que los cuentos de hadas no se hacen realidad. Me pregunté si mi feérico bisabuelo habría escuchado alguna de esas historias que tildamos de hadas. ¿Contaban los padres feéricos a sus hijos cuentos de humanos? Estaba dispuesta a apostar a que no.

Me desconecté por un instante, como si diera un paso atrás frente al escaparate de mi vida y la contemplara desde la lejanía. Los vampiros me debían dinero y favores por mis servicios. Los licántropos me habían declarado amiga de la manada por mi ayuda durante la recién terminada guerra. Estaba comprometida con Eric, lo que parecía significar que era su prometida, o incluso novia. Mi hermano era un hombre pantera. Mi bisabuelo era un hada. Me llevó un rato volver a meterme en mi piel. Mi vida era demasiado extraña. Volvía a tener esa sensación de pérdida de control, como si fuese demasiado rápido como para poder frenar.

– No hables con los del FBI a solas -decía Eric-. Llámame si aparecen de noche. Llama a Bobby Burnham si lo hacen de día.

– ¡Pero si me odia! -exclamé, arrastrada de vuelta a la realidad y, por ende, no demasiado cauta-. ¿Por qué debería llamarlo?

– ¿Qué?

– Bobby me odia -aseguré-. Estaría encantado si los federales me metiesen en algún búnker subterráneo en Nevada durante el resto de mi vida.

El rostro de Eric se quedó helado.

– ¿Eso ha dicho?

– No ha hecho falta. Soy capaz de saber cuándo alguien piensa que soy escoria.

– Tendré que hablar con Bobby.

– Eric, no hay ninguna ley que impida que le caiga mal a alguien -dije, recordando lo peligroso que podía ser quejarse ante un vampiro.

Se rió.

– A lo mejor yo promulgo esa ley -respondió con sorna, dejando que su acento se notara más que de costumbre-. Si no das con Bobby (y estoy seguro de que te ayudará), deberías llamar al señor Cataliades, aunque ahora está en Nueva Orleans.

– ¿Le va bien? -No sabía nada del abogado semidemonio desde el derrumbe del hotel de los vampiros en Rhodes.

Eric asintió.

– Nunca ha estado mejor. Ahora representa los intereses de Felipe de Castro en Luisiana. Te ayudará si se lo pides. Le caes muy bien.

Almacené ese dato para darle vueltas más tarde.

– ¿Sobrevivió su sobrina? -pregunté-. ¿Diantha?

– Sí -respondió Eric-. Estuvo enterrada doce horas; los del rescate sabían que estaba allí pero se encontraba atrapada bajo unas vigas. Llevó tiempo retirarlas. Al final, la sacaron.

Me alegraba saber que Diantha seguía viva.

– ¿Y el abogado Johann Glassport? -pregunté-. Tenía algunas contusiones, según el señor Cataliades.

– Se recuperó del todo. Recibió su paga y desapareció en las entrañas de México.

– Lo que se gana en México se pierde en México -dije. Me encogí de hombros-. Supongo que es el abogado quien se queda con el dinero cuando muere quien te contrata. Yo nunca recibí mi paga. Puede que Sophie-Anne pensara que Glassport hizo más por ella, o que éste tuviese la audacia de pedírselo aunque hubiese perdido las piernas.

– No sabía que no te habían pagado. -Eric volvía a parecer decepcionado-. Hablaré con Victor. Si Glassport recibió lo suyo por sus servicios a Sophie, tú también deberías. Sophie ha dejado grandes propiedades y ningún heredero. El rey de Victor tiene una deuda contraída contigo. Escuchará.

– Eso sería ideal -dije. Quizá soné demasiado aliviada.

Eric me lanzó una afilada mirada.

– Sabes -me recordó- que si necesitas dinero, sólo tienes que pedirlo. No quiero que padezcas por una necesidad, y te conozco de sobra para saber que no pedirías dinero para nada frívolo.

Por su tono, casi no parecía que para él eso fuera una virtud.

– Aprecio que pienses eso -dije, consciente de que la voz se me tensaba-. Sólo quiero lo que se me debe.

Hubo un prolongado silencio entre ambos, a pesar de que el bar mostraba sus habituales niveles de ruido alrededor de la mesa de Eric.

– Dime la verdad -dijo el vampiro-. ¿Es posible que hayas venido hasta aquí para pasar un rato conmigo sin más? Aún no me has dicho lo enfadada que estás conmigo por lo del cuchillo. Al parecer no vas a hacerlo, al menos esta noche. Aún no he hablado contigo de mis recuerdos de los días que pasamos juntos cuando me ocultaste en tu casa. ¿Sabes por qué acabé tan cerca de allí, corriendo por esa carretera bajo ese frío?

Su pregunta era tan inesperada que no pude articular palabra. No estaba segura de querer conocer la respuesta. Pero al final conseguí decir:

– No, no lo sé.

– La maldición de la bruja, la que activó cuando Clancy la mató…, consistía en que permaneciese cerca de lo que mi corazón más deseara sin siquiera saberlo. Una maldición horrible y que Hallow debió de crear con gran sutileza. En su libro de conjuros algunas páginas tenían las esquinas dobladas.

No podía decir nada. Aunque pensé en ello.

Era la primera vez que iba a Fangtasia simplemente para hablar, sin ser convocada por alguna razón que concerniese a los vampiros. ¿Era por el vínculo de sangre o por algo más natural?

– Supongo… que sólo quería algo de compañía -dije-, no revelaciones que me alteraran el corazón.

Sonrió.

– Eso es bueno.

Yo no estaba tan segura.

– Sabes que no estamos realmente casados, ¿verdad? -pregunté. Tenía que decir algo, tanto como olvidar todo el asunto, como si nunca hubiese pasado-. Sé que ahora los vampiros y los humanos pueden casarse, pero yo no reconozco esa ceremonia, ni tampoco el Estado de Luisiana.

– Lo que sé es que, si no lo hubiera hecho, ahora mismo estarías sentada en un cuartucho de Nevada, escuchando a Felipe de Castro hacer negocios con los humanos.

Odio que mis sospechas sean correctas.

– Pero lo salvé -dije, procurando no sollozar-. Le salvé la vida, y me prometió que contaba con su amistad. Creía que eso implicaba su protección.

– Quiere protegerte manteniéndote a su lado, ahora que sabe de lo que eres capaz. Quiere aprovechar todas las ventajas que le procuraría tenerte frente a mí.

– Menuda gratitud. Tenía que haber dejado que Sigebert acabara con él. -Cerré los ojos-. Maldita sea, es que no levanto cabeza.

– Ahora no puede tenerte -dijo Eric-. Estamos casados.

– Pero, Eric… -Se me ocurrieron tantas objeciones a ese arreglo que ni siquiera supe por dónde empezar. Me había prometido no discutir por aquello esa noche, pero el asunto era tan ineludible como un gorila de una tonelada. No podía fingir que no estaba-. ¿Y qué pasa si conozco a otra persona? ¿Qué pasa si tú…? Eh, ¿cuáles son las reglas básicas de estar oficialmente casados? Dímelo.

– Esta noche estás demasiado alterada y cansada para mantener una conversación racional -dijo Eric.

Se echó la melena tras los hombros y se oyó cómo una mujer de una mesa cercana exclamaba de admiración.

– Comprende que ahora él no puede ponerte una mano encima, que nadie puede a menos que me lo pidan antes. Bajo pena de muerte. Y es ahí donde mi inmisericordia estará al servicio de ambos.

Respiré hondo.

– Vale, tienes razón. Pero aquí no acaba el tema. Quiero saberlo todo sobre nuestra nueva situación, y quiero saber que puedo salir de esto si no lo soporto.

Sus ojos parecían tan azules como un despejado cielo de otoño, e igual de puros.

– Lo sabrás todo cuando quieras saberlo -dijo.

– ¿Sabe algo el nuevo rey acerca de mi bisabuelo?

La cara de Eric se petrificó.

– No soy capaz de predecir las reacciones de Felipe si lo descubre, mi amor. Bill y yo somos los únicos que lo sabemos por el momento. Y así debe seguir.

Extendió la mano para coger la mía de nuevo. Podía sentir cada músculo, cada hueso, a través de su fría piel. Era como hacer manitas con una estatua, una estatua preciosa. De nuevo, me sentí extrañamente tranquila durante unos minutos.

– Tengo que marcharme, Eric -dije, triste, aunque no por irme. Se inclinó hacia delante y me besó ligeramente sobre los labios. Cuando eché mi silla hacia atrás, él se levantó para acompañarme hasta la puerta. Sentía como las aspirantes me taladraban con miradas de envidia hasta la salida de Fangtasia. Pam estaba en su puesto y nos miró con una gélida sonrisa.

Para que la escena no se pasara de empalagosa, añadí:

– Eric, cuando vuelva en mí, regresaré para darte una soberana patada en el culo por ponerme en esta situación.

– Cielo, puedes patearme el culo cuando quieras -contestó, encantador y se volvió de regreso a su mesa.

Pam puso los ojos en blanco.

– Vaya dos -dijo.

– Eh, que esto no es porque yo lo quiera -me defendí, aunque no fuese del todo cierto. Pero era una buena salida, y me aproveché de ella para salir del bar.

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