A la mañana siguiente, Andy Bellefleur llamó para autorizar la reapertura.
Para cuando se quitó el precinto policial, Sam ya estaba en Bon Temps. Me alegré tanto de ver a mi jefe que los ojos se me humedecieron. Llevar el Merlotte's había sido mucho más difícil de lo que habría imaginado. Había que tomar muchas decisiones cada día y que mantener contenta a un montón de gente: clientes, trabajadores, distribuidores, repartidores… El tipo que le llevaba los temas fiscales a Sam llamó y no pude responder a sus preguntas. Había que pagar la factura de los gastos en tres días, y yo no tenía poderes para firmar cheques. Había que depositar mucho dinero en el banco. Era casi día de paga.
A pesar de la tentación de soltarle todos esos problemas a Sam en cuanto entró por la puerta de atrás del bar, respiré hondo y le pregunté por su madre.
Después de abrazarme a medio gas, Sam se dejó caer sobre su crujiente silla, tras el escritorio. Giró sobre sí mismo para mirarme de frente. Apoyó los pies sobre el borde del escritorio con un gesto de alivio.
– Habla, camina y está mejorando -dijo-. Por primera vez, no tenemos que inventarnos una historia para explicar por qué se cura tan rápido. La llevamos a casa esta mañana y ya está intentando hacer sus tareas. Ahora que mis hermanos se han acostumbrado a la idea, le están bombardeando con preguntas. Hasta parecen un poco celosos porque yo haya heredado el rasgo familiar.
Sentí la tentación de preguntarle por la situación legal de su padrastro, pero Sam parecía muy ansioso por volver a su rutina normal. Aguardé un instante para ver si sacaba el tema. No lo hizo. En vez de ello, me preguntó por las facturas. Con un suspiro de alivio, le puse al día de las cosas que requerían su atención. Le había dejado una nota en el escritorio con mi mejor letra.
El primer asunto de la lista era el hecho de que había contratado a Tanya y a Amelia para suplir la salida de Arlene por las noches.
Sam lo miró con tristeza y dijo:
– Arlene ha trabajado para mí desde que compré el bar. Será muy extraño no tenerla por aquí. En estos últimos meses no ha dejado de dar la tabarra, pero tenía la esperanza de que volvería a ser ella misma tarde o temprano. ¿Crees que se lo pensará?
– Es posible, ahora que has regresado -dije, aunque albergaba serias dudas al respecto-. Pero se ha vuelto muy intolerante. No creo que pueda trabajar para un cambiante. Lo siento, Sam.
Meneó la cabeza. Su humor sombrío no era ninguna sorpresa, dada la situación de su madre y la reacción no precisamente entusiasta del pueblo americano ante el lado más extraño de su mundo.
Me fascinaba la idea de que, en el pasado, yo tampoco fui consciente de ello. No me había dado cuenta de que algunas de las personas a las que conocía eran licántropos porque sencillamente no concebía tal posibilidad. Puedes malinterpretar cualquier pista mental que recibes si no comprendes su procedencia. Siempre me había preguntado por qué me costaba tanto leer a algunas personas, por qué unas mentes daban unas imágenes tan distintas de otras. Simplemente no se me había ocurrido que esas mentes fuesen de personas que fueran capaces de convertirse en animales.
– ¿Crees que bajará el negocio por mi condición o el asesinato? -preguntó Sam. Entonces se sacudió y añadió-: Lo siento, Sook. No recordaba que Crystal era tu cuñada.
– Nunca fui fan suya precisamente, como bien sabes -dije, con toda la naturalidad posible-. Pero creo que lo que le han hecho es horrible, al margen de cómo fuese ella.
Sam asintió. Nunca había visto su cara tan triste y seria. Sam era una criatura luminosa.
– Oh -exclamé, levantándome para marcharme. Me detuve y empecé a mecerme de un pie a otro. Respiré hondo-. Por cierto, Eric y yo estamos casados. -Si pensaba que mi salida iba a ser discreta, me equivocaba de cabo a rabo. Sam se incorporó de un salto y me agarró de los hombros.
– ¿Qué has hecho? -preguntó. Estaba más serio que nunca.
– No he hecho nada -dije, perpleja ante su vehemencia-. Ha sido cosa de Eric. -Le conté lo del cuchillo.
– ¿No pensaste que el cuchillo podía tener algún significado?
– No sabía que era un cuchillo -dije, empezando a sentirme bastante molesta, pero logrando mantener una voz calmada-. Bobby no me reveló nada. Supongo que él tampoco lo sabía, así que no pude leérselo en la mente.
– ¿Y tu sentido común? Sookie, eso ha sido una soberana estupidez.
No era precisamente la reacción que me hubiera esperado de un hombre por el que me había preocupado tanto, alguien por quien había trabajado como loca durante días. Me arrebujé en mi dolor y orgullo.
– En ese caso, deja que esta estúpida se vaya a casa para que no tengas que soportar mi idiotez por más tiempo -dije, intentando que mi voz mantuviera el tipo-. Supongo que me quedaré allí, ahora que has vuelto y que no tengo que pasar aquí cada condenado minuto de mi día para que las cosas sigan funcionando.
– Lo siento -rogó, pero era demasiado tarde. Ya estaba acelerada, y dispuesta a largarme del Merlotte's.
Salí por la puerta trasera antes de que nuestro parroquiano más bebedor pudiera contar hasta cinco. Me subí en mi coche y puse rumbo a casa. Estaba enfadada, triste, y algo me decía que Sam tenía razón. Es en situaciones así cuando una más se enfada, ¿no? Cuando una se da cuenta de que ha cometido una estupidez. Las explicaciones de Eric no habían disipado mis preocupaciones precisamente.
Tenía previsto trabajar esa noche, así que sólo disponía de tiempo hasta entonces para aclararme las ideas. La posibilidad de no presentarme estaba del todo descartada. Por mucho que Sam y yo estuviésemos de morros, debía trabajar.
No estaba preparada para quedarme en casa, donde tendría que dar vueltas a mis propios y encontrados sentimientos.
Así que giré y me dirigí a Prendas Tara. Hacía mucho que no veía a mi amiga Tara después de que se fugara con J.B. du Rone. Pero mi brújula interior me orientaba hacia ella. Para mi alivio, estaba sola en la tienda. McKenna, su «ayudante», no trabajaba a jornada completa. Tara apareció desde la trastienda al oír sonar la campanilla de la entrada. Al principio pareció un poco sorprendida de verme, pero enseguida su sorpresa se convirtió en una sonrisa. Nuestra amistad había pasado por sus altibajos, pero en ese momento las cosas estaban bien. Genial.
– ¿Qué tal? -preguntó Tara. Estaba muy atractiva con su jersey de calceta. Tara es más alta que yo, y muy guapa, aparte de una excepcional empresaria.
– He cometido una estupidez y no sé cómo sentirme al respecto -dije.
– Cuéntame -ordenó, y nos sentamos a la mesa donde tenía todos los catálogos de bodas. Me acercó una caja de pañuelos. Tara sabe muy bien cuándo estoy a punto de llorar.
Le conté la larga historia, comenzando por el incidente de Rhodes, donde intercambié sangre con Eric en la que resultó ser una de demasiadas veces. Le hablé del extraño vínculo que compartimos como consecuencia.
– A ver si lo entiendo -dijo-. ¿Se ofreció a tomar tu sangre para evitar que te chupara un vampiro que era incluso peor que él?
Asentí mientras me secaba los ojos.
– Eso sí que es sacrificio. -Tara había tenido sus propias experiencias con vampiros. Su sarcasmo no me cogió por sorpresa.
– Créeme, lo que hizo Eric fue de lejos el menor de dos males -le aseguré.
De repente caí en la cuenta de que en ese momento sería libre si quien hubiese tomado mi sangre esa noche hubiese sido Andre. Este había muerto por la bomba. Consideré durante un fugaz instante ese pensamiento y seguí adelante. Eso no había pasado y yo no era libre, pero las cadenas que me habían impuesto eran mucho más atractivas.
– ¿Y qué sientes por Eric? -me preguntó Tara.
– No lo sé -admití-. Hay cosas suyas que me encantan y otras que me ponen los pelos de punta. Y la verdad es que…, ya sabes…, lo ansío. Pero se aprovecha de cuanto dice que me conviene. Sé que se preocupa por mí, pero más aún por sí mismo. -Respiré hondo-. Lo siento, sólo divago.
– Por eso me casé con J.B. -dijo-. Para no tener que preocuparme por cosas como ésta. -Asintió para confirmarse la buena decisión.
– Bueno, tú ya te has quedado con él, así que yo no puedo hacer lo mismo -dije. Traté de sonreír. Estar casada con alguien tan simple como J.B. parecía relajante, pero ¿debía entenderse el matrimonio como sentarse en una mecedora? «Al menos, estar con Eric nunca era aburrido». Por dulce que fuese J.B., tenía una capacidad de entretenimiento muy limitada.
Además, Tara siempre tendría que estar a cargo de todo. Ella no era tonta, y el amor nunca la había cegado. Otras cosas, puede que sí, pero el amor no. Sabía que comprendía a la perfección las reglas de su matrimonio con J.B., y no parecía importarle. Para ella, ser el timonel resultaba tan reconfortante como beneficioso. A mí también me gustaba tener el control de mi propia vida (no quería pertenecer a nadie), pero mi concepto del matrimonio iba más por los derroteros de una asociación democrática.
– Resumiendo -dijo Tara, imitando a la perfección a uno de nuestros profesores del instituto-. Eric y tú habéis hecho cosas feas en el pasado.
Asentí. Vaya si las habíamos hecho.
– Ahora perteneces a toda la organización vampírica por un servicio que les hiciste. No quiero saber qué fue ni por qué lo hiciste.
Volví a asentir.
– Además, también le perteneces más o menos a Eric por el rollo ese de la sangre. Cosa que no tuvo por qué haber planeado por adelantado, por decir algo en su favor.
– Sí.
– ¿Y ahora te ha arrinconado hasta convertirte en su novia? ¿Su mujer? Pero tú no sabías lo que hacías.
– Así es.
– Y Sam te llamó estúpida por obedecer a Eric.
Me encogí de hombros.
– Sí, así es.
En ese momento, Tara tuvo que echar una mano a una clienta, pero sólo durante un par de minutos. Riki Cunningham quería pagar un vestido para la promoción de su hija que había reservado. Tara volvió a sentarse conmigo y siguió hablando.
– Sookie, Eric al menos se preocupa por ti en cierto modo y nunca te ha hecho daño. Podías haber sido más lista. No sé si no lo fuiste por culpa de ese vínculo que tienes con él o porque estás tan coladita por sus huesos que no haces las preguntas suficientes. Sólo tú puedes descubrirlo. Ningún humano tiene por qué saber nada del rollo del cuchillo. Y Eric no puede salir de día, así que tendrás mucho tiempo sin él para pensar. Además, también debe ocuparse de su propio negocio, así que no creo que vaya a estar detrás de ti a todas horas. Y los nuevos mandamases vampíricos tendrán que dejarte en paz porque quieren tener a Eric contento. No pinta tan mal, ¿verdad? -Me sonrió, y al cabo de un instante le devolví el gesto.
Empecé a animarme.
– Gracias, Tara -dije-. ¿Crees que a Sam se le pasará el cabreo?
– No esperes que se disculpe por decirte que te comportaste como una idiota -me advirtió-. Primero, porque es verdad, y segundo porque es un hombre. Es cosa de ese cromosoma. Pero vosotros dos siempre os habéis llevado bien, y te debe una por haber cuidado de su bar. Se le pasará.
Tiré mi pañuelo usado en la pequeña papelera que había junto a la mesa y sonreí, aunque estaba segura de que no había sido mi esfuerzo más memorable.
– Mientras tanto -dijo Tara-, yo también tengo noticias que darte. -Cogió aire.
– ¿Qué? -pregunté, encantada de volver a nuestra mejor sintonía de amistad.
– Voy a tener un bebé -anunció, y su cara se petrificó en una mueca.
Huy, terreno peligroso.
– No pareces loca de alegría -dije, cauta.
– No había planeado tener hijos nunca -explicó-, lo cual tampoco le suponía un problema a J.B.
– ¿Entonces…?
– Pues que a veces ni siquiera usando varios métodos anticonceptivos se evita esto -aseguró Tara, bajando la mirada a sus manos, que estaban dobladas sobre la portada de una revista de bodas-. Y no quiero abortar. Es nuestro. Así que…
– ¿Crees…, crees que cambiarás de idea y te alegrarás por esto?
Intentó sonreír.
– J.B. está muy contento. Le cuesta mantener los secretos. Pero yo he querido esperar a que pasen los primeros tres meses. Eres la primera a quien se lo digo.
– Te juro -dije, extendiendo la mano para posarla sobre su hombro- que serás una buena madre.
– ¿De verdad lo crees? -Parecía aterrada. Los viejos de Tara eran el tipo de padres que son tiroteados por sus descendientes. Su aborrecimiento de la violencia había impedido que ella adoptara ese camino, pero no creo que a nadie le hubiera sorprendido si papá y mamá Thornton hubiesen desaparecido una noche. Más de uno habría aplaudido.
– Sí, de verdad lo creo. -Era capaz de escuchar claramente desde su mente que Tara estaba dispuesta a limpiar todo lo que su madre había hecho con ella siendo la mejor madre posible para su hijo. En el caso de Tara, eso significaba mantenerse sobria, contener las bofetadas, hablar bien y ser todo elogios.
– Me presentaré a cada jornada de clases abiertas y a todas las conferencias de los profesores -dijo entonces, con una voz tan intensa que casi daba miedo-. Haré pastelitos. Mi hijo llevará ropa nueva. Calzará zapatos de su número. Se le pondrán sus vacunas y sus aparatos dentales. Empezaremos a ahorrar para la universidad la semana que viene. Le diré que le quiero cada maldito día.
Si eso no era el mejor plan para ser una buena madre, no imaginaba cuál podía ser.
Nos abrazamos y me levanté para marcharme. «Así es cómo deben ser las cosas», pensé.
Fui a casa. Me tomé un almuerzo tardío y me puse la ropa del trabajo.
Cuando sonó el teléfono, esperaba que fuese Sam con la intención de suavizar las cosas, pero la voz del otro lado de la línea pertenecía a un hombre mayor y no me era nada familiar.
– Hola, ¿está Octavia Fant, por favor?
– No, señor. Ha salido. ¿Quiere que le deje algún recado?
– Si no es molestia…
– Claro. -Había cogido el teléfono en la cocina, por lo que no me costó dar con un papel y un lápiz.
– Por favor, dígale que Louis Chambers ha llamado. Le doy mi número. -Me lo dictó lenta y cuidadosamente y se lo repetí para asegurarme de que lo había apuntado correctamente-. Dígale que me llame. No me importa que sea una llamada a cobro revertido.
– Me aseguraré de que reciba el mensaje.
– Gracias.
Hmmm. No podía leer la mente a través del teléfono, lo que normalmente consideraba todo un alivio. Pero no me habría importado averiguar algo más acerca del señor Chambers.
Cuando Amelia volvió a casa poco después de las cinco, Octavia estaba en el coche. Supuse que había estado recorriendo Bon Temps rellenando solicitudes de empleo mientras Amelia pasaba la tarde en la agencia de seguros. Esa noche le tocaba cocinar a Amelia, y aunque tenía que irme al Merlotte's en cuestión de minutos, disfruté viéndola en acción, preparando una salsa para los espaguetis. Entregué a Octavia su mensaje mientras Amelia cortaba cebollas y pimientos.
Octavia emitió un sonido ahogado y se quedó tan quieta que Amelia dejó de cortar y se unió a mí en la espera de que la mujer mayor alzara la mirada del trozo de papel y nos contara algo. Eso no llegó a pasar.
Tras un instante, me di cuenta de que Octavia estaba llorando y fui corriendo a mi habitación en busca de un pañuelo. Traté de entregárselo a Octavia con delicadeza, como si no hubiese percibido que nada fuese mal y tuviese un pañuelo casualmente en la mano.
Amelia bajó la mirada hasta la encimera y reanudó su tarea mientras yo echaba una mirada al reloj y rebuscaba mis llaves en el bolso, empleando un montón de tiempo innecesario en ello.
– ¿Parecía estar bien? -preguntó Octavia con voz ahogada.
– Sí -respondí. Era todo lo que podía decir de la voz que escuché al otro lado de la línea-. Parecía ansioso por hablar contigo.
– Oh, tengo que devolverle la llamada -dijo, perdiendo el control de la voz.
– Claro -la animé-. Tú marca ese número y no te preocupes por cobros revertidos ni nada; ya vendrá la factura del teléfono. -Miré a Amelia y le arqueé una ceja. Ella meneó la cabeza. Tampoco tenía la menor idea de lo que estaba pasando.
Octavia marcó el número con dedos temblorosos. Apretó el auricular contra su oreja al escuchar el primer tono. Supe cuándo Louis Chambers cogió el teléfono. Ella cerró los ojos con fuerza y apretó el auricular tanto, que los músculos de la mano amenazaron con salirse.
– Oh, Louis -exclamó, con la voz llena de una mezcla de alivio y asombro sin refinar-. Oh, gracias a Dios. ¿Estás bien?
En ese momento, Amelia y yo nos salimos de la cocina. Me acompañó hasta el coche.
– ¿Nunca habías oído hablar de ese Louis? -pregunté.
– Nunca hablaba de su vida privada cuando trabajamos juntas. Pero otras brujas me dijeron que Octavia tenía una pareja estable. No lo ha mencionado desde que llegó aquí. Se ve que no sabía nada de él desde el Katrina.
– Quizá pensó que no había sobrevivido -dije, y las dos abrimos mucho los ojos.
– Debe de haberlo pasado muy mal -afirmó Amelia-. Bueno, puede que pronto nos deje. -Trató de contener su alivio, pero pude leerlo claramente. Por mucho afecto que sintiese Amelia por su mentora mágica, me había dado cuenta de que, para ella, vivir con Octavia era como hacerlo con uno de sus profesores del instituto.
– Tengo que irme -dije-. Mantenme informada. Mándame un mensaje si surge algo nuevo. -Los SMS eran una de las nuevas habilidades que Amelia me había enseñado.
A pesar del aire helado, Amelia se quedó sentada en una de las tumbonas que habíamos sacado del trastero hacía poco para animarnos a participar de la primavera.
– En cuanto sepa algo-convino-. Esperaré aquí unos minutos y luego entraré a ver cómo está.
Me metí en el coche con la esperanza de que la calefacción surtiese efecto pronto. En medio de la creciente niebla, conduje hasta el Merlotte's. Vi un coyote por el camino. Normalmente son demasiado listos como para dejarse ver, pero éste trotaba por el lado de la carretera como si tuviese una cita en el pueblo. Quizá fuese un coyote de verdad, o puede que una persona con esa forma. Pensé en la cantidad de zarigüeyas, mapaches y armadillos aplastados en la carretera con los que me cruzaba ocasionalmente, y me pregunté cuántos cambiantes morían con sus formas animales de manera tan descuidada. Puede que muchos de los cadáveres que la policía etiquetaba como víctimas de asesinato fuesen cambiantes que habían sufrido un accidente en su forma animal. Recordé que todo rastro animal había desaparecido de Crystal cuando le quitaron los clavos y la bajaron de la cruz. Estaba dispuesta a apostar que esos clavos eran de plata. Eran tantas las cosas que no sabía.
Cuando entré por la puerta trasera del Merlotte's, hasta arriba de planes para reconciliarme con Sam, me encontré a mi jefe discutiendo con Bobby Burnham. Casi había oscurecido, así que Bobby debía de estar haciendo horas extra. Se encontraba en el pasillo, delante de la puerta del despacho de Sam. Estaba rojo y muy enfadado.
– ¿Qué está pasando? -dije-. ¿Quería hablar conmigo, Bobby?
– Sí. Este tipo no quería decirme cuál era su turno -contestó Bobby.
– Ese tipo es mi jefe y no tiene por qué decirle nada -espeté-. Aquí me tiene. ¿Qué tenía que decirme?
– Eric le ha mandado esta tarjeta y me ha ordenado que esté a su disposición siempre que me necesite. -Su rostro se puso más rojo todavía mientras me lo decía.
Si Eric pensaba que Bobby sería más humilde y complaciente después de una humillación pública, es que había perdido la cabeza. Ahora Bobby me odiaría por los siglos de los siglos, si es que llegaba a vivir tanto. Cogí la tarjeta y dije:
– Gracias, Bobby. Vuelva a Shreveport.
Antes de que la última sílaba saliese de mi boca, Bobby ya se había esfumado por la puerta trasera. Examiné el sobre blanco inmaculado y lo metí en el bolso. Alcé la mirada para encontrarme con los ojos de Sam.
– Como si te hiciese falta otro enemigo -dijo, y se metió en su despacho.
«Como si necesitase a otro amigo comportándose como un gilipollas», pensé. Ahí se iba nuestra oportunidad de echarnos unas risas a cuenta del desencuentro. Seguí a Sam para meter el bolso en el cajón que él mantenía vacío para las camareras. No intercambiamos una sola palabra. Fui al almacén para coger el delantal. Antoine estaba cambiando el suyo manchado por otro limpio.
– D'Eriq tropezó conmigo con una fuente llena de jalapeños y el jugo se derramó -dijo-. No soporto su olor.
– Ahhh -exclamé, resoplando-. No te culpo.
– ¿La madre de Sam está bien?
– Sí, ha salido del hospital -dije.
– Buenas noticias.
Mientras me ataba el delantal a la cintura, tuve la sensación de que Antoine estaba a punto de decir otra cosa, pero de ser así, cambió de opinión. Cruzó el pasillo para llamar a la puerta de la cocina y D'Eriq la abrió desde el otro lado para dejarle pasar. Antes, la gente se metía en la cocina por error demasiado a menudo, así que ahora la puerta siempre estaba cerrada con pestillo. Otra puerta salía de la cocina directamente a la parte de atrás, justo al lado del contenedor de basura.
Pasé delante del despacho de Sam sin siquiera mirar dentro. No le apetecía hablar conmigo; está bien, yo tampoco hablaría con él. Me di cuenta de que actuaba como una cría.
Los agentes del FBI seguían en Bon Temps, cosa que no debería haberme sorprendido. Esa noche se pasaron por el bar. Weiss y Lattesta estaban sentados uno frente a la otra en una de las mesas, con una jarra de cerveza y una cesta de pepinillos fritos entre ambos. Estaban manteniendo una conversación muy seria. Y en una mesa cercana, con un aspecto tan bello como remoto, estaba mi bisabuelo Niall Brigant.
Ese día tenía todas las papeletas para llevarse el título al más extraño. Resoplé y decidí atender a mi bisabuelo antes. Él se levantó mientras me acercaba. Tenía el pelo blanco y liso recogido por la nuca. Vestía un traje negro y una camisa blanca, como de costumbre. Esa noche, en vez de la corbata negra que solía ponerse, lucía una que le había regalado yo por Navidad. Era espectacular, roja y dorada, con franjas negras. Todo su ser brillaba. La camisa no era blanca sin más, sino más bien nívea y perfectamente almidonada. Y su abrigo no era sencillamente negro, sino que parecía impolutamente renegrido. Por sus zapatos no asomaba la menor mota de polvo, y la pléyade de diminutas arrugas que salpicaban su bello rostro no hacían sino destacar su perfección y el brillo de sus ojos verdes. La edad le sentaba estupendamente. Casi dolía mirarlo. Niall me rodeó con los brazos y me besó en la mejilla.
– Sangre de mi sangre -dijo, y le sonreí al pecho. Era tan dramático. Y le costaba tanto parecer humano. Había tenido ocasión de atisbarlo en su auténtica forma, y resultó casi cegador. Dado que nadie más en el bar estaba boquiabierto con su aspecto, deduje que nadie lo veía como yo.
– Niall -saludé-, me alegro mucho de verte. -Siempre me halagaba que viniese de visita. Ser la bisnieta de Niall era como serlo de una estrella del Rock; vivía una vida que apenas era capaz de imaginar, había estado en lugares que nunca conocería y tenía un poder que se me escapaba por completo. Pero de vez en cuando encontraba un rato para pasarlo conmigo, y esos momentos eran siempre como la Navidad.
– Esa gente que tengo delante no hace más que hablar de ti -dijo en voz baja.
– ¿Sabes lo que es el FBI? -La base de conocimientos de Niall era increíble. Era tan viejo que había dejado de contar a los mil, y a veces erraba las fechas por más de un siglo de diferencia, pero yo no podía saber muy bien cuánto conocía de la vida moderna.
– Sí -respondió-. El FBI. Una agencia gubernamental que reúne datos de infractores de la ley y terroristas dentro de los Estados Unidos.
Asentí.
– Pero tú eres una buena persona. No eres una asesina ni una terrorista -dijo, aunque no parecía creer que mi inocencia fuese a protegerme.
– Gracias -dije yo-. Pero no creo que quieran arrestarme. Creo que quieren saber cómo consigo las cosas gracias a mi particularidad mental y, una vez que se convenzan de que no estoy loca, querrán que trabaje para ellos. Por eso están en Bon Temps… pero se han quedado en vía muerta. -Y eso me recordó un doloroso asunto-. ¿Sabes lo que le pasó a Crystal?
Pero en ese momento otros clientes reclamaron mi atención y pasó un buen rato antes de que pudiera volver con Niall, que aguardaba pacientemente. Conseguía que la destartalada silla pareciese un trono. Retomó la conversación donde la habíamos dejado.
– Sí, sé lo que le ha pasado. -Su expresión no varió, pero noté la gelidez que exudaba. Si hubiese tenido algo que ver con la muerte de Crystal, me habría asustado mucho.
– ¿Cómo es que te afecta? -pregunté. Nunca le había prestado atención a Jason; de hecho, a Niall no parecía caerle bien.
– Siempre me interesa saber por qué alguien relacionado conmigo muere -dijo Niall. Su tono fue del todo impersonal, pero si estaba interesado, puede que fuese de ayuda. Cabría pensar que su intención era despejar a Jason de sospechas, ya que era tan bisnieto suyo como yo bisnieta, pero Niall nunca había dado muestras de querer encontrarse con Jason, y mucho menos de conocerlo bien.
Antoine tocó la campana de la cocina para indicarme que uno de mis pedidos estaba listo. Me apresuré en servir a Sid Matt Lancaster y a Bud Dearborn sus patatas fritas picantes con beicon y queso. El recientemente enviudado Sid Matt era tan mayor que supuse que sus arterias no podían endurecerse más de lo que estaban, y Bud nunca había sido aficionado a la comida sana.
Cuando pude volver con Niall, dije:
– ¿Tienes alguna idea de quién pudo hacerlo? Los hombres pantera también están buscando. -Deposité una servilleta extra sobre su mesa para parecer ocupada.
Niall no despreciaba a los hombres pantera. De hecho, aunque las hadas parecían considerarse independientes y superiores de las demás especies sobrenaturales, Niall al menos mostraba respeto por todo tipo de cambiantes; a diferencia de lo que sentía por los vampiros, a los que los consideraba ciudadanos de segunda.
– Echaré un vistazo por ahí. He estado ocupado, y por eso no te he visitado antes. Hay problemas. -Comprobé que su expresión se tornaba más seria incluso que de costumbre.
Oh, mierda, más problemas.
– Pero no tienes que preocuparte -añadió regiamente-. Me ocuparé de ello.
¿He dicho ya que Niall es un poco orgulloso? Pero no podía evitar preocuparme. En un momento tendría que servirle a alguien una bebida, y quería asegurarme de comprender lo que quería decir. Niall no se dejaba caer muy a menudo, y cuando lo hacía rara vez era para perder el tiempo. Puede que no tuviera otra oportunidad de hablar con él.
– ¿Qué está pasando, Niall? -pregunté sin rodeos.
– Quiero que te cuides especialmente. Si ves más hadas, aparte de mí, Claude o Claudine, llámame enseguida.
– ¿Por qué deberían preocuparme las hadas? -inquirí-. ¿Por qué iban a querer hacerme daño?
– Porque eres mi bisnieta. -Se levantó y supe que no recibiría más explicaciones.
Niall volvió a abrazarme y a besarme (las hadas son así de dulzonas) y abandonó el bar, bastón en mano. Mientras me disponía a seguirle, me pregunté si tendría una hoja afilada en la punta. O puede que fuese una varita mágica extra larga. O ambas cosas. Ojalá hubiésemos podido hablar más, o al menos me hubiese especificado más la advertencia.
– Señorita Stackhouse -pidió una amable voz de hombre-, ¿podría traernos otra jarra de cerveza y otra cesta de pepinillos?
Me volví hacia el agente especial Lattesta.
– Claro, será un placer -dije, con mi sonrisa automática.
– Era un hombre muy guapo -señaló Sara Weiss. Empezaba a notar los efectos de las dos jarras de cerveza que ya se había tomado-. Parecía diferente. ¿Es europeo?
– Sí que parece extranjero -convine, llevándome la jarra vacía para traerles otra llena, sin dejar de sonreír en ningún momento. Entonces, Catfish, el jefe de mi hermano, tiró un ron con cola con el codo y tuve que llamar a D'Eriq para que viniera con una fregona para limpiar el suelo y una bayeta para la mesa.
Después, dos idiotas con los que había ido al instituto se metieron en una pelea para decidir quién tenía el mejor perro de caza. Sam tuvo que separarlos. No tardaron en tranquilizarse, ahora que sabían lo que Sam era, lo que resultó ser un inesperado beneficio.
Gran parte de las conversaciones en el bar aquella noche trataron sobre la muerte de Crystal, como era de esperar. El hecho de que fuese una mujer pantera se había filtrado en el subconsciente del pueblo. La mitad de los parroquianos pensaba que la había matado alguien que odiaba a los recién revelados seres sobrenaturales. La otra mitad no estaba tan segura de que la hubieran matado por ser una mujer pantera. Eran los mismos que pensaban que su promiscuidad era razón más que suficiente. La mayoría de ellos daban por hecha la culpabilidad de Jason. Algunos se compadecían de él. Otros conocían a Crystal o a su reputación, y creían que las acciones de Jason eran justificables. La mayoría de ellos pensaban en Crystal desde el punto de vista de la culpabilidad o la inocencia de Jason. Encontré muy triste que la mayoría de la gente sólo la recordara por la forma en la que había muerto.
Tenía que ver a Jason o llamarlo, pero no me salía del alma. Su comportamiento durante los últimos meses había matado algo en mi interior. A pesar de que fuese mi hermano, y lo quisiera, y hubiera dado muestras de haber madurado, sentía que ya no tenía por qué apoyarle en todas las pruebas que le ponía la vida por delante. Deduje que aquello me convertía en una mala cristiana. A pesar de saber que no era una persona profundamente teológica, me pregunté si los momentos críticos de mi vida de un tiempo a esta parte no se reducían siempre a dos opciones: ser una mala cristiana o morir.
Siempre acababa escogiendo la vida.
¿Hacía lo correcto? ¿Existía otro punto de vista que pudiese arrojar más luz en mi camino? No se me ocurría a quién preguntar. Traté de imaginarme la cara de un ministro metodista si le preguntaba: «¿Sería mejor apuñalar a alguien para seguir de una pieza o dejar que te matase? ¿Sería mejor romper un juramento hecho ante Dios, o negarse a romper la mano de un amigo en mil pedazos?». Esas eran las encrucijadas a las que me había enfrentado. Puede que estuviese en deuda con Dios, o que me estuviese protegiendo como Él quería que lo hiciese. No tenía ni idea, y era incapaz de ahondar lo suficiente en mis pensamientos para alcanzar la verdad absoluta a todas mis preguntas.
¿Se reiría la gente a la que estaba sirviendo si supiera lo que estaba pensando? ¿Les haría gracia la ansiedad que me producía el estado de mi alma? Muchos de ellos probablemente me dirían que la mayoría de las situaciones están cubiertas por la Biblia, y que si dedicase más tiempo a leer el Libro, hallaría todas las respuestas.
Hasta el momento, eso no me había servido de gran cosa, pero no tenía ninguna intención de rendirme. Abandoné la espiral de mis pensamientos y me dediqué a escuchar a los que me rodeaban para dar un descanso a mi propio cerebro.
Sara Weiss pensaba que parecía una joven muy simple, y decidió que era extremadamente afortunada por haber recibido un don, tal como ella lo veía. Creía todo lo que Lattesta le había dicho que ocurrió en el Pyramid, ya que debajo de su práctica perspectiva de la vida había toda una vena mística. Lattesta también estaba prácticamente convencido de que yo era una parapsicóloga; había escuchado los relatos de los primeros equipos de auxilio de Rhodes con gran interés, y ahora que me había conocido pensaba que decían la verdad. Quería saber lo que era capaz de hacer por el país y su carrera. Se preguntaba si obtendría una promoción si conseguía que confiase en él lo suficiente como para convertirse en mi manipulador durante todo el tiempo que ayudase al FBI. Si conseguía captar a mi cómplice masculino también, su trayectoria hacia la cima estaría asegurada. Acabaría en un despacho de la sede del FBI en Washington. Lo tendría todo de cara.
Pensé en pedirle a Amelia que lanzase un conjuro sobre los agentes del FBI, pero eso era como hacer trampas. No eran seres sobrenaturales. No hacían más que seguir órdenes. No albergaban mala intención alguna; de hecho, Lattesta creía que me estaba haciendo un favor si conseguía sacarme de este rincón de provincias y me llevaba al mundo real, o al menos hasta un puesto de respeto en el FBI.
Como si a mí me importase nada de eso.
Mientras seguía con mis tareas, sonriendo y charlando con los clientes habituales, traté de imaginar cómo sería dejar Bon Temps con Lattesta. Habrían ideado algún tipo de test para comprobar mi fiabilidad. Al final, averiguarían que no soy parapsicóloga, sino telépata. Cuando descubrieran cuáles eran los límites de mi talento, me llevarían a lugares donde habrían ocurrido cosas horribles para encontrar supervivientes. Me meterían en habitaciones con agentes de Inteligencia de otros países o con americanos sospechosos de hechos terribles. Tendría que decir al FBI si esa gente era o no culpable de cualquier crimen que la agencia imaginase que habían cometido. Puede que tuviese que acercarme a asesinos en serie. Imaginé lo que vería en la mente de gente así y sentí náuseas.
Pero ¿no resultaría la información recabada de gran utilidad para la sociedad? Puede que supiese de planes criminales con antelación suficiente como para prevenir muertes.
Agité la cabeza. Mi mente empezaba a vagar demasiado lejos. Todo eso podía llegar a pasar. Sí, un asesino en serie eventualmente podría llegar a pensar dónde había enterrado a sus víctimas justo en el momento en el que yo estuviera escuchando sus pensamientos. Pero, a tenor de mi dilatada experiencia, la gente casi nunca pensaba en términos de «Sí, he enterrado ese cuerpo en el 1218 de Clover Drive, bajo el rosal» o «El dinero que robé está ingresado en mi cuenta bancaria suiza, número 12345». Y mucho menos: «Estoy planeando volar el edificio XYZ el 4 de mayo, y mis seis compinches son…».
Sí, podía hacer unas cuantas cosas buenas. Pero hiciera lo que hiciera, jamás colmaría las expectativas del Gobierno. Y nunca volvería a ser libre. No es que creyera que me iban a mantener en una celda, ni nada parecido; no soy ninguna paranoica. Pero estaba segura de que mi vida nunca volvería a ser mía.
Así que, de nuevo, me di cuenta de que quizá me estuviera comportando como una mala cristiana, o al menos como una mala estadounidense. Pero sabía que, a menos que me viera forzada a ello, no pensaba dejar Bon Temps con la agente Weiss y el agente especial Lattesta. Estar casada con un vampiro era, de lejos, mucho mejor opción.