Capítulo 2

Fui al Merlotte's por la mañana temprano (para mí, eso son las ocho y media) para comprobar la situación del bar, y me quedé para cubrir el turno de Arlene. Tendría que trabajar el doble. Afortunadamente, la clientela a la hora del almuerzo no fue muy numerosa. No sabía si se debía al anuncio de Sam o al natural devenir de los acontecimientos. Al menos pude hacer algunas llamadas mientras Terry Bellefleur (que iba empalmando distintos trabajos a tiempo parcial) se encargaba de la barra. Terry estaba de buen humor, o lo que podría identificarse como tal en él; era un veterano de Vietnam que lo había pasado muy mal en la guerra. En el fondo era un buen tipo, y siempre nos habíamos llevado bien. Estaba realmente fascinado con la revelación de los cambiantes; desde la guerra, Terry se llevaba mejor con los animales que con la gente.

– Apuesto a que por eso siempre me ha gustado trabajar con Sam -dijo Terry, y le sonreí.

– A mí también me gusta trabajar con él -admití. Mientras Terry se encargaba de que las cervezas siguieran fluyendo y no le quitaba un ojo a Jane Bodehouse, una de nuestras alcohólicas particulares, empecé a hacer llamadas para encontrar a una camarera sustituta. Amelia me dijo que trataría de ayudar un poco, pero sólo de noche, porque ahora tenía un trabajo diurno en una agencia de seguros cubriendo la baja por maternidad de una administrativa.

Llamé primero a Charlsie Tooten. Aunque se mostró muy comprensiva, me explicó que tenía que cuidar de su nieto mientras su hija trabajaba, así que estaba demasiado cansada como para echar un cable. Llamé a otra antigua empleada del Merlotte's, pero resultó que estaba trabajando en otro bar. Holly dijo que podría doblar el turno una vez, pero no más, ya que tenía que cuidar de su crío. Danielle, la otra camarera a jornada completa, se disculpó con lo mismo (en su caso, tenía una excusa doble, ya que eran dos los hijos que tenía).

Así que, finalmente, con un profundo suspiro que delataba al despacho vacío de Sam lo implicada que estaba, llamé a una de las candidatas a las que menos apreciaba: Tanya Grissom, mujer zorro y ex saboteadora. Me llevó un rato localizarla, pero tras contactar con un par de personas en Hotshot, pude encontrarla en la casa de Calvin. Tanya llevaba tiempo saliendo con él. El hombre me caía bien, pero cuando pensaba en esas casas arracimadas en el cruce, no podía evitar el escalofrío.

– Tanya, ¿cómo estás? Soy Sookie Stackhouse.

– Vaya. Hmmm. Hola.

No podía culparla por ser cauta.

– Una de las camareras de Sam lo ha dejado; ¿te acuerdas de Arlene? No le gustó el asunto de los cambiantes y se ha ido. Me preguntaba si te interesaría encargarte de un par de sus turnos, sólo temporalmente.

– ¿Ahora eres la socia de Sam?

No lo iba a poner fácil.

– No, sólo lo sustituyo. Ha tenido que salir por una urgencia familiar.

– Apuesto a que estaba de las últimas en tu lista.

Mi breve silencio habló por sí solo.

– Creo que podemos trabajar juntas -hablé por no callar.

– Tengo un trabajo ahora, pero podría ayudar un par de noches hasta que encontréis a alguien -dijo Tanya. Resultaba complicado inferir algo por su voz.

– Gracias. -Con ella contaba ya con dos sustitutas temporales, Amelia y Tanya, y yo podría hacerme cargo de las horas que a ellas no les viniesen bien. Nadie tenía por qué pasarlo mal-. ¿Puedes pasarte mañana para el turno de la noche? Si pudieras estar aquí a eso de las cinco, cinco y media, una de nosotras podría ponerte al día y trabajarías hasta el cierre.

Hubo un breve silencio.

– Allí estaré -accedió Tanya-. Tengo unos pantalones negros. ¿Tienes alguna camiseta que me valga?

– Sí, talla mediana.

– Eso bastará.

Y colgó.

Bueno, no podía esperar que se mostrara feliz por saber de mí o por echarme una mano, ya que nunca nos habíamos caído demasiado bien. De hecho, aunque no creía que lo recordase, hice que Amelia y su mentora, Octavia, la hechizaran. Aún temblaba al recordar cómo había alterado la vida de Tanya, pero no creo que hubiese tenido demasiadas alternativas. En ocasiones, hay que lamentarse de las cosas y seguir adelante.

Sam llamó mientras Terry y yo estábamos cerrando el bar. Estaba agotada. Me pesaba la cabeza y los pies me dolían.

– ¿Cómo van las cosas por allí? -preguntó Sam. Se le notaba el cansancio en la voz.

– Sobreviviendo -dije, tratando de parecer alegre y despreocupada-. ¿Qué tal tu madre?

– Sigue viva -contestó-. Habla y respira por su cuenta. El doctor ha dicho que cree que se recuperará bien. Mi padrastro está arrestado.

– Menudo lío -dije, genuinamente molesta por lo que le pasaba a Sam.

– Mi madre dice que debió contárselo antes -continuó-. Pero temía hacerlo.

– Bueno… y con razón, ¿no? Visto lo que ha pasado… Bufó.

– Piensa que si hubiese tenido una larga charla con él y si se hubiera transformado después de que él ya hubiese visto algo así en la televisión podría haber ido mejor.

Había estado tan ocupada en el bar que no había tenido tiempo de asimilar todas las reseñas televisivas sobre las reacciones mundiales ante esta segunda Gran Revelación. Me preguntaba cómo irían las cosas en Montana, Indiana o Florida. Me preguntaba si alguno de los famosos actores de Hollywood habría admitido que era un licántropo. ¿Y si Ryan Seacrest se convertía en un bichito peludo todas las noches de luna llena? ¿Y si les pasaba a Jennifer Love Hewitt o a Russell Crowe (lo que veía bastante probable)? Eso supondría una enorme diferencia en su aceptación pública.

– ¿Has visto a tu padrastro o has hablado con él?

– Todavía no. Me cuesta hacerme a la idea. Mi hermano se ha pasado a verle. Dice que Don se puso a llorar. No fue agradable.

– ¿Ha ido tu hermana?

– Está de camino. Tuvo algún problema para encontrar niñera -sonaba un poco dubitativo.

– Ella sabía lo de tu madre, ¿verdad? -dije tratando de mantener a raya mi incredulidad.

– No -respondió-. En muchos casos, los padres cambiantes no se lo dicen a los hijos que no estén afectados. Mis hermanos no sabían lo mío tampoco, ya que no estaban al corriente de lo de mamá.

– Lo siento -lamenté, lo que valía para un montón de cosas.

– Ojalá estuvieses aquí-me confesó Sam, cogiéndome por sorpresa.

– Me gustaría poder ayudarte más -dije-. Si se te ocurre cualquier cosa que pueda hacer, no dudes en llamarme a cualquier hora.

– Mantienes el negocio en marcha. Eso es más que suficiente -dijo-. Será mejor que duerma un poco.

– Vale, Sam. Hablamos mañana, ¿de acuerdo?

– Claro -contestó. Parecía tan agotado y triste que costaba un mundo no llorar.

Después de esa conversación me alegré de haber dejado de lado mis sentimientos personales y haber llamado a Tanya. Había sido lo correcto. El que hubieran disparado a la madre de Sam por lo que era…, bueno, sólo cambiaba la perspectiva de mi desprecio hacia Tanya Grissom.

Esa noche caí redonda sobre la cama, y creo que ni siquiera me moví una sola vez.

Estaba segura de que la tibia luz que había generado la llamada de Sam me acompañaría hasta el día siguiente, pero la mañana empezó con mal pie.

Sam siempre encargaba las provisiones y estaba al tanto del inventario. Obviamente, se había olvidado de que estaba esperando la entrega de unas cajas de cerveza. Recibí una llamada de Duff, el conductor del camión, y tuve que saltar de la cama e ir al Merlotte's a la carrera. De camino a la puerta, atisbé la luz intermitente del contestador automático, que no había comprobado la noche anterior por lo agotada que me encontraba. Pero ahora no tenía tiempo para revisar mensajes atrasados. Sólo pensaba en el alivio de que Duff me hubiese llamado a mí al ver que Sam no respondía.

Entré por la puerta trasera del Merlotte's y Duff metió las cajas con la carretilla y las depositó donde se supone que deben estar. No sin algunos nervios, firmé por Sam. Una vez acabado, cuando el camión había salido de la zona de aparcamiento, apareció Sarah Jen, la cartera, con el correo personal de Sam y el del bar. Acepté los dos. Sarah Jen venía con ganas de charlar. Ya había oído que la madre de Sam estaba en el hospital, pero no me sentí en la necesidad de detallarle las circunstancias. Era asunto de Sam. También quiso decirme que no le había sorprendido nada que Sam fuese un cambiante, ya que siempre había pensado que había algo extraño en él.

– Es un tipo majo -admitió Sarah Jen-, no digo que no. Pero… es algo extraño. No me sorprendió, la verdad.

– ¿En serio? Él siempre habla maravillas de ti -dije con tremenda dulzura, bajando la mirada para zanjar el tema. Noté como el regocijo flotaba por su mente con la misma claridad que si me hubiese mostrado una foto.

– Siempre ha sido muy amable -aseguró, viendo a Sam de repente con la perspectiva de una mujer más perceptiva-. Bueno, tengo que irme. He de terminar la ruta. Si hablas con él, dile que rezo por su madre.

Tras dejar el correo sobre el escritorio de Sam, Amelia llamó desde la agencia de seguros para decirme que Octavia la había telefoneado para preguntar si alguna de las dos podía acercarla al supermercado. Octavia, que lo había perdido casi todo durante el Katrina, estaba atrapada en casa sin coche.

– Tendrás que llevarla durante tu hora del almuerzo -dije, apenas capaz de contener mi rudeza hacia Amelia-. Tengo el día completo. Y hay más problemas de camino -añadí, mientras un coche aparcaba junto al mío en la zona de aparcamiento-. Es el recadero diurno de Eric, Bobby Burnham.

– Oh, quise decírtelo. Octavia me contó que Eric intentó localizarte en casa dos veces. Así que le dijo a Bobby dónde estarías esta mañana -me informó Amelia-. Pensó que quizá sería importante. Qué suerte la tuya. Vale, yo me encargo de Octavia. A ver cómo.

– Bien -contesté, tratando de no sonar tan brusca como me sentía-. Hasta luego.

Bobby Burnham salió de su Impala y caminó hacia mí. Su jefe, Eric, estaba vinculado a mí en una complicada relación basada no sólo en nuestra historia pasada, sino también por el hecho de que habíamos intercambiado sangre varias veces.

No había sido una decisión del todo consciente por mi parte.

Bobby Burnham era un capullo. A lo mejor Eric lo vendía.

– Señorita Stackhouse -dijo con pastosa cortesía-. Mi señor solicita que se presente en Fangtasia esta noche para una reunión con el lugarteniente del nuevo rey.

Esa no era la convocatoria o la conversación que habría previsto del sheriff vampiro de la Zona Cinco. Dado que teníamos algunos temas personales que discutir, imaginé que Eric me llamaría cuando la situación con el nuevo régimen se hubiese estabilizado y que tendríamos una especie de cita para hablar de los numerosos asuntos que nos incumbían a los dos. No me satisfizo esa convocatoria tan impersonal por parte de un lacayo.

– ¿Ha oído hablar de los teléfonos? -dije.

– Le dejó varios mensajes anoche. Me pidió que hablase con usted hoy, sin falta. Sólo cumplo órdenes.

– Así que Eric le ha pedido que conduzca hasta aquí y me pida que vaya al bar esta noche. -Aquello me parecía increíble hasta a mí.

– Sí-dijo-. «Localízala, entrégale el mensaje y sé amable». Y aquí estoy, siendo amable.

Decía la verdad, y eso lo mataba por dentro. Aquello casi bastaba para hacerme sonreír. No le caía nada bien a Bobby. La única razón para ello que se me ocurría era que consideraba que no era merecedora de la atención de Eric. Le disgustaba cualquier actitud que no fuese reverencial hacia el vampiro, y no alcanzaba a comprender por qué Pam, la mano derecha de Eric, me tenía aprecio cuando ni se dignaba a mirarle a él siquiera.

Yo no podía hacer nada por cambiar la situación, por mucho que me hubiese preocupado el disgusto de Bobby… Y además no era el caso. Pero Eric sí que me preocupaba. Tenía que hablar con él, y puede que así hasta yo lo superara. La última vez que lo había visto había sido a finales de octubre, y ya estábamos a mediados de enero.

– Pues tendrá que ser cuando termine aquí. Estoy a cargo del negocio temporalmente -dije, sin sonar satisfecha ni abatida.

– ¿Hasta qué hora? Quiere que te presentes a las siete. Victor también irá.

Víctor Madden era el representante del nuevo rey, Felipe de Castro. Había sido una conquista sangrienta, y Eric era el único sheriff del viejo régimen que conservaba el puesto. Para él, era importante llevarse bien con el nuevo régimen, era obvio. Aún no estaba segura de hasta qué punto era eso problema mío. Pero yo sí que me llevaba bien con Felipe de Castro debido a un feliz incidente, y quería que siguiese siendo así.

– Quizá pueda estar a las siete -respondí, tras meditarlo en silencio. Traté de no pensar en lo que me agradaría ver a Eric. Durante las últimas semanas, me había sorprendido más de diez veces ante la idea de coger el coche e ir a verle. Pero había conseguido reprimirme, porque me daba cuenta de que estaba luchando por mantener su posición con el nuevo rey-. Tengo que poner al día a la nueva… Sí, a las siete estará bien.

– Estará contento -dijo Bobby, logrando esculpirse una sonrisa.

«Tú sigue así, capullo», pensé. Y puede que mi forma de mirarlo lo delatase, porque, con el tono más sincero que pudo mantener, Bobby repitió:

– En serio, se alegrará mucho.

– Vale, mensaje entregado -zanjé-. Tengo que volver al trabajo.

– ¿Dónde está su jefe?

– Ha tenido un problema familiar en Texas.

– Oh, pensé que quizá los de la perrera le habrían echado el lazo.

Qué gilipollas.

– Adiós, Bobby -le despedí, dándome la vuelta para volver al bar por la puerta de atrás.

– Tome -dijo, y me volví de nuevo, irritada-. Eric indicó que necesitaría esto. -Me entregó un paquete envuelto en papel de terciopelo. Los vampiros no pueden regalar nada en una bolsa de Wal-Mart o un envoltorio de Hallmark, no señor. Terciopelo negro. El paquete estaba atado con un cordel dorado con borla, como esos que sirven para correr cortinas.

El mero hecho de sostenerlo me dio muy mala espina.

– ¿Qué se supone que es?

– No lo sé. No me han dicho que lo abra.

Odio que la gente ponga lo que «le han dicho» junto con «regalo» en la misma frase.

– ¿Qué tengo que hacer con esto?

– Eric especificó que le pidiera que se lo entregase esta noche delante de Victor.

Eric no hacía nada sin una buena razón.

– Está bien -dije, reticente-. Ahora sí que ya ha terminado su tarea aquí.

Cumplí el turno sin problemas. Todo el mundo necesitaba algo de ayuda, y eso era agradable. El cocinero había trabajado duro toda la jornada; era el decimoquinto que había pasado por el Merlotte's desde que yo estaba allí. Tuvimos todo tipo de humano imaginable: blanco, negro, hombre, mujer, mayor, joven, muerto (sí, un cocinero vampiro), de inclinación lupina (un licántropo, vamos) y probablemente uno o dos de los que me había olvidado por completo. Este cocinero, Antoine Lebrun, era muy agradable. Nos llegó sacudido por el Katrina. Aguantó más que los demás refugiados, que habían vuelto al golfo o se habían ido a otra parte.

Antoine rondaba los cincuenta, con uno o dos amagos de canas en su pelo rizado. Había trabajado en distintos puestos del estadio Superdome, según me dijo el día que lo contratamos, y los dos sentimos escalofríos. Con Antoine vino D'Eriq, el ayudante de cocina.

Cuando fui a la cocina para comprobar que tenía todo lo que necesitaba, Antoine me dijo que estaba muy orgulloso de trabajar para un cambiante, y que D'Eriq no paraba de hablar de las transformaciones de Sam y Tray. Después de salir del trabajo, D'Eriq recibió una llamada de su primo de Monroe, y ahora estaba deseando contarnos que la mujer de éste era una licántropo.

La reacción de D'Eriq era lo que yo esperaba que fuese la tónica mayoritaria. Hace dos noches, todo el mundo había descubierto que algún conocido personal era algún tipo de cambiante. Con suerte, si éste nunca había mostrado signos de locura o violencia, esa gente estaría dispuesta a aceptar que el fenómeno no era peligroso para el mundo. Y que era incluso emocionante.

No había tenido tiempo de comprobar las reacciones que se habían dado en el resto del mundo, pero al parecer, a tenor de cómo iban las cosas en casa, la televisión se mostraba tranquila al respecto. No tuve la sensación de que nadie fuese a lanzar cócteles explosivos contra el Merlotte's a causa de la naturaleza dual de Sam, y sabía que el negocio de reparaciones de Tray estaba a salvo.

Tanya llegó con veinte minutos de antelación, lo que le hizo ganar varios enteros en mi lista, y le dediqué una amable sonrisa. Cuando repasamos las cosas básicas, como las horas, la paga y las normas de Sam, le pregunté si le resultaba agradable estar de vuelta en Hotshot.

– Pues sí -dijo, algo sorprendida-. Las familias de Hotshot se llevan muy bien. Si hay algún problema, se reúnen para tratarlo. Los que no están de acuerdo con la vida allí, se van, como hizo Mel Hart. -Casi todo el mundo en Hotshot era un Hart o un Norris.

– Últimamente anda mucho con mi hermano -le conté, porque tenía cierta curiosidad por el nuevo amigo de Jason.

– Sí, eso he oído. Todo el mundo se alegra de que haya encontrado alguien con quien estar después de pasar tanto tiempo solo.

– ¿Por qué no encajaba allí? -pregunté sin rodeos.

– Tengo entendido que a Mel no le gusta compartir -dijo-, que es lo que hay que hacer cuando vives en una comunidad tan pequeña. Es muy… «Lo que es mío, es mío». -Se encogió de hombros-. Al menos eso es lo que se dice.

– Jason es igual -contesté. No podía leer la mente de Tanya muy claramente porque era de naturaleza dual, pero sí atisbaba sensaciones generales, y supe que las demás panteras se preocupaban por Mel Hart.

Supongo que les inquietaba que Mel hiciera algo de provecho en el gran mundo de Bon Temps. Hotshot era su pequeño universo privado.

Me sentí más contenta cuando terminé de informar sobre el trabajo a Tanya (que se notaba que tenía experiencia), y colgué mi delantal. Cogí mi bolso y el paquete de Bobby Burnham y salí a paso ligero por la puerta de empleados para dirigirme a Shreveport.

Puse las noticias mientras conducía, pero no tardé en cansarme de sucesos tristes. Así que escogí un CD de Mariah Carey y me sentí mejor. Canto peor que un gato ahogándose, pero me encanta destrozar letras mientras conduzco. Las tensiones de la jornada empezaron a difuminarse, sustituidas por un humor optimista.

Sam volvería pronto, su madre se recuperaría y su marido trataría de arreglarlo y le prometería amor eterno. El mundo se llenaría de colorines y canciones bonitas sobre cambiantes durante una temporada, y luego todo volvería a la normalidad.

¿No es acaso una idea pésima dejarse llevar por pensamientos como éstos?

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