Capítulo 9

Volví a casa más confundida que nunca. A pesar de querer a mi bisabuelo todo lo que era posible teniendo en cuenta el poco tiempo que hacía que nos conocíamos… y de estar dispuesta a quererlo más todavía, dispuesta a apoyarlo hasta el final porque era parte de mi familia…, aún no sabía cómo luchar en esa guerra, ni tampoco cómo esquivarla. Las hadas no querían ser conocidas en el mundo humano, así que nunca lo serían. No eran como los cambiantes o los vampiros, que querían compartir el planeta con nosotros. Las hadas no tenían ningún motivo para someterse a la política y las normas humanas. Podían hacer lo que les viniera en gana y regresar a su lugar oculto.

Por millonésima vez, deseé tener un bisabuelo normal en vez de esa versión improbable, gloriosa e inconveniente de príncipe feérico.

Entonces me avergoncé de mí misma. Debería estar contenta con lo que la vida me había dado. Esperaba que Dios no hubiese advertido mi desliz.

Apenas eran las dos y ya había tenido un día cargadito. En nada se estaba pareciendo a un día de libranza normal. Normalmente hacía la colada, limpiaba, leía, pagaba las facturas… Pero el día era tan bonito que quería pasarlo fuera de casa. Me apetecía hacer algo que me permitiese pensar al mismo tiempo. Estaba claro que había mucho sobre lo que meditar.

Miré los parterres que rodeaban la casa y decidí desbrozar un poco. Era la tarea que menos me gustaba, quizá porque se me había encomendado desde pequeña. Mi abuela siempre decía que había que criarnos para el trabajo. Tan sólo en su honor seguía cuidando de las flores, y con un suspiro me hice a la idea de quitarme de encima aquella labor. Empezaría con el parterre que había junto al camino, en la parte sur de la casa.

Fui al cobertizo metálico de las herramientas, el último de una serie que había servido a los Stackhouse desde que nos asentamos en ese sitio. Abrí la puerta con la habitual mezcla de placer y horror, ya que algún día tendría que decidirme a poner un poco de limpieza ahí dentro. Aún conservaba la vieja paleta de mi abuela; no había forma de decir quién la habría usado antes que ella. Era antigua, pero estaba tan bien cuidada que resultaba mejor que cualquier sustituta moderna. Entré en el sombrío cobertizo y encontré mis guantes de jardinería y la paleta.

Gracias a los documentales Antiques Roadshow, sabía que había gente que se dedicaba a coleccionar herramientas de granja antiguas. Mi cobertizo sería como una cueva de Aladino para cualquiera de esos coleccionistas. En mi familia no nos gustaba deshacernos de las cosas que aún funcionaban. A pesar de estar hasta los topes, el cobertizo se encontraba ordenado, siguiendo la tradición de mi abuelo. Cuando vinimos a vivir con él y la abuela, marcaba un sitio para cada herramienta, y exactamente allí era donde quería que se encontrase siempre, y así seguía siendo hasta la fecha. No me costó alcanzar la paleta, que sin duda era la herramienta más vieja del cobertizo. Era pesada, más afilada y estrecha que sus equivalentes modernas, pero su forma le resultaba muy familiar a mi mano.

Si hubiese sido realmente primavera, me habría puesto el bikini para conjugar el deber con el placer. Pero, aunque seguía brillando el sol, yo ya no tenía tan buen humor. Me enfundé los guantes de jardinería, ya que no quería arruinarme las uñas. Algunas de esas hierbas parecían dispuestas a resistirse. Una de ellas crecía con un denso y carnoso tallo, y esgrimía espinas en las hojas. Si se dejaba crecer más tiempo, florecería. Era muy fea y espinosa, y había que arrancarla de raíz. Había varias malas hierbas creciendo entre las incipientes cañas de Indias.

La abuela lo habría arreglado.

Me puse en cuclillas para empezar a trabajar. Con la mano derecha, hundí la paleta en la tierra blanda, aflojando las raíces de la mala hierba y tiré de ella con la izquierda. Agité el tallo para quitarle la tierra de las raíces y luego lo tiré a un lado. Antes de empezar, había encendido la radio del porche trasero. No pasó apenas tiempo hasta que me puse a cantar junto con LeAnn Rimes. Empecé a sentirme más despreocupada. En unos minutos, había acumulado una respetable pila de malas hierbas y la sensación de estar haciéndolo bien.

Si no hubiese hablado, las cosas habrían terminado de una manera muy diferente. Pero como estaba demasiado pagado de sí mismo, tuvo que abrir la boca. Su orgullo me salvó la vida.

Además, no fue a escoger las palabras más sabias. Decirle a alguien: «Disfrutaré matándote para mi señor» no era precisamente la mejor forma de presentarse.

Tengo buenos reflejos, así que me incorporé desde mi posición inclinada con la paleta en la mano y se la lancé contra el estómago. Se clavó directamente, como si fuese un arma específicamente diseñada para matar hadas.

Y eso resultó ser, porque la paleta era de hierro, y el tipo, un hada.

Di un salto hacia atrás y me mantuve medio agachada, con la paleta ensangrentada aún en la mano, a la espera de su siguiente movimiento. Estaba mirando la sangre que se filtraba entre sus dedos con una expresión de absoluto asombro, como si no pudiese creer que le hubiese fastidiado el plan. Luego me miró a mí, con unos enormes ojos azul pálido y un interrogante aún mayor dibujado en su expresión, como si quisiese saber si de verdad le acababa de hacer eso, si no se trataba de algún tipo de error.

Empecé a retroceder hasta las escaleras del porche sin quitarle la mirada de encima, pero ya no era ninguna amenaza. Al echar la mano hacia atrás para abrir la puerta de rejilla, mi pretendido asesino cayó sobre sus rodillas, aún sorprendido.

Me retiré al interior de la casa y cerré la puerta con pestillo. Me dirigí hacia la ventana de la cocina con piernas temblorosas y eché un ojo al exterior, inclinándome hasta donde la pila me lo permitía. Desde ese ángulo, sólo podía ver una parte del cuerpo caído.

– Vale -me dije en voz alta-. Vale. -Estaba muerto, o al menos eso parecía. Había sido todo tan rápido…

Quise coger el teléfono de la pared, pero noté que las manos me temblaban demasiado, y vi el teléfono móvil sobre la encimera, donde lo había dejado cargando. Dada la magnitud de la crisis, decidí llamar directamente al pez gordo. Pulsé la tecla de marcación rápida del secretísimo número de emergencia de mi bisabuelo. Pensé que aquella situación era justificación suficiente. Respondió una voz masculina que no era la de Niall.

– ¿Sí? -preguntó la voz con un tono cauto.

– Eh, ¿está Niall?

– Podría localizarle. ¿Cómo puedo ayudarte?

Calma, me dije, calma.

– ¿Podría contarle que acabo de matar a un hada, que está tirado en mi jardín y que no sé qué hacer con el cuerpo?

Hubo un momento de silencio.

– Sí, se lo diré.

– ¿Y podría ser lo antes posible? Porque estoy sola y bastante asustada.

– Sí, muy pronto.

– ¿Y vendrá alguien? -Madre de Dios, sí que sonaba a llorica. Puse la espalda rígida-. Quiero decir, puedo meterlo en el maletero de mi coche, supongo, o podría llamar al sheriff. -Quería impresionar al desconocido, demostrándole que no estaba del todo desvalida-. Pero como tenéis todo eso de manteneros en secreto, él no parecía llevar armas y, obviamente, no puedo demostrar que dijo que disfrutaría matándome.

– Tú… has matado a un hada.

– Eso he dicho. Hace un momento. -Vaya con el señor No-las-pillo-al-vuelo. Volví a mirar por la ventana-. Sigue inmóvil, muerto y bien muerto.

Esta vez, el silencio duró tanto que pensé que se me había ido el santo al cielo y me había perdido algo.

– ¿Perdone? -pregunté.

– ¿Lo dices en serio? Estaremos allí enseguida. -Y colgó.

No podía evitar mirar pero tampoco soportaba lo que veía. No era la primera vez que veía muertos, tanto humanos como no humanos. Y desde la noche que conocí a Bill Compton en el Merlotte's, había visto muchos más cadáveres de los que habría deseado. No culpaba a Bill por ello, por supuesto.

Tenía la piel de gallina por todo el cuerpo.

En apenas cinco minutos, Niall y otro hada al que no conocía emergieron del linde del bosque. Debe de haber algún tipo de portal por ahí. Puede que Scotty les hubiera teletransportado. O puede que yo no estuviese pensando con mucha claridad.

Los dos hadas se detuvieron cuando vieron el cadáver e intercambiaron unas palabras. Parecían asombrados. Pero no tenían miedo, y no actuaban como si esperasen que el tipo fuese a levantarse y plantarles cara, así que me arrastré hasta el porche trasero y la puerta de rejilla.

Sabían que estaba allí, pero siguieron inspeccionando el cuerpo.

Mi bisabuelo alzó un brazo y me cobijé debajo. Me apreté contra él y levanté la mirada para ver que sonreía.

Vale, eso sí que no me lo esperaba.

– Eres digna de tu familia. Has matado a mi enemigo -dijo-. Tenía mucha razón acerca de los humanos. -Parecía estar lleno de orgullo.

– ¿Y eso es bueno?

El otro hada rió y me miró por primera vez. Tenía el pelo del color del sirope de caramelo, a juego con los ojos, que se me antojaron desconcertantemente raros, aunque, al igual que el resto de hadas a las que había conocido, era despampanante. Tuve que reprimir un suspiro. Entre hadas y vampiros, yo estaba condenada a ser una mujer de lo más corriente.

– Me llamo Dillon -se presentó.

– Oh, el padre de Claudine. Encantada de conocerte. Supongo que tu nombre también significará algo -dije.

– Relámpago -explicó, y me dedicó una atractiva sonrisa.

– ¿Quién es éste? -pregunté, agitando la cabeza hacia el cadáver.

– Era Murry -dijo Niall-. Era amigo íntimo de mi sobrino Breandan.

Murry parecía muy joven a efectos humanos, aparentaba unos dieciocho años.

– Decía que estaba deseando matarme -les comenté.

– Pero le salió el tiro por la culata. ¿Cómo lo hiciste? -preguntó Dillon, con la misma tranquilidad que me habría pedido la receta de la masa de hojaldre.

– Con la paleta de mi abuela -dije-. De hecho hace tiempo que es de la familia. No es que seamos fetichistas de las herramientas de jardinería; es que funciona muy bien y no ha habido necesidad de comprar otra. -Me pierde la boca.

Ambos me miraron. No estaba segura de si pensaban que estaba loca o qué.

– ¿Podrías enseñarnos la herramienta? -solicitó Niall.

– Claro. ¿Os apetece un poco de té o algo? Creo que nos queda algo de Pepsi y limonada. -¡No, no, nada de limonada! ¡Los podría matar!-. Perdón, olvidad la limonada. ¿Té?

– No -dijo Niall, muy amable-. Mejor en otro momento.

Había soltado la maldita paleta entre las cañas de Indias. Cuando la recogí y se la acerqué, Dillon dio un respingo.

– ¡Es hierro! -gritó.

– No llevas los guantes puestos -reprendió Niall a su hijo y cogió la paleta. Tenía las manos cubiertas con una capa flexible transparente desarrollada por empresas químicas propiedad de las hadas. Con esa sustancia, eran capaces de salir al mundo humano con un mínimo grado de seguridad de que no caerían envenenados durante el proceso.

Dillon se resintió por la reprimenda.

– No, lo siento, padre.

Niall meneó la cabeza, como si Dillon le hubiese decepcionado, pero manteniendo toda su atención sobre la paleta. Por muy preparado que estuviese para manejar algo potencialmente venenoso para él, la sostenía con suma cautela.

– Lo atravesó con mucha facilidad -dije, y tuve que reprimir una repentina oleada de náuseas-. No sé por qué. Está afilada, pero no creo que tanto.

– El hierro puede atravesar nuestra piel como un chuchillo caliente la mantequilla -declaró Niall.

– Agh. -Bueno, al menos sabía que no me había vuelto súper fuerte de repente.

– ¿Te sorprendió? -preguntó Dillon. Aunque no tenía esas finísimas arrugas que conferían a mi bisabuelo incluso más belleza, apenas parecía un poco más joven que Niall, lo que convertía su relación en algo mucho más desconcertante. Pero, cuando bajé la mirada sobre el cadáver una vez más, volví a poner los pies en el suelo.

– Y tanto que lo hizo. Yo estaba enfrascada cortando las malas hierbas del parterre y de repente estaba junto a mí, diciéndome cuánto deseaba matarme. Yo nunca le había hecho nada. Y me asustó, así que me levanté y le ataqué con la paleta. Le di en el vientre -expliqué, pugnando aún con las arcadas que me llegaban del estómago.

– ¿Dijo algo más? -preguntó mi bisabuelo, intentando que sonase casual, pero parecía muy interesado en mi respuesta.

– No, señor -admití-. Parecía más bien sorprendido, y luego… murió. -Subí unos peldaños y me senté con pesadez en la escalera-. No es que me sienta culpable -seguí apresuradamente-. Pero quería matarme, parecía contento por ello y yo no le había hecho nunca nada. No lo conocía en absoluto, y ahora está muerto.

Dillon se arrodilló frente a mí. Me miró a la cara. No tenía un aspecto precisamente amable, pero sí menos indiferente.

– Era tu enemigo y ahora está muerto -dijo-. Es buena razón para el regocijo.

– No diría eso exactamente -repliqué. No sabía cómo explicarlo.

– Eres cristiana -dijo, como si acabase de descubrir que era hermafrodita o vegetariana.

– Sí, pero muy mala -afirmé apresuradamente. Sus labios se tensaron en lo que supe era un tremendo esfuerzo por no reírse. Yo no tenía muchas ganas de juerga, especialmente con el hombre que acababa de matar a pocos metros. Me pregunté durante cuántos años había paseado por el mundo Murry, ahora reducido a un montón sin vida, mientras su sangre manchaba la grava de mi camino. ¡Un momento! Ya no estaba. Se estaba convirtiendo en… polvo. No se parecía en nada a la desintegración gradual de los vampiros; era más bien como si alguien estuviese borrando a Murry.

– ¿Tienes frío? -preguntó Niall. No parecía extrañarle la desaparición del cuerpo.

– No, señor. Sólo estoy irritada. Quiero decir que estaba tomando el sol y después fui a ver a Claude y Claudine, y mira cómo estoy ahora. -No podía quitar la mirada del cuerpo cada vez más desvanecido.

– Has estado tomando el sol y trabajando en el jardín. A nosotros nos gusta el sol y el cielo -dijo, como si eso fuese una prueba de que tenía una relación especial con la parte feérica de la familia. Me sonrió. Qué guapo era. Cuando estaba con él, me sentía como una adolescente, una adolescente con acné y grasa de bebé. Pero en ese momento, me sentía más bien como una adolescente asesina.

– ¿Vais a recoger sus… cenizas? -pregunté. Me incorporé, tratando de parecer enérgica y decidida. Hacer algo me haría sentir un poco menos abatida.

Dos pares de ojos ajenos a mi mundo se me quedaron mirando inexpresivamente.

– ¿Por qué? -preguntó Dillon.

– Para enterrarlas.

Parecían horrorizados.

– No, en la tierra no -dijo Niall, procurando sonar menos asqueado de lo que estaba-. No lo hacemos así.

– Entonces, ¿qué vais a hacer con ellas? -Había un montón de polvo brillante en mi camino de grava y en el parterre, y aún quedaba un torso visible-. No quisiera parecer insistente pero Amelia podría aparecer en cualquier momento. Aunque no suelo recibir muchas visitas quizá vengan de UPS o los de los contadores.

Dillon miró a mi bisabuelo como si de repente me hubiese puesto a hablar en japonés. Niall se lo explicó:

– Sookie comparte su casa con otra mujer, y ella podría regresar en cualquier momento.

– ¿Vendrá alguien más a por mí? -pregunté, desviándome de la cuestión.

– Es posible -dijo Niall-. Fintan hizo mejor trabajo protegiéndote del que he hecho yo, Sookie. Incluso te protegió de mí, y eso que yo sólo quiero quererte. Pero no me quiso decir nunca dónde estabas. -Niall parecía triste, agobiado y cansado por primera vez desde que lo conocía-. He intentado mantenerte al margen de todo esto. Supongo que quería conocerte antes de que consiguieran matarme, e hice los arreglos a través del vampiro para que mis movimientos pasaran más desapercibidos… Pero al establecer ese encuentro, te he puesto en peligro. Puedes confiar en mi hijo Dillon. -Puso la mano sobre el hombro del hada más joven-. Si te trae un mensaje, puedes estar segura de que es mío. -Dillon sonrió de forma encantadora, mostrando unos dientes sobrenaturalmente blancos y afilados. Vale, por mucho que fuese el padre de Claude y Claudine, daba mucho miedo-. Volveremos a hablar pronto -dijo Niall, inclinándose para darme un beso. Su fino pelo brillante se derramó sobre mi mejilla. Olía maravillosamente, como todas las hadas-. Lo siento, Sookie -continuó-. Pensé que podría hacerles aceptar… Bueno, no pude. -Sus ojos verdes centellearon con la intensidad del lamento-. ¿Tienes…? ¡Sí, una manguera! Podríamos reunir todo el polvo, pero creo que sería más práctico que sencillamente… lo esparcieras.

Me abrazó y Dillon me dedicó un saludo burlón. Ambos se dirigieron hacia los árboles y se desvanecieron en la espesura, como los ciervos cuando te encuentras con ellos.

Así que eso era todo. Me dejaron en mi soleado jardín, sola, con un considerable montón de polvo brillante con forma de cuerpo sobre la grava.

Lo sumé a la lista de cosas extrañas que había hecho durante el día. Había atendido a la policía, tomado el sol, ido a un centro comercial con un par de hadas, cortado las malas hierbas y matado a alguien. Ahora tocaba retirar un cadáver reducido a polvo brillante. Y al día aún le quedaban horas.

Giré el grifo, desenrollé la manguera lo suficiente para llegar al punto deseado y oprimí la salida de agua para lanzar un fuerte chorro contra el polvo de hada.

Me sentía extraña.

– Cualquiera diría que me estoy acostumbrando -me dije en voz alta, desconcertándome más aún. No tenía ganas de sumar las personas a las que había matado, aunque técnicamente la mayoría no eran personas. Antes de los dos últimos años (puede que menos, si contaba los meses), nunca le había puesto un dedo encima a nadie movida por la ira, aparte de golpear a Jason en el estómago con mi bate de béisbol de plástico cuando le arrancaba el pelo a mis Barbies.

Me recompuse con fuerza. Lo hecho, hecho estaba. No había forma de volver atrás.

Quité el dedo de la salida de agua y giré el grifo hasta cerrarlo.

Costaba asegurarlo bajo los últimos rayos de sol de la jornada, pero juraría que había dispersado todo el polvo de hada.

– Aunque no de mi memoria -me confesé seriamente. Entonces tuve que ceder a la risa, y he de admitir que todo aquello parecía una locura. Estaba en mi jardín trasero, limpiando sangre de hada de mi camino mientras emitía serias declaraciones hacia mí misma. Sólo me quedaba recitar el monólogo de Hamlet que había tenido que memorizar en el instituto.

La tarde me había arrastrado con dureza a un lugar que no me gustaba.

Me mordí el labio inferior. Ahora que había superado definitivamente el golpe de saber que tenía un familiar vivo, debía afrontar el hecho de que el comportamiento de Niall era encantador (mayoritariamente), pero impredecible. Él mismo había admitido que me había puesto en un gran peligro sin saberlo. Quizá, antes de eso tendría que haber imaginado cómo era mi abuelo Fintan. Niall me había dicho que siempre había cuidado de mí sin hacerse notar, una idea escalofriante pero también emocionante. Niall era escalofriante y emocionante también. El tío abuelo Dillon parecía escalofriante a secas.

La temperatura caía a medida que avanzaba la oscuridad y entré en casa temblando. Puede que la manguera se helara esa noche, pero me importaba bien poco. Tenía ropa en la secadora y debía comer algo, ya que no había almorzado en el centro comercial. Se acercaba la hora de la cena. Tenía que concentrarme en las cosas pequeñas.

Amelia llamó mientras doblaba la colada. Me contó que estaba a punto de salir del trabajo y que iba a quedar con Tray para cenar e ir al cine. Me preguntó si quería acompañarlos, pero le dije que estaba ocupada. Amelia y Tray no necesitaban una sujetavelas, y yo no quería sentirme como una.

No me hubiese importado tener algo de compañía. Pero ¿qué podía aportar yo a una conversación social? «Vaya, esa paleta se le clavó en el estómago como si éste fuese gelatina».

Me encogí de hombros y traté de pensar en qué hacer a continuación. Compañía sin espíritu crítico, eso era lo que necesitaba. Echaba de menos al gato Bob (aquel que no había nacido gato y ya había dejado de serlo). Quizá podía hacerme con uno de verdad. No era la primera vez que me planteaba ir al refugio de animales. Pero, antes de hacerlo, sería mejor esperar a que pasase toda esa crisis con las hadas. No tenía sentido adoptar una mascota si sufría el riesgo de ser raptada o asesinada en cualquier momento, ¿verdad? No sería justo para el animal. Me sorprendí riendo, y supe que eso no podía ser buena señal.

Era hora de dejar de darle vueltas a la cabeza y de ponerse a hacer algo. Primero, limpiaría la paleta y la volvería a guardar. La llevé a la pila de la cocina, la fregué y la enjuagué. El hierro romo parecía adoptar un nuevo brillo, como un arbusto que recibe la lluvia tras una larga sequía. La sostuve bajo la luz y observé de cerca la vieja herramienta. Me estremecí.

Vale, había sido una sonrisa poco agradable. Desterré la idea y me relamí. Cuando consideré que la paleta estaba inmaculada, la volví a lavar y a secar. Me apresuré entonces por la puerta trasera, atravesé la oscuridad y la colgué en el lugar reservado para ella dentro del cobertizo de las herramientas.

Me pregunté si podría comprarme una nueva barata del "Wal-Mart. No estaba segura de poder usar la de hierro la próxima vez que quisiera mover bulbos de junquillo. Me sentiría como si usase una pistola para limarme las uñas. Dudé si dejar la paleta bien equilibrada en su respectivo clavo. Al final me decidí y volví a llevármela a casa. Hice una parada en la escalera, admirando las últimas vetas de luz durante unos momentos, antes de que me empezara a rugir el estómago.

Había sido un día interminable. Estaba dispuesta a quedarme delante del televisor con un plato de algo nada saludable mientras veía algún programa que no fuese de ninguna utilidad para mi cociente intelectual.

Oí como las ruedas de un coche mordían la grava mientras se aproximaban por el camino y fui a abrir la puerta de rejilla. Esperé en la puerta para ver de quién se trataba. Quienquiera que fuese, me conocía de algo, porque el coche vino directamente a la parte de atrás.

En un día lleno de sobresaltos, ahí venía otro: se trataba de Quinn, quien se suponía que no podía poner sus grandes pies en la Zona Cinco. Conducía un Ford Taurus de alquiler.

– Oh, genial -me dije. Hacía un momento ansiaba compañía, pero no aquélla. Por mucho afecto que le tuviera a Quinn y por mucho que lo admirara, la conversación con él prometía ser tan desagradable como el día que acababa.

Salió del coche y avanzó hacia mí con paso grácil, como siempre. Quinn es muy grande, va rapado al cero y tiene unos ojos tan púrpura como los pensamientos. Es uno de los pocos hombres tigre que quedan en el mundo, y puede que el único macho de su especie en el continente norteamericano. La última vez que lo vi, rompimos. No estaba orgullosa de cómo se lo dije ni del porqué, pero creí haber sido muy clara en cuanto al fin de nuestra relación.

Sin embargo allí estaba, y sus grandes y cálidas manos se posaron sobre mis hombros. Cualquier placer que hubiera podido experimentar al volver a verlo se desvaneció, ahogado por una oleada de ansiedad que me atravesó de lado a lado. Sentía que el aire se volvía más denso.

– No deberías estar aquí-le dije-. Eric ha rechazado tu solicitud, o eso me ha contado.

– ¿Te lo pidió primero? ¿Sabías que quería verte?

Ya había oscurecido lo suficiente como para que se activara la luz de seguridad exterior. La cara de Quinn era toda franjas de dureza que enmarcaban una mirada amarilla clavada en la mía.

– No, pero ése no es el tema -dije. Sentí la ira traspasando el aire. Y no era la mía.

– Yo creo que sí.

Estaba anocheciendo. No era el momento de enzarzarse en una discusión prolongada.

– ¿No lo zanjamos todo la última vez que hablamos?

No me apetecía montar otra escena, por muy bien que me cayese ese hombre.

– Dijiste que era todo lo que pensabas, nena. Yo creo que no.

Oh, genial. ¡Justo lo que necesitaba! Pero como sabía que la relación no había sido sólo cosa mía, conté hasta diez y contesté.

– Sé que no te di mucha cancha cuando te dije que no podíamos volver a vernos, Quinn, pero iba en serio. ¿Qué ha cambiado en tu situación personal? ¿Es que ahora tu madre puede cuidarse sola? ¿O ha madurado Frannie lo suficiente como para encargarse de ella si se escapa? -La madre de Quinn había pasado una racha horrible, acabando más o menos loca por ello. Bueno, dejémoslo en más. Su hermana, Frannie, era aún una adolescente.

Agachó la cabeza por un momento, como si se estuviese recomponiendo. Luego, volvió a mirarme directamente a los ojos.

– ¿Por qué eres más dura conmigo que con los demás? -inquirió.

– No es así -dije al instante, pero al momento me pregunté si tenía razón.

– ¿Le has pedido a Eric que deje Fangtasia? ¿Le has pedido a Bill que abandone su empresa informática? ¿Le has pedido a Sam que dé la espalda a su familia?

– ¿Qué…? -empecé, tratando de establecer la relación.

– Me estás pidiendo que deje de lado a otras personas a las que quiero, mi madre, mi hermana, para poder estar contigo -dijo.

– No te estoy pidiendo que hagas nada -me defendí, sintiendo que la tensión en mi interior ascendía hasta niveles intolerables-. Te dije que quería ser la primera en la vida de mi novio. Y pensé (sigo pensando) que tu familia ha de ser lo primero, porque tu hermana y tu madre no son precisamente mujeres que se mantengan por sí solas. ¡No le he pedido a Eric que deje Fangtasia! ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Y qué tiene que ver Sam? Ni siquiera se me ocurre una razón para mencionar a Bill. Es agua más que pasada.

– Bill adora su estatus tanto en el mundo vampírico como en el humano, y Eric ama su porción de Luisiana más de lo que te amará nunca a ti -dijo Quinn, y su tono parecía rezumar compasión hacia mí. Eso era ridículo.

– ¿De dónde sale tanto odio? -le pregunté, extendiendo las manos abiertas ante mí-. No dejé de verte por ningún sentimiento hacia otra persona. Lo hice porque pensé que tu plato ya estaba a rebosar.

– Está intentando aislarte de todos los que se preocupan por ti -declaró Quinn, centrándose en mí con una inquietante intensidad-. Y mira la cantidad de gente que tiene a su cargo.

– ¿Estás hablando de Eric? -La gente «al cargo» de Eric eran en su mayoría vampiros perfectamente capaces de cuidarse solitos.

– Nunca dejará su diminuta Zona Cinco por ti. Nunca dejará que su pequeña manada de vampiros leales sirvan a nadie más. Él nunca…

Ya no podía soportarlo. Lancé un grito de pura frustración. De hecho, di un pisotón en el suelo como una cría de tres años.

– ¡No se lo he pedido! -grité-. ¿De qué demonios me estás hablando? ¿Has venido hasta aquí para decirme que nadie más será capaz de quererme? Pero ¿qué pasa contigo?

– Sí, Quinn -dijo una voz, fría y familiar-. ¿Qué pasa contigo?

Juro que casi salgo volando del brinco que di. Había dejado que la discusión con Quinn absorbiera toda mi atención y no me había dado cuenta de la llegada de Bill.

– Estás asustando a Sookie -dijo Bill, a un metro de mi espalda, y un escalofrío me recorrió la espalda ante la carga de amenaza de sus palabras-. Ya basta, tigre.

Quinn gruñó. Sus dientes se hicieron más largos y afilados ante mis propios ojos. Un segundo después, Bill estaba junto a mí. Sus ojos brillaban con un espectral tono al tiempo castaño y plateado.

No sólo temía que se mataran entre los dos, sino que me di cuenta de que estaba francamente cansada de que la gente apareciese de la nada en mi propiedad como si fuese una estación de paso del ferrocarril sobrenatural.

Las manos de Quinn se convirtieron en garras. Un rugido retumbó en su pecho.

– ¡No! -grité, dispuesta a que me escucharan. Menudo día infernal.

– Ni siquiera estás en la lista, vampiro -dijo Quinn con una voz que ya no era la suya-. Eres Historia.

– Haré contigo una alfombra para mi salón -le amenazó Bill con un tono más aterciopelado y gélido que nunca, como hielo sobre el cristal.

Los dos idiotas se lanzaron el uno contra el otro.

Me dispuse a saltar para detenerlos, pero la parte que aún funcionaba de mi cerebro me dijo que sería un suicidio. Pensé que ese día mi hierba recibiría únicamente sangre por riego. De hecho, debería haber corrido al interior de la casa, encerrarme y dejar que esos dos se mataran.

Pero eso era lo que siempre hacía. En realidad, lo que hice fue quedarme allí un momento, agitando las manos sin saber muy bien qué hacer con ellas, tratando de imaginar un modo de separarlos. Quinn se desembarazó de Bill arrojándolo tan lejos como pudo. Bill chocó conmigo con tanta violencia que salí despedida por el aire unos cuantos centímetros para luego caer al suelo.

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