Capítulo 5

Los agentes me siguieron hasta el Merlotte's. Había unos cinco o seis coches aparcados en el límite donde terminaba el aparcamiento delantero y empezaba el de atrás, bloqueando efectivamente el acceso a la parte trasera. Salté fuera de mi coche y enfilé un camino que discurría entre ambos con los agentes del FBI pisándome los talones.

Me había costado creerlo, pero era verdad. Habían erigido una cruz tradicional en el aparcamiento de los empleados, cerca de los árboles, donde la grava daba paso al terreno más salvaje. Habían clavado a una persona en ella. La recorrí con la mirada, asimilé el cuerpo desfigurado, las vetas de sangre reseca y ascendí hasta la cara.

– Oh, no -dije, y me caí de rodillas. Antoine, el cocinero, y D'Eriq, su ayudante, aparecieron de repente a cada uno de mis lados, tirando de mí hacia arriba. D'Eriq tenía la cara inundada en lágrimas y Antoine lucía una expresión sombría, pero el cocinero no había perdido la cabeza. Había servido en Irak y había estado en Nueva Orleans cuando el Katrina. Había visto cosas peores.

– Lo siento, Sookie -dijo.

Andy Bellefleur estaba allí, con el sheriff Dearborn. Se me acercaron, parecían más grandes y abultados dentro de sus impermeables. Tenían la expresión endurecida por el impacto reprimido.

– Lamento lo de tu cuñada -dijo Bud Dearborn, pero apenas escuché sus palabras.

– Estaba embarazada -lamenté-. Estaba embarazada. -Era lo único que podía pensar. No me extrañaba que alguien quisiera matar a Crystal, pero me horrorizaba el destino del bebé.

Respiré hondo y conseguí volver a mirar. Las manos ensangrentadas de Crystal eran zarpas de pantera. También había cambiado la parte inferior de sus piernas. El efecto era incluso más impactante y grotesco que la crucifixión de una mujer humana normal y, si cabía, más deplorable.

Los pensamientos empezaron a volar en mi mente sin secuencia lógica. Pensé en quién debería ser avisado de que Crystal había muerto. Calvin no sólo era el líder de su clan, sino también su tío. Y mi hermano, su marido. ¿Y por qué, de todos los lugares posibles, habían dejado a Crystal aquí? ¿Quién habría podido hacerlo?

– ¿Habéis llamado ya a Jason? -pregunté con labios entumecidos. Quise achacárselo al frío, pero sabía que se debía a la conmoción-. A estas horas estará trabajando.

– Lo hemos llamado -respondió Bud Dearborn.

– Por favor, procurad que no la vea -dije. La sangre había chorreado por la madera hasta formar un charco en la base de la cruz. Me mordí la lengua y recuperé el control.

– Tengo entendido que ella le puso los cuernos y que su ruptura fue sonada. -Bud trataba de sonar desapasionado, pero le estaba costando un esfuerzo. Había ira tras sus ojos.

– Eso puedes preguntárselo a Dove Beck -dije automáticamente, a la defensiva. Alcee Beck era inspector de policía de Bon Temps, y el hombre que había escogido Crystal para ponerle los cuernos fue a Dove, su primo-. Sí, Crystal y Jason se han separado. Pero él nunca le haría daño a su bebé. -Sabía que Jason no le habría hecho algo tan horrible a Crystal cualquiera que hubiese sido la provocación, pero no esperaba que nadie más me creyera.

Lattesta se nos acercó, seguido de cerca por la agente Weiss. Ella tenía la boca de un tono pálido, pero su voz permanecía tranquila.

– Dado el estado del cuerpo, esta mujer debía de ser… una mujer pantera. -La palabra se abrió paso con dificultad entre sus labios.

Asentí.

– Sí, señora, lo era. -Aún pugnaba por recuperar el control de mi estómago.

– Entonces esto podría ser un crimen xenófobo -dijo Lattesta. Mantenía una expresión férrea y los pensamientos ordenados. Estaba elaborando mentalmente una lista de llamadas que tenía que realizar, y trataba de vislumbrar una forma de hacerse cargo del caso. Si se confirmaba que era un crimen xenófobo, tenía un buen argumento para subirse a la investigación.

– ¿Y quién es usted? -preguntó Bud Dearborn. Tenía los dedos metidos por el cinturón y miraba a los agentes del FBI como si fuesen comerciales de una funeraria.

Mientras los agentes se presentaban y emitían profundos juicios sobre la escena del crimen, Antoine dijo:

– Lo siento, Sookie. Tuvimos que avisar. Pero te llamamos a casa justo después.

– Claro que teníais que llamarlos -contesté-. Ojalá Sam estuviese aquí. -Oh, Dios, me saqué el móvil del bolsillo y pulsé la tecla de marcación rápida-. Sam -dije cuando descolgó-, ¿puedes hablar?

– Sí-contestó, algo temeroso. Ya intuía que algo iba mal.

– ¿Dónde estás?

– En el coche.

– Tengo malas noticias.

– ¿Qué ha pasado? ¿Se ha incendiado el bar?

– No, pero han asesinado a Crystal en el aparcamiento. Detrás de la caravana.

– Joder. ¿Dónde está Jason?

– Está de camino, no muy lejos, creo.

– Lo siento, Sookie -sonaba agotado-. Esto va a ser muy feo.

– El FBI está aquí. Creen que podría tratarse de un crimen xenófobo. -Omití la explicación de su presencia en Bon Temps.

– Bueno, Crystal no era muy popular que digamos -dijo Sam con cautela, con la voz cuajada de sorpresa.

– La han crucificado.

– Joder… -Una larga pausa-. Sook, si mi madre sigue estable y no hay cambios legales respecto a mi padrastro, volveré a última hora de hoy o a primera de mañana.

– Bien. -Era incapaz de calcular el alivio que me producían esas palabras. Y de nada servía fingir que lo tenía todo bajo control.

– Lo siento, cher -dijo-. Lamento que tengas que apechugar con ello, lamento que sospechen de Jason y todo lo demás. También lo siento por Crystal.

– Estoy deseando verte -respondí, con la voz temblorosa y llena de lágrimas incipientes.

– Allí estaré. -Y colgó.

– Señorita Stackhouse -dijo Lattesta-, ¿son esos hombres también empleados del bar?

Hice las presentaciones entre Antoine y D'Eriq y Lattesta. La expresión de Antoine no cambió en absoluto, pero D'Eriq parecía muy impresionado al conocer a un agente del FBI.

– Ambos conocían a Crystal Norris, ¿verdad? -preguntó Lattesta tranquilamente.

– Sólo de vista -dijo Antoine-. Solía pasar por el bar.

D'Eriq asintió.

– Crystal Norris Stackhouse -informé-. Es mi cuñada. El sheriff ha llamado a mi hermano. Pero hay que llamar a su tío, Calvin Norris. Trabaja en Norcross.

– ¿Es su pariente más cercano? ¿Aparte del marido?

– Tiene una hermana. Pero Calvin es el líder de… -me callé, dudando de si Calvin apoyaba la Gran Revelación-. Él la crió -dije. Era lo más cercano a la verdad.

Lattesta y Weiss hicieron corrillo con Bud Dearborn. Se enzarzaron en una profunda conversación, probablemente acerca de Calvin y la diminuta comunidad del sombrío cruce. Hotshot era un grupo de casas con muchos secretos. Crystal siempre quiso escapar de allí, pero también era donde más segura se sentía.

Mis ojos volvieron a la torturada figura de la cruz. Crystal iba vestida, pero la ropa se había raído donde los brazos y las piernas habían comenzado a transformarse, y estaba toda empapada de sangre. Sus manos y pies, atravesados por clavos, estaban llenos de costras. Estaba sujeta al eje de la cruz con cuerdas, lo que evitaba que la piel de los miembros se rasgara y el cuerpo cayera a peso.

Había visto muchas cosas horribles, pero puede que ésa fuese la más patética.

– Pobre Crystal -dije, sorprendida por las lágrimas que empezaron a derramarse por mis mejillas.

– No te caía bien -indicó Andy Bellefleur. Me pregunté cuánto tiempo llevaba ahí, contemplando los despojos de lo que una vez fue una mujer viva y sana. Andy lucía una barba de varios días y su nariz estaba roja. Estaba resfriado. Estornudó y se excusó, echando mano de un pañuelo.

D'Eriq y Antoine hablaban con Alcee Beck. Alcee era el otro inspector de policía de Bon Temps, y eso no resultaba nada prometedor de cara a la investigación. No parecía que fuese a lamentar demasiado la muerte de Crystal.

Andy volvió a mirarme tras meterse el pañuelo en el bolsillo. Me quedé observando su rostro, ancho y agotado. Sabía que haría todo lo posible por encontrar a quien había hecho eso. Confiaba en Andy. El robusto Andy, unos años mayor que yo, nunca había sido de los que sonreían. Era serio y suspicaz. No sabía si había escogido su ocupación porque era lo que le gustaba, o si su carácter había cambiado en consecuencia del puesto que desempeñaba.

– He oído que ella y Jason se separaron -dijo.

– Sí, ella lo engañaba. -Era algo que todo el mundo sabía. No iba a fingir lo contrario.

– ¿A pesar de estar embarazada? -Andy meneó la cabeza.

– Sí-dije, extendiendo las manos. «Así era».

– Es asqueroso -respondió Andy.

– Sí. Engañar a tu marido estando embarazada de él… es especialmente repugnante -añadí, verbalizando por vez primera un pensamiento que siempre había tenido.

– ¿Y quién era el otro hombre? -preguntó Andy casualmente-. ¿O había más de uno?

– Eres el único en Bon Temps que no sabe que se tiraba a Dove Beck -dije.

Esta vez se le quedó. Andy miró de reojo a Alcee Beck y volvió conmigo.

– Ahora lo sé -dijo-. ¿Quién la odiaba tanto, Sookie?

– Si estás pensando en Jason, mejor será que vuelvas a empezar. Él nunca le haría eso a su bebé.

– Si era tan ligera de cascos, a lo mejor no era suyo -sugirió Andy-. Quizá lo descubrió.

– Era suyo -contesté con una firmeza de la que no estaba del todo segura-. Pero, aunque no lo fuese, si algún análisis así lo concluyera, él no mataría al bebé de nadie. De todos modos, no vivían juntos. Ella había vuelto con su hermana. ¿Por qué se iba a molestar siquiera?

– ¿Qué hacía el FBI en tu casa?

Vale, así que el interrogatorio iba por esos derroteros.

– Querían saber algunas cosas acerca de la explosión en Rhodes -respondí-. Me enteré de lo de Crystal cuando aún estaban en casa. Me acompañaron por curiosidad profesional, supongo. Lattesta, el tipo, piensa que podría ser un crimen xenófobo.

– Es una idea interesante -admitió-. Sin duda lo es, pero no tengo claro que sea el tipo de crimen que deban investigar ellos. -Se alejó para hablar con Weiss. Lattesta estaba mirando el cuerpo, meneando la cabeza, como si anotara mentalmente un nivel de horror que creía imposible de ser alcanzado.

No sabía qué hacer. Estaba al cargo del bar, y la escena del crimen se encontraba en plena propiedad del mismo, así que me decidí a quedarme.

– ¡Todos los presentes en la escena del crimen que no sean oficiales de policía, que abandonen el lugar! -mandó Alcee Beck-. ¡Todos los oficiales que no sean esenciales, que pasen al aparcamiento delantero! -Su mirada se cruzó conmigo y apuntó a la parte delantera con un dedo. Así que obedecí y me apoyé en mi coche. Aunque hacía frío, tuve la suerte de que el día era soleado y no soplaba el viento. Me subí el cuello del abrigo para cubrirme las orejas y busqué mis guantes negros en el coche. Me los enfundé y aguardé.

Pasó el tiempo. Observé cómo varios oficiales de policía iban y venían. Cuando apareció Holly para cubrir su turno, le expliqué lo que había pasado y la mandé a casa, añadiendo que la llamaría cuando pudiese abrir el bar. No se me ocurría qué otra cosa hacer. Hacía tiempo que Antoine y D'Eriq se habían ido, justo después de que grabara sus números en mi móvil.

La camioneta de Jason frenó en seco junto a mi coche, saltó de ella y se puso a mi altura. Hacía semanas que no hablábamos, pero no era el mejor momento para hablar de nuestras diferencias.

– ¿Es verdad? -preguntó mi hermano.

– Sí, lo siento.

– ¿El bebé también?

– Sí.

– Alcee se pasó por la obra -dijo, aterido-. Vino a preguntarme cuándo la había visto por última vez. No he hablado con ella desde hace cuatro o cinco semanas, salvo para mandarle algo de dinero para la visita del médico y sus vitaminas. La vi una vez en el Dairy Queen.

– ¿Con quién estaba?

– Con su hermana. -Tomó una profunda y temblorosa bocanada de aire-. ¿Crees que… sufrió?

De nada servía andarse por las ramas.

– Sí-dije.

– Entonces lamento que tuviera que irse de esa manera -dijo él. No estaba acostumbrado a expresar emociones complejas, y sobre él languidecía torpemente esa mezcla de dolor, lamento y pérdida. Parecía haberse echado cinco años a la espalda-. Estaba muy dolido y enfadado con ella, pero no quería que sufriese así. Sabe Dios que probablemente no habríamos sido unos buenos padres, pero tampoco tuvimos la oportunidad de intentarlo.

Estuve de acuerdo con cada una de sus palabras.

– ¿Estuviste con alguien anoche? -pregunté finalmente.

– Sí, llevé a Michele Schubert a su casa desde el Bayou -dijo. El Bayou era un bar de Clarice, a unos kilómetros.

– ¿Se quedó toda la noche?

– Le hice huevos revueltos esta mañana.

– Bien. -Por una vez, la promiscuidad de mi hermano le había servido de algo. Por si fuera poco, Michele era una divorciada sin hijos bastante directa. Si existía alguien deseosa de contarle a la policía con todo detalle dónde había estado y haciendo qué, ésa era Michele. Eso mismo le dije.

– La policía ya ha hablado con ella -me contó.

– Han sido rápidos.

Bud estuvo en el Bayou anoche.

Eso era que el sheriff lo vio marcharse acompañado y tomó nota de con quién lo hacía. No habría mantenido su puesto sin su astucia.

– Eso está bien -dije, incapaz de pensar qué más comentar.

– ¿Crees que la mataron porque era una pantera? -preguntó Jason, dubitativo.

– Es posible. Se había transformado parcialmente cuando la mataron.

– Pobre Crystal -se lamentó-. Habría odiado que cualquiera la viese en ese estado. -Y, para mi sorpresa, las lágrimas empezaron a derramarse por sus mejillas.

No sabía cómo reaccionar. Sólo se me ocurrió coger un pañuelo de la caja de mi coche y pasárselo. Hacía años que no veía llorar a Jason. ¿Lloraría también cuando murió la abuela? Quizá de verdad amase a Crystal. Quizá no fuese sólo el orgullo herido lo que le impulsó a exponerla como adúltera. Lo arregló para que su tío Calvin y yo la pillásemos con las manos en la masa. Me sentí tan asqueada y furiosa por ser una testigo forzada (con las consecuencias que ello acarreó) que evité a Jason durante semanas. La muerte de Crystal había desterrado la ira, al menos de momento.

– Eso ya no importa -dije.

La destartalada camioneta de Calvin aparcó al otro lado de mi coche. Estuvo frente a mí más deprisa de lo que ningún ojo podía captar, mientras Tanya Grissom bajaba por el otro lado. Calvin miraba con los ojos de un extraño. El habitual tono amarillento de sus ojos era ahora de un claro dorado, tenía los iris tan dilatados que apenas se veía blanco de fondo. Las pupilas se le habían estirado. Ni siquiera se había puesto una chaqueta ligera. Sentí frío en más de un sentido al verlo.

Estiré las manos.

– Lo siento, Calvin -lamenté-. Tienes que saber que no fue Jason quien lo hizo. -Alcé la mirada, no demasiado, para encontrarme con sus escalofriantes ojos. Calvin tenía más canas que cuando lo conocí hacía algunos años, y también parecía más regordete. Pero aún se le veía duro, fiable y recio.

– Tengo que olerla -dijo, omitiendo mis palabras-. Tienen que dejarme olerla. Yo sabré quién ha sido.

– Vamos, pues; se lo diremos -respondí, no sólo porque era una buena idea, sino también porque quería mantenerlo apartado de Jason. Al menos mi hermano fue lo bastante inteligente como para quedarse en el otro extremo de mi coche. Cogí a Calvin del brazo y empezamos a rodear el edificio hasta toparnos con la cinta policial.

Bud Dearborn cruzó a nuestro lado de la cinta al vernos.

– Calvin, sé que estás enfadado, y lamento profundamente lo de tu sobrina -empezó a decir, pero, con un rápido zarpazo, Calvin cortó la cinta y avanzó hacia la cruz.

Antes de que pudiera dar tres pasos, los agentes del FBI se movieron para interceptarlo, y casi con la misma rapidez se encontraron en el suelo. Hubo muchos gritos y tumulto, y finalmente Bud, Andy y Alcee estaban intentando contener a Calvin, apoyados por los dos agentes del FBI desde unas posturas poco dignas.

– Calvin -resolló Bud Dearborn. Bud no era ningún jovenzuelo, y saltaba a la vista que intentar sujetar a Calvin le estaba llevando cada gramo de fuerza que le quedaba-. No puedes acercarte, Calvin. Las pruebas que recojamos podrían contaminarse si no te alejas del cuerpo.

Me maravillaba la abnegación de Bud. Habría esperado que golpeara a Calvin con su porra o la linterna. Pero parecía simpatizar tanto como un hombre tenso y serio pudiera hacerlo. Por vez primera, supe que no era la única conocedora del secreto de la comunidad de Hotshot. La mano rugosa de Bud palmeó el brazo de Calvin a modo de consuelo. Se cuidó de no tocar sus garras. El agente especial Lattesta se dio cuenta de ello en ese momento y lanzó un duro suspiro, emitiendo un incoherente sonido de aviso.

– Bud -dijo Calvin con un gruñido por voz-, si no puedes dejar que me acerque ahora, tendré que olerla cuando la bajen. Quiero quedarme con el olor de los que le han hecho esto.

– Veré si es posible -contestó Bud con firmeza-. Pero, por ahora, amigo, tendremos que sacarte de aquí porque vamos a recoger todas las pruebas, pruebas que valdrán en un tribunal. Tienes que mantenerte apartado de ella, ¿de acuerdo?

Bud nunca me había tenido especial afecto, y desde luego que era recíproco, pero en ese momento no pude evitar tener buenos pensamientos hacia él.

Tras un largo instante, Calvin asintió. Parte de la tensión se evaporó de sus hombros. Todos los que le sujetaban fueron aflojando la presa.

– Quédate delante -pidió Bud-, te llamaremos. Tienes mi palabra.

– Está bien -dijo Calvin, y los policías lo soltaron. Dejó que lo rodeara con el brazo. Juntos, nos volvimos para regresar al aparcamiento. Tanya le estaba esperando y la tensión afloraba en cada milímetro de su cuerpo. Había tenido la misma perspectiva que yo: que Calvin se llevaría una buena.

– No ha sido Jason -repetí.

– Tu hermano no me importa -dijo, clavándome esos extraños ojos suyos-. No me importa. Y no creo que la haya matado.

Estaba claro que pensaba que mi ansiedad por Jason entorpecía mi preocupación por el auténtico problema, la muerte de su sobrina. Y también era evidente que aquello no le gustaba un pelo. Tenía que respetar sus sentimientos, así que cerré la boca.

Tanya le cogió de las manos, incluidas las garras.

– ¿Dejarán que te acerques? -preguntó. Sus ojos no abandonaron en ningún momento la cara de Calvin. Yo podría no haber estado allí perfectamente por lo que a ella concernía.

– Cuando bajen el cuerpo -dijo.

Ojalá Calvin pudiera identificar al asesino. Gracias a Dios que los cambiantes habían salido a la luz. Aunque… quizá por eso habían matado a Crystal.

– ¿Crees que captarás el olor? -preguntó Tanya. Su voz era tranquila y decidida. Estaba más seria de lo que jamás la había visto desde que nos conocíamos. Rodeó a Calvin con los brazos y, aunque no era un hombre alto, sólo alcanzó la parte superior de su esternón. Levantó la cabeza para encontrarse con sus ojos.

– Percibiré muchos olores después de que esos tipos la hayan tocado. Sólo puedo intentar compararlos. Ojalá hubiese llegado primero. -Sostuvo a Tanya, como si necesitase apoyarse en alguien.

Jason estaba a un metro, a la espera de que Calvin reparara en él. Tenía la espalda tiesa y el rostro petrificado. Se produjo un horrible momento de silencio cuando Calvin miró por encima del hombro de Tanya y se percató de Jason.

No sé cómo reaccionó Tanya, pero cada músculo de mi cuerpo se tensó. Lentamente, Calvin extendió una mano hacia Jason. A pesar de que volvía a ser una mano humana, estaba visiblemente magullada. La piel estaba recién cicatrizada y uno de los dedos estaba ligeramente doblado.

Eso se lo había hecho yo. Avalé a Jason en su boda y Calvin hizo lo propio con Crystal. Una vez que Jason nos hizo presenciar la infidelidad de ella, tuvimos que representarlos en el momento de la sanción: la mutilación de una mano o zarpa. Me vi en la obligación de estrellar un ladrillo sobre la mano de mi amigo. No volví a sentir lo mismo por Jason desde entonces.

Jason se inclinó y lamió el reverso de la mano, poniendo de relieve su sumisión. Lo hizo con torpeza, ya que el ritual aún le resultaba nuevo. Contuve el aliento. Los ojos de Jason estaban alzados para no perder de vista a Calvin. Cuando éste asintió, todos nos relajamos. Calvin había aceptado la obediencia de Jason.

– Participarás en su muerte -dijo Calvin, como si Jason le hubiese pedido algo.

– Gracias -añadió Jason antes de retroceder. Se detuvo a los pocos metros-. Quiero enterrarla -pidió.

– La enterraremos todos -decretó Calvin-. Cuando nos la devuelvan. -No había la menor partícula de concesión en su voz.

Jason titubeó un momento y asintió.

Calvin y Tanya volvieron a meterse en su camioneta. Se acomodaron. Estaba claro que pretendían esperar a que bajaran el cuerpo de la cruz.

– Me voy a casa -dijo Jason-. No puedo seguir aquí. -Parecía casi aturdido.

– Vale -contesté.

– ¿Vas a…? ¿Piensas quedarte?

– Sí, soy la encargada del bar mientras Sam siga fuera.

– Confía mucho en ti -constató Jason.

Asentí. Debería sentirme honrada. Y así era.

– ¿Es verdad que su padrastro le disparó a su madre? Es lo que decían en el Bayou anoche.

– Sí-asentí-. Él no sabía que la madre de Sam era, ya sabes, cambiante.

Jason meneó la cabeza.

– Esto de darse a conocer -confesó- no sé si ha sido tan buena idea después de todo. Han disparado a la madre de Sam. Crystal está muerta. Alguien que sabía lo que era se lo hizo, Sookie. Puede que yo sea el siguiente. O Calvin. O Tray Dawson. O Alcide. Puede que intenten matarnos a todos.

Me dispuse a decir que eso era imposible, que la gente a la que yo conocía no podía volverse contra sus amigos y vecinos por una marca de nacimiento. Pero al final me tragué las palabras porque no estaba segura de que fueran ciertas.

– Es posible -dije, sintiendo que un escalofrío me recorría el espinazo. Respiré hondo-, pero dado que no lo han intentado con los vampiros, al menos a gran escala, supongo que acabarán aceptando a los cambiantes de todo tipo. O al menos eso espero.

Mel, ataviado con su pantalón y camiseta deportivos de costumbre, se bajó de su coche y se nos acercó. Me di cuenta de que tuvo cuidado de no mirar a Calvin, a pesar de que Jason seguía de pie junto a la camioneta del hombre pantera.

– Entonces es verdad -dijo Mel.

– Está muerta, Mel -confirmó Jason.

Mel palmeó a Jason en el hombro con esa extraña forma que tienen los varones de mostrar simpatía por sus semejantes.

– Vamos, Jason, no tienes por qué quedarte aquí. Vamos a tu casa. Nos tomaremos algo, colega.

Jason asintió, aturdido.

– Vale, vámonos.

En cuanto Jason se fue a casa con su amigo Mel, me subí en mi coche y hurgué entre los periódicos de los últimos días que tenía en el asiento trasero. A menudo los recogía a la salida del camino cuando iba a trabajar, los echaba atrás y trataba de leer al menos las portadas dentro de un plazo razonable. Pero, con la marcha de Sam y mi responsabilidad en el bar, no había tenido tiempo de ponerme al día desde el anuncio público de los cambiantes.

Ordené los periódicos y empecé a leer.

Las reacciones públicas habían ido desde el pánico hasta la calma. Muchos afirmaban que ya sospechaban que en el mundo había más que humanos y vampiros. Los propios no muertos estaban al cien por cien con sus compañeros peludos, al menos de cara al público. Por experiencia propia, sabía que las dos especies sobrenaturales habían tenido una relación más que complicada. Los cambiantes y los licántropos se burlaban de los vampiros, y éstos hacían lo propio con ellos. Pero se veía que los seres sobrenaturales habían decidido mostrar un frente público unido, al menos por el momento.

Las reacciones de los Gobiernos variaron mucho. Creo que la política estadounidense fue establecida por licántropos infiltrados en el sistema, porque resultó abrumadoramente favorable. Existía una enorme tendencia a aceptar a los cambiantes como humanos normales, de mantener sin modificación los derechos como ciudadanos que tenían antes de la revelación, cuando nadie sabía de su naturaleza dual. Los vampiros no podían estar demasiado contentos, ya que ellos aún no habían conseguido obtener derechos y privilegios completos a ojos de la ley. El matrimonio legal y la herencia de bienes aún estaban prohibidos en algunos Estados, y los vampiros no podían poseer según qué negocios. El lobby humano de los casinos había conseguido impedir que los vampiros aspirasen a la propiedad de negocios de juego, cosa que aún no llegaba a comprender, y si bien podían ejercer como policías o bomberos, los médicos de esa naturaleza no eran aceptados en ningún campo que implicara el tratamiento de heridas abiertas. Los vampiros tampoco podían participar en competiciones deportivas. Por lo que tenía entendido, eran demasiado fuertes. Pero había atletas en cuya genealogía había cambiantes de purasangre o mestizos, ya que los deportes eran una actividad natural para ellos. Las filas del ejército también estaban llenas con hombres y mujeres cuyos abuelos habían aullado bajo la luna llena. Los había incluso de purasangre en los servicios de Defensa, aunque era un oficio muy complicado para gente que necesitaba desaparecer durante tres noches al mes.

Las páginas deportivas estaban llenas de fotos de cambiantes puros o mestizos que se habían vuelto famosos. Un running back de los Patriots de Nueva Inglaterra, un jugador de campo de los Cardinals, un corredor de maratones…, todos habían confesado ser cambiantes de uno u otro tipo. Un campeón de natación olímpica acababa de descubrir que su padre era un hombre foca, y la jugadora de tenis número uno de Inglaterra había salido a los medios diciendo que su madre era una mujer leopardo. No había habido tanto tumulto en el mundo deportivo desde el último escándalo por dopaje. ¿Concedía la herencia de estos atletas una ventaja injusta con respecto a los demás competidores? Puede que otro día disfrutara debatiendo el tema con alguien, pero en ese momento no me importaba en absoluto.

Empecé a ver el cuadro completo. La revelación de los cambiantes había sido muy diferente con respecto a la de los vampiros. Estos estaban completamente fuera de los parámetros humanos, salvo por las leyendas y el saber popular. Vivían aparte. Dado que podían alimentarse con la sangre sintética japonesa, se presentaron como un fenómeno inofensivo. Pero los cambiantes habían vivido entre nosotros todo el tiempo, integrados en nuestra sociedad a pesar de mantener sus alianzas y vidas secretas. A veces incluso sus hijos (los que no eran primogénitos y, por lo tanto, tampoco cambiantes) no sabían lo que eran sus padres, especialmente si no eran lobos.

«Me siento traicionada», decía una mujer. «Mi abuelo se convierte en lince cada mes. Se va por ahí a matar animales. Mi esteticista, a la que llevo frecuentando quince años, es una coyote. ¡No lo sabía! He vivido un horrible engaño».

Algunos pensaban que era fascinante: «Nuestro director es un licántropo», decía un niño de Springfield, Missouri. «¡A que mola!».

La mera existencia de los cambiantes asustaba a muchos. «Tengo miedo y le pegaré un tiro a mi vecino si lo veo trotando por la calle», decía un granjero de Kansas. «¿Y si le da por cazar mis pollos?».

Diversas Iglesias empezaban a sacar a la luz su política hacia estas criaturas. «No sabemos qué pensar», confesaba un funcionario del Vaticano. «Están vivos, entre nosotros, deben de tener alma. Incluso algunos sacerdotes son cambiantes». Los fundamentalistas estaban igual de bloqueados. «Nos preocupábamos por Adam y Steve [1]», decía el ministro baptista. «¿Acaso debimos habernos preocupado más por Rover y Fluffy [2]

Mientras mi cabeza estuvo distraída, se había desatado el infierno.

De repente, me resultó más sencillo entender por qué habían crucificado a mi cuñada en una cruz, delante de un bar propiedad de un cambiante.

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