Capítulo 10

El agua fría se derramó por mi cara y cuello. Tosí y escupí, aunque parte había entrado en la boca.

– ¿Demasiada? -preguntó una voz dura, y al abrir los ojos vi que se trataba de Eric. Estábamos en mi habitación, y la única luz encendida era la del baño.

– Suficiente -dije. El colchón vibró cuando Eric se levantó para llevar el paño al cuarto de baño. En un instante estuvo de vuelta con una toalla de mano, y me frotó la cara y el cuello. La almohada estaba empapada, pero decidí no preocuparme por ello. La casa se enfriaba, ahora que el sol se había puesto, y yo estaba tumbada en ropa interior-. Frío -añadí-. ¿Dónde está mi ropa?

– Está manchada -respondió Eric. Había una manta al borde de la cama y me tapó con ella. Me dio la espalda un momento, y oí que dejaba sus zapatos en el suelo. Luego, se metió conmigo bajo la manta y se apoyó sobre el codo. Me miraba desde arriba. Daba la espalda a la luz procedente del cuarto de baño, por lo que me fue imposible discernir su expresión.

– ¿Lo amas? -preguntó.

– ¿Están vivos? -De nada servía pronunciarme sobre si amaba o no a Quinn si éste estaba muerto, ¿no? O quizá Eric se refería a Bill. No podía decidirme. Me di cuenta de que me sentía algo extraña.

– Quinn se fue con algunas costillas rotas, como la mandíbula -me informó Eric con voz neutral-. Bill se curará esta noche, si no lo ha hecho ya.

Pensé en eso.

– Intuyo que tienes algo que ver con que Bill estuviera aquí.

– Me enteré de que Quinn había desobedecido el decreto. Fue visto media hora después de entrar en mi zona. Y Bill era el vampiro que estaba más cerca de tu casa. Su deber era asegurarse de que nadie te molestaba mientras yo llegaba. Se tomó el trabajo con un leve exceso de celo. Lamento que acabaras lastimada -dijo Eric, con un tono de voz gélido. No estaba acostumbrado a disculparse. Sonreí en la oscuridad. Me di cuenta, en cierto modo, de que me era imposible sentirme nerviosa. ¿Y acaso no debería estar molesta e irritada?

– Supongo que dejaron de pelearse cuando caí al suelo.

– Sí, tu caída acabó con la… riña.

– ¿Y Quinn se fue por su propio pie? -Me humedecí los labios con la lengua y noté un curioso sabor, bastante fuerte y metálico.

– Sí. Le dije que cuidaría de ti. Era consciente de que había rebasado demasiados límites para verte, ya que le dejé claro que no entrase en mi zona. Bill no se sentía tan generoso, pero le hice volver a casa.

Típico comportamiento de sheriff.

– ¿Me has dado sangre? -pregunté.

Eric asintió como si tal cosa.

– Te habías quedado inconsciente -dijo-. Y sé que eso es grave. Quería que te sintieses bien. Culpa mía.

Suspiré.

– El señor Paternalista -susurré.

– No entiendo la expresión, explícamela.

– Se refiere a alguien que se cree que sabe qué es lo mejor para todo el mundo. Toma decisiones por los demás sin consultar a nadie.

Quizá le había dado un giro demasiado personal a la palabra, pero ¿y qué?

– Entonces soy paternalista -dijo Eric sin abochornarse lo más mínimo-. También estoy muy… -Bajó la cabeza y me besó, lenta y pausadamente.

– Cachondo -añadí.

– Exacto -afirmó, y me volvió a besar-. He estado trabajando con mis nuevos señores. He afianzado mi autoridad. Ahora puedo disfrutar de mi propia vida. Es hora de reclamar lo que es mío.

Me había dicho a mí misma que sería yo quien tomara mis decisiones, fuese cual fuese mi vínculo con Eric merced a los intercambios de sangre. Al fin y al cabo, aún me quedaba el libre albedrío. Pero, estuviese o no mi voluntad determinada por el dominio de la sangre de Eric, sentí que mi cuerpo estaba muy a favor de devolverle los besos y bajar la mano hasta su abultada entrepierna. Podía sentir los músculos, los tendones y los huesos de su columna en movimiento a través del tejido de su camisa. Mis manos parecían recordar el mapa de su topografía, al tiempo que mis labios rememoraban sus besos. Seguimos envueltos en ese lento proceder durante varios minutos, mientras se volvía a familiarizar conmigo.

– ¿De verdad te acuerdas? -le pregunté-. ¿De verdad recuerdas haberte quedado conmigo antes? ¿Recuerdas lo que se siente?

– Oh, sí -contestó-. Claro que me acuerdo. -Me desabrochó el sujetador antes incluso de que supiera que su mano estaba en mi espalda-. ¿Cómo podría olvidarme de éstas? -continuó, mientras el pelo le caía sobre la cara y su boca se clavaba en mis pechos. Sentí el leve pinchazo de sus colmillos y el agudo placer de sus labios. Toqué su entrepierna, abarcando su enormidad interior, y de repente, el momento del tanteo se evaporó.

Se desprendió de los vaqueros y la camisa, y mis bragas desaparecieron igualmente. Su frío cuerpo se apretó en toda su longitud contra la tibieza del mío. Me besó una y otra vez, presa de una especie de frenesí. Emitió un ruido de bestia hambrienta y yo lo imité. Me sondeó con los dedos, agitando su dura protuberancia de una manera que me hizo retorcerme.

– Eric -dije, tratando de colocarme debajo de él-. Ahora.

Y él dijo:

– Oh, sí. -Se deslizó en mi interior como si no se hubiese ido nunca, como si hubiésemos hecho el amor todas las noches durante el último año-. Esto es lo mejor -susurró, con una voz impregnada de ese acento que captaba de vez en cuando, esa pista de un espacio y un tiempo que me resultaban tan distantes que apenas era capaz de imaginármelos-. Lo mejor -repitió-. Esto está bien. -Salió un poco y no pude evitar lanzar un sonido ahogado-. ¿Te duele? -preguntó.

– Apenas nada -dije.

– Soy demasiado grande para algunas.

– Tú sigue -pedí.

Empujó.

– Oh, Dios mío -exclamé con los dientes apretados. Mis dedos estaban firmemente clavados en los músculos de sus brazos-. ¡Sí, otra vez! -Se había adentrado en mi interior todo lo que era posible sin una operación, y su piel empezó a brillar sobre mí, llenando de pálida luz la habitación. Dijo algo en un idioma que no reconocí; tras un largo instante, lo repitió. Y después empezó a moverse cada vez más rápido, hasta el punto de que creí que podía romperme en pedazos, pero no aminoré el ritmo. Seguí así, hasta que vi sus colmillos brillar justo antes de que se echara encima de mí. Cuando me mordió en el hombro, sentí que abandonaba mi cuerpo durante un instante. Jamás había sentido algo tan bueno. Me faltaba el aliento para gritar, incluso para hablar. Mis brazos rodeaban la espalda de Eric, y sentí cómo se estremecía durante su minuto de éxtasis.

Tal había sido la sacudida, que no hubiese podido hablar aunque mi vida dependiera de ello. Nos quedamos tendidos en silencio, exhaustos. No me importaba notar su peso encima de mí. Me sentía segura.

Lamió la marca de la mordedura con languidez mientras yo regalaba una sonrisa a la oscuridad. Acaricié su espalda como si apaciguara a una bestia. Había sido lo mejor que había sentido en meses. Hacía tiempo que no tenía sexo, y aquello era… sexo para gourmets. Aún notaba algunos calambres de placer recorriendo el epicentro de mi orgasmo.

– ¿Cambiará esto el vínculo de sangre? -pregunté. Procuré que no sonara a que lo acusaba de algo. Pero lo cierto es que así era.

– Felipe te quería para él. Cuanto más fuerte sea nuestro vínculo, menos probabilidades tendrá de quedarse contigo.

Di un respingo.

– No puedo hacer eso.

– No te hará falta -dijo Eric, arropándome con la voz como si fuera un edredón de plumas-. Estamos comprometidos por el cuchillo. Estamos vinculados. No podrá apartarte de mí.

Sólo me cabía agradecimiento por no tener que ir a Las Vegas. No quería dejar mi hogar. No alcanzaba a imaginar cómo sería estar rodeada de tanta avaricia; bueno, sí, sí que podía. Sería horrible. La mano grande y fría de Eric abarcó mi pecho y lo acarició con su largo pulgar.

– Muérdeme -dijo Eric, e iba en serio.

– ¿Por qué? Ya has dicho que me has dado un poco.

– Porque hace que me sienta bien -contestó, y volvió a ponerse encima de mí-. Sólo… por eso.

– No lo dirás en… -Pero lo cierto es que ya estaba listo de nuevo.

– ¿Te apetece estar encima? -preguntó.

– Podríamos hacerlo así un rato -dije, intentando no sonar demasiado a femme fatale. De hecho, me costaba no gruñir. Antes de darme cuenta, habíamos intercambiado posiciones. Clavó sus ojos en los míos. Sus manos escalaron hasta mis pechos, acariciándolos y pellizcándolos con dulzura, y luego vino su boca.

Estaba tan relajada que temí perder el control de los músculos de mis piernas. Me moví lentamente, sin demasiada regularidad. Sentí que su tensión volvía a cobrar vigor lentamente. Me centré y empecé a moverme con más firmeza.

– Lentamente -pidió, y yo reduje el ritmo. Sus manos encontraron mis labios y me guiaron.

– Oh -exclamé, a medida que un hondo placer me atravesaba. Había encontrado el núcleo de mi placer con su pulgar. Empecé a acelerar, y si Eric intentó contenerme, lo ignoré. Subía y bajaba cada vez más rápidamente, y luego le cogí de la muñeca y se la mordí con todas mis fuerzas, succionando la herida. Gritó, un sonido incoherente de alivio y placer. Aquello bastó para que yo alcanzara el cielo, y luego me derrumbé encima de él. Lamí su muñeca con la misma languidez, aunque sabía que mi saliva no contenía el agente coagulante que él poseía.

– Perfecto -dijo-. Perfecto.

Iba a responderle que no podía hablar en serio después de haberse acostado con tantas mujeres a lo largo de los siglos, pero luego me dije que de nada servía arruinar el momento. Mejor dejarlo estar. En un raro momento de sabiduría, hice caso de mi propio consejo.

– ¿Puedo contarte lo que ha pasado hoy? -pregunté, después de descansar unos minutos.

– Por supuesto, mi amor. -Tenía los ojos medio abiertos. Estaba tumbado de espaldas a mi lado, y la habitación olía a sexo y a vampiro-. Soy todo oídos, al menos de momento -rió.

Eso era todo un regalo, o al menos algo valioso; poder contar con alguien a quien relatarle las cosas del día. A Eric se le daba bien escuchar, al menos en su estado de relax poscoital. Le hablé de la visita de Andy y Lattesta y acerca de la visita de Diantha mientras tomaba el sol.

– Ya decía que notaba un sabor a sol en tu piel -dijo, volviéndose hacia mí-. Sigue.

Y así seguí hablando, como un riachuelo en primavera, contándole mi encuentro con Claude y Claudine, y todo lo que me habían explicado acerca de Breandan y Dermot.

Eric se mostró más alerta cuando le hablé de las hadas.

– Tu casa olía a hada -comentó-, pero ante la ira que me inspiró ver a tu aspirante el tigre, aparté la idea. ¿Quién era?

– Bueno, un hada malo llamado Murry, pero no te preocupes, lo maté -dije. La posible duda de que Eric me prestara toda su atención se desvaneció al momento.

– ¿Cómo lo hiciste, mi amor? -me preguntó con suma dulzura.

Se lo expliqué, y para cuando llegué a la parte en la que aparecían mi bisabuelo y Dillon, Eric se sentó, dejando caer la manta. Estaba completamente serio y alerta.

– ¿El cuerpo ha desaparecido? -me preguntó hasta tres veces, y yo le respondí:

– Sí, Eric, ha desaparecido.

– Puede que sea buena idea que te quedes en Shreveport -dijo-. Podrías vivir en mi casa.

Eso sí que era nuevo. Nunca me había invitado a su casa. No tenía ni idea de dónde estaba. Me quedé pasmada, y algo emocionada.

– Te lo agradezco mucho -dije-, pero sería un lío ir de Shreveport al trabajo todos los días.

– Estarías mucho más segura hasta que se resolviera todo este problema con las hadas. -Eric giró la cabeza para mirarme con una máscara de inexpresividad.

– No, gracias -insistí-. Te agradezco la oferta, pero probablemente fuera un inconveniente para ti, y estoy segura de que también lo sería para mí.

– Pam es la única otra persona a la que he invitado a mi casa.

– Sólo se admiten rubias, ¿eh? -dije alegremente.

– Te honro con la invitación. -Su rostro seguía sin transmitir una sola pista. Si no estuviese tan acostumbrada a leer la mente de la gente, quizá habría interpretado mejor su lenguaje corporal. Estaba demasiado acostumbrada a saber lo que la gente quería de verdad, independientemente de las palabras que emplearan para expresarlo.

– Eric, estoy perdida -dije-. ¿Qué te parece si ponemos las cartas sobre la mesa? Sé que esperas de mí cierta reacción, pero no sé cuál.

Parecía confundido. Sí, eso es lo que parecía.

– ¿Qué pretendes? -me preguntó, meneando la cabeza. Su precioso pelo rubio cayó sobre su rostro en mechones enredados. Estaba hecho un desastre desde que hicimos el amor. Estaba más guapo que nunca. Qué injusticia.

– ¿Cómo que qué pretendo? -Volvió a echarse, y yo me giré para mirarlo-. No creo pretender nada -dije con cuidado-. Pretendía un orgasmo, y he obtenido muchos. -Le sonreí, esperando que fuese la respuesta correcta.

– ¿No quieres dejar tu trabajo?

– ¿Por qué iba a dejarlo? ¿Cómo iba a ganarme la vida? -pregunté, sorprendida. Entonces lo pillé-. ¿Crees que porque hemos hecho el amor y dices que soy tuya, iba a querer dejar de trabajar y a cuidarte la casa? ¿Pasarme el día comiendo dulces para que tú te pases la noche comiéndome a mí?

Pues sí, a eso se refería. Su expresión lo confirmó. No sabía cómo sentirme. ¿Dolida? ¿Enfadada? No, ya había tenido suficiente de eso por un día. Era incapaz de enviar otra emoción más a la superficie después de la larga noche que llevaba.

– Eric, me gusta trabajar -continué tímidamente-. Necesito salir de casa todos los días y rodearme de gente. Si me alejo, sentiré un clamor de derrota cuando regrese. Es mejor para mí lidiar con todo el mundo, no perder la costumbre de mantener todas esas voces a raya. -Me costaba explicarme-. Además, me gusta estar en el bar. Me gusta ver a todas las personas con las que trabajo. Supongo que servir alcohol a la gente no es precisamente noble o digno de catalogarse como servicio público, puede que todo lo contrario. Pero se me da bien, y va conmigo. ¿Quieres decir…? ¿Qué quieres decir?

Eric parecía inseguro, una expresión que encajaba mal en su rostro, habitualmente tan pagado de sí mismo.

– Es lo que otras mujeres siempre han querido de mí -dijo-. Pretendía ofrecértelo antes de que necesitases pedírmelo.

– No soy ninguna otra mujer -contesté. No era fácil encogerse de hombros dada mi postura en la cama, pero lo intenté.

– Eres mía -dijo. Enseguida se dio cuenta de mi ceño fruncido y trató de arreglarlo apresuradamente-. Eres mi amante, no la de Quinn, ni la de Sam o la de Bill. -Hizo una larga pausa-. ¿No es así? -preguntó.

Una conversación sobre la relación iniciada por el chico. Eso sí que distaba mucho de lo que había oído contar a las otras camareras.

– No sé si el… bienestar que siento contigo se debe al intercambio de sangre o es genuino -le expliqué, escogiendo cada palabra con mucho cuidado-. No creo que hubiera estado tan dispuesta a acostarme contigo esta noche de no ser por el vínculo de sangre, ya que hoy ha sido un día infernal. No puedo decir: «Oh, Eric, te amo, llévame contigo» porque no sé qué es real y qué no. Hasta no estar segura, no pienso cambiar mi vida de forma tan drástica.

Las cejas de Eric empezaron a juntarse, una clara señal de disgusto.

– ¿Que si soy feliz cuando estoy contigo? -Puse la mano sobre su mejilla-. Por supuesto que sí. ¿Que si creo que hacer el amor contigo es lo mejor del mundo? Por supuesto que sí. ¿Que si quiero repetir? Puedes estar seguro, aunque no ahora mismo, porque tengo sueño. Pero espero que pronto, y a menudo. ¿Que si me estoy acostando con otro? No. Y no lo haré, salvo que algo me dé a entender que lo único que nos une es el vínculo de sangre.

Parecía estar barajando varias respuestas distintas. Al final dijo:

– ¿Lamentas lo ocurrido con Quinn?

– Sí -respondí, ya que quería ser honesta-. Porque vivimos un principio prometedor y he cometido un gran error echándolo. Pero nunca he estado relacionada seriamente con dos hombres a la vez, y no voy a empezar a hacerlo ahora. Mi hombre eres tú.

– Me amas -dijo, asintiendo con la cabeza.

– Te aprecio -contesté cautelosamente-. Siento verdadera lujuria cuando estoy cerca de ti. Disfruto de tu compañía.

– Eso es diferente -dijo Eric.

– Sí que lo es. Pero ya ves que yo no te estoy acosando para que me digas lo que sientes por mí, ¿verdad? Porque estoy bastante segura de que no me gustaría la respuesta. Así que quizá sea mejor que te controles un poco.

– ¿No quieres saber lo que siento por ti? -Eric parecía incrédulo-. Es increíble que seas una humana. Las mujeres siempre quieren saber lo que uno siente por ellas.

– Y apuesto a que lo lamentan cuando se lo dices, ¿verdad?

Arqueó una ceja.

– Sólo si les digo la verdad.

– ¿Y eso debería tranquilizarme?

– Yo siempre te digo la verdad -insistió, y ya no había rastro de esa sonrisa suya en la cara-. Puede que no te diga todo lo que sé, pero lo que te digo… es verdad.

– ¿Por qué?

– El intercambio de sangre funciona en ambas direcciones -explicó-. He tomado la sangre de muchas mujeres. Prácticamente las he tenido bajo mi control. Pero ellas nunca bebieron de la mía. Hace décadas, puede que siglos, desde la última vez que una mujer probó mi sangre. Puede que desde que convertí a Pam.

– ¿Suele ser lo habitual entre los vampiros que conoces? -No estaba del todo segura de cómo preguntar lo que quería saber.

Titubeó y asintió.

– Por lo general, sí. Hay vampiros que disfrutan sometiendo al humano al control absoluto…, convirtiéndolo en su Renfield -dijo, empleando el término con cierta aversión.

– Eso es de Drácula, ¿verdad?

– Sí, era el siervo humano de Drácula. Una criatura degradada… ¿Por qué iba a querer una eminencia como Drácula a un ser tan rebajado como ése…? -Eric meneó la cabeza, disgustado-. Pero esas cosas pasan. Los vampiros miramos de reojo a aquel de los nuestros que va creando siervo tras siervo. El humano acaba perdido cuando el vampiro asume demasiado control. Cuando el humano es sometido completamente, ya no merece la pena convertirlo. En realidad, ya no merece la pena para nada. Tarde o temprano, hay que matarlo.

– ¡Matarlo! ¿Por qué?

– Si el vampiro que ha asumido su control abandona al Renfield, o si el propio vampiro muere…, la vida del siervo deja de tener sentido.

– Hay que sacrificarlos -dije. Como a los perros rabiosos.

– Sí. -Eric apartó la mirada.

– Pero eso no me va a pasar. Y tú no me convertirás nunca. -Lo decía completamente en serio.

– No. Jamás te forzaré al servilismo. Y nunca te convertiré, ya que no es tu deseo.

– Aunque fuese a morir, no me conviertas. Lo odiaría más que cualquier otra cosa.

– Estoy de acuerdo. Por mucho que quiera conservarte conmigo.

Justo después de conocernos, Bill decidió no convertirme a pesar de encontrarme a las puertas de la muerte. Jamás se me ocurrió que pudiera haber estado tentado de hacerlo. En vez de ello, salvó mi vida humana. Aparté la idea para rumiarla más tarde. No es prudente pensar en un hombre cuando estás en la cama con otro.

– Me salvaste del vínculo con Andre -dije-, pero a un precio.

– Si hubiese vivido, yo también habría tenido que pagar un precio. Por muy tibia que fuese su reacción, Andre se habría desquitado por mi intervención.

– Parecía tan tranquilo al respecto aquella noche… -señalé. Eric lo había convencido para que lo dejara hacer el trabajo por él. En ese momento me sentí muy agradecida, ya que Andre me ponía los pelos de punta y yo le importaba un bledo. Recordé mi conversación con Tara: «Si hubiese dejado que Andre compartiera su sangre conmigo esa noche, ahora sería libre, ya que está muerto». Aún no podía decidirme sobre cómo sentirme al respecto; y seguro que había más de una forma.

Esa noche parecía estar convirtiéndose en una montaña de revelaciones. Por mí, ya podía terminar.

– Andre nunca olvidaba a quien le desafiaba -dijo Eric-. ¿Sabes cómo murió, Sookie?

Huy, huy.

– Fue atravesado en el pecho por una enorme astilla de madera -contesté, tragando un poco de saliva. Al igual que Eric, a veces yo tampoco contaba toda la verdad. La astilla no había acabado en su pecho por accidente. Quinn fue el responsable.

Eric se me quedó mirando durante lo que me pareció una eternidad. Sentía mi ansiedad, obviamente. Aguardé a ver si insistía en el tema.

– No echo de menos a Andre -dijo finalmente-. Aunque sí a Sophie-Anne. Era valiente.

– Estoy de acuerdo -afirmé, aliviada-. Por cierto, ¿cómo te estás llevando con tus nuevos jefes?

– De momento, bien. Son muy progresistas. Eso me gusta.

Desde finales de octubre, Eric había tenido que familiarizarse con una nueva estructura de poder mucho más amplia, con los caracteres de los vampiros que la conformaban, y que coordinarse con los nuevos sheriffs. Hasta para él era un sapo difícil de tragar.

– Apuesto a que los vampiros que estaban contigo antes de esa noche se alegraron mucho de jurarte su lealtad, ya que sobrevivieron a la matanza en la que cayeron el resto de sus compañeros.

Eric esbozó una amplia sonrisa. Habría sido aterradora si no estuviese acostumbrada a la extensión de los colmillos.

– Sí -dijo, henchido de satisfacción-. Me deben la vida, y lo saben.

Me rodeó con sus brazos y me apretó contra su frío cuerpo. Yo me sentía plena y satisfecha, y mis dedos se entretuvieron jugueteando con los rizos dorados que pendían de su cabeza. Pensé en la provocadora foto de Eric como Míster Enero en el calendario de los «Vampiros de Luisiana». Me gustaba incluso más la que me había regalado. Me pregunté si podría ampliarla a tamaño póster.

Se rió cuando se lo pregunté.

– Deberíamos pensar en hacer otro calendario -dijo-. Ha sido todo un filón. Si yo puedo sacarte a ti una foto con la misma pose, te regalaré un póster mío.

Lo medité durante veinte segundos.

– No sería capaz de hacerme una foto desnuda -dije, no sin cierto arrepentimiento-. Siempre acaban apareciendo para darte un mordisco en el culo.

Eric volvió a reírse, con voz baja y ronca.

– Hablas mucho de eso -respondió-. ¿Quieres que te muerda el culo? -Aquello condujo a muchas más cosas, maravillosas y divertidas. Tras su feliz culminación, Eric echó una mirada al reloj de mi mesilla-. Tengo que irme -susurró.

– Lo sé -dije. Los ojos me pesaban por el sueño.

Empezó a vestirse para regresar a Shreveport mientras yo estiraba las sábanas y me colocaba para dormir. Me costaba mantener los ojos abiertos, a pesar de que verlo moverse por mi habitación era un panorama incomparable.

Se inclinó para besarme y rodeé su cuello con los brazos. Por un instante, supe que se le había pasado por la cabeza volver a meterse en mi cama. Esperaba que hubieran sido su lenguaje corporal y sus murmullos de placer los que me daban la pista sobre sus pensamientos. De vez en cuando recibía el destello de una mente vampírica, y me ponía los pelos de punta. No creo que fuese a durar demasiado si los vampiros averiguaban que podía leerles la mente, por muy esporádicamente que fuese.

– Quiero poseerte otra vez -dijo, algo sorprendido-. Pero tengo que irme.

– Nos veremos pronto, ¿no? -Estaba lo bastante despierta como para sentir incertidumbre.

– Sí-aseguró. Sus ojos brillaban, como su piel. La marca de su muñeca había desaparecido. Toqué el lugar donde había estado. Se inclinó para besarme en el cuello, donde me había mordido, y sentí cómo me recorría un escalofrío-. Pronto.

Y desapareció. Oí cómo se cerraba la puerta trasera suavemente tras él. Con las pocas energías que me quedaban, me levanté y atravesé la cocina a oscuras para echar el pestillo de la puerta. Vi el coche de Amelia aparcado junto al mío. En algún momento había vuelto a casa sin que me diese cuenta.

Hice una parada en la pila para tomarme un vaso de agua. Conocía la oscura cocina como la palma de mi mano. No necesitaba encender la luz. Mientras bebía, me di cuenta de la sed que tenía. Al girarme para volver a la cama, vi que algo se movía en el linde del bosque. Me quedé quieta mientras mi corazón bombeaba de forma alarmante.

Bill emergió de entre los árboles. Sabía que era él, aunque no podía verle la cara con claridad. Se quedó mirando al cielo, y supe que miraba cómo Eric había salido volando. Así que Bill se había recuperado de la pelea con Quinn.

Supuse que me inundaría el enfado al sentirme vigilada por Bill, pero éste no llegó a aflorar. Al margen de lo que hubiera podido pasar entre los dos, no podía desembarazarme de la sensación de que Bill no se había limitado a espiarme… Había estado cuidando de mí.

Y, desde un punto de vista más práctico, no había nada que pudiera hacer al respecto. No sentía la necesidad de abrir la puerta y disculparme por haber disfrutado de compañía masculina. En ese momento, no me arrepentía de haberme acostado con Eric. De hecho, estaba tan saciada como si hubiese disfrutado de una cena de Acción de Gracias en sexo. Eric no parecía precisamente un pavo. Pero después de imaginármelo sobre la mesa de mi cocina con unos boniatos y una tarta de nubes, sólo fui capaz de pensar en mi cama. Me deslicé bajo las sábanas con una sonrisa dibujada en la cara, y en cuanto toqué la almohada con la cabeza me quedé dormida.

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