Creí que estaba en una cueva. Parecía una cueva: fría, húmeda. Y el ruido era curioso.
Mis pensamientos estaban lastrados por la torpeza. Aun así, la sensación de que algo no iba bien ascendió hasta la superficie de mi consciencia impulsada por una especie de desalentadora certeza. No estaba donde debía estar, y no debería estar dondequiera que estuviese. En ese momento, eran los únicos pensamientos claros y separados que me vinieron a la mente.
Alguien me había golpeado en la cabeza.
Pensé en ello. La cabeza no me dolía exactamente; la notaba densa, como si hubiese estado acatarrada y me hubiese tomado un potente descongestionante. Así pues, deduje (a la velocidad de una tortuga), que había sido reducida mágicamente, más que físicamente. Pero el resultado venía a ser el mismo. Me sentía fatal y tenía miedo de abrir los ojos. Al mismo tiempo, tenía muchas ganas de saber quién compartía el espacio conmigo. Auné fuerzas y me obligué a separar los párpados. Vi ante mí un maravilloso rostro investido de indiferencia, y después los párpados se me volvieron a cerrar. Parecían obrar con plena independencia.
– Está volviendo en sí -avisó alguien.
– Bien; al fin nos divertiremos un poco -dijo otra voz.
Aquello no sonaba prometedor en absoluto. No creía que la diversión a la que se referían fuese algo que pudiera compartir con ellos.
Supuse que alguien me rescataría en cualquier momento, y así se resolvería todo.
Pero la caballería no irrumpió en escena. Suspiré y volví a forzarme a abrir los ojos. En esta ocasión los párpados se mantuvieron separados y, a la luz de una antorcha (una verdadera antorcha de madera) escruté a mis captores. Uno era un hada. Era tan adorable como el hermano de Claudine e igual de encantador; lo que equivalía a decir que tenía el encanto de una suela de zapato. Tenía una melena negra, como Claude, unos bonitos rasgos y un cuerpo resplandeciente, como el de Claude. Pero su rostro parecía incapaz de siquiera simular interés en mí. Claude al menos podía fingirlo cuando las circunstancias lo requerían.
Miré a mi segunda secuestradora. Ella apenas resultaba más prometedora. También era un hada, y por lo tanto preciosa, pero no parecía más alegre o divertida que su compañero. Además, lucía una prenda de una pieza, o algo muy parecido, que le daba un aspecto estupendo, lo cual, de por sí, hizo que la odiara.
– Tenemos a la mujer correcta -dijo Número Dos-. La zorra amante de los vampiros. Creo que la que tenía el pelo corto era un poco más atractiva.
– Como si una humana pudiera ser digna de amor -replicó Número Uno.
No bastaba con ser raptada; tenían que insultarme también. Aunque sus palabras eran lo último que debía preocuparme, se me encendió en el pecho una pequeña chispa de ira.
«Tú sigue así, gilipollas», pensé. «Espera a que mi bisabuelo te eche el guante».
Esperaba que no hubiesen hecho daño a Amelia o a Bubba.
Esperaba que Bill estuviese bien.
Esperaba que hubiese llamado a Eric y a mi bisabuelo.
Era mucho esperar. Y, ya puestos con las esperanzas, esperaba que Eric hubiese captado mi angustia y mi miedo. ¿Podría rastrear mis emociones? Eso sería maravilloso, porque estaba a rebosar de ellas. Era la peor situación en la que nunca me había encontrado. Años atrás, cuando Bill y yo intercambiamos sangre, me dijo que podría encontrarme. Ojalá fuese verdad, y que esa habilidad no se hubiese perdido con el tiempo. Estaba dispuesta a que me salvase cualquiera. Pronto.
El secuestrador Número Uno deslizó sus manos bajo mis axilas y tiró de mí para dejarme sentada. Por primera vez me di cuenta de que tenía las manos entumecidas. Bajé la mirada para ver que además me las habían atado con una tira de cuero. Estaba apoyada contra la pared, y pude comprobar que no me encontraba realmente en una cueva. Estábamos en una casa abandonada. Había un agujero en el tejado, a través del cual podía ver las estrellas. El olor a moho era fuerte, casi sofocante, y solapaba el hedor de la madera y el papel en proceso de descomposición. En la habitación no había nada más que mi bolso, que habían tirado a un rincón, y una vieja fotografía enmarcada, colgada malamente de la pared que estaba detrás de las hadas. Había sido tomada en el exterior, probablemente en la década de los años veinte, y representaba a una familia negra engalanada para la aventura que constituía hacerse un retrato. Parecían granjeros. Al menos seguía en mi mundo, pensé, aunque probablemente no por mucho tiempo.
Mientras pude, sonreí a Número Uno y Número Dos.
– Mi bisabuelo os matará-dije, logrando incluso sonar bastante contenta ante la perspectiva-. Es sólo cuestión de tiempo.
Número Uno se rió, echándose la negra melena hacia atrás con un gesto de modelo masculino.
– Nunca nos encontrará. Preferirá rendirse antes que verte morir de forma lenta y agónica. Le encaaaantan los humanos.
– Debió irse a la Tierra Estival hace mucho tiempo -dijo Número Dos-. Mezclarse con humanos nos matará incluso más rápidamente de lo que ya morimos. Breandan nos liberará. Estaremos a salvo. El tiempo de Niall ha pasado.
Como si hubiese caducado, vamos.
– Decidme que tenéis un jefe -les pedí-. Decidme que no sois los cerebros de la operación. -Aunque era más o menos consciente de mi desorientación, probablemente debida al conjuro que me había dejado fuera de combate, saber que no estaba en plenas condiciones no iba a impedirme hablar, lo que era una pena.
– Debemos lealtad a Breandan -explicó Uno con orgullo, como si eso me lo fuese a aclarar todo.
En vez de conectar sus palabras con el archienemigo de mi bisabuelo, pensé en el Brandon con el que había ido al instituto, que había sido running back en el equipo de fútbol americano. Se fue a estudiar a la Universidad Politécnica de Luisiana y luego acabó en las fuerzas aéreas.
– ¿Se ha licenciado? -pregunté.
Me miraron sin el menor atisbo de comprender lo que estaba diciendo. No podía culparlos.
– ¿Licenciarse de qué? -preguntó Número Dos.
Aún le tenía rencor por haberme llamado zorra, así que decidí que no hablaría con ella.
– Bueno, ¿y cuál es el plan? -le pregunté a Número Uno.
– Esperaremos a saber lo que hace Niall, que deberá responder a las exigencias de Breandan -dijo-. Breandan nos sellará en una forma feérica permanente y nunca tendremos que volver a tratar con los de tu especie.
En ese momento me pareció un plan excelente, y por un momento estuve del lado de Breandan.
– Entonces ¿Niall no quiere que eso pase? -pregunté, intentando mantener la estabilidad de mi voz.
– No. Quiere seguir visitando a los tuyos. Mientras Fintan ocultó tu existencia y la de tu hermano, Niall estuvo tranquilo, pero cuando eliminamos a Fintan…
– Cachito a cachito -describió Número Dos y se rió.
– Acumuló información suficiente como para encontraros. Lo mismo que hicimos nosotros. Un día, dimos con la casa de tu hermano y encontramos todo un regalo en la camioneta que estaba allí aparcada. Decidimos divertirnos un poco. Seguimos tu olor hasta donde trabajas, y allí dejamos a su mujer y la abominación que llevaba en el vientre para que todo el mundo lo viese. Ahora nos divertiremos un poco contigo. Breandan ha dicho que hagamos contigo lo que queramos, menos matarte.
Puede que mi abotargada mente empezase a desperezarse. Había comprendido que eran los matones del enemigo de mi bisabuelo, y que habían asesinado a mi abuelo Fintan y crucificado a Crystal.
– Yo, en vuestro lugar, no lo haría -repliqué, bastante a la desesperada-. Hacerme daño, digo. Porque, después de todo, ¿qué pasa si ese Breandan no consigue lo que quiere? ¿Qué pasa si gana Niall?
– En primer lugar, eso no es nada probable -dijo Número Dos. Sonrió-. Planeamos ganar y pasárnoslo en grande en el proceso. Especialmente si Niall quiere verte; lo más probable es que pida una prueba de vida antes de rendirse. Tenemos que mantenerte viva… pero cuanto más terribles sean las condiciones, más deprisa se rendirá. -Su boca estaba llena de los dientes más largos y afilados que nunca había visto. Algunos de ellos estaban cubiertos de diminutos puntos plateados brillantes. Era espantoso.
A la vista de esos dientes, esos horribles dientes brillantes, se me evaporaron los restos del conjuro que habían usado contra mí, cosa que lamenté en gran medida.
Durante la siguiente hora, que se me antojó la más larga de mi vida, estuve completamente lúcida.
Me resultó turbador y estremecedor ser capaz de soportar tanto dolor sin morir.
Habría preferido la muerte, desde luego.
Sé mucho sobre los humanos, ya que leo sus mentes todos los días, pero no sabía gran cosa acerca de la cultura feérica. Me inclinaba a creer que Número Uno y Número Dos jugaban en su propia liga, ya que era incapaz de imaginar a mi bisabuelo reírse porque yo sangrara. Y albergaba también la esperanza de que no disfrutase cortando a un ser humano con un cuchillo, como hacían Uno y Dos.
Había leído libros según los cuales la gente que era sometida a tortura se iba «a otro sitio» durante el trance de dolor. Me esforcé por encontrar un sitio al que ir mentalmente, pero no conseguí alejarme de esa habitación. Me concentré en los duros rostros de la familia de granjeros de la foto, y lamenté que estuviese tan polvorienta y no pudiese verlos mejor. Lamenté que la foto estuviese torcida. Sabía que esa buena familia se horrorizaría al presenciar lo que estaba ocurriendo en ese momento.
En algunos momentos, cuando la pareja de hadas no se estaba ensañando conmigo, me costaba creer que siguiese despierta y que eso estuviese ocurriendo de verdad. Seguí aferrándome a la esperanza de que vivía inmersa en una fea pesadilla y que despertaría de ella… antes que después. Desde muy joven supe que hay crueldad en el mundo, creedme, lo sé, pero me costaba imaginar que esa pareja estuviese disfrutando con ella. Para ellos yo no era una persona, no tenía identidad. Eran completamente indiferentes a mis planes de vida, a los placeres futuros que pretendía disfrutar. Podía haber sido un cachorro extraviado o una rana que hubiesen capturando en un riachuelo.
Yo misma pensaba que hacer esas cosas a un cachorro o a una rana eran actos horribles.
– ¿No es ésta la hija de los que matamos? -le preguntó Uno a Dos mientras yo gritaba.
– Sí. Intentaron pasar por una corriente durante una riada -respondió Dos, como si rememorase un feliz recuerdo-. ¡Agua! ¡Para un tipo con sangre del cielo! Pensaron que el bote de hierro los protegería.
– Los espíritus del agua se los llevaron encantados -dijo Número Uno.
Mis padres no murieron en un accidente. Fueron asesinados. A pesar del dolor, tomé nota de eso, aunque en ese momento no podía ir más allá de asumir la información. Intenté hablar mentalmente con Eric para que me encontrase gracias a nuestro vínculo. Pensé en el único telépata adulto al que conocía, Barry, y empecé a mandarle mensajes, aunque sabía que estaba condenadamente lejos como para poder intercambiar pensamientos con él. Para inconfesable vergüenza mía, casi al final de esa hora, incluso traté de ponerme en contacto con mi primo pequeño Hunter. Sabía muy bien que no sólo era demasiado joven para comprender, sino que… no podía hacerle eso al crío.
Perdí toda esperanza y aguardé a la muerte.
Mientras las hadas hacían el amor, pensé en Sam y en lo feliz que me haría si pudiera verlo en ese instante. Quise pronunciar el nombre de alguien a quien amase, pero la garganta ya no me respondía de tanto gritar.
Pensé en la venganza. Anhelaba tanto la muerte de Uno y Dos que me dolían las entrañas. Ojalá alguien, alguno de mis amigos sobrenaturales -Claude, Claudine, Niall, Alcide, Bill, Quinn, Tray, Pam, Eric, Calvin, Jason…- los descuartizase miembro a miembro. Quizá las otras hadas pudieran tomarse el mismo tiempo con ellos que ellos se estaban tomando conmigo.
Uno y Dos habían dicho que Breandan me quería viva, pero no hacía falta ser telépata para saber que no iban a poder cumplir con su parte. Se iban a dejar llevar por la diversión, como pasó con Fintan y con Crystal, y no habría marcha atrás.
Estaba segura de que iba a morir.
Empecé a alucinar. Creí ver a Bill, lo cual no tenía ningún sentido. Probablemente estuviese en mi jardín, preguntándose por mi paradero. Él estaba en el mundo que sí tenía sentido. Pero hubiese jurado que lo veía asomarse furtivamente detrás de las criaturas que disfrutaban jugando con sus cuchillas afiladas. Tenía el dedo posado sobre sus labios, como si me instase a guardar silencio. Como no estaba allí de verdad, y como mi garganta estaba demasiado entumecida como para decir nada de todos modos (ya ni siquiera era capaz de lanzar un grito en condiciones), no me resultó difícil seguir sus instrucciones. Una sombra negra lo seguía de cerca, una sombra coronada por una llama pálida.
Dos me pinchó con un cuchillo que se acababa de sacar de la bota, un cuchillo que brillaba como sus dientes. Ambos se inclinaron más cerca de mí para embriagarse con mi reacción. Yo apenas podía emitir sonidos raspados. Tenía la cara anegada en lágrimas y sangre.
– Mira cómo croa la ranita -dijo Uno.
– Escúchala. Croa, ranita. Croa para nosotros.
Abrí mucho los ojos y clavé la mirada en ella, mirándola claramente por primera vez desde hacía largos minutos. Tragué e invoqué todas las fuerzas que me quedaban.
– Vas a morir -anuncié con absoluta certeza. Pero ya lo había dicho antes, y el efecto se había perdido con la primera vez.
Forcé a mis labios para que sonrieran.
El hombre apenas tuvo tiempo de adoptar una expresión de perplejidad cuando algo brillante pasó entre su cabeza y sus hombros. Luego, para mi profundo placer, él quedó cortado en dos trozos y yo recibí un baño de sangre tibia. Me duché en ella, cubriendo las costras de mi propia sangre reseca. Pero tenía los ojos despejados, y pude ver cómo dos pálidas manos aferraban el cuello de Dos, la elevaban en el aire y la zarandeaban. Su desconcierto fue sumamente gratificante en el momento en que un par de dientes, casi tan afilados como los suyos se clavaban en su largo cuello.