VII

Daryl Evans estaba sentado al fondo del piso superior del autobús, que circulaba por las calles hacia el centro de la ciudad. Estaba recostado contra el cristal y miraba hacia abajo mientras se dirigía hacia las oficinas municipales donde trabajaba y con la perspectiva de un nuevo día de trabajo y sufrimiento. Hoy no tenía ganas de trabajar. Quizás intentaría dejarlo después de un par de horas, pensó. Quizá le diría a Tina, su supervisora, que no se sentía bien y tenía que irse a casa. Con todo lo que estaba pasando ahora mismo pensaba que ella no se lo iba a impedir.

Evans no estaba particularmente interesado en el resto del mundo. No prestaba demasiada atención a nada que ocurriera fuera de su círculo inmediato de familia y amigos. La pasada noche disfrutó de una feliz velada y esta mañana le había resultado más difícil encontrar ánimos para ir al trabajo. Pasó la velada con un amigo que no había visto desde hacía tiempo. Había pasado el tiempo bebiendo cerveza y comiendo comida basura. Aún se sentía lleno y un poco resacoso. No había oído el despertador y después había vuelto del revés el piso, buscando el reloj. Al final lo había encontrado, debajo de la cama, pero para entonces ya salía tarde para el trabajo. Sólo sabía que iba a ser uno de esos días en el que todo cuesta más esfuerzo de lo que debiera y nada sale bien.

Evans no tenía tiempo para las noticias ni los temas de actualidad. No sabía por qué las calles estaban tan tranquilas esta mañana o por qué había tenido que esperar el autobús el doble de tiempo de lo normal, y encima iba medio vacío. No se dio cuenta de que las cosas parecían diferentes hoy, pero realmente nada podía obligarlo a plantearse la causa.

Había siete personas más en el piso superior del autobús. Cinco estaban solas, silenciosas y pensativas, contemplando la mañana gris y húmeda. Una pareja estaba sentada hacia la parte delantera, riendo y bromeando, y haciendo más ruido que el resto de los pasajeros juntos. Evans estaba sentado detrás del todo y los veía a todos. El interior del autobús estaba lleno de vaho de la condensación. Limpió la ventanilla para poder ver hasta dónde había llegado. Su repentino movimiento había llamado la atención de un hombre delgado como un lápiz y con el cabello hirsuto, sentado dos filas por delante, que se volvió nervioso para ver qué ocurría a sus espaldas.

Evans miró al otro pasajero a los ojos y se quedó helado.

El hombre -silencioso, sencillo y sin ganas de tener problemas- se giró con rapidez y volvió a mirar hacia el frente del autobús, rezando para que no ocurriese nada. Era demasiado tarde. Evans, movido por un impulso y un miedo súbitos e incontrolables, saltó del asiento y arrancó al otro pasajero del suyo. Lo tiró en el pasillo, entre las dos filas de asientos, y aterrizó con un tremendo golpe que fue lo suficientemente ruidoso para que lo oyesen todos en el piso de abajo. Miró al hombre, que le devolvía la mirada, petrificado, los hombros encajados entre los asientos de ambos lados. Evans levantó el pie y le pisoteó la cara, rompiéndole la nariz y magullándole el párpado derecho. Después volvió a pisotearlo, una y otra vez, sintiendo cómo la resistencia desaparecía casi de inmediato. Luego notó que los huesos del hombre empezaban a romperse bajo la fuerza de su ataque sin piedad.

La conductora levantó la vista hacia su monitor pero los pasajeros del piso superior levantándose rápidamente de sus asientos y corriendo escaleras abajo le bloqueaban la visión. Frenó de golpe el autobús, en medio de una habitualmente concurrida calle de doble sentido. Una semana atrás la gente habría intentado hacer algo para ayudar, pero hoy no. Aterrorizados y temiendo por su propia seguridad, corrieron lo más rápido que pudieron, se echaron a la calle mirando hacia arriba cada vez que percibían los ocasionales atisbos del sangriento y violento ataque que proseguía en el piso superior.

Los agentes de policía que patrullaban cerca estaban dentro del autobús antes de que el último pasajero hubiera salido. Subieron rápidamente las escaleras, con las porras blandidas y dispuestas. Daryl Evans se les echó encima. Un único golpe de porra en un lado de la cabeza lo dejó sin sentido y cayó al suelo, a sólo unos centímetros de los pies inertes del cuerpo del hombre que acaba de golpear hasta la muerte.


Загрузка...