2

Hay una chica que se sienta al otro lado de la oficina que se llama Jennifer Reynolds. No la conozco mucho. No la trato demasiado en el día a día. De hecho sólo he hablado con ella un puñado de veces desde que me trasladaron a la TMA. Hoy no ha venido y odio cuando no está. Cuando no está Jennifer Reynolds sus deberes se reparten entre todos nosotros, y la tarea que tengo que cubrir hoy es la peor de todas: Recepción. La dirección de la TMA no hace una difusión activa de su dirección postal, pero aparece en la correspondencia que enviamos y en el listín telefónico, y el público no tarda demasiado en descubrir dónde estamos. Tenemos un montón de visitantes, demasiados en mi opinión. Si alguien viene aquí es casi seguro que lo han multado o le han puesto el cepo. Probablemente ya han intentado que les quiten la multa o el cepo y cuando llegan a nosotros para discutir su caso en persona con frecuencia es la única opción que les queda. De manera que la mayoría de la gente que aparece por aquí está muy cabreada. Gritos, chillidos y comportamientos amenazadores no son inusuales. El primer lugar al que llegan esas personas es Recepción, y a la primera persona a la que gritan, chillan o amenazan es al pobre cabrón que está sentado tras el mostrador.

Así que aquí estoy, sentado y solo en el mostrador de Recepción, mirando fijamente a la estropeada puerta de entrada de cristal oscuro, esperando ansiosamente a los visitantes. Lo odio. Es como estar sentado en la sala de espera de un dentista. Constantemente estoy mirando el reloj que hay en la pared. Está colgado encima de una gran tablón de anuncios, cubierto con noticias y carteles del ayuntamiento que nadie lee y que no sirven para nada. Justo a la izquierda del tablón, también sin leer y sin utilidad, se encuentra una pequeña señal que advierte al público contra toda intimidación o ataque a los funcionarios municipales. Pero nada de eso hace que me sienta más seguro. También hay una alarma contra ataques personales bajo el escritorio, pero eso tampoco hace que me sienta más seguro.

Son las cuatro y treinta y ocho. Veintidós minutos y habré acabado mi jornada.

Estoy seguro que Tina disfruta enviándome aquí fuera. Siempre soy yo el que acaba sustituyendo a Jennifer. Estar en Recepción es una especie de tortura. No está permitido traer ningún tipo de papeles (por algo relacionado con la protección de datos confidenciales) y la falta de cualquier distracción provoca que el tiempo se arrastre con dolorosa lentitud. De todas formas, esta tarde únicamente he tenido que lidiar con dos llamadas telefónicas, que sólo eran llamadas personales para miembros de la oficina.

Las cuatro y treinta y nueve.

Venga reloj, acelera.


Las cuatro y cincuenta y cuatro.

Ya casi está. Ahora no dejo de mirar el reloj, deseando que las manecillas se muevan con rapidez para que pueda irme. Ya estoy imaginando la huida de la oficina. Sólo tengo que apagar el ordenador y recoger el abrigo del guardarropa para salir corriendo hacia la estación. Si puedo irme con la suficiente rapidez es posible que coja el primer tren y que pueda llegar a casa hacia las…

Maldición. Suena de nuevo el maldito teléfono. Odio cómo suena. Te araña los oídos como si fuera un despertador desafinado. Te atraviesa. Descuelgo y me encojo ante lo que me puede estar esperando al otro lado de la línea.

– Buenas tardes, TMA, habla Danny McCoyne -murmuro con rapidez. He aprendido a contestar al teléfono en voz baja y rápida, lo que dificulta que la persona que llama pueda entender tu nombre.

– Por favor, ¿puedo hablar con el señor Fitzpatrick, de Nóminas? -pregunta una voz femenina con un acento muy fuerte.

Gracias a Dios, no se trata de un ciudadano gritando a causa de una queja, sólo un número equivocado. Me relajo. Casi todos los días nos llegan algunas llamadas para Nóminas. Sus extensiones son parecidas a las nuestras. Estaría bien que alguien hiciera algo. En cualquier caso, es un alivio. Lo último que quiero es un problema a las cuatro cincuenta y cinco.

– Ha llamado al departamento equivocado -le explico-. Ha marcado el 2300 en lugar del 3200. Voy a intentar a pasar la llamada. Si se corta, marque 1000 y se pondrá en contacto con la centralita…

De repente me distraigo y mi voz se quiebra cuando la puerta de entrada se abre de par en par. Instintivamente me echo hacia atrás en la silla, intentando poner la mayor distancia posible con quien sea que va a irrumpir en el edificio. Finalizo la llamada telefónica y me permito relajarme un poco cuando veo entrar por la puerta las ruedas delanteras de un cochecito de niño. El cochecito se queda atrancado en la puerta y me levanto para ayudar. Una mujer bajita y calada hasta los huesos, vestida con un anorak amarillo y morado entra en Recepción. La acompañan el bebé del cochecito (que es imposible ver porque está cubierto por un grueso plástico impermeable) y dos niños más. La empapada familia se queda en el centro de Recepción y deja caer chorros de agua sobre el sucio suelo que imita el mármol. La mujer parece nerviosa y está preocupada por los niños. Habla con brusquedad con el más alto y le dice que «Mamá tiene que solucionar un problema con este señor y después iremos a casa a comer algo».

La mujer se quita el sombrero y veo que está a finales de la treintena o principios de la cuarentena. No es nada agraciada y sus grandes y redondas gafas, cubiertas de gotas de lluvia, se están empañando. Tiene la cara roja y gotas de lluvia le caen desde la punta de la nariz. No me mira a los ojos. Deja caer ruidosamente el bolso encima del mostrador y empieza a buscar algo en él. Para un momento para retirar la cubierta impermeable (que también ha empezado a empañarse a causa de la condensación) y le echa un vistazo a su bebé, que parece que está durmiendo. Devuelve su atención al contenido del bolso y yo vuelvo al otro lado del mostrador.

– ¿Le puedo ayudar en algo? -pregunto con cautela, cuando decido que ha llegado el momento.

Me mira por encima de las gafas. Esta mujer tiene carácter, lo noto. Hace que me sienta incómodo. Sé que me espera un mal rato.

– Espere un momento -dice con brusquedad, hablándome como si fuera uno de sus niños. Saca del bolso un paquete de pañuelos, coge uno y se lo da al niño que se está limpiando la nariz con la manga-. Suénate, -le ordena con dureza, plantándole el pañuelo en medio de la cara. El pequeño no protesta.

Miro el reloj. Las cuatro cincuenta y siete. No parece que esta tarde vaya a coger el primer tren para casa.

– He aparcado el coche en Leftbank Place durante cinco minutos mientras mi hijo mayor iba al lavabo -empieza a decir mientras vuelve a colocarlo todo en el bolso. Ni un segundo para sutilezas, directa a la queja-. En esos cinco minutos le han puesto el cepo al coche. Sé que no debería haber aparcado allí, pero sólo han sido cinco minutos y estaba allí porque era totalmente necesario. Quiero hablar con alguien que tenga autoridad para solucionarlo y quiero hacerlo ahora mismo. Quiero que quiten el cepo de mi coche para llevar mis hijos a casa.

Me aclaro la garganta y me dispongo a contestar. De repente mi boca se queda seca y mi lengua parece más grande de lo normal. Tenía que ser en Leftbank Place, no podía ser en otro sitio. Se trata de un área de terreno desaprovechado a sólo diez minutos andando desde la oficina. A veces parece que a todos los coches que les han puesto el cepo en la ciudad se lo han puesto en Leftbank Place. El equipo de vigilancia que cubre esa área es famoso. Alguien me dijo que les pagaban según su efectividad: a más coches con cepo a la semana, más paga. No sé si es verdad o no, pero ahora no me va a ser de gran ayuda. Sé que no tengo más alternativa que dar a esta mujer las respuestas que dicta el procedimiento. También sé que no le van a gustar.

– Señora -empiezo a responder, tenso porque preveo su reacción-, en Leftbank Place el aparcamiento está estrictamente prohibido. El ayuntamiento…

No me da la oportunidad de continuar.

– Yo le diré lo que opino del ayuntamiento -grita de repente con una voz muy desagradable-. Este maldito ayuntamiento debería perder menos tiempo poniendo cepos a la gente y dedicando mucho más a asegurarse de que los lavabos públicos estén en perfectas condiciones. La única razón para parar en la maldita Leftbank Place ha sido que los servicios públicos en Millennium Square estaban destrozados. Mi hijo tiene problemas de vejiga. No tenía elección. Él no podía aguantar más.

– Debe haber otros servicios… -comienzo a decir, arrepintiéndome al instante de haber abierto la boca. Señor, cómo odio este trabajo. Desearía volver a ocuparme de la recogida de basuras, las plagas de ratas o incluso de las farolas rotas. Mi mayor problema es que parece como si esta mujer hubiera pasado un mal rato y que yo habría hecho exactamente lo mismo que ella si hubiera sido mi hijo. Parece que tiene razón y nada me gustaría más que retirar el cepo, pero no tengo autoridad para hacerlo. Mis opciones son poco atractivas: seguir el procedimiento y que esta señora me vuelva a gritar, o que me grite Tina Murray si no sigo el manual. Con un poco de suerte me van a gritar las dos. Antes de que pueda reaccionar ante mi estúpido comentario, intento arreglarlo-: Comprendo lo que me dice, señora, pero…

– ¿De verdad? -grita, esta vez lo suficientemente alto para despertar al bebé del cochecito, que empieza a gemir y a gimotear-. ¿De verdad lo entiende? Yo creo que no, porque si lo comprendiese ya estaría llamando a alguien para que retirase ese maldito cepo de mi coche, para que pueda llevar a mis hijos a casa. Tienen frío, tienen hambre y…

– Sólo necesito…

– No quiero excusas, quiero que se solucione ya. No me va a escuchar. Esto no tiene sentido. Ni siquiera me va a dar la oportunidad.

– Señora…

– Le sugiero que vaya a hablar con sus superiores y que encuentre a alguien que esté dispuesto a asumir la responsabilidad por esta chapuza y venga a solucionarla. Me vi forzada a estacionar en Leftbank Place por la ineficacia de este ayuntamiento. Tengo un hijo con un problema médico y necesitaba llevarlo urgentemente al baño. Si el ayuntamiento hiciera bien su trabajo y se hubiera asegurado de que los lavabos públicos estuvieran en perfectas condiciones, yo no habría tenido que aparcar allí, no me habrían puesto el cepo y no estaría aquí, de pie, hablando con alguien que evidentemente no puede o no quiere hacer nada para ayudarme. Necesito hablar con alguien que esté un poquito por encima del recepcionista en la cadena de mando, así que, ¿por qué no nos hace un favor a los dos y se va a encontrar a alguien que esté preparado para hacer algo antes de que mi hijo necesite ir de nuevo al baño?

Vaya aires que tiene la muy zorra. Estoy de pie, mirándola, y sintiendo cómo me voy enfadando cada vez más. Pero no hay nada que pueda hacer…

– ¿Y bien? -dice con brusquedad.

– Deme un minuto, señora -balbuceo. Me doy la vuelta, entro de estampida en la oficina y me topo con Tina, que viene en dirección contraria.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Danny? -pregunta con un tono de superioridad muy parecido al de la mujer-. Si tú estás aquí, ¿quién está atendiendo en Recepción?

Sabe muy bien que no hay nadie ahí fuera. Intento explicarle pero sé que es inútil.

– Tengo una señora en Recepción que…

– Deberías haber telefoneado si necesitas ayuda -me interrumpe-. Conoces las reglas, ya llevas aquí tiempo suficiente. Siempre tiene que haber alguien en el mostrador de Recepción y siempre tienes que llamar si hay un problema.

– Hay una mujer en el mostrador de Recepción -suspiro- y la ha tomado conmigo, así que, por favor, ¿te puedo explicar cuál es su problema?

Ella levanta la vista hacia el reloj. Maldita sea, son las cinco. Ahora seguramente me retendrá aquí hasta las seis.

– Sé rápido -contesta con desdén y consigue que suene como si me estuviera haciendo un favor.

– A esa mujer le han puesto un cepo porque ha aparcado en Leftbank Place…

– ¡Espera! No se puede aparcar en Leftbank Place. En todas partes hay unas malditas señales enormes diciendo que no se puede aparcar en Leftbank Place.

Esto no va a ser nada fácil.

– Yo lo sé, tú lo sabes y ella lo sabe. Ésa no es la cuestión.

– ¿Qué quieres decir con que no es la cuestión?

Espero antes de volver a hablar. Sé que tengo por delante una batalla para convencer a Tina de que esa mujer tiene una queja aceptable. Por un momento considero la posibilidad de rendirme y de probar suerte de nuevo en Recepción.

– Me ha dicho que aparcó en Leftbank Place porque necesitaba llevar a su hijo al lavabo.

– ¿Qué tipo de excusa es ésa?

– Necesitaba llevarlo al baño porque tiene un problema de salud y porque los servicios públicos en Millennium Square estaban destrozados.

– Eso no es problema nuestro…

– No, pero el argumento es que sí es problema del ayuntamiento. Pide que le quitemos el cepo. No se va a ir hasta que lo hagamos.

– No puede ir a ningún sitio. -Tina se ríe de su propia ocurrencia-. Le quitaremos el cepo cuando pague la multa.

No me sorprende su respuesta, sólo me decepciona. Quiero irme a casa. No quiero salir y que esa mujer me vuelva a gritar. Lo que más me molesta es que los dos sabemos que mientras más tiempo arme jaleo en Recepción, más posibilidades tiene de que le quitemos el cepo. No soporto toda esta mierda y todo este teatro. No va a servir de nada pero tengo que decir algo.

– Venga, Tina, dame un respiro. Sabes tan bien como yo que si grita durante el tiempo suficiente se lo quitaremos.

Me mira, masca el chicle y se encoge de hombros.

– Quizá sea así, pero primero tenemos que intentar cobrarle la multa. Conoces el procedimiento. Tenemos que…

Es inútil seguir escuchando toda esa basura. No me voy a molestar.

– Conozco el maldito procedimiento -suspiro mientras me vuelvo de espaldas y me arrastro de vuelta a Recepción. Me pregunto si debería seguir andando y pasar junto a la mujer y sus hijos, y sencillamente dejar atrás el edificio y mi empleo.

Abro la puerta y ella se vuelve con rapidez para mirarme. La expresión en su rostro es de pura maldad.

– ¿Y bien?

Respiro hondo.

– He hablado con mi supervisora -empiezo a decir con desánimo, sabiendo lo que vendrá a continuación-. Podemos retirar el cepo, pero debemos insistir en el pago de la cantidad que se indica en las señales ubicadas en Leftbank Place. No podemos…

Y se le ha acabado la paciencia. Vuelve a explotar, gritándome y chillándome. La fuerza, velocidad y ferocidad de su exabrupto es imponente. Se trata de un berrinche increíble (pero no inesperado) y yo no tengo defensa. No puedo replicar porque creo que su reclamación es justa. Si se callase un momento yo podría… oh, pero ¿para qué? No sé por qué me preocupo. Mientras más me grita menos escucho. Ya no sigo lo que me está diciendo. Sus palabras se han convertido en una fuente constante de ruido. Estoy esperando a que se tome un respiro.

– Señora -la interrumpo con rapidez cuando se calla para respirar. Levanto la mano delante de mí para dejarle claro que ahora es mi turno para hablar-. Voy a buscar a mi supervisora.

Me voy, ignorando sus comentarios en voz baja sobre «hablar con el organillero y no con el mono». Hace mucho que ya no me preocupa. Cuando llego a la puerta de la oficina, Tina la está abriendo desde el otro lado y me empuja a un lado. Se detiene el tiempo justo para lanzarme unas pocas palabras envenenadas.

– Muy bien llevado -gruñe sarcástica-. Eres un maldito inútil. La he oído gritar desde mi mesa. ¿Cómo se llama?

– No lo sé -admito, encogiéndome ante el hecho de que no he sido capaz de conseguir ni siquiera el detalle más básico.

– Maldito inútil -replica de nuevo antes de colocar una sonrisa falsa en su horrible rostro y avanzar hacia la empapada mujer y sus hijos-. Mi nombre es Tina Murray -se presenta-, ¿en qué puedo ayudarla?

Me apoyo en la puerta de la oficina y contemplo la previsible charada que se empieza a desarrollar. Tina escucha atentamente la queja, le señala a la mujer que realmente no debería haber aparcado en Leftbank Place, entonces hace una llamada para «ver qué puede hacer». Diez minutos después, el cepo ha sido retirado. Tina ha quedado de maravilla y yo como un idiota. Sabía que eso es lo que iba a ocurrir.


Las cinco treinta y dos.

Corro a la estación y llego al andén a tiempo de ver cómo se va el tren.


Загрузка...