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Gracias a Dios que hoy circulan los trenes. Ayer tardé horas en volver a casa y esta tarde no quiero estar en las calles más de lo indispensable. Sólo he tardado unos minutos en ir de la plaza a la estación y no he tenido que esperar demasiado al tren. Dios sabe lo que Tina me va a decir mañana si vuelvo al trabajo. Podría llamarla ahora con el móvil y explicarle lo que ha ocurrido, pero no quiero hacerlo. No quiero hablar con nadie. Sólo quiero llegar a casa.

Sólo hay tres vagones en este tren. No puede haber más de veinte personas a bordo. He encontrado un asiento lo más alejado posible de todo el mundo. Es el último asiento del tren, al final del tercer vagón. Hay otras dos personas conmigo. Ambos están más cerca de la parte delantera, cada uno a un lado del pasillo. Me doy cuenta de que no dejo de mirarlos, asustado de que uno de ellos se gire porque mientras el tren se esté moviendo estoy aquí atrapado, con ellos. De vez en cuando veo como uno de ellos mira hacia atrás. Están tan ansioso, como yo. Tengo el estómago revuelto y siento como si fuera a vomitar. No sé si es por el movimiento del tren o los nervios.

Estamos entrando en la última estación antes de casa. Joder, espero que no suba nadie. Tengo el móvil en la mano y no lo he soltado desde que subí. Quiero llamar a Lizzie y decirle que estoy de camino a casa pero no me puedo decidir a hacerlo. ¿Es una estupidez? No quiero hablar alto para no llamar la atención. No quiero hacer nada que les pueda dar a los demás pasajeros una razón para mirarme.

El tren frena y se para. Miro hacia el andén (intentando que no parezca que lo estoy escrutando) y veo que un puñado de personas se aproxima tranquilamente a las puertas del tren. Una persona del vagón se levanta y se apea, y sube otro pasajero. Se trata de un hombre con una larga gabardina gris y un maletín con un portátil colgado del hombro. Hago todo lo posible por evitar su mirada pero tengo que seguir mirando. Tengo que ver adónde va. ¿Viene hacia aquí? Mierda, sí. Rápidamente bajo la mirada al suelo, desesperado porque no se dé cuenta de que estaba mirando. ¿Sigue viniendo hacia mí? ¿Se está acercando?

Se ha parado. Estoy seguro de que se ha quedado quieto y no puedo creer lo aliviado que me siento. Coño, esto es una estupidez. ¿Estoy paranoico? ¿Soy el único que está actuando de esta forma? No puedo creer que lo sea. Con muchísimo cuidado y moviéndome con muchísima lentitud, levanto la vista y miro a mi alrededor. El tren chirría y traquetea cuando arranca y, con precaución, me yergo apoyándome en el respaldo del asiento delante de mí. El pasajero recién llegado se ha sentado hacia la mitad del vagón, al otro lado del pasillo. Parece como si deliberadamente hubiera puesto la mayor distancia posible entre él, yo y el tercer pasajero. Gracias a Dios.

Apoyo la cabeza contra la ventanilla y contemplo el familiar paisaje que pasa veloz. Todo parece igual pero esta tarde todo se percibe diferente.

Ya no falta mucho. Casi estoy en casa.


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