Capítulo 8

Cuando la detective Heat dirigía el morro del Crown Victoria hacia la salida del aparcamiento subterráneo de la torre del Starr Pointe, oyó el zumbido continuo y grave, característico de los helicópteros, y bajó la ventanilla. Había tres flotando en el aire a su izquierda, a unos cuatrocientos metros hacia el oeste, sobre el lejano perfil del edificio Time Warner. Al que volaba más bajo lo reconoció, era el helicóptero de la policía, y los dos acompañantes que volaban a mayor altura debían de pertenecer a cadenas de televisión.

– ¡Noticias de última horaaaa! -exclamó a su coche vacío.

Conectó la frecuencia táctica en su radio y pronto se enteró de que una tubería de vapor había estallado y su contenido había salido disparado como si de un géiser se tratara, una muestra más de que las antiguas infraestructuras de Gotham no eran apropiadas para el horno de la naturaleza. Llevaban casi una semana con la ola de calor, y Manhattan estaba empezando a bullir y burbujear como una pizza de queso.

Columbus Circle estaría imposible, así que tomó la ruta más larga pero más rápida hacia la comisaría, entrando en Central Park desde el Plaza para atravesarlo y coger el East Drive hacia el norte. El ayuntamiento mantenía el parque cerrado a vehículos de motor hasta las tres, así que, con la ausencia de tráfico, su camino tenía reminiscencias de domingo campestre, maravilloso, siempre y cuando mantuviera encendido el aire acondicionado. Había unas vallas de la policía que bloqueaban el camino en la 71, pero la policía auxiliar reconoció su coche camuflado y abrió la barrera mientras la saludaba con la mano. Nikki se detuvo a su lado.

– ¿A quién habrás cabreado para que te hayan puesto aquí?

– He debido de ser muy mala en mi otra vida -respondió la policía riéndose.

Nikki miró la botella empañada de agua fría sin abrir que estaba en su posavasos y se la pasó a la mujer.

– Refrésquese, agente -dijo, y continuó su camino.

El calor lo aplanaba todo. Quitando un puñado de corredores dementes y de ciclistas locos, el parque estaba vacío de pájaros y ardillas. Nikki redujo la velocidad al pasar por la parte trasera del Metropolitan y, mirando la pared de cristal cuadriculada del entresuelo, sonrió, como siempre hacía, al recordar la imagen del clásico del cine en la que Harry estaba allí con Sally, enseñándole cómo decirle a un camarero que el paprikash tenía demasiada pimienta. Una joven pareja deambulaba por el césped de la mano. Involuntariamente, Nikki detuvo el coche y se quedó mirándolos, viendo cómo se limitaban a estar juntos, con todo el tiempo del mundo. Le sobrevino una oleada de melancolía que la conmovió y que apartó pisando lentamente el acelerador. Hora de volver al trabajo.


* * *

Rook saltó de la silla de su mesa de trabajo cuando Nikki entró en la oficina abierta. Estaba claro que estaba esperando que volviera y que quería saber dónde había estado, lo cual significaba, implícitamente, «¿por qué no me has llevado?». Cuando le dijo que había ido a ver a Noah Paxton para seguir hablando con él, Rook no se tranquilizó en absoluto, o eso le pareció.

– Bueno, ya sé que no te entusiasma que te acompañe, pero me gustaría pensar que soy un par de ojos y orejas bastante útil para ti en esas entrevistas.

– ¿Puedo recordarte que estoy en plena investigación de un asesinato? Necesitaba ver al testigo a solas porque quería que se abriese a mí sin la presencia de más ojos u orejas, por útiles que puedan resultar.

– ¿Quieres decir que te parecen útiles?

– Lo que quiero decir es que no es el momento apropiado para personalizar ni para necesitar sentirse útil. -Lo miró. Sólo quería estar con ella y, tenía que admitirlo, parecía más entrañable que necesitado. Nikki se descubrió sonriendo-. Y sí, a veces son útiles.

– Bien.

– No siempre, eh.

– Habías quedado muy bien, no lo estropees -dijo él.

– Tenemos noticias de Pochenko -dijo Ochoa cuando entró por la puerta con Raley.

– Dime que está en Rikers Island y que no se le permite hablar con un abogado, eso serían buenas noticias -afirmó ella-. ¿Qué tenéis?

– Bueno, más o menos -dijo Ochoa-. Un tipo que encaja con su descripción ha robado hoy medio pasillo de material de primeros auxilios en un Duane Reade del East Village.

– También tienen vídeo de la cámara de vigilancia. -Raley introdujo un DVD en su ordenador.

– ¿Seguro que era Pochenko? -preguntó ella.

– Dímelo tú.

El vídeo de la cámara del supermercado era fantasmagórico y se veía entrecortado, pero allí estaba, el enorme ruso llenando una bolsa de plástico con pomadas y aloe, y luego agachándose en la sección de primeros auxilios para coger esparadrapo y tablillas para los dedos.

– El colega está bastante perjudicado. Recuérdame que nunca me pelee contigo -bromeó Raley.

– Ni que te deje plancharme las camisas -añadió Ochoa.

Siguieron un rato en ese plan. Hasta que alguien apareciera con una pastilla mágica, el humor negro continuaría siendo el mejor mecanismo de un policía para lidiar con su día a día. De lo contrario, el trabajo los devoraría vivos. En circunstancias normales, Nikki se habría unido a ellos, pero lo tenía demasiado fresco todavía como para reírse. Quizá si consiguiera ver a Pochenko esposado en la parte trasera de un furgón de camino a Ossining para pasar allí el resto de su vida, dejaría de olerlo y de sentir sus grasientas manos alrededor de su cuello en su propia casa. Tal vez entonces podría reírse.

– Puaj, mirad el dedo, creo que voy a vomitar -dijo Ochoa.

– Ya puede ir rechazando esa beca de piano para Julliard -añadió Raley.

Rook, increíblemente, guardaba silencio. Nikki lo observó y lo pilló mirándola de forma parecida a la noche anterior, en la mesa de póquer, pero más intensamente. Desvió la mirada, sintiendo la necesidad de librarse de lo que quiera que fuera aquello, como cuando él le había regalado el grabado enmarcado.

– Vale, definitivamente es nuestro hombre -dijo, cambiándose de sitio para mirar la pizarra blanca.

– ¿Es necesario que señale que aún está en la ciudad? -preguntó Rook.

Ella decidió ignorarlo. El hecho era obvio y la preocupación inútil. En lugar de ello, se volvió hacia Raley:

– ¿No hay nada en tu cinta del Guilford?

– Estuve mirando hasta quedarme bizco. Es imposible que volvieran a atravesar ese vestíbulo después de marcharse. También he visionado el vídeo de la entrada de servicio. Nada.

– Está bien, lo hemos intentado.

– Visionar el vídeo del vestíbulo es lo peor -observó Raley-. Es como ver la C-SPAN, pero menos emocionante.

– Haremos una cosa, entonces. Te mandaré a dar un paseo. ¿Por qué no os pasáis Ochoa y tú por el despacho del doctor Van Peldt y comprobáis si la coartada de Kimberly Starr encaja? Y como está claro que ella habría avisado a su verdadero amor de que lo haríamos…

– Ya lo sé -la interrumpió Ochoa-, lo confirmaremos con las recepcionistas, enfermeras y/o personal del hotel, etcétera, etcétera.

– Caramba, detective -dijo Heat-, casi parece que sabe lo que está haciendo.


La agente Heat, de pie al lado de la pizarra blanca, escribió dos letras rojas bajo el encabezamiento «Vídeo de la cámara de vigilancia del Guilford»: N. G. Posiblemente a causa del ángulo desde el que lo escribió sintió el punzante agarrotamiento de la pelea de la noche anterior. Relajó los hombros y movió la cabeza dibujando lentamente un círculo, sintiendo el delicioso punto en el que empezaban las molestias y que le decía que aún seguía viva. Cuando hubo terminado, rodeó con un círculo las palabras «Amante de Matthew» en la pizarra, tapó el rotulador y le arrancó a Rook la revista de las manos.

– ¿Quieres dar un paseo? -preguntó.

Cogieron la autopista West Side hacia el centro. Incluso el río mostraba signos de estrés térmico. A su derecha, el Hudson tenía aspecto de estar demasiado caliente para moverse, y la superficie permanecía allí tras haber capitulado, completamente plana y amodorrada. La zona oeste del Columbus Circle continuaba siendo un caos y seguramente duraría hasta las noticias de las cinco. Ya habían cortado el chorro de vapor en erupción, pero había un cráter de tamaño lunar que mantendría cerrada la 59 Oeste durante días. En el escáner de frecuencias oyeron a una de las brigadas de Calidad de Vida informar de que habían trincado por orinar en la vía pública a un hombre que admitió que intentaba que lo arrestaran para poder pasar la noche con aire acondicionado.

– Parece que este tiempo ha causado dos erupciones que han requerido intervención policial -dijo Rook. Eso hizo reír a Heat, que casi se alegró de que estuviera con ella.

Cuando fijaron la cita con la antigua amante de Matthew Starr, Morgan Donnelly quiso saber si podían verse en su trabajo, ya que pasaba la mayor parte del tiempo allí. Eso encajaba con el perfil que Noah Paxton había esbozado cuando Nikki le había preguntado por ella en el transcurso de la conversación que habían mantenido ese mismo día. Como solía ser habitual, una vez que él empezaba, el boli de Nikki no conseguía tener ni un minuto de respiro. Además de revelar los apodos que les habían puesto en la oficina, el administrador había calificado su romance como el secreto a voces en la sala de conferencias y había resumido la manera de ser de la amante no tan secreta de Starr diciendo: «Morgan era todo cerebro, tetas y energía. Era el ideal de Matthew Starr: trabajaba como una loca y follaba con desenfreno. A veces me los imaginaba en la cama con sus BlackBerris, enviándose mensajes de texto con gemidos de placer el uno al otro entre negocios».

Con esa idea en la cabeza, cuando Nikki Heat aparcó el coche en la acera de la calle Prince, en el SoHo, en la dirección de su lugar de trabajo que Donnelly le había dado, tuvo que comprobar nuevamente sus notas para asegurarse de que estaba en el lugar correcto. Era una tienda de magdalenas. Su dolorido cuello protestó cuando se volvió para leer el cartel situado sobre la puerta.

– ¿Llamas y azúcar helado? -se sorprendió.

Rook recitó un poema:

– «Algunos dicen que el mundo acabará entre llamas, otros que entre hielos». -Abrió la puerta del coche y entró una oleada de calor-. Hoy me inclino por las llamas.

– Aún no doy crédito -dijo Morgan Donnelly cuando se sentó con ellos alrededor de una mesa de café en la esquina. Se desabrochó el cuello de su chaqueta de cocinera blanca y almidonada y les ofreció a Heat y a Rook el azucarero de acero inoxidable para sus cafés americanos helados. Nikki intentó hacer encajar a Morgan, la pastelera que estaba ante ella, con Morgan, la central eléctrica que Noah Paxton había descrito. Allí había una historia y la descubriría. Las comisuras de los labios de Donnelly se curvaron hacia arriba.

– Oyes cosas como ésa en las noticias, pero nunca le pasan a nadie que conozcas -dijo. La camarera salió de detrás del mostrador y puso un plato de degustación de minimagdalenas en el centro de la mesa. Cuando se hubo marchado, Morgan continuó-: Sé que haber tenido una aventura con un hombre casado no me hace parecer la mejor persona del mundo. Tal vez no lo era. Pero en aquel momento parecía lo correcto. Como si en medio de toda la presión del trabajo surgiera aquella pasión, aquella cosa increíble que simplemente sucedió. -Sus ojos se empañaron un poco y ella se secó la mejilla una sola vez.

Heat la analizó en busca de indicios. Demasiado remordimiento o no el suficiente serían señales de alarma. Había otros, por supuesto, pero aquellos indicadores formaban la base para ella. Nikki odiaba el término, pero hasta ahora la reacción de Morgan era la apropiada. Aunque la detective necesitaba hacer algo más que tomarle la temperatura. Como ex de una víctima de asesinato, tenía que ser investigada, y eso significaba obtener las respuestas a dos simples preguntas: ¿Tenía alguna razón de peso para vengarse? Y ¿salía ganando con la muerte de la víctima? La vida sería mucho más sencilla si Heat pudiera hacer un cuestionario con cuadraditos para marcar y enviarlo por correo electrónico, pero las cosas no funcionaban así, y ahora el trabajo de Nikki implicaba hacer sentir un poco incómoda a aquella mujer.

– ¿Dónde estaba cuando mataron a Matthew Starr? Digamos entre las doce y media de la mañana y las dos y media de la tarde -empezó, subiendo de repente a fuego fuerte para pillar a Morgan desprevenida.

Morgan se tomó un momento y respondió sin ponerse en absoluto a la defensiva:

– Sé exactamente dónde estaba. Estaba con la gente del Tribeca Film para una degustación. Gané el contrato de un catering para una de sus fiestas pos proyección esta primavera, y lo recuerdo porque la degustación fue bien y, cuando venía de vuelta en coche por la tarde para celebrarlo, me enteré de lo de Matthew.

Nikki tomó nota.

– ¿Mantuvieron usted y el señor Starr el contacto cuando su aventura finalizó? -continuó la detective.

– ¿El contacto? ¿Se refiere a si nos seguíamos viendo?

– Por ejemplo. O cualquier otro tipo de contacto.

– No, aunque lo vi una vez hace unos cuantos meses. Pero él no me vio y no hablamos.

– ¿Dónde fue eso?

– En Bloomingdale’s. En la barra del piso de abajo. Fui a pedir un té, y él estaba allí.

– ¿Por qué no habló con él?

– Estaba acompañado.

Nikki tomó nota.

– ¿La conocía?

Morgan sonrió por la perspicacia de Nikki.

– No. Habría saludado a Matthew, pero ella tenía la mano sobre el muslo de él. Parecían preocupados.

– ¿Podría describirla?

– Rubia, joven, guapa. -Se lo pensó un momento, y añadió-: Ah, y tenía acento. Escandinavo. Danés o sueco, tal vez, no lo sé.

Nikki y Rook intercambiaron miradas y ella lo notó mirando por encima de su hombro mientras escribía «¿niñera?» en sus notas.

– Entonces, aparte de eso, ¿no tuvo ningún contacto más con él?

– No. Cuando se acabó, se acabó. Pero todo fue muy cordial. -Miró hacia abajo, hacia su café expreso, levantó la vista hacia Nikki y exclamó-: Y una mierda, fue doloroso como el infierno. Pero ambos éramos mayorcitos. Seguimos nuestro camino. La vida da… bueno… -Dejó la frase inacabada.

– Volvamos al final de su relación. Debió de ser difícil en la oficina. ¿La despidió cuando se acabó?

– Yo decidí marcharme. Seguir trabajando juntos sería incómodo para los dos, y yo tenía más claro que el agua que no me apetecía en absoluto tener que aguantar los cotilleos.

– Pero aun así, usted tenía una prometedora carrera allí.

– Tenía un gran amor allí. Al menos eso me decía a mí misma. Cuando se acabó, no conseguía centrarme demasiado en mi carrera.

– Yo estaría cabreadísima -dijo la detective. A veces la mejor manera de hacer una pregunta era no hacerla.

– Dolida y con sentimiento de fragilidad, sí. ¿Enfadada? -Morgan sonrió-. Que se acabara fue lo mejor que pudo pasar. Ya sabe, era una de esas relaciones divertidas y prácticas que no llevan a ninguna parte. Me di cuenta de que estaba utilizando esa relación para mantenerme alejada de las relaciones, igual que el trabajo. ¿Me explico?

Nikki se removió incómoda en su silla, y consiguió articular un neutro «ajá».

– Como mucho servía para llenar un vacío. Y yo ya no era precisamente una niña. -Nikki se revolvió de nuevo, preguntándose cómo había acabado siendo ella la que se sentía incómoda-. Matthew se portó bien conmigo. Me ofreció una enorme suma de dinero.

La detective salió de su ensimismamiento, volvió a la entrevista e hizo una nota mental para comprobar eso con Paxton.

– ¿Cuánto le dio?

– Nada. No lo acepté.

– No creo que a él le costara mucho -intervino Rook.

– ¿Pero no lo entiende? -replicó ella-. Si aceptaba ese dinero, luego todo se reduciría a eso. No era como decía la gente. Yo no estaba intentando llegar a lo más alto subiéndome la falda.

– Aun así, nadie tendría por qué haberse enterado si usted aceptara el dinero -insistió Rook.

– Yo sí -admitió ella.

Y con esas dos palabras, la agente Heat cerró el cuaderno. Una magdalena de zanahoria la estaba llamando desde el plato y había que callarla. Mientras Nikki retiraba el molde de papel rizado de la parte inferior, señaló con la cabeza la moderna pastelería y preguntó:

– ¿Y todo esto? No es precisamente donde esperaría encontrarme a la infame Máster en Red Bull.

Morgan se rió.

– Ah, esa Morgan Donnelly. Está por ahí. Aparece de vez en cuando y me vuelve loca. -Se inclinó sobre la mesa hacia Nikki-. El final de esa aventura hace tres años resultó ser una epifanía. Antes de que sucediera me lanzaba indirectas, pero yo las ignoraba. Por ejemplo, algunas noches me quedaba allí en mi vieja y enorme oficina de dirección del ático del Starr Pointe hablando por teléfono, con dos líneas en espera y una docena de correos electrónicos que responder. Miraba hacia la calle, allá abajo, y me decía: «Mira a toda esa gente allá abajo. Van a casa de alguien».

Nikki estaba lamiendo un poco de glaseado de crema de mantequilla que tenía en la yema del dedo y paró en seco.

– Venga ya, una mujer de carrera en lo más alto del juego, debe de haber sido muy satisfactorio, ¿no?

– Después de lo de Matthew, lo único en lo que podía pensar era adonde me conduciría. Y en todas las cosas que había dejado pasar de largo mientras me ponía los trajes de poder y hacía carrera. Ya sabe, la vida. Pues bien, ésa fue la epifanía. Un día estaba viendo Good Morning America y salió Emeril haciendo pasteles, y eso me recordó lo mucho que me gustaba hornear cuando era pequeña. Y allí estaba yo, con mi pijama y mis Ugg, acercándome cada vez más a los treinta, sin trabajo, sin pareja y, admitámoslo, de todos modos sin sacar mucho en limpio de ninguna, cuando las tuve, y pensando: «Hora de reiniciar».

Nikki notó que el corazón le iba a mil. Bebió un sorbo de su café americano y preguntó:

– ¿Así que simplemente dio el salto? ¿Sin red, sin remordimientos, sin mirar atrás?

– ¿Y qué? Decidí buscar la felicidad. Por supuesto, el precio de la felicidad pasa por endeudarse hasta las cejas, pero está funcionando. Empecé con un local muy pequeño… Qué demonios, miren a su alrededor, éste sigue siendo pequeño… pero lo adoro. Incluso estoy prometida. -Levantó la mano, en la que no había ningún anillo.

– Es precioso -ironizó Rook.

Morgan puso cara de «¡vaya!» y se ruborizó un poco.

– Nunca lo llevo puesto cuando amaso, pero el chico que me hace la página web y yo nos vamos a dar el sí quiero este otoño. Supongo que uno nunca sabe adónde le va a llevar la vida, ¿eh?

Nikki lo pensó y, desgraciadamente, tuvo que darle la razón.


Mientras se dirigían a la zona residencial, Rook sostenía una caja enorme con dos docenas de magdalenas en el regazo. Heat detuvo el coche con cuidado en un semáforo en rojo para que el regalo del periodista para la sala de descanso de la comisaría no se convirtiera en una caja de migas.

– ¿Qué pasa, agente Rook? -preguntó ella-. Aún no le he oído decir que meta a Morgan Donnelly en la cárcel. ¿Qué sucede?

– No puede estar en la lista.

– ¿Por qué?

– Es demasiado feliz.

– Estoy de acuerdo -asintió Heat.

– Pero -continuó Rook- aun así vas a comprobar su coartada y si Paxton le extendió un jugoso cheque de despedida.

– Exacto.

– Y tenemos una misteriosa invitada sorpresa que investigar: la niñera nórdica.

– Vas aprendiendo.

– Sí, estoy aprendiendo mucho. Tus preguntas han sido muy reveladoras. -Ella lo miró, a sabiendas de que algo se avecinaba-. Sobre todo cuando acabaste las preguntas sobre el caso y empezaste a meterte en el terreno personal.

– ¿Y? Tenía una historia interesante y me apetecía oírla.

– Ya. Pues te puedo asegurar que tu cara no decía lo mismo.

Rook esperó hasta que vio cómo se ruborizaba y luego se limitó a mirar fijamente hacia delante a través del parabrisas, de nuevo con esa estúpida sonrisa. Lo único que dijo fue: «Envidia».


– Oye, tío, la intención es lo que cuenta -dijo Raley.

Rook, Roach y una serie de detectives y agentes estaban apiñados en la sala de descanso de la comisaría, alrededor de la caja abierta de Llamas y Azúcar Helado que Rook había acunado amorosamente durante el viaje. El surtido de magdalenas glaseadas con crema de mantequilla, nata montada y chocolate se habían mezclado y se habían convertido en lo que, siendo generoso, podría describirse como el resultado de un atropello.

– No, no lo es -lo contradijo Ochoa-. Este tipo nos prometió magdalenas, yo no quiero intenciones, quiero una magdalena.

– Os aseguro que estaban perfectas cuando salieron de la pastelería -se disculpó Rook, pero la habitación se estaba vaciando alrededor de sus buenas intenciones-. Es el calor, que lo derrite todo.

– Déjalas fuera un poco más. Volveré con una pajita -dijo Ochoa. Él y Raley se fueron a la oficina abierta. Cuando llegaron, la agente Heat estaba actualizando la pizarra blanca.

– Repostando -dijo Raley. Había siempre unos sentimientos encontrados en ese punto de un homicidio abierto, cuando la satisfacción de empezar a ver la pizarra llena de datos se veía compensada por el hecho más notable: nada de lo que había en ella los había llevado a una solución. Pero todos sabían que era un proceso, y que cada detalle que escribían los acercaba un paso más a la resolución del caso.

– Bien -dijo Nikki a su brigada-, la coartada de Morgan Donnelly concuerda con el comité de Tribeca Film.

Mientras Rook entraba en la sala comiendo con una cuchara una magdalena derretida sobre un papel, ella añadió:

– Por el bien de sus magdalenas, espero que la ola de calor se acabe en abril. Roach, ¿habéis ido a ver al cirujano plástico de Kimberly Starr?

– Sí, y estoy pensando en quitarme una cosa horrible que lleva dos años molestándome. -Raley hizo una pausa, y añadió-: A Ochoa.

– ¿Lo ves, detective Heat? -dijo su pareja-. Yo doy y doy, y esto es lo que recibo a cambio. -Ochoa comprobó sus notas-. La coartada de la viuda encaja. Había pedido una cita a última hora para una «consulta» y apareció a la una y cuarto. Eso cuadra con su salida de la heladería de Amsterdam a la una.

– ¿Hasta East Side en quince minutos? Sí que fue rápida -dijo Heat.

– No hay ninguna montaña demasiado alta -sentenció Rook.

– Está bien -continuó Nikki-. La señora Starr nos contó finalmente la verdad sobre los engaños tanto a su marido como a Barry Gable con el doctor Boy-tox. Pero eso es sólo su coartada. Investigad las grabaciones telefónicas de ella o del doctor a ver si hay alguna llamada a Miric o a Pochenko, sólo por si acaso.

– Vale -dijeron los Roach al unísono, y se rieron.

– ¿Ves? No soy capaz de estar enfadado contigo -dijo Ochoa.


Aquella noche, la oscuridad estaba intentando colarse a través del húmedo aire de fuera de la comisaría en la 82 Oeste, cuando Nikki Heat salió con la caja de la tienda del Metropolitan que contenía su grabado de John Singer. Rook estaba de pie en la acera.

– Acabo de llamar a un taxi. ¿Por qué no dejas que te lleve?

– No te preocupes, estoy bien. Y gracias de nuevo por esto, no tenías por qué. -Empezó a alejarse hacia Columbus, camino del metro que estaba cerca del Planetario-. Pero, como verás, me lo voy a quedar. Buenas noches.

Llegó a la esquina con Rook a su lado.

– Ya que insistes en demostrar lo macho que eres yendo andando, por lo menos deja que te lleve eso.

– Buenas noches, señor Rook.

– Espera. -Ella se detuvo, pero no disimuló su impaciencia-. Venga, Pochenko aún anda suelto. Deberías llevar escolta.

– ¿Tú? ¿Y quién te protegerá a ti? Yo no.

– Vaya, un poli que utiliza una gramática correcta como arma. Estoy obnubilado.

– Mira, si tienes alguna duda sobre si puedo cuidar de mí misma, estaré más que encantada de hacerte una demostración. ¿Tienes tu seguro médico al día?

– Está bien, ¿y qué pasaría si esto fuera sólo una mala excusa para ver tu apartamento? ¿Qué dirías?

Nikki miró al otro lado de la calle y se volvió hacia él. Sonrió y dijo:

– Mañana te traeré algunas fotos -y cruzó por el semáforo, dejándolo allí en la esquina.

Media hora más tarde, Nikki subía los escalones del Tren R en la acera de la 23 Este y pudo ver cómo el barrio se sumía en la oscuridad. Manhattan finalmente había tirado la toalla y había sufrido un colapso en forma de apagón que afectaba a toda la ciudad. Al principio se sintió un extraño silencio, ya que cientos de aires acondicionados situados en las ventanas de un lado y otro de la calle se apagaron. Era como si la ciudad estuviera conteniendo el aliento. Había un poco de luz ambiente procedente de las farolas de Park Avenue South. Pero las luces de las calles y los semáforos estaban apagados, y pronto empezaron a oírse pitidos de enfado mientras los conductores neoyorquinos competían por el asfalto y por tener preferencia.

Cuando dobló la esquina de su manzana, le dolían los brazos y los hombros. Dejó el grabado de Sargent en la acera y lo apoyó cuidadosamente contra un portal cercano de hierro forjado mientras abría el bolso. A medida que se había ido alejando de la avenida, la oscuridad había ido en aumento. Heat pescó su mini-Maglite y ajustó el tenue haz de luz para no pisar ningún trozo roto de pavimento ni excremento de perro.

El espeluznante silencio empezó a dar paso a voces. Flotaban en la oscuridad desde arriba, a medida que las ventanas de los pisos se iban abriendo y ella podía oír una y otra vez las mismas palabras procedentes de diferentes edificios: «apagón», «linterna» y «pilas». La sobresaltó una tos cercana y enfocó con su linterna a un anciano que paseaba a su perrito faldero.

– Me está cegando con esa maldita luz -dijo al pasar, y ella apuntó hacia el suelo.

– Que le vaya bien -replicó ella, pero no obtuvo respuesta. Nikki cogió su caja con las dos manos y se dirigió hacia su edificio con la mini-Mag sujeta entre la palma de la mano y el cartón, alumbrando unos cuantos metros por delante de cada uno de sus pasos. Estaba a dos portales de su edificio cuando tropezó en un adoquín detrás de ella, y frenó en seco. Escuchó. Aguzó el oído. Pero no oyó pasos.

Algún idiota gritó «¡Auuuuuuuuuuu!» desde un tejado del otro lado de la calle y lanzó algún papel en llamas que bajó girando con un brillo anaranjado hasta que se consumió a medio de camino de la acera. Eran claros avisos de que era un buen momento para encerrarse en casa.

En las escaleras de la puerta principal, Nikki dejó de nuevo la caja y se inclinó para coger las llaves. Oyó unos pasos rápidos detrás de ella y una mano le tocó la espalda. Ella se dio la vuelta y lanzó una patada alta circular de espaldas que rozó a Rook, y cuando ella escuchó su «¡Eh!» ya era demasiado tarde para hacer nada que no fuera recuperar el equilibrio y esperar no haberle dado en la cabeza al bajar.

– Rook -musitó.

– Aquí abajo. -Nikki enfocó su linterna en la dirección de su voz y lo alumbró sentado en una maceta de la acera con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, sujetándose la mandíbula.

Se agachó hacia él.

– ¿Estás bien? ¿Qué demonios estabas haciendo?

– No te vi, tropecé contigo.

– Pero ¿qué haces aquí?

– Sólo quería asegurarme…

– … de ignorar lo que te dije y seguirme.

– Siempre tan audaz, detective. -Apoyó una de las manos contra el árbol, y la otra en la acera-. Tal vez quieras largarte. Estoy listo para pelear. Ignora el quejido. -Ella no se apartó, pero le puso una mano debajo del brazo para ayudarlo a levantarse.

– ¿Te he roto algo? -preguntó, y le enfocó la cara con la linterna. Tenía la mandíbula colorada y arañada por culpa de su pie-. Haz esto -dijo, y enfocó la linterna hacia sí misma mientras abría y cerraba la mandíbula. Lo enfocó a él, que siguió sus instrucciones-. ¿Qué tal?

– Lo más humano sería pegarme un tiro. ¿Tienes alguna bala?

– Estás bien. Tienes suerte de que sólo te haya rozado.

– Tienes suerte de que firmara aquella renuncia contra denuncias cuando empecé a acompañarte.

Ella sonrió en la oscuridad.

– Supongo que ambos tenemos suerte. -Nikki se imaginó que él debía de haber notado en su voz que estaba sonriendo, porque se acercó más a ella, hasta que hubo sólo un ligero hueco separándolos. Se quedaron allí de pie así, sin tocarse, pero sintiendo la proximidad el uno del otro en la oscuridad de la calurosa noche de verano. Nikki empezó a moverse y luego a acercarse ligeramente hacia él. Sintió cómo su pecho rozaba levemente la parte superior del brazo de él.

Y entonces una brillante luz los golpeó.

– ¿Agente Heat? -dijo la voz desde el coche patrulla.

Ella dio un paso atrás para alejarse de Rook, y entornó los ojos hacia el punto de luz.

– Sí, soy yo.

– ¿Va todo bien?

– Sí. Él está… -miró a Rook, al que no le estaba gustando nada la pausa mientras luchaba por definirlo- conmigo.

Nikki se dio cuenta de lo que sucedía. Mientras retiraban la luz de sus ojos, se imaginó la reunión en la oficina del capitán Montrose después de que ella se hubiera ido y las órdenes que había dado. Una cosa era bromear entre ellos y jugar a su juego de Demasiado Guay para tener Escolta, pero la comisaría era la familia, y si tú eras uno de ellos y estabas en peligro, podías apostar tu placa a que te escoltarían. El gesto habría sido mucho mejor recibido si no hubiera tenido a Jameson Rook pegado a ella.

– Gracias, pero no es necesario. De verdad.

– No se preocupe, estaremos aquí toda la noche. ¿Quiere que le iluminemos las escaleras?

– No -dijo Nikki un poco más rápidamente de lo que pretendía. Luego continuó más suavemente-: Gracias. Tengo -miró a Rook, que sonrió hasta completar la frase-… una linterna.

Rook bajó la voz.

– Genial. Le diré a James Taylor que ya tengo su nueva canción. Tienes una linterna.

– No seas tan… ¿Conoces a James Taylor?

– Heat.

– ¿Sí?

– ¿Tienes hielo en tu apartamento?

Nikki esperó un rato mientras él se frotaba su dolorida mandíbula.

– Vamos arriba a ver.

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