Jameson Rook estaba de pie en la sala de observación de la comisaría mirando fijamente la sala de interrogatorios donde esperaba Gerald Buckley, dedicado en cuerpo y alma a hurgarse la nariz. La puerta se abrió y se cerró detrás de Rook. Nikki Heat se colocó a su lado y miró a través de la ventana con él.
– Encantador.
– ¿Sabes qué es lo peor? No puedo apartar la vista. -De hecho, Rook continuó mirando mientras dijo-: ¿No saben que hay gente mirando al otro lado del espejo? Y al tío ya le debe de gustar, esposado y todo.
– ¿Estás muy cansado?
– Sí.
– Sotheby's confirma que el número de serie de la cámara se corresponde con el de Barbara Deerfield. La tarjeta de memoria está llena de fotos que ella hizo a la colección de arte de Starr.
– ¿Esa mañana? -preguntó-. Las fotos llevarán la hora impresa.
– Vaya, asombrosamente bien. Parece que alguien lo va pillando -Él hizo una pequeña reverencia, y ella continuó-: Sí, de esa mañana. Raley está copiando todas las fotos en su disco duro.
– Raley, el nuevo rey multimedia.
– Creo que era zar.
– Entonces eso significa que Buckley estaba allí cuando la mataron, o que Pochenko le dio la cámara más tarde. -Se volvió hacia ella-. ¿O estoy ofendiendo tus metódicas maneras con mis imprudentes especulaciones?
– No. La verdad es que esta vez estoy contigo, escritor. Sea como sea, esa cámara relaciona a Buckley con Pochenko. -Se dirigió hacia la puerta de la sala de interrogatorios-. Veamos si consigo que me diga cómo.
Iba ya a abrir la puerta, cuando Ochoa entró desde el vestíbulo.
– Su abogado acaba de llegar.
– ¿Sabes? Me había parecido oír el camión de la basura.
– Puede que tengas un poco de tiempo. No sé cómo su maletín se perdió cuando pasó por seguridad.
– Ochoa, perro viejo.
– Guau.
Buckley se enderezó cuando la detective Heat entró, señal de que sabía que aquello no era la entrevista preliminar que él había tenido antes en la misma sala. Intentó tener aspecto desafiante, pero su concentración en ella, intentando interpretar lo grave que era aquello, le dijo a Nikki que caería en algún momento. Tal vez no en aquella reunión, pero caería. Cuando tenían esa mirada, todos acababan por venirse abajo.
– La zorra ha vuelto -dijo ella, reclinándose en la silla. Nikki tenía prisa. La abogada llegaría muy pronto, lo sabía. Pero ella tenía que jugar su mano de cartas. La reveladora cara de Buckley lo había traicionado; ella no iba a igualar el marcador demostrando su impaciencia. Así que se volvió a sentar con los brazos cruzados, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Él se humedeció los labios nerviosamente. Tan pronto como vio que se pasaba la lengua seca por las encías, empezó-: ¿Le molestaría que le dijera que usted no me parece el típico ladrón de arte? Me lo puedo imaginar haciendo un montón de cosas, traficando con drogas, robando un coche, yéndose sin pagar. ¿Pero organizando un robo de arte multimillonario? Lo siento, pero no lo veo. -La detective se levantó y se inclinó hacia él-. Usted llamó a Doc, el motero, para que consiguiera un equipo de gente para el robo, pero alguien tuvo que llamarlo a usted antes, y quiero saber quién fue.
– ¿Dónde está mi abogado?
– Gerald, ¿ha visto alguna vez esos publirreportajes en los que dicen que se trata de una oferta especial limitada que hay que aprovechar? Con la tormenta de mierda a la que se enfrenta, ahora estamos en esa zona, usted y yo.
– Movió los ojos con rapidez, pero aún no estaba convencido. Lo presionó desde otro ángulo-. Evidentemente usted no ve mucho esos publirreportajes. La mayoría son a altas horas de la madrugada, y ése es su turno habitual en la portería.
Él se encogió de hombros.
– Ya lo sabe, todo el mundo lo sabe.
– Pero eso me hace preguntarme por qué, cuando vimos el vídeo de la cámara de vigilancia del Guilford de día del asesinato de Matthew Starr, usted estaba allí a primera hora de la tarde.
– ¿Y qué? Trabajo allí.
– Eso fue lo que yo pensé cuando lo vi en el vídeo el otro día. Pero los recientes acontecimientos han hecho que vea su presencia bajo una luz totalmente nueva.
– Oiga, yo no maté al señor Starr.
– Tomaré nota de ello. -Esbozó una sonrisa y la cortó-. Tengo una duda más, y usted es la persona idónea para aclarármela. Por casualidad, no ayudaría a nadie a entrar en el edificio durante su visita a deshoras, ¿no? Sé que hay una puerta de acceso cerrada con llave en la azotea. ¿Es posible que la abriera para que alguien entrara cuando usted estaba allí alrededor de las doce treinta y nueve de la tarde?
Dieron dos golpes suaves en la puerta. Mierda, Ocho; avisándola de que venía la abogada.
– ¿Gerald? Oferta por tiempo limitado.
Llegó el sonido amortiguado de una mujer despotricando en la sala de observación.
– Parece mi abogada.
«Parece un torno dental», pensó Nikki.
– ¿Y bien? ¿Dejó entrar a alguien desde la azotea?
La puerta succionó el aire al abrirse. Ochoa entró con una frágil mujer vestida con un traje color arcilla. A Nikki le pareció la típica persona que retendría la cola del supermercado insistiendo en que comprobaran el precio del perejil.
– Esto no es apropiado -dijo la mujer. Nikki la ignoró y continuó con su presión.
– ¿De dónde ha sacado la cámara?
– No responda a eso.
– No voy a hacerlo.
Con la abogada como encargada de sala, Heat cambió el rumbo. Dejó de buscar respuestas y empezó a plantar semillas.
– ¿Se la regaló Pochenko por el favor?
– Mi cliente no tiene nada que decir.
– ¿O usted le robó la cámara? Pochenko no es el tipo de tío al que se le roba, Gerald.
– Detective, la entrevista ha finalizado.
Nikki sonrió y se levantó.
– Ya habrá otras. -Y se fue.
Poco después de que los Roach ficharan su salida al final del día, Nikki oyó a Rook deambular por detrás de su silla para ver la presentación de diapositivas de su ordenador con las fotos de la cámara de Barbara Deerfield. Las fotografías no eran de las mejores. Instantáneas simples y directas de cada cuadro tomadas de dos en dos, una con luz natural y la siguiente igual, pero con flash.
– Está claro que eran sólo para uso interno. Nadie las pondría en un folleto ni en la página web -aventuró ella.
– Así que éstas eran como sus notas de la entrevista con Matthew Starr.
– Sí. Y Lauren, mi… ¿Cómo la has llamado? Mi amiga necrófaga, llamó y confirmó la hora de su muerte alrededor del mediodía de ese mismo día. -Nikki continuó pasando las fotos.
Rook debía de haberle leído el pensamiento, porque, en lugar de regodearse en su victoria, se quedó un rato mirándola en silencio. Pero sólo un rato.
– ¿Estás libre esta noche? -preguntó.
Ella continuó haciendo clic con el ratón, manteniendo una cadencia, disfrutando de la exposición privada, buscando pistas, o ambas cosas.
– Esta noche voy a trabajar.
– Esto es trabajo. ¿Te gustaría conocer al mayor ladrón de arte de Nueva York? Bueno, ladrón de arte retirado.
Nikki sintió un pequeño zumbido de emoción y se dio la vuelta para ponerse frente a él.
– ¿A Casper?
– ¿Lo conoces?
– He oído hablar de él. Leí el reportaje que hiciste de él para Vanity Fair hace unos años. -Se arrepintió nada más decirlo. Pero ahora ya estaba.
– ¿Leíste mi artículo?
– Rook, yo también leo. Leo un montón de cosas. No te subas a la parra -contestó, intentando restarle importancia, pero ya había enseñado sus cartas.
– De todos modos -dijo-, estaba pensando que si alguien está tratando de mover arte en esta ciudad, Casper lo sabrá.
– ¿Y puedes conseguirme una cita con él?
Rook le devolvió una mueca de desdén en toda la cara.
– Claro -dijo ella-, ¿en qué estaría pensando? Si tú eres el señor Listín de Nombres de Pila.
Él sacó el teléfono y buscó en sus contactos. Sin levantar la vista hacia Nikki, dijo:
– Escribí ese artículo de Vanity Fair hace cinco años. ¿Aún te acuerdas de él?
– Estaba bien, era informativo.
– ¿Y te acordabas de que lo había escrito yo?
– … sí.
Él alzó la vista hacia ella.
– «Informativo».
En el gueto de antiguas galerías al sur de Union Square, a tiro de piedra de la librería Strand, Heat y Rook se acercaron a una puerta de un solo cristal situada entre una casa de muebles Shaker y una curiosa tienda de mapas. Un cartel en la puerta, a la altura de los ojos, estilo pan de oro de los años cuarenta, rezaba: «C. B. Phillips-Adquisiciones de arte». Nikki extendió la mano para pulsar el timbre encastrado en el marco metálico.
– Yo no haría eso -le advirtió Rook.
– ¿Por qué no?
– No insultes a este hombre -dijo, levantando el dedo índice como diciendo «espera un segundo». En realidad, pasaron dos segundos antes de que el timbre sonara-. Es Casper. Sabe que estamos aquí, siempre lo sabe todo. -Y empujó la puerta abierta.
Subieron un tramo de escaleras de madera noble de color claro a través de una suave corriente de aire que traía el fantasmal perfume de una antigua biblioteca pública. En el rellano, Nikki echó un vistazo a la habitación y recordó una de las máximas de la ciudad de Nueva York: nunca digas por el aspecto de una puerta qué habrá al otro lado de ella.
La silenciosa sala de exposición y venta de C. B. Phillips-Adquisiciones de Arte estaba a un tramo de escaleras de Broadway, pero era un viaje en el tiempo entre latitudes que conducía hasta una enorme recepción vacía de gente y rebosante de oscuridad, robustos muebles tapizados en terciopelo y encajes tenuemente iluminados bajo las sombras granate con borlas de pequeñas lámparas de sobremesa y apliques de pared de color ocre apagados. Exclusivas obras de arte que representaban marinas, bulldogs vestidos de militar y molduras de querubines adornaban las paredes y los caballetes de caoba tallada. Nikki levantó la vista y observaba el estampado clásico del techo de estaño cuando oyó una suave voz justo a su lado que la sobresaltó.
– Cuánto tiempo, Jameson. -Sus palabras tenían la suavidad del whisky y parecían transportadas por el humo de una vela. Tenían un leve acento de algún país europeo que no pudo identificar, pero que le pareció agradable. El elegante anciano se volvió hacia ella-. Siento haberla asustado.
– Ha salido de la nada -dijo ella.
– Un truco que me ha servido de mucho. Desaparecer tan sigilosamente es un talento menguante, siento decir. Aunque ha dejado paso a una cómoda jubilación. -Señaló su sala de exposición y venta-. Por favor, usted primero. -Mientras cruzaban la gruesa alfombra oriental, añadió-: No me dijiste que ibas a venir con una detective de la policía.
Nikki se detuvo en seco.
– Yo no he dicho que fuera detective.
El anciano se limitó a sonreír.
– No estaba seguro de que quisieras verme si te lo decía, Casper -se disculpó Rook.
– Probablemente no. Y lo que me habría perdido. -Si viniera de cualquier otra persona, aquello habría sido un ridículo piropo fuera de lugar. En lugar de eso, el elegante hombrecillo la hizo ruborizarse-. Siéntese.
Casper esperó hasta que ella y Rook se acomodaron en un sofá de pana azul marino antes de doblarse sobre su orejera de piel verde. Pudo ver la forma de una aguda rótula a través de sus pantalones de lino cuando cruzó las piernas. No llevaba calcetines, y sus zapatillas parecían hechas a medida.
– He de decir que es tal y como me lo imaginaba.
– Cree que mi artículo te hacía parecer elegante -dijo Rook.
– Por favor, esa vieja etiqueta. -Casper se volvió hacia ella-. No es nada, hágame caso. Cuando se llega a mi edad, la definición de elegante es haberse afeitado por la mañana. -Ella percibió el brillo de sus mejillas bajo la luz de la lámpara-. Pero uno de los personajes más excelsos de Nueva York no tiene tiempo para venir aquí simplemente de visita. Y como no llevo esposas ni me están leyendo mis derechos, puedo suponer, sin temor a equivocarme, que mi pasado no me ha alcanzado.
– No, no se trata de nada de eso -dijo ella-. Y sé que está retirado.
Él respondió encogiéndose ligeramente de hombros y abrió la palma de una de sus manos, tal vez con la esperanza de que ella creyera que él era aún un ladrón de arte y un asaltador de viviendas. Y, de hecho, al menos consiguió que se quedara con la duda.
– La detective Heat está investigando el robo de unas obras de arte -dijo Rook.
– Rook dice que usted es la persona apropiada para hablar sobre ventas de arte importantes en la ciudad. Oficiales o extraoficiales. -De nuevo volvió a responder encogiéndose de hombros y haciendo un gesto con la mano. Nikki decidió que el hombre tenía razón, ella no solía ir de visita a la casa de gente, así que se lanzó en picado-. Durante el apagón alguien asaltó el Guilford y robó toda la colección de Matthew Starr.
– Vaya, me encanta. Llamar colección a ese sobrevalorado batiburrillo. -Él cambió de postura y volvió a cruzar sus huesudas rodillas.
– Bien, veo que la conoce -dijo ella.
– Por lo que yo sé, más que una colección es una ensalada Cobb de vulgaridad.
Heat asintió.
– He oído comentarios parecidos. -Le alargó un sobre-. Éstas son copias de fotos de la colección hechas por una tasadora.
Casper ojeó rápidamente las fotos con manifiesto desdén.
– ¿Quién es capaz de juntar a Dufy con Severini? Sólo le falta un torero o un payaso sobre terciopelo verde.
– Puede quedárselas. Tal vez pueda echarles un vistazo o enseñarlas por ahí y si se entera de que alguien quiere vender alguna de las piezas, quizá pueda hacérmelo saber.
– Ésa es una petición complicada -admitió Casper-. De un lado u otro de la ecuación podría involucrar a amigos míos.
– Lo entiendo. El comprador no me interesa demasiado.
– Por supuesto. Usted quiere al ladrón. -Dirigió su atención hacia Rook-. Los tiempos no han cambiado, Jameson. Todavía siguen persiguiendo al que asume todos los riesgos.
– La diferencia es que quien haya hecho eso, probablemente habrá hecho algo más que robar arte -replicó Rook-. Cabe la posibilidad de que haya cometido un asesinato, o tal vez dos.
– No estamos seguros, para ser sinceros -intervino Heat.
– Vaya, vaya. Una persona honesta. -El elegante y anciano ladrón dirigió a Nikki una larga mirada de valoración-. Muy bien. Conozco a uno o dos marchantes de arte poco ortodoxos que pueden servir de ayuda. Les haré un par de preguntas como favor a Jameson. Además, nunca viene mal pagar con un poco de buena voluntad a la gendarmería.
Nikki se inclinó para recoger su bolso y empezó a darle las gracias, pero cuando levantó la vista había desaparecido.
– Yo creo que sus salidas siguen siendo grandiosas -exclamó Rook.
Nikki estaba de pie en la sala de descanso de la comisaría mirando fijamente a través del cristal de la puerta del microondas el cartón de arroz frito con cerdo a la barbacoa. Reflexionó -y no era la primera vez- sobre cuánto tiempo pasaba en aquel edificio mirando a través de ventanas esperando resultados. Si no era a sospechosos a través de las de salas de interrogatorios, era a las sobras a través de la del microondas.
Sonó el pitido y sacó el cartón rojo humeante con el nombre del detective Raley escrito con rotulador en dos de las caras con triple exclamación incluida. Si realmente le importara, se lo habría llevado a casa. Y luego pensó en el glamour de la vida de policía. Acabar la jornada laboral con más trabajo y cenando unas sobras que ni siquiera son tuyas.
Por supuesto, Rook había intentado presionarla para quedar para cenar. Obviamente, la ventaja que le proporcionaba su generosa oferta de involucrar a Casper era que la reunión había acabado a la hora de la cena y que, incluso en una noche húmeda y desagradable, no había nada como sentarse al aire libre en el Boat Basin Café con unos cestos de hamburguesas carbonizadas, un cubo galvanizado de Coronitas plantadas en hielo y la vista de los veleros en el Hudson.
Le dijo a Rook que tenía una cita. Cuando él consiguió recomponer su expresión, apostilló que era en la oficina con la pizarra. Nikki no quería torturarlo. Bueno, sí quería, pero no de ese modo.
En la tranquilidad de la oficina vacía, sin teléfonos ni visitas que la interrumpieran, la detective Heat contempló nuevamente los hechos escritos delante de ella en el paisaje de la enorme pizarra esmaltada como de porcelana. Hacía sólo una semana, se había sentado en esa misma silla con ese mismo panorama nocturno tardío. Esta vez tenía más información para examinar. La pizarra estaba llena de nombres, líneas cronológicas y fotografías. Desde su anterior noche de deliberación silenciosa, se habían producido dos delitos más. Tres, contando el ataque de Pochenko hacia ella.
– Pochenko -musitó-, ¿dónde te has metido?
Nikki reflexionaba. Era cualquier cosa menos mística, pero creía en el poder del subconsciente. Bueno, al menos del suyo. Se imaginó su mente como si fuera una pizarra en blanco, y la borró. Al hacerlo, se abrió a lo que tenía ante ella y a cualquier diseño que pudieran formar hasta ahora las pruebas. Sus pensamientos flotaban. Apartó de un plumazo los que no venían a cuento y se ciñó al caso. Quería una corazonada. Quería descubrir algo que le hablara. Y quería saber qué se le había pasado por alto.
Se dejó llevar, planeando sobre los días y las noches del caso usando su gran pizarra como guía Fodor de viaje. Vio el cadáver de Matthew Starr en la acera y volvió a visitar a Kimberly rodeada de arte y opulencia con su pena de falsa adolescente; se vio a sí misma entrevistando a las personas que habían formado parte de la vida de Starr: rivales, asesores, su corredor de apuestas con el matón ruso, su amante, los porteros del edificio. La amante. Algo que había dicho la amante la hizo retroceder. Un detalle incómodo. Nikki prestaba atención a las incomodidades porque eran la voz que Dios les daba a las pistas. Se levantó, se acercó a la pizarra y se puso delante de la información de la amante que había escrita en ella.
«Romance de oficina, carta de amor interceptada, alta ejecutiva, dejó la empresa, tienda de magdalenas, feliz, sin móvil». Y luego miró al lado. «¿Aventura con la niñera?».
La antigua amante había visto a Matthew Starrr en Bloomingdale's con una nueva amante. Escandinava. A Nikki, Agda le había parecido personalmente intrascendente y, lo que era más importante, tenía una coartada para el crimen. Pero entonces, ¿qué era lo incómodo?
Puso la caja vacía de comida china para llevar sobre la mesa de Raley y pegó un Post-it en ella dándole las gracias a ¡¡¡Raley!!! y regocijándose perversamente en las exclamaciones triples. Abajo, escribió otra nota para quedar con Agda a las nueve de la mañana para charlar.
Había un coche patrulla de la 1-3 estacionado delante de su apartamento cuando llegó. La detective Heat saludó a los policías que se encontraban dentro de él y subió las escaleras. Aquella noche no llamó al capitán para que se fueran. Tenía frescas en la memoria las marcas en el cuello de Barbara Deerfield. Nikki estaba agotada y muerta de sueño.
Nada de caprichos. Se duchó en lugar de bañarse.
Se metió en cama y olió a Rook en la almohada, a su lado. La atrajo hacia sí y respiró profundamente, preguntándose si debería haberlo llamado para que se pasara por allí. Antes de que pudiera responderse, se había quedado dormida.
Todavía era de noche cuando sonó el teléfono. El sonido le llegó a través de las profundidades de un sueño del que tuvo que luchar para salir. Extendió el brazo para coger el móvil de la mesilla con los dedos sin fuerza por el sueño y se cayó al suelo. Cuando logró agarrarlo, había dejado de sonar.
Reconoció el número y escuchó los mensajes de voz. «Hola, soy Ochoa. Llámame inmediatamente, ¿vale? Tan pronto como escuches esto». Tenía un poso de urgencia jadeante nada propio de él. El sudor de la piel desnuda de Nikki se estremeció cuando el mensaje continuó: «Hemos encontrado a Pochenko».