Aunque se quedó paralizada en el pasillo, el primer pensamiento de Nikki fue que, en realidad, no lo había oído. Había revivido tantas veces el asesinato de su madre, que tenía clavado en la mente ese sonido de anilla de lata. ¿Cuántas veces ese chasquido seguido del siseo la había despertado repentinamente de pesadillas, o la había hecho estremecerse en la sala? No, no podía haberlo oído.
Se lo repitió a sí misma en los eternos segundos que permaneció allí de pie, con la boca seca, y desnuda, esforzándose para escuchar por encima del maldito ruido nocturno de la ciudad de Nueva York y de su propio pulso.
Le dolían los dedos de clavarse el botón roto de la manga. Relajó la mano, pero no dejó la chaqueta por miedo a hacer cualquier ruido que la delatara.
¿Ante quién?
«Date un minuto -se dijo a sí misma-. Estate quieta, sé una estatua mientras cuentas sesenta y déjalo ya».
Se maldijo a sí misma por estar desnuda y por lo vulnerable que eso la hacía sentir. Se daba un capricho con el baño de espuma, y ahora mira. «Deja eso y céntrate -pensó-. Sólo céntrate y escucha cada centímetro cuadrado de la noche».
Tal vez fuera un vecino. ¿Cuántas veces había oído ella el sonido de gente haciendo el amor, tosiendo o colocando platos a través del espacio entre sus ventanas abiertas?
Las ventanas. Estaban todas abiertas.
En una simple fracción de su minuto, levantó uno de sus pies descalzos de la alfombrilla y lo colocó un paso más cerca de la cocina. Escuchó.
Nada.
Nikki se atrevió a dar otro paso a cámara lenta. En medio de él, le dio un vuelco el corazón al ver moverse una sombra en el trozo de suelo que veía de la cocina. No dudó ni se detuvo a escuchar de nuevo. Salió corriendo.
En su carrera por delante de la puerta de la cocina hacia la sala, Nikki dio un golpe al interruptor, apagando la única lámpara encendida, y se abalanzó sobre su escritorio. Su mano aterrizó dentro del gran bol toscano que habitaba allí, en la esquina trasera. Estaba vacío.
– ¿Buscas esto? -Pochenko invadió el umbral de la puerta con su arma fuera de servicio. La brillante luz de la cocina que estaba a sus espaldas recortaba su silueta, pero ella podía ver que la Sig Sauer estaba aún en su funda, como si ese cabrón arrogante no la fuera a necesitar, al menos todavía.
Haciendo frente a la situación, la detective hizo lo que siempre hacía, dejar el miedo a un lado y ser práctica. Nikki consideró mentalmente una lista de opciones. Una: podía gritar. Las ventanas estaban abiertas, pero él podía empezar a disparar, algo que, de momento, no parecía muy inclinado a hacer. Dos: conseguir un arma. Su pistola de refuerzo estaba en su bolso, en la cocina o en su habitación, no estaba muy segura. Para ir a cualquiera de los dos sitios tendría que pasar a su lado. Tres: ganar tiempo. Lo necesitaba para improvisar un arma, para escapar o para quitárselo de encima. Si aquello fuera un secuestro, utilizaría la palabra. Buscaría el compromiso, la humanización, ralentizar el reloj.
– ¿Cómo me ha encontrado? -Bien, pensó, por lo menos su voz no sonaba asustada.
– ¿Crees que eres la única que sabe cómo seguir a alguien?
Nikki dio un pequeño paso hacia atrás para atraerlo al interior de la habitación y sacarlo fuera del recibidor. Repasó los pasos que había dado desde que había salido de la comisaría -SoHo House, la partida de póquer de Rook- y se estremeció al darse cuenta de que aquel hombre había presenciado cada una de sus acciones.
– No es difícil seguir a alguien que no sabe que lo están siguiendo. Deberías saberlo.
– ¿Y por qué lo sabe? -Dio otro paso atrás. Esta vez él se movió con ella un paso hacia delante-. ¿Era policía en Rusia?
Pochenko se rió.
– Algo así. Pero no para la policía. Quieta ahí. -Sacó la Sig y tiró a un lado la funda, como si se tratara de basura-. No quiero verme obligado a dispararte. -Y añadió-: No hasta que haya terminado.
Cambio de planes, se dijo a sí misma, y se preparó para la peor opción. Nikki había practicado la técnica para desarmar a una persona y quitarle el revólver sólo un millón de veces. Pero siempre con un instructor como adversario, o con un compañero policía. Pero Heat se consideraba una deportista en constante entrenamiento y lo había practicado hacía solamente dos semanas. Mientras coreografiaba los movimientos en su cabeza, siguió hablando.
– Tiene pelotas para presentarse aquí sin su propia arma.
– No la voy a necesitar. Esta mañana me la jugaste, pero esta noche no, ya lo verás.
Se dio la vuelta para accionar el interruptor de la luz, y ella aprovechó para dar un paso hacia él. Cuando la lámpara se encendió, el ruso la miró y dijo:
– Como le gusta a papaíto.
Miró con descaro su cuerpo de arriba abajo. Irónicamente, Nikki se había sentido más violada por él aquella tarde, en la sala de interrogatorios, con la ropa puesta. A pesar de todo, se cubrió el cuerpo con los brazos.
– Tápate todo lo que quieras. Te dije que sería mío, y lo será.
Heat evaluó la situación. Pochenko sostenía su pistola con una sola mano, una ventaja, dado que era más fuerte que ella. También estaba el tamaño, aunque ella sabía por la llave del metro que era grande, pero no rápido. Sin embargo, él era el que tenía la pistola.
– Ven aquí -ordenó, dando un paso hacia ella. La fase de conversación había acabado. Ella dudó y avanzó hacia él. Su corazón retumbaba y era capaz de oír su propio pulso. Si lo hacía, tenía que ser rápida. Se sintió como si estuviera a punto de tirarse al agua desde una gran altura y ese pensamiento hizo que su corazón se acelerase más. Recordó al policía que había cometido un error el año anterior en el Bronx y había perdido media cara. Nikki llegó a la conclusión de que eso no era de gran ayuda, y se centró de nuevo en sí misma, visualizando sus movimientos.
– Zorra, cuando digo que vengas, es que vengas. -Levantó el arma hasta la altura de su pecho.
Se acercó más de lo que él quería y de lo que ella necesitaba y, mientras lo hacía, levantó las manos en un gesto de sumisión, haciéndolas temblar ligeramente para que sus pequeños movimientos no dejaran al grandullón darse cuenta de lo que iba a pasar. Y cuando pasara tendría que ser como un rayo.
– No me dispare, ¿está bien? Por favor no me dis…
En un solo movimiento, levantó la mano izquierda y la puso en lo alto de la pistola, con su dedo pulgar como cuña sobre el martillo, mientras la echaba a un lado y la deslizaba hacia la derecha de él. Enganchó sus pies entre los del hombre y lo golpeó con el hombro en el brazo, mientras le arrancaba el arma de un tirón hacia arriba y le daba la vuelta hacia él. Cuando se la quitó para apuntarle, oyó cómo se le rompía el dedo al girar sobre el seguro del gatillo. El hombretón soltó un grito.
Luego todo se complicó. Intentó alejar el arma, pero el dedo roto de él colgaba sobre el seguro, y cuando finalmente liberó la pistola, con el impulso se le escapó de la mano y se cayó en la alfombra.
Pochenko la agarró del pelo y la lanzó hacia el pasillo. Nikki intentó enderezarse y llegar a la puerta de entrada, pero él arremetió contra ella. La agarró por uno de los antebrazos, pero no pudo retenerla. Tenía las manos sudorosas y ella estaba resbaladiza del baño de espuma. Nikki se liberó de su mano, se dio la vuelta y le dio con el talón de su otra mano en la nariz. Se oyó un «crac» y lo oyó jurar en ruso. Girando sobre sí misma, levantó el pie para darle una patada en el pecho y empujarlo hacia la sala de estar, pero el hombre tenía las manos sobre los regueros gemelos de sangre que manaban de su nariz rota, y la patada lo alcanzó en el antebrazo. Cuando intentó cogerla, ella le soltó dos rápidos golpes de izquierda en la nariz, y mientras él se dolía de eso, Nikki se dio la vuelta para girar el cerrojo de seguridad de la puerta de entrada y gritó:
– ¡Socorro, fuego! ¡Fuego! -Era, tristemente, la manera más segura de motivar a los ciudadanos para llamar al 911.
El boxeador que Pochenko llevaba dentro volvió a la vida. Le asestó un fuerte golpe de izquierda en la espalda que hizo que se estrellara contra la puerta. Su ventaja era la velocidad y el movimiento, y Nikki los usó de tal manera que su siguiente golpe, un izquierdazo dirigido a su cabeza, resultó fallido y él empotró sus nudillos en la madera. Cuando estaba agachada, rodó entre sus tobillos, barriéndole las piernas y haciendo que se cayera de bruces en el suelo.
Mientras estaba tumbado, ella se dirigió a la sala de estar para buscar la pistola. Se había colado por debajo del escritorio, y el tiempo que le llevó encontrarla fue demasiado. En cuanto Nikki se agachó para cogerla, el oso de Pochenko la abrazó desde atrás y la levantó del suelo, pataleando y dando puñetazos al aire. Él puso la boca en su oreja.
– Ya eres mía, zorra -dijo.
Pochenko la llevó hacia la entrada de camino a la habitación, pero Nikki no había acabado aún. Al pasar por la cocina, estiró los brazos y las piernas y las enganchó en las esquinas. Fue como si hubiera pisado el freno, y cuando la cabeza del ruso se inclinó hacia delante, ella lanzó la suya hacia atrás, sintiendo un agudo dolor cuando los dientes de él se rompieron contra la parte trasera de su cráneo.
Él juró de nuevo y la tiró en el suelo de la cocina, saltando sobre ella e inmovilizándola con su cuerpo. Era el fin de la pesadilla, con todo el peso de él sobre su cuerpo. Nikki se sacudió y se retorció, pero él tenía la gravedad a su favor. Le soltó la muñeca izquierda, pero sólo para dejar libre la mano en la que no tenía el dedo roto y ponérsela alrededor del cuello. Con la mano libre, ella le dio un puñetazo en la mandíbula, pero él ni se inmutó. Y le apretó el cuello con más fuerza. La sangre que le goteaba de la nariz se le caía en la cara, ahogándola. Ella sacudía la cabeza a un lado y a otro y le dio un golpe con la mano derecha, pero el estrangulamiento la estaba dejando sin fuerzas.
La niebla fue entrando sigilosamente por los extremos de su campo de visión. Sobre ella, la cara de determinación de Pochenko se llenó de una cascada de estrellas parpadeantes. Él se estaba tomando su tiempo, viendo cómo los pulmones de ella se quedaban lentamente sin oxígeno, notando cómo se iba quedando sin fuerzas, viendo cómo su cabeza se movía cada vez menos.
Nikki volvió la cara hacia un lado para no tener que verlo. Pensó en su madre, asesinada a un metro de distancia sobre ese mismo suelo, pronunciando su nombre. Y mientras la oscuridad se cernía sobre ella, la detective pensó en lo triste que era no tener un nombre que pronunciar.
Y entonces vio el cable.
Con los pulmones abrasados, al límite de sus fuerzas, Nikki buscó a tientas el cable suspendido en el aire. Tras dos intentos fallidos, lo agarró y la plancha se cayó de la tabla al suelo. Si a Pochenko le importó, no lo demostró, y probablemente lo tomó como el último intento de la zorra.
Pero entonces sintió la quemadura de la plancha en un lado de la cara.
Gritó como Nikki no había oído gritar nunca a ningún animal. Cuando retiró la mano de su cuello, el aire que ella engulló sabía a la carne quemada de él. Levantó de nuevo la plancha, esta vez balanceándola con fuerza. Su pico caliente lo alcanzó en el ojo izquierdo. Él volvió a gritar, y su grito se mezcló con las sirenas que se acercaban a su edificio.
Pochenko consiguió ponerse en pie y empezó a andar dando traspiés por la cocina, sujetándose la cara, girando la esquina del camino de entrada. Se recuperó y salió con pasos pesados. Cuando consiguió levantarse y llegar a la sala, Nikki oyó resonar sus pasos por la escalera de incendios dirigiéndose hacia el tejado.
Heat cogió su Sig y trepó por las escaleras metálicas hasta el tejado, pero ya era demasiado tarde. Las luces de emergencia iluminaban parpadeantes las fachadas de ladrillo de su calle, y otra sirena que se acercaba eructó tres veces en el cruce de la Tercera Avenida. Recordó que estaba desnuda y decidió que sería mejor bajar y ponerse algo.
Cuando Nikki llegó a la oficina abierta a la mañana siguiente, tras la reunión con el capitán, Rook y Roach la estaban esperando. Ochoa estaba recostado en su silla con los pies cruzados sobre la mesa, y dijo:
– A ver. La noche pasada vi cómo ganaban los Yankees y me acosté con mi mujer. ¿Puede alguien superar eso?
Ella se encogió de hombros, siguiéndole el juego:
– Sólo unas partidas de póquer y un poco de gimnasia en casa. Nada tan emocionante como lo tuyo, Ochoa. ¿De verdad tu mujer se acostó contigo? -Humor policial, negro y tradicional, con sólo un toque de afecto residual.
– Ya veo -dijo Rook-, así que así es como vosotros lo sobrelleváis. ¿Que han atentado contra mi vida? Nada importante, nenes.
– No, básicamente nos importa una mierda. Ya es mayorcita -dijo Ochoa. Y los policías se rieron-. Ponlo en tu investigación, escritor.
Rook se aproximó a Heat.
– Me sorprende que hayas venido esta mañana.
– ¿Por qué? Trabajo aquí. No voy a pillar a los chicos malos desde casa.
– Está claro -apostilló Ochoa.
– Cristalino -le dijo Raley a su compañero.
– Gracias por no chocarme esos cinco -afirmó ella. Aunque la comisaría al completo y, a esas horas, la mayoría de las comisarías de cinco distritos a la redonda, sabían lo del allanamiento de su casa, Nikki les resumió de primera mano los principales detalles y ellos escucharon atentamente, con caras serias.
– Será descarado -dijo Rook-… Seguir a un policía… Y en su propia casa. Ese tío debe de ser un psicópata. Ayer me dio esa impresión.
– O… -señaló Heat, decidiendo compartir la sensación que había tenido desde que había visto a Pochenko en su sala de estar sosteniendo su pistola-. O tal vez alguien lo envió para quitarme de en medio. ¿Quién sabe?
– Meteremos en el trullo a ese cabrón -dijo Raley-. Le joderemos la vida.
– Has dado en el puto clavo -añadió Ochoa-. Para empezar, hemos avisado a los hospitales para que estén alerta por si llega alguien con la cara a medio planchar.
– El capitán dijo que ya le habías hecho a Miric una visita nocturna. -Ochoa asintió.
– A las tantas de la mañana. El colega duerme con camisón. -Sacudió la cabeza al recordarlo, y continuó-: De todos modos, Miric dijo que no había hablado con Pochenko desde que los liberaron ayer. Está bajo vigilancia y hemos pedido una orden judicial para intervenirle el teléfono.
– Y que le embarguen las cuentas -añadió Raley-. Además, en estos momentos hay en el laboratorio unos pantalones vaqueros que cogimos en los apartamentos de Miric y de Pochenko. Tu amigo ruso tiene un par de sietes prometedores en las rodillas, aunque es difícil distinguir qué es moda y qué es accidente. Los forenses lo sabrán.
Nikki sonrió.
– Y por otro lado, puede que yo tenga las manos que hicieron esas marcas en la parte superior de los brazos de Starr. -Se desabrochó el cuello de la camisa y mostró las marcas rojas que tenía en el cuello.
– Lo sabía. Sabía que había sido Pochenko el que lo había tirado por el balcón.
– Por una vez, Rook, tendré en cuenta esa corazonada, pero no cantemos victoria todavía. Si en una investigación se empiezan a cerrar puertas tan pronto, es que te estás perdiendo algo -le advirtió la detective-. Roach, investigad los robos nocturnos a detallistas. Si Pochenko se ha dado a la fuga y no puede ir a su apartamento, estará improvisando. Prestad especial atención a las farmacias y a las tiendas de material médico. No ha ido a urgencias, así que se estará haciendo las curas él mismo.
Cuando los Roach se fueron a cumplir la misión y mientras Nikki se descargaba un informe de los contables forenses, el sargento de recepción trajo un paquete que habían dejado para ella, una caja plana del tamaño y el peso del espejo de un recibidor.
– No estoy esperando nada -dijo Nikki.
– Tal vez sea de un admirador -comentó el sargento-. Quizá sea caviar ruso -añadió con cara de póquer, y se fue.
– No son una pandilla muy sentimental -comentó Rook.
– Gracias a Dios. -Miró la brillante etiqueta-. Es de la tienda del Metropolitan. -Cogió unas tijeras de su mesa, abrió la caja y echó un vistazo dentro-. Es algo enmarcado.
Nikki sacó aquel objeto de la caja y vio lo que era y, cuando lo hizo, cualquier vestigio de oscuridad que la hubiera estado acompañando durante aquel día dejó paso a una luz suave y dorada que se extendió por su rostro reflejando el brillo de dos niñas con vestidos blancos para jugar que encendían farolillos chinos en el crepúsculo de Clavel, lirio, lirio, rosa.
Miró el grabado y se volvió hacia Rook, que estaba de pie a su lado, frunciendo el ceño.
– Debe de haber una tarjeta por algún lado. Dice: «Adivina quién ha sido». Por cierto, será mejor que digas que yo, o me cabrearé sobremanera por haber pagado la entrega en veinticuatro horas.
Ella volvió a mirar el grabado.
– Es tan…
– Lo sé, lo vi en tu cara ayer en el salón de Starr. Cuando hice el pedido no sospechaba que iba a ser un regalo de «recupérate pronto»… Bueno, más bien de «me alegro de que no te mataran anoche».
Ella se rió para que él no notara el ligero temblor de su labio superior. Luego Nikki se alejó de él.
– Esta luz me está deslumbrando -dijo, y le dio la espalda.
Al mediodía, se colgó el bolso en el hombro y, cuando Rook se levantó para acompañarla, ella le dijo que fuera a comer algo, que tenía que hacer una cosa a solas. El periodista le recomendó que llevara escolta.
– Soy policía, yo soy la escolta.
Él se dio cuenta de que estaba decidida a ir sola, y por una vez no rechistó. De camino a Midtown, Nikki se sintió culpable por deshacerse de él. ¿No la había recibido en su mesa de póquer y le había hecho ese regalo? Claro que a veces le molestaba cuando la acompañaba, pero esto era diferente. Podría haberse tratado de la terrible experiencia de la noche y de la dolorida fatiga que tenía encima, pero no era eso. Fuera lo que fuera el maldito sentimiento que Nikki Heat estaba experimentando, lo que necesitaba ese sentimiento era espacio.
– Disculpe el desorden -dijo Noah Paxton. Tiró los restos de su ensalada gourmet revuelta a la papelera y limpió su cartapacio con una servilleta-. No la esperaba.
– Estaba por aquí cerca -afirmó la agente Heat. No le importaba si sabía que mentía. Según su experiencia, visitar a los testigos inesperadamente proporcionaba resultados sorprendentes. La gente con la guardia baja era menos cuidadosa y ella sacaba en limpio más cosas. Aquella tarde quería sacarle un par de cosas a Noah, y la primera fue su descarada reacción al tener que ver de nuevo la serie de fotos del Guilford.
– ¿Hay fotos nuevas?
– No -dijo, poniendo la última delante de él-. ¿Está seguro de que no reconoce a ninguna de estas personas? -Nikki hizo que sonara despreocupado, pero el hecho de que le preguntara si estaba seguro le añadió presión. La intención era hacer una comprobación cruzada de la razón que Kimberly le había dado para que él no hubiera identificado a Miric. Como había hecho el día anterior, Paxton observó lenta y metódicamente cada una de las instantáneas, y dijo que seguía sin reconocer a ninguno de ellos.
Ella retiró todas las fotos menos dos: la de Miric y la de Pochenko.
– ¿Y a éstos? ¿Nada?
Él se encogió de hombros y dijo que no.
– Lo siento. ¿Quiénes son?
– Estos dos son interesantes, eso es todo. -La agente Heat se dedicaba a obtener respuestas, no a proporcionarlas, a menos que saliera ganando algo-. También quería preguntarle por la afición al juego de Matthew. ¿Cómo pagaba?
– En efectivo.
– ¿Con dinero que le daba usted?
– De su dinero, sí.
– Y cuando se metió en el hoyo con corredores de apuestas, ¿cómo pagaba?
– Igual, en efectivo.
– Me refiero a si acudían a usted los corredores de apuestas.
– Demonios, no. Le dije a Matthew que si él quería relacionarse con ese tipo de personas, era cosa suya. Yo no quería que ellos vinieran aquí. -Se estremeció para darle más énfasis-. No, gracias. -Clandestinamente, pero había conseguido la respuesta. La razón que Kimberly había dado por la que el contable no conocía al corredor de apuestas estaba verificada.
Luego Heat le preguntó por Morgan Donnelly, la mujer cuyo nombre le había dado Kimberly. La de la carta de amor interceptada. Paxton confirmó que Donnelly había trabajado allí y que tenía un puesto importante en el departamento de marketing. También confirmó que ambos tenían una aventura de oficina de la que todos estaban al corriente, y describió minuciosamente cómo el personal se refería a Matthew y a Morgan como «Mm…». Morgan también tenía unos cuantos apodos propios. Los dos más populares en la oficina eran Artista Principal y Activo del Jefe.
– Una cosita más y lo dejaré en paz. Esta mañana, los contables forenses me han pasado su informe. -Sacó el archivo del bolso y vio cómo fruncía el entrecejo-. Me han dicho que usted no era Bernie Madoff, lo que es, supongo, algo que necesitábamos comprobar.
– Es normal. -Parecía despreocupado, pero la detective reconocía la culpa cuando la veía, y él la llevaba clavada en la cara.
– Había algo irregular en sus cuentas. -Le pasó la página con la hoja de cálculo y el resumen, y vio que se ponía tenso-. ¿Y bien?
Él dejó a un lado la hoja.
– Mi abogado me aconsejaría que no respondiera.
– ¿Cree que necesita un abogado para responder a mi pregunta, señor Paxton?
Vio el efecto que causaba su presión sobre él.
– Fue mi única brecha moral -dijo-. La única en todos estos años. -Nikki se limitó a observar y a esperar. El silencio hablaba a gritos-. Escondí dinero. Creé una serie de transacciones para canalizar una gran suma de dinero a una cuenta privada. Escondí una parte de los fondos privados de Matthew Starr para pagar la universidad de su hijo. Veía lo rápido que se estaba quedando sin nada por el juego y la prostitución. Yo soy un simple asalariado, pero me dolía el corazón por lo que le iba a pasar a esa familia. Por su propio bien, escondí dinero para que Matty Júnior pudiera ir a la universidad. Matthew lo encontró, igual que los borrachos son capaces de encontrar botellas, y lo desfalcó. Kimberly es casi tan mala como lo era él. Creo que se imagina perfectamente cómo le gusta gastar.
– Eso creo.
– El armario, las joyas, las vacaciones, los coches, las cirugías. Además, ella estaba ocultando dinero. Por supuesto, yo me di cuenta, como sus chicos los forenses. Las cifras hablan por sí solas, si sabes lo que estás buscando. Entre otras cosas, ella tenía un nidito de amor, un piso de dos habitaciones en Columbus. Le dije que se deshiciera de él, y cuando me preguntó por qué, le contesté que estaban arruinados.
– ¿Cómo reaccionó?
– «Desolada» es un adjetivo que no llega ni para empezar. Supongo que podríamos decir que alucinó.
– ¿Y cuándo se lo dijo?
Miró el calendario que estaba encima de su mesa de trabajo.
– Hace diez días.
La agente Heat asintió, reflexionando. Diez días. Una semana antes de que asesinaran a su marido.