Nikki entró en el bar del ático del SoHo House y se preguntó en qué estaría pensando su amiga cuando hizo la reserva para tomar unos cócteles al aire libre durante una ola de calor. Con veintitrés grados de temperatura y una noche entre semana había demasiada luz para sentirse chic y era demasiado pronto para que hubiera ambiente, especialmente en esta zona de la Novena Avenida. En el modernísimo barrio de la industria cárnica, veintitrés grados iban más allá de la extravagancia. Y era extremadamente temprano.
Lauren Parry, a la que claramente le traía sin cuidado todo eso, le hizo señas desde una mesa con vistas a la calle situada donde finalizaba el toldo y empezaba la zona de la piscina.
– ¿Hace demasiado calor? -le preguntó a Nikki cuando llegó.
– No, está bien. -Se dieron un abrazo, y añadió-: ¿A quién no le viene bien sudar unos cuantos kilos?
– Lo siento. Me he pasado el día en la morgue -dijo la forense-, todo calor es poco.
Pidieron unos cócteles. Nikki se decidió por un campari con soda para saciar su ansia de algo seco, con burbujas y, sobre todo, frío. Su amiga pidió lo de siempre: un bloody mary. Cuando se los trajeron, Nikki pensó que era una elección irónica para un forense.
– ¿Por qué no varías un poco, Lauren? Esto no es el brunch del domingo. Pide uno de esos saketinis, o un sex on the beach.
– Puestos a hablar de bebidas irónicas, ésa sería una de ellas. En mi trabajo, el sex on the beach normalmente suele acabar en un cadáver bajo el malecón.
– Por la vida -brindó Nikki, y ambas se rieron.
El hecho de quedar con su amiga una vez a la semana para tomar una copa después del trabajo iba más allá de unos cócteles y un poco de esparcimiento. Ambas mujeres habían conectado inmediatamente desde la primera autopsia de Lauren, cuando empezó a trabajar en la oficina del Departamento Forense hacía tres años, pero su ritual semanal de después del trabajo se alimentaba realmente de su vínculo profesional. A pesar de las diferencias culturales -Lauren procedía de los proyectos de St. Louis y Nikki se había criado en una familia de clase media en Manhattan-, conectaban a otro nivel, como mujeres profesionales que navegaban en campos tradicionalmente masculinos. Por supuesto, Nikki disfrutaba con las cervezas que se tomaba de vez en cuando en el bar de policías que estaba al lado de la comisaría, pero nunca le había interesado formar parte de los chicos, antes habría preferido pertenecer a un club de patchwork o a un club feminista religioso. Ella y Lauren apelaban a la camaradería y a la sensación de seguridad que habían forjado entre ellas para tener un momento y un lugar para compartir los problemas de su trabajo, en gran parte políticos pero también para relajarse y soltarse el pelo sin tener que acudir a un mercado de carne o a un grupo de calceta.
– ¿Te importa si hablamos un momento de trabajo? -preguntó Nikki.
– Oye, hermana, además de haberme pasado el día congelada, la gente con la que alterno no es muy habladora, así que se trate de lo que se trate, será bienvenido.
Heat quería hablar sobre Matthew Starr. Le dijo a Lauren que ya sabía cómo le habían hecho esos moratones a la víctima. Le contó sus sesiones con Miric y Pochenko, y concluyó diciéndole que no cabía duda de que el corredor de apuestas se había llevado a su musculitos para animar al promotor inmobiliario a «priorizar» el pago de sus deudas de juego. Añadió que, si se guiaba por su experiencia, los abogados y las tácticas obstruccionistas se lo pondrían muy difícil con el caso. Lo que quería saber era si Lauren recordaba alguna otra marca que pudiera ser ajena a la paliza del ruso.
Lauren Parry era asombrosa. Recordaba cada autopsia igual que Tiger Woods podría contarte cada uno de los golpes que había dado en cada torneo, además de los de sus oponentes. Dijo que sólo había dos indicadores relevantes. En primer lugar, un par de contusiones con forma muy particular en la espalda del fallecido que encajaban perfectamente con las manillas de latón de las puertas de cristalera que llevaban al balcón, adonde probablemente lo habían sacado por la fuerza. Heat recordó el recorrido que le hicieron los Roach por el escenario del crimen del balcón y la piedra pulverizada bajo el punto en que las manillas de la puerta habían chocado contra la pared. Y segundo, Starr tenía marcas en la parte superior de los brazos, como si lo hubieran agarrado con fuerza. La forense hizo una demostración en el aire poniendo un pulgar en cada axila y las manos alrededor de los brazos.
– Mi opinión es que no hubo una gran pelea -dijo Lauren-. Quienquiera que lo hiciera, cogió a la víctima, la sacó violentamente por la puerta y la tiró de espaldas a la calle. Examiné sus piernas y tobillos minuciosamente, y estoy segura de que el señor Starr ni siquiera tocó la barandilla cuando pasó por encima de ella.
– ¿Ningún otro arañazo o corte, heridas hechas al defenderse o marcas?
Lauren negó con la cabeza.
– Aunque había una irregularidad.
– Dispara, nena; junto con la contradicción, la irregularidad es la mejor amiga de un detective.
– Estaba describiendo aquellas marcas de puñetazos, ya sabes, las que parecían tener forma de anillo. Y había una exactamente igual a las otras, pero sin anillo.
– Tal vez se lo quitó.
– ¿En plena paliza?
Nikki dio un largo trago a su copa, sintiendo cómo el gas le mordía la lengua mientras miraba fijamente la avenida, siete pisos más abajo, a través de la barrera protectora que tenía al lado. No sabía qué significaba la información de Lauren, pero sacó su cuaderno y tomó nota: «un puñetazo sin anillo».
Pidieron unos arancini y un plato de aceitunas, y para cuando llegaron los aperitivos ya habían pasado a otros temas: Lauren iba a impartir un seminario en Columbia en otoño; habían fichado a su perro salchicha, Lola, para un anuncio de comida para perros el fin de semana anterior en el parque para perros; Nikki tenía un fin de semana libre a finales de agosto, se estaba planteando ir a Islandia y le preguntó a Lauren si la quería acompañar.
– Suena genial -admitió. Pero dijo que se lo pensaría.
El móvil de Nikki vibró y ella se fijó en la identificación de llamada.
– ¿Qué pasa, detective? -preguntó Lauren-, ¿vas a tener que hacer un despliegue o algo así? ¿Tal vez bajar colgada de una cuerda por la fachada del edificio y entregarte a alguna difícil misión?
– Rook -se limitó a decir, levantando el teléfono.
– Contesta, no me importa.
– Es Rook -repitió, como si eso lo dijera todo. Nikki dejó que la llamada se desviara al buzón de voz.
– Desvíalo a mi teléfono -dijo Lauren, removiendo su bloody mary-. Los hay peores que Jameson Rook. No está nada mal.
– Sí, claro, justo lo que necesito. Como si dejar que me acompañara no fuera ya lo suficientemente malo sin tener que añadirle eso.
Cuando en el teléfono sonó la señal del buzón de voz, presionó el botón para escucharlo y levantó el aparato hasta la oreja.
– Dice que ha descubierto algo muy importante sobre el caso de Matthew Starr y que necesita que yo lo vea… -Levantó una palma de la mano hacia Lauren mientras escuchaba el resto, y colgó.
– ¿Qué ha pasado?
– No me lo ha dicho. Ha dicho que en este momento no podía hablar, pero que fuera a su casa inmediatamente y me ha dado su dirección.
– Deberías ir -dijo Lauren.
– Casi me da miedo. Conociéndolo, es capaz de haber arrestado él mismo a alguien que conocía a Matthew Starr.
Cuando el sólido ascensor industrial llegó a su loft, Rook la estaba esperando al otro lado de las puertas de reja de acordeón.
– Heat. Al final has venido.
– En tu mensaje decías que tenías algo que enseñarme.
– Así es -dijo, y desapareció a grandes zancadas doblando una esquina-. Por aquí.
Lo siguió hasta su cocina de diseño. En el otro extremo de la misma, en la estancia diáfana, como llamaban en los programas de decoración de la televisión por cable a esos espacios abiertos que combinaban salas de estar y comedor al lado de una cocina abierta, había una mesa de póquer, una mesa de póquer real con un tapete de fieltro. Y estaba rodeada de… jugadores de póquer. Ella frenó en seco.
– Rook, no hay nada sobre el caso que me quieras enseñar, ¿verdad?
– Tú sabrás, tú eres la detective, ¿no? -Se encogió de hombros y esbozó una sonrisa traviesa-. ¿Habrías venido si te hubiera invitado sólo para jugar al póquer?
A Nikki le entraron unas ganas enormes de irse por donde había venido, pero los jugadores de póquer se levantaron para saludarla y allí se quedó.
Mientras Rook la escoltaba hacia la sala, dijo:
– Si de verdad necesitas una razón de trabajo para estar aquí, puedes aprovechar para darle las gracias al hombre que consiguió la orden judicial para el Guilford. Juez, ésta es la detective Nikki Heat, del Departamento de Policía de Nueva York.
El juez Simpson parecía un poco diferente vestido con un polo amarillo y parapetado tras grandes montones de fichas de póquer, en lugar de detrás de su estrado.
– Voy ganando -afirmó, al tiempo que le estrechaba la mano. La presentadora de un programa de noticias, que tanto ella como el resto de Estados Unidos admiraba, estaba también allí con su marido, que era director de cine. La presentadora dijo que se alegraba de que hubiera allí un policía, porque le habían robado.
– Un juez, además -apostilló su marido.
Rook acomodó a Nikki en la silla vacía entre él y la mujer de las noticias, y antes de que Nikki se diera cuenta, el marido oscarizado de la presentadora le estaba repartiendo una mano.
Se alegró al comprobar que era un juego con apuestas bajas, pero luego la preocupó que hubieran bajado las apuestas en deferencia a su nivel salarial. Sin embargo, estaba claro que se trataba más de diversión que de dinero. Aunque ganar seguía siendo importante, sobre todo para el juez. Al verlo por primera vez sin su toga, con la luz encima de la cabeza haciendo brillar su calva y la obsesión frenética de su juego, Nikki no pudo evitar compararlo con otro Simpson. Habría renunciado a un bote sólo por oírle decir «¡mosquis!».
Después de repartir la tercera mano, las luces bajaron de intensidad y volvieron a subir.
– Ahí están -dijo Nikki-. El alcalde dijo que iba a haber caídas de tensión.
– ¿Cuántos días llevamos con esta ola de calor? -preguntó el director de cine.
– Éste es el cuarto -dijo su mujer-. Entrevisté a un meteorólogo y dijo que para que una ola de calor fuera considerada como tal, tenían que pasar al menos tres días consecutivos con temperaturas por encima de treinta y dos grados.
Una mujer apareció en la cocina, y añadió:
– Y si el calor dura más de cuatro días, consulte inmediatamente a su médico.
La sala estalló en risas, y la mujer salió de detrás del mostrador haciendo una profunda y teatral reverencia, coronada por un elegante y amplio movimiento de brazo hacia arriba. Rook le había hablado de su madre. Por supuesto, ella ya sabía quién era Margaret. No se podían ganar premios Tony y aparecer en la sección de Style y en los collages de fiestas de Vanity Fair tan a menudo como ella y pasar desapercibida. Con sus más de sesenta años, Margaret había pasado de ser la chica ingenua a la gran dama (aunque Rook una vez le confesó a Nikki que él lo deletreaba como gran D-a-ñ-a). La señora rebosaba maneras de alegre diva, desde su aparición a su entrada en la gran sala para estrechar la mano de Nikki y armar un escándalo diciéndole cuánto le había oído hablar a Jamie de ella.
– Y yo de usted -respondió Nikki.
– Puedes creerlo todo, querida. Y si no es verdad, cuando vaya al infierno ya lo arreglaré allí. -Se deslizó, porque no había manera más exacta de describirlo, se deslizó hacia la cocina.
Rook le sonrió a Nikki.
– Como puedes ver, creo a pies juntillas en la publicidad.
– Yo estoy aprendiendo a hacerlo. -Oyó un tintineo de hielo en un vaso y vio a Margaret abrir una botella de Jameson. Sí, pensó, estoy aprendiendo mucho, Jameson Rook.
La presentadora de las noticias apeló al sentido de la responsabilidad cívica de Rook y él apagó el aire acondicionado. Nikki se asomó por encima de sus cartas y siguió con la mirada sus pantalones cortos y su camiseta de 3D de U-2 mientras cruzaba descalzo la alfombra oriental hasta la pared más alejada. Se inclinó para abrir las ventanas de guillotina que proporcionaban a su ático vistas de Tribeca, y cuando los ojos de Nikki se despegaron de él lo hicieron para centrarse en la mole de un edificio distante, el RiverStarr, en el Hudson, iluminado a contraluz por Jersey City. Toda la estructura estaba a oscuras, salvo por la luz roja de aviación situada en lo alto de una grúa parada que pendía sobre la piel que sostenía las vigas. Tendrían que seguir esperando.
– Las vistas son muy buenas -dijo Margaret, ocupando la silla de su hijo al lado de Nikki. Y mientras Rook se inclinaba para abrir la siguiente ventana, la gran dama se ladeó para susurrar-: Yo soy su madre y aun así creo que las vistas son maravillosas. Y no es por atribuirme el mérito. -Y luego afirmó, por si no había quedado claro-: Jamie ha heredado mi culo. Obtuve unas críticas maravillosas en Oh! Calcutta!
Dos horas más tarde, después de que Rook, la presentadora de las noticias y más tarde su marido abandonaran, Nikki ganó aún otra mano más contra el juez. Simpson dijo que le daba igual, aunque, viendo su expresión, ella se alegró de que le hubiera dado la orden judicial antes de la partida de póquer.
– Supongo que por alguna razón esta noche las cartas no están a mi favor.
Ella se moría de ganas de añadir «¡mosquis!».
– No son las cartas, Horace -dijo Rook-. Por una vez hay alguien en esta mesa capaz de interpretar tus gestos. -Se levantó y cruzó hasta el mostrador para coger una tibia porción de ray's de la caja, y pescar otra fat tire del hielo del fregadero-. Para mí esta noche sigues teniendo una cara de póquer enorme. No consigo ver qué se cuece tras la taciturna máscara judicial. Tanto podría ser «yuju» como «vaya». Pero esta de aquí te ha calado. -Rook se sentó de nuevo, y Nikki se preguntó si el paseíllo de la pizza y la cerveza había sido una artimaña para acercar su silla a la de ella.
– Mi cara no revela nada -se defendió el juez.
– No se trata de lo que tú reveles con tu cara -dijo Rook-, sino de lo que ella es capaz de ver. -Se giró hacia ella, mientras hablaba con el juez-. Hace semanas que estoy con ella, y no creo que haya conocido jamás a nadie tan bueno leyendo los pensamientos de la gente.
Le dirigió aquella mirada y, aunque no estaban ni por asomo tan cerca uno del otro como para sentir su respiración, como lo habían estado aquel día en el balcón de Starr, ella notó que se ruborizaba. Así que se dio la vuelta para reunir el bote, preguntándose a qué demonios estaba ella jugando allí, y no se refería a las cartas.
– Creo que debería irme -se limitó a decir.
Rook insistió en acompañarla hasta la acera, pero Nikki se entretuvo hasta que el resto de los invitados también decidieron marcharse para poder irse sin problemas. Un grupo parecía el lugar perfecto para lograrlo. Porque, la verdad, pensó mientras bajaba, era que no le apetecía tanto estar sola como para no estar con alguien.
De todos modos, esa noche no, pensó.
La presentadora del programa de noticias y su marido vivían cerca y se fueron andando justo cuando Simpson paraba un taxi. El juez se dirigía a la zona residencial, cerca del Guggenheim, y le preguntó a Nikki si quería compartir con él la carrera. Ella sopesó la opción de dejar a Rook avergonzado en la acera, contra la de quedarse y tener que lidiar con el embarazoso momento de la despedida, y respondió que sí.
– Espero que no te haya molestado que te hubiera engañado para que vinieras -dijo Rook.
– ¿Cómo me iba a importar? Me voy con dinero, graciosillo. -Se deslizó en el asiento del taxi para dejar sitio a Simpson. Diez minutos después, estaba abriendo la puerta del vestíbulo de su apartamento en Gramercy Park, pensando en darse un baño.
Nadie podía acusar a Nikki Heat de llevar una vida de caprichos. «Recompensa aplazada» era una expresión que le venía a menudo a la mente, normalmente invocada como medio para hacer acallar algún extraño brote de ira por lo que estaba haciendo, en lugar de lo que debería hacer. O lo que veía hacer a otros.
Así que, mientras abría el grifo para que aumentara la espuma de la bañera, permitiéndose uno de sus pocos caprichos -un baño de espuma-, volvió a su mente la idea de la carretera que no había cogido. Hacia Connecticut y hacia un jardín y hacia el AMPA y hacia un marido que cogiera el tren a Manhattan y hacia tener el tiempo y los recursos para darse un masaje de vez en cuando, o tal vez para ir a clases de yoga.
Clases de yoga en lugar de clases de lucha cuerpo a cuerpo.
Nikki intentó imaginarse en cama con un escuálido defensor del tofu con barba a lo Johnny Depp y con una pegatina gigante de «Actos Aleatorios de Amabilidad» en un Saab hecho polvo, en lugar de pelearse entre las sábanas con un ex marine. Ella era capaz de encontrar a alguien peor que Johnny Depp. Y lo había hecho.
Un par de veces durante la noche había pensado en llamar a Don, pero no lo había hecho. ¿Por qué no? Quería presumir de su llave perfecta con bloqueo de brazo a Pochenko en la estación de metro. Rápido y fácil, tome asiento, caballero. Pero no era por eso por lo que quería llamarlo, y lo sabía.
¿Entonces por qué no lo hacía?
Lo de Don era un acuerdo fácil. Su entrenador con derecho a roce nunca le preguntaba dónde estaba o cuándo volvería o por qué no llamaba. En su casa o en la de ella, eso no importaba; era una mera cuestión logística, la que estuviera más cerca. Él no pretendía ni anidar ni huir de nada.
Y el sexo estaba bien. De vez en cuando, él se ponía demasiado agresivo, o se empeñaba demasiado en finalizar la tarea, pero ella sabía cómo lidiar con ello y obtener lo que necesitaba. ¿Y hasta qué punto era eso diferente que con los chicos que viajaban diariamente hasta su lugar de trabajo, los Noah Paxton del mundo? Lo de Don tal vez no fuera la panacea, pero funcionaba bien.
Entonces, ¿por qué no lo llamaba?
Cerró el grifo cuando la espuma le llegaba a la barbilla, e inhaló el aroma de su infancia. Nikki pensó en los aplazamientos, intentó imaginarse propósitos cumplidos en lugar de necesidades, y se preguntó si sería así en unos once años, cuando tuviera cuarenta. Eso solía sonarle muy lejano y, sin embargo, los últimos diez años, toda una década reorganizando su vida alrededor del final de su madre, habían pasado volando, como a cámara rápida. ¿O era porque no los había saboreado?
Pasó de intentar convencer a su madre de que debía especializarse en artes escénicas a cambiarse a la Facultad de Criminología. Se preguntaba si, sin darse cuenta, se estaba volviendo demasiado dura para ser feliz. Lo que tenía claro era que cada vez se reía menos y juzgaba más.
¿Qué había dicho Rook en la partida de póquer? Le llamó adicta a interpretar a la gente. No era precisamente lo que le gustaría que rezara su epitafio.
Rook.
Vale, le estaba mirando el culo, pensó. Después se ruborizó, probablemente por la vergüenza de haber sido lo suficientemente transparente como para haber sido pillada in fraganti por la Gran Daña. Nikki se sumergió bajo la espuma y contuvo la respiración hasta que el agobio por haberse ruborizado se perdió en el agobio por la falta de oxígeno.
Salió a la superficie, retiró la espuma de la cara y el pelo y flotó ingrávida en el agua fresca, permitiéndose preguntarse cómo sería con Jameson Rook. ¿Cómo sería él? ¿Cuál sería su tacto, cómo sabría y se movería?
El rubor le sobrevino de nuevo. ¿Cómo sería ella con él? Eso la puso nerviosa. No lo sabía.
Era un misterio.
Quitó el tapón y salió.
Nikki tenía el aire acondicionado apagado y caminaba por el apartamento desnuda y mojada, sin preocuparse por secarse la humedad. Era agradable notar la resistente espuma sobre la piel y, además, una vez que se secara, volvería a estar mojada rápidamente por la humedad del aire, así que, ¿por qué no estar mojada y oler a lavanda?
Sólo se veía a los vecinos de enfrente desde dos de sus ventanas y, como de todos modos no corría brisa, bajó las persianas de ambas y se dirigió al armario de servicio de la cocina. El milagro de la detective Nikki Heat para ahorrar tiempo y dinero se basaba en plancharse su propia ropa la noche anterior. Nada impresionaba más a los criminales que los pliegues bien definidos y las rayas bien marcadas. Desdobló la tabla de planchar por la bisagra y enchufó la plancha.
Aquella noche no se había pasado con el alcohol, pero lo que había bebido le había dado sed. En la nevera encontró su última lata de agua con gas con sabor a lima-limón. Era algo poco ecológico bastante impropio de ella, pero mantuvo abierta la nevera y se acercó a ella para sentir la cascada de aire frío contra su cuerpo desnudo que le ponía la carne de gallina.
Un leve clic hizo que se alejara de la puerta abierta. La luz roja se había encendido, lo cual indicaba que la plancha estaba lista. Dejó la lata de agua con gas en la encimera y fue rápidamente a su armario para encontrar algo relativamente limpio y, sobre todo, transpirable.
Su americana de lino azul marino sólo necesitaba un retoque. Cuando estaba subiendo del vestíbulo, sin embargo, se dio cuenta de que el botón de la manga derecha estaba roto y se detuvo a mirarlo, para recordar si tenía uno de repuesto.
Y entonces Nikki oyó cómo abrían la lata de agua con gas en la cocina.