Los pasos de Nikki Heat resonaban tras ella por el túnel de hormigón mientras corría. El pasadizo era ancho y alto, lo suficientemente grande para que entraran camiones con los materiales para las exposiciones de los dos museos del complejo: el Museo Americano de Historia Natural y el Centro Rose de la Tierra y el Espacio, o lo que es lo mismo, el Planetario. La luz anaranjada de las lámparas de vapor de sodio aportaba una buena iluminación, aunque ella no podía ver lo que estaba sucediendo más allá, al otro lado de la curva de la pared. Tampoco se cruzó con ningún otro visitante y, al girar, supo por qué.
El túnel no tenía salida, acababa en un muelle de carga y allí no había nadie. Subió a grandes zancadas hasta la plataforma de carga, en la que había dos puertas: una para el Museo de Historia Natural a la derecha, y otra para el Planetario a la izquierda. Hizo una elección zen y empujó la barra de la puerta del Museo de Historia Natural. Estaba cerrada. Al infierno el instinto, se guiaría por el proceso de eliminación. La puerta que daba al muelle de carga del Planetario se abrió. Empuñó su pistola y entró.
Heat entró en posición weaver, manteniendo la espalda pegada a una hilera de cajas. Su entrenador de la academia la había instruido para usar la isósceles, más cuadrada y sólida, pero en sitios pequeños en los que tenía que hacer muchos giros no le hacía caso y adoptaba la posición que le permitía moverse mejor y que la ponía menos a tiro. Registró la sala con rapidez, sobresaltándose sólo una vez por un traje espacial del Apolo que estaba colgado de un viejo expositor. En la esquina más alejada encontró una escalera de servicio. Cuando se estaba acercando, alguien abrió arriba bruscamente una puerta golpeándola contra una pared. Antes de que se cerrara de un portazo, Heat empezó a subir de dos en dos los escalones.
Apareció en medio de una marea de visitantes que deambulaban por la planta baja del Planetario. Un monitor de campamento pasó a su lado liderando un grupo de niños con camisetas idénticas. La detective enfundó el arma antes de que aquellos jóvenes ojos se quedaran alucinados con su pistola. Heat caminó entre ellos con los ojos entornados ante la deslumbrante blancura de la entrada del Planetario y echó un rápido vistazo en busca de Rook o del agresor de Kimberly Starr. Sobre un meteorito del tamaño de un rinoceronte divisó a un guardia de seguridad con su radio que señalaba algo: era Rook, que estaba saltando un pasamanos y trepando por una rampa que rodeaba la entrada y discurría en espiral hasta el piso de arriba. A mitad de la rampa, la cabeza de su sospechoso surgió por encima de la reja para mirar hacia atrás y comprobar dónde estaba Rook. Luego empezó a correr con el periodista persiguiéndolo.
El cartel decía que estaban en el Camino Cósmico, un camino en espiral de trescientos sesenta grados que marcaba la cronología de la evolución del universo en la longitud de un campo de fútbol. Nikki Heat recorrió trece mil millones de años a una velocidad récord. En la parte superior de la rampa, mientras sus cuadriceps protestaban, se detuvo para echar otro vistazo. Ni rastro de ninguno de los dos. Entonces oyó gritar a la multitud.
Heat puso una mano en la funda de su pistola y orbitó bajo la gigante esfera central para ver el elenco del espectáculo espacial. La multitud, alarmada, se apartaba, alejándose de Rook, que estaba en el suelo recibiendo patadas en las costillas por parte de su hombre.
El agresor retrocedió para darle otra patada, y al efectuar el cambio de apoyo, Heat se le acercó por detrás y le puso la zancadilla. Cayó cuan largo era sobre el suelo de mármol. Lo esposó a la velocidad del rayo y la multitud estalló en aplausos.
Rook se sentó.
– Estoy bien, gracias por tu interés.
– Buen trabajo haciéndole disminuir la velocidad así. ¿Era así como rodabais en Chechenia?
– El tío me saltó encima cuando tropecé con eso -dijo, señalando una bolsa de la tienda del museo bajo sus pies. Rook la abrió y sacó un pisapapeles de cristal artístico que representaba un planeta-. Mira esto, me he tropezado con Urano.
Cuando Heat y Rook entraron en la sala de interrogatorios, el detenido se irguió como hacen los niños de colegio cuando entra el director. Rook cogió la silla de al lado. Nikki Heat arrojó un expediente sobre la mesa, pero se quedó de pie.
– Levántese -ordenó. Y Barry Gable así lo hizo. La agente caminó en círculo alrededor de él, disfrutando de su nerviosismo. Se agachó para examinar unas rasgaduras en sus vaqueros que podrían encajar con el jirón de tela que el asesino se había dejado en la reja-. ¿Qué le ha pasado ahí?
Gable arqueó el cuerpo para mirar la marca que ella estaba señalando, en la parte de atrás de su pierna.
– No lo sé. Puede que me los enganchara en el contenedor. Son nuevos -añadió, como si eso le concediera alguna ventaja.
– Vamos a necesitar sus pantalones. -El tipo empezó a desabrochárselos allí mismo, hasta que ella lo detuvo-: Ahora no. Después. Siéntese. -Él obedeció, y ella se sentó relajadamente en la silla de enfrente, con aire despreocupado y responsable-. ¿Quiere decirnos por qué agredió a Kimberly Starr?
– Pregúnteselo a ella -contestó, intentando que sonara a tipo duro, pero lanzando nerviosas miradas a su reflejo en el espejo, señal para ella de que nunca antes había estado en una sala de interrogatorios.
– Le estoy preguntando a usted, Barry -dijo Heat.
– Es algo personal.
– También lo es para mí. ¿Una agresión así contra una mujer? Me lo puedo tomar de forma muy personal. ¿Quiere ver hasta qué punto?
Rook metió baza:
– Además, también me agredió a mí.
– Oiga, usted me estaba persiguiendo. ¿Cómo iba a saber qué pretendía? Se ve a la legua que no es un poli.
A Heat le gustó aquello. Enarcó una ceja mirando a Rook y se volvió a sentar, pensativo. Ella se giró hacia Gable.
– Veo que no es su primera agresión, Barry, ¿me equivoco? -Hizo el paripé de abrir el expediente. No tenía muchas páginas, pero su simulación hacía que él se pusiera más nervioso, así que continuó con ella todo lo posible-: 2006: pelea con un gorila en el SoHo; 2008: empujó a un tipo que lo pilló rayando con una llave el lateral de su Mercedes.
– Ésos fueron delitos menores.
– Ésas fueron agresiones.
– A veces pierdo el norte -dijo, forzando una sonrisa a lo John Candy-. Supongo que debería mantenerme alejado de los bares.
– Y quizá pasar más tiempo en el gimnasio -apuntó Rook.
Heat le dirigió una mirada asesina. Barry se miró de nuevo en el espejo y se colocó el cuello de la camisa. Heat cerró el expediente.
– ¿Nos puede decir dónde estaba esta tarde, alrededor de las dos? -preguntó.
– Quiero un abogado.
– Por supuesto. ¿Quiere esperarlo aquí, o abajo en el zoo del calabozo? -Se trataba de un farol que sólo funcionaba con los novatos, y los ojos de Gable se pusieron como platos. Detrás de la mirada de tía dura que le estaba clavando, Heat estaba disfrutando de lo fácilmente que se había venido abajo. Adoraba lo del zoo del calabozo. Siempre funcionaba.
– Estaba en el Beacon, en el hotel Beacon de Broadway, ¿lo conoce?
– Sabe que comprobaremos su coartada. ¿Hay alguien que lo haya visto y pueda responder por usted?
– Estaba solo en mi habitación. Tal vez alguien de recepción, por la mañana.
– Su fondo de cobertura le daría para una imponente vivienda en la 52 Este. ¿Por qué un hotel?
– Vamos, ¿es necesario que se lo diga? -Miró fijamente sus propios ojos suplicantes en el espejo, y luego asintió mirándose a sí mismo-. Voy allí un par de veces por semana. Para verme con alguien, ya saben.
– ¿Para practicar sexo? -preguntó Rook.
– Por Dios, sí, el sexo forma parte de ello. Pero es algo más profundo.
– ¿Y qué pasó hoy?
– Que ella no apareció.
– Qué mala suerte, Barry. Podía haber sido su coartada. ¿Tiene nombre?
– Sí. Kimberly Starr.
Cuando Heat y Rook finalizaron el interrogatorio, el agente Ochoa estaba esperando en la cabina de observación, mirando a través del espejo mágico a Gable.
– No puedo creer que hayas dado por finalizado el interrogatorio sin haberle preguntado lo más importante. -Una vez captada su atención, continuó-. ¿Cómo ha conseguido un patán como ése llevarse al huerto a un bombón como Kimberly Starr?
– ¿Cómo puedes ser tan superficial? -dijo Heat-. No es cuestión de físico. Es cuestión de dinero.
– Al el Raro -dijo Raley cuando los tres entraron en la sala de su brigada-. It's Raining Men, ¿fue Al Yankovic?
– No -dijo Rook-. La canción la escribió… Bueno, podría decíroslo, ¿pero qué gracia tendría? Seguid intentándolo. Pero no vale buscar en Google.
Nikki Heat se sentó a su mesa y giró su silla hacia la oficina abierta.
– ¿Puedo fastidiaros el programa de esta noche de Jeopardy! por una pequeña investigación policial? Ochoa, ¿qué sabemos sobre la coartada de Kimberly Starr?
– Sabemos que no encaja. Bueno, lo sé yo, y ahora vosotros también lo sabéis. Estuvo hoy en Dino-Bites, pero se fue poco después de llegar. Su hijo se comió su sopa de alquitrán con la niñera, no con su mamá.
– ¿A qué hora se fue? -preguntó Heat.
Ochoa rebuscó en sus notas.
– El encargado dice que sobre la una, una y cuarto.
– Ya os decía yo que Kimberly Starr me daba mala espina -observó Rook.
– ¿Crees que Kimberly Starr es sospechosa? -preguntó Raley.
– Esto es lo que creo. -Rook se sentó en la mesa de Heat. Ella lo vio hacer un gesto de dolor por las patadas en las costillas que había recibido y deseó que se hubiera ido a hacer una revisión-. Nuestra amante esposa florero y madre ha estado recibiendo amorcito extra. Su amigo con derecho a roce, Barry, nada guapo, asegura que ella lo dejó tirado como un perro cuando su fondo de cobertura quebró y su capital se redujo. De ahí la agresión de hoy. ¿Quién sabe? Tal vez nuestro megamillonario muerto tenía a su señora atada en corto en cuestiones económicas. O tal vez Matthew Starr se enteró de su aventura y ella lo mató.
Raley asintió.
– Pinta mal que lo estuviera engañando.
– Tengo una idea muy original -dijo Heat-. ¿Por qué no hacemos esa cosa a la que llaman «investigación»? Reunir pruebas, hacer encajar las cosas. Algo que suene mejor en un tribunal que «esto es lo que yo creo».
Rook sacó su cuaderno Moleskine.
– Excelente. Añadiré todo esto a mi artículo -dijo, haciendo clic teatralmente con un bolígrafo para provocarla-. ¿Por dónde empezamos a investigar?
– Raley -ordenó Heat-, ve al Beacon y entérate de si Gable es cliente habitual. De paso enséñales una foto de la señora Starr. Ochoa, ¿cuánto puedes tardar en investigar los antecedentes de nuestra viuda florero?
– ¿Qué te parece para mañana a primera hora?
– Bien, aunque esperaba que fuera para mañana a primera hora.
Rook levantó la mano.
– Una pregunta, ¿por qué no la detenéis directamente? Me encantaría ver cómo actúa en esa sala de espejos vuestra.
– Aunque la mayor preocupación de mi vida es proporcionarte diversión de la buena, creo que voy a esperar hasta tener algún dato más. Además, ella no va a ir a ninguna parte.
A la mañana siguiente, entre destellos de luz, el ayuntamiento anunció que los neoyorquinos deberían reducir el uso del aire acondicionado y las actividades intensas. Para Nikki Heat eso significaba que su combate de entrenamiento cuerpo a cuerpo con Don, el ex marine, se llevaría a cabo con las ventanas del gimnasio abiertas. Su entrenamiento consistía en una combinación de jujitsu brasileño, boxeo y judo. Su combate comenzó a las cinco y media con una ronda de forcejeos y llaves a veintiocho grados con la correspondiente humedad. Tras el segundo descanso para beber agua, Don le preguntó si quería rendirse. Heat le respondió con una llave y un estrangulamiento de libro, antes de soltarlo. Era como si las condiciones meteorológicas adversas le dieran alas, como si se alimentara de ellas. Lejos de agotarla, la sofocante intensidad del combate matinal hacía a un lado el ruido de su vida y la situaba en un tranquilo lugar central. Lo mismo sucedía cuando ella y Don se acostaban juntos de vez en cuando. Ella era la que decidía si sucedía algo. Tal vez la semana próxima le sugeriría otra sesión fuera de horario a su entrenador, con premio. Algo que le acelerase el pulso.
Lauren Parry llevó a Nikki Heat y a su periodista acompañante a través de la sala de autopsias hasta el cuerpo de Matthew Starr.
– Para variar, Nik -dijo la forense-, aún no hemos hecho el análisis de sustancias tóxicas, pero, salvo alguna sorpresa del laboratorio, la causa de la muerte ha sido un traumatismo contuso debido a la caída desde una altura excesiva.
– ¿Y qué casilla vas a marcar, la de homicidio o la de suicidio?
– Para eso te he llamado. He encontrado algo que indica que ha sido un homicidio. -La forense rodeó el cuerpo para situarse al otro lado y levantó la sábana-. Tiene una serie de contusiones del tamaño de un puño en el torso. Eso quiere decir que hace poco que le han pegado una paliza. Fíjate bien en esta de aquí.
Heat y Rook se inclinaron a la vez y ella retrocedió para evitar que se repitiera lo del anuncio de colonia del balcón. Él dio un paso atrás e hizo un gesto de «por favor, tú primero».
– Un golpe muy marcado -comentó la detective-. Se pueden adivinar los nudillos y, ¿de qué es esa forma hexagonal de ahí? ¿De un anillo? -Retrocedió para dejar paso a Rook y pidió-: Lauren, me gustaría tener una foto de eso.
Su amiga le tendió una inmediatamente.
– La subiré al servidor para que puedas hacer una copia. ¿Y tú qué has hecho? ¿Meterte en una pelea en un bar? -preguntó, mirando a Rook.
– ¿Yo? Nada, sólo un poco de acción durante el cumplimiento del deber ayer. Mola, ¿eh?
– Por tu postura, yo diría que tienes una lesión intercostal justo aquí. -Le tocó las costillas sin hacer presión-. ¿Te duele cuando te ríes?
– Repite lo de «acción durante el cumplimiento del deber», es muy gracioso -dijo Heat.
La agente Heat pegó las instantáneas de la autopsia en la pizarra blanca de la oficina abierta para prepararse para la reunión sobre el caso con su unidad. Trazó una línea con un rotulador no permanente y escribió los nombres de las personas a las que correspondían las huellas que los forenses habían encontrado en las puertas del balcón, en el Guilford: Matthew Starr, Kimberly Starr, Matty Starr y Agda, la niñera. Raley llegó temprano con una bolsa de donuts y confirmó las reservas regulares de Barry Gable en el Beacon. Los empleados de recepción y del servicio habían identificado a Kimberly Starr como su invitada habitual.
– Ah, y ya está el resultado del laboratorio del análisis de los vaqueros de Barry el Bruto de Beacon -añadió-. No coinciden con el tejido del balcón.
– Era de esperar -dijo Heat-. Pero fue divertido ver lo rápido que estaba dispuesto a quitarse los pantalones.
– Divertido para ti -observó Rook.
Ella sonrió.
– Sí, definitivamente, una de las ventajas de este trabajo es poder ver cómo adorables patanes se despojan de sus vaqueros falsificados.
Ochoa entró precipitadamente, hablando mientras se dirigía hacia ellos.
– Llego tarde, pero es por una buena causa, no me digáis nada. -Sacó unas hojas impresas de su bolsa de mensajero-. Acabo de terminar la investigación de Kimberly Starr. ¿O debería decir de Laldomina Batastini de Queens?
El equipo se acercó mientras él iba leyendo extractos del expediente.
– Nuestra pija mamá Stepford nació y se crió en Astoria, sobre un salón de manicura y pedicura de Steinway. Más lejos de los colegios para chicas de Connecticut y de las academias de equitación, imposible. Veamos, abandonó el instituto… y tiene antecedentes penales. -Se lo pasó a Heat.
– Ningún delito grave -dijo-. Arrestos juveniles por robos en tiendas y, posteriormente, por posesión de hierba. Detención por conducir borracha y… ¿qué tenemos aquí? Dos arrestos a los diecinueve por actos lascivos con clientes. La joven Laldomina era bailarina erótica en varios clubs cerca del aeropuerto, en los que actuaba con el nombre de Samantha.
– Siempre he dicho que Sexo en Nueva York daba mal ejemplo -dijo Rook.
Ochoa volvió a coger la hoja de manos de Heat.
– He hablado con un colega de Antivicio. Kimberly, Samantha, o quienquiera que sea, se lió con un tío, un habitual del club, y se casó con él. Tenía veinte años. Él tenía sesenta y ocho y estaba forrado. El viejo verde ricachón era de una familia adinerada de Greenwich y la quería llevar al club de yates, así que…
– Deja que adivine, contrató a un Henry Higgins -lo interrumpió Rook. Los Roach lo miraron, confusos.
– Yo entiendo de musicales -dijo Heat. Junto con las películas de animación, Broadway era la gran evasión de Nikki de su trabajo en las otras calles de Nueva York. Eso cuando conseguía una entrada-. Quiere decir que su nuevo marido contrató a un profesor de buenos modales para que la convirtiera en alguien presentable. Una clase para tener clase.
– Y así nació Kimberly Starr -añadió Rook.
– El marido murió cuando ella tenía veintiún años. Sé lo que estás pensando, por eso lo comprobé a conciencia. Muerte natural, un ataque al corazón. El hombre le dejó un millón de dólares.
– Y ganas de más. Buen trabajo, detective. -Ochoa cogió un donut como premio y Heat continuó-: Raley y tú la mantendréis vigilada. No la perdáis de vista. No estoy preparada para mostrar mi mano hasta que vea qué más campa a sus anchas en otros frentes.
Heat había aprendido hacía años que la mayor parte del trabajo de un detective es trabajo sucio hecho a golpe de teléfono, combinando archivos y buscando en la base de datos del departamento. Las llamadas que había hecho la tarde anterior al abogado de Starr y a los detectives que llevaban denuncias personales habían dado sus frutos esa mañana con una retahíla de gente que había amenazado de muerte al promotor inmobiliario. Cogió el bolso y fichó su salida pensando que ya era hora de mostrarle a su famoso escritor de revistas de qué iba realmente el tema, pero no lo vio por ninguna parte.
Ya casi se había olvidado de Rook, cuando se lo encontró de pie en el vestíbulo de la comisaría, muy ocupado. Una mujer realmente despampanante estaba colocándole el cuello de la camisa. Luego la mujer soltó una carcajada mientras chillaba «¡Oh, Jamie!» y se quitó de la cabeza sus gafas de sol de diseño para sacudirse una melena de cuervo que le llegaba al hombro. Heat vio cómo se le acercaba para susurrarle algo, presionando sus pechos contra él, que no retrocedió. ¿Qué estaba haciendo Rook, un anuncio de colonia con cada maldita mujer de la ciudad? Entonces se detuvo. ¿Qué le importaba a ella?, pensó. Le fastidiaba que aquello le molestase. Así que mandó todo a paseo y se fue, enfadada consigo misma por haber mirado hacia ellos una última vez.
– Entonces, ¿cuál es el objetivo de este ejercicio? -preguntó Rook mientras se dirigían en coche a la zona residencial.
– Es algo a lo que los profesionales del mundo de la investigación llamamos detectar. -Heat sacó el expediente del bolsillo de la puerta del conductor y se lo pasó-. Alguien quería matar a Matthew Starr. Algunos de los que ves ahí lo amenazaron formalmente. A otros simplemente les molestaba.
– ¿Y esto consiste en ir eliminando?
– Esto consiste en hacer preguntas y ver adónde nos llevan las respuestas. A veces eliminas a un sospechoso, a veces consigues información que no tenías y que te lleva a otro sitio. ¿Era aquélla otro miembro del club de fans de Jameson Rook?
Rook se rió.
– ¿Bree? Por favor, no.
Condujeron una manzana más en silencio.
– Pues parecía una gran fan.
– Bree Flax es una gran fan, tienes razón. De Bree Flax. Trabaja como autónoma para revistas de moda, siempre merodeando en busca de la auténtica noticia delictiva que pueda convertir en un libro instantáneo. Ya sabes, arrancado directamente de los titulares. Toda aquella opereta era para intentar sonsacarme información confidencial sobre Matthew Starr. -Rook sonrió-. Por cierto, se deletrea F-l-a-x, por si quieres expedir un cheque.
– ¿Y qué se supone que significa eso?
Rook no contestó. Se limitó a dedicarle una sonrisa que hizo que se ruborizara. Ella se volvió y fingió atender a los coches que se aproximaban a la intersección por su ventanilla lateral, preocupada por lo que él habría leído en su cara.
Arriba, en el último piso del edificio Marlowe, la ola de calor no existía. En el envolvente frescor de su despacho de dirección, Omar Lamb escuchaba la grabación de su llamada telefónica amenazando a Matthew Starr. Estaba tranquilo, las palmas de sus manos descansaban planas y relajadas sobre su cartapacio de piel mientras el diminuto altavoz de la grabadora digital vibraba con una versión enfurecida de él mismo escupiendo improperios y descripciones gráficas de lo que le iba a hacer a Starr, incluyendo los lugares de su cuerpo en los que introduciría una serie de utensilios, herramientas y armas de fuego. Cuando terminó, lo apagó sin mediar palabra. Nikki Heat estudió al promotor inmobiliario, su cuerpo de gimnasio, las mejillas hundidas y sus ojos de «para mí estas muerto». Una oleada de aire refrigerado salió susurrante de los ventiladores invisibles para llenar el silencio. Por primera vez en cuatro días sentía frío. Aquello se parecía mucho a una morgue.
– ¿De verdad me grabó diciendo eso?
– El abogado del señor Starr lo adjuntó cuando interpuso la denuncia por amenazas.
– Venga ya, detective, las personas dicen constantemente que van a matar a otras personas.
– Y a veces lo hacen.
Rook observaba sentado desde el alféizar de la ventana, donde dividía su atención entre Omar Lamb y el solitario patinador que desafiaba al calor en la pista de patinaje Trump de Central Park, treinta y cinco pisos más abajo. Por ahora, pensó Heat, gracias a Dios, parecía que iba a seguir sus instrucciones de no inmiscuirse.
– Matthew Starr era un titán de esta industria y lo echaremos de menos. Yo lo respetaba y lamento profundamente la llamada telefónica que hice. Su muerte ha sido una pérdida para todos nosotros.
Heat supo nada más verlo que aquel tipo iba a ser duro de pelar. Ni miró su placa cuando entró, ni pidió la presencia de su abogado. Decía que no tenía nada que ocultar, y si lo tenía, ella tenía la sensación de que era demasiado listo como para decir alguna estupidez. No era del tipo de hombres que se tragaban la vieja historia del zoo del calabozo. Así que decidió seguirle la corriente y esperar su oportunidad.
– ¿Por qué toda esa bilis? -le preguntó-. ¿Qué podía haberle molestado tanto de un rival en los negocios?
– ¿Mi rival? Matthew Starr no tenía la categoría suficiente para ser calificado como mi rival. Matthew Starr necesitaba una escalera para besarme el culo.
Ahí estaba. Había encontrado una herida abierta en la resistente piel de Omar Lamb. Su ego. Heat lo aprovechó. Se burló de él.
– Chorradas.
– ¿Chorradas? ¿Ha dicho chorradas? -Lamb se puso bruscamente en pie y saltó como un héroe de detrás de la fortaleza de su mesa para enfrentarse a ella. Estaba claro que esto no iba a ser un anuncio de colonia.
Ella ni siquiera parpadeó.
– Starr tenía más propiedades que nadie en la ciudad. Muchas más que usted, ¿no es así?
– Tratamiento de residuos, restricciones medioambientales, derechos limitados sobre el aire… ¿Qué significa «más» cuando se refiere a basura?
– Eso me suena a rival. Debe de ser muy duro bajarse la cremallera y ponerlas sobre la mesa para darse cuenta de que uno se ha quedado corto.
– Oiga, ¿quiere algo que medir? -Eso estaba bien. Le encantaba hacer salir a los chicos duros en la conversación-. Pues mida todas las propiedades que Matthew Starr me robó delante de mis narices. -Con un dedo al que le habían hecho la manicura, le fue dando golpecitos en el hombro para destacar cada componente de su listado-. Amañaba permisos, sobornaba a inspectores, compraba por debajo de precio, vendía por encima del valor, entregaba menos de lo que prometía.
– Vaya -dijo Heat-, casi no me extraña que quisiera matarlo.
Esta vez el promotor sonrió.
– Buen intento. Escuche. Sí, amenacé a ese tipo en el pasado. He dicho «pasado». Hace años. Ahora mire estas cifras. Incluso sin contar con la recesión, Starr estaba acabado. No necesitaba matarlo. Era un muerto viviente.
– Eso lo dice su rival.
– ¿No me cree? Vaya a cualquiera de sus oficinas.
– ¿Para qué?
– Oiga, ¿quiere que haga todo el trabajo por usted? -Ya en la puerta, mientras se iban, Lamb dijo-: Una cosa. Leí en el Post que se había caído desde un sexto piso.
– Así es, desde el sexto -dijo Rook. La primera cosa que decía y era para provocarla.
– ¿Sufrió?
– No -dijo Heat-, murió en el acto.
Lamb sonrió, mostrando una hilera de dientes perfectos.
– Bueno, tal vez en el infierno, entonces.
Su Crown Victoria dorado rodaba hacia el sur por la autopista de la Costa Oeste con el aire acondicionado al máximo y la humedad condensándose en jirones de niebla alrededor de las salidas de aire del salpicadero.
– ¿Qué te parece? -preguntó Rook-. ¿Crees que Omar se lo cargó?
– Podría ser. Lo tengo en mi lista, pero la idea no era ésa.
– Así me gusta, detective. Sin prisa. Total, sólo hay, ¿cuántos? ¿Tres millones más de personas a quien ir a conocer y saludar en Nueva York? No es que no seas una agradable entrevistadora.
– Vaya, qué impaciencia. ¿Acaso le dijiste a Bono que estabas harto de los dispensarios en Etiopía? ¿Presionaste a los líderes militares chechenos para conseguir la paz? «Venga, Iván, veamos un poco de acción de líderes militares».
– Me gusta ir al grano, eso es todo.
A ella le gustó ese cambio radical. La mantenía fuera del radar personal de él, así que continuó por ahí.
– ¿De verdad quieres aprender algo mientras te estás documentando para ese proyecto tuyo? Prueba a escuchar. Esto es una investigación policial. Los asesinos no andan por ahí con cuchillos ensangrentados encima, y los ladrones de casas no van vestidos como Hamburglar. Hay que hablar con la gente. Escuchar. Ver si ocultan algo. O, en ocasiones, si prestas atención, puedes ir más allá y obtener información que no tenías antes.
– ¿Como cuál?
– Como ésta.
Cuando llegaron al edificio Starr, situado en la Avenida 11 en el Lower West Side, lo encontraron desierto. Ni rastro de obreros. Era una obra fantasma. Aparcó a un lado de la calle, en la sucia franja entre el bordillo y el cierre de contrachapado de la obra. Salieron del coche.
– ¿Oyes lo mismo que yo? -preguntó Nikki.
– No oigo nada.
– Exacto.
– Oiga, señorita, esto es propiedad privada, lárguese. -Un tipo con casco y sin camisa soltaba una nubecilla de polvo al caminar hacia ellos, que manipulaban la puerta cerrada con una cadena. La forma en que se pavoneaba y aquella barriga hizo que Heat se imaginara a alborozadas amas de casa de Nueva Jersey metiéndole billetes de un dólar en su tanga-. Tú también, colega -dijo, dirigiéndose a Rook-. Bye, bye. -Heat hizo brillar la hojalata y Descamisado pronunció la palabra que empieza por «j».
– Vale -dijo Rook.
Nikki Heat se le encaró.
– Quiero hablar con tu capataz.
– No creo que eso sea posible.
Ella se llevó una mano ahuecada a la oreja.
– ¿Me has oído preguntar? No, definitivamente no creo que fuera una pregunta.
– Dios mío, ¿Jamie? -La voz venía del otro lado del patio. Un hombre escuálido con gafas de sol y calentadores de satén azul estaba en la puerta abierta de la caravana de la obra.
– ¡Vaya! -gritó Rook-. ¡Tommy el Gordo!
El hombre los saludó con la mano.
– Venga, daos prisa, no tengo el aire acondicionado encendido para refrescar a medio estado.
Una vez dentro de la caravana doble, Heat se sentó con Rook y su amigo, pero no en la silla que éste le ofreció. Aunque actualmente no había ninguna orden judicial relacionada con él, Tomaso -Tommy el Gordo- Nicolosi pertenecía a una de las familias de Nueva York, y el sentido común le decía que no debía quedarse encajonada entre la mesa y la pared de contrachapado. Se sentó en la silla que estaba más en el extremo y la giró para no estar de espaldas a la puerta. A pesar de su sonrisa, la forma en que la miró Tommy el Gordo le hizo ver que sabía exactamente qué estaba haciendo.
– ¿Qué te ha pasado, Tommy el Gordo? Ya no estás gordo.
– Mi mujer me ha puesto a dieta. Dios mío, ¿ha pasado tanto tiempo desde la última vez que nos vimos? -Se quitó las gafas polarizadas y dirigió una mirada a Heat-. Jamie estuvo haciendo un artículo hace un par de años sobre «la vida» en Staten Island. Nos conocimos, parecía un buen tipo, para ser periodista, y qué le parece, al final acabó haciéndome un pequeño favor. -Heat esbozó una sonrisa y él se rió-. No se preocupe, detective, fue algo legal.
– Sólo maté a un par de tíos, eso fue todo.
– Qué bromista. ¿Sabía que es un bromista?
– ¿Jamie? Me toma el pelo continuamente -dijo ella.
– Bien -dijo Tommy el Gordo-. Está claro que esto no es una visita de cortesía, así que vayamos al grano. Nosotros dos nos podemos poner al día más tarde.
– Este edificio es del constructor Matthew Starr, ¿no?
– Lo era hasta ayer por la tarde. -Aquel graciosillo tenía una de esas caras perpetuamente equilibradas entre la amenaza y la diversión. Heat podía haber entendido su respuesta como un chiste o como un hecho.
– ¿Le importa que le pregunte cuál es su trabajo aquí?
Se recostó en la silla, se relajó; estaba en su elemento.
– Consultoría laboral.
– No veo que se esté llevando a cabo ningún trabajo.
– Qué directa. Lo dejamos hace una semana. Problemas con los incentivos. Starr no nos pagaba lo acordado.
– ¿Qué clase de acuerdo era ése, señor Nicolosi? -Sabía de sobra qué era. Lo llamaban de mil maneras diferentes. Principalmente, «impuesto extraoficial de construcción». El porcentaje actual solía ser de un dos por ciento. Y no iba a parar al gobierno.
– Me cae bien tu novia -dijo, volviéndose hacia Rook.
– Repita eso y le parto las piernas -amenazó ella.
Él la miró, sopesando si sería capaz, luego sonrió.
– No hablará en serio, ¿verdad?
Rook lo corroboró con un ligero movimiento de cabeza.
– Vaya -dijo Tommy el Gordo-, me habéis engañado. De todos modos, le debo una a Jamie, así que responderé a la pregunta. ¿Qué tipo de acuerdo? Llamémosle «tasa de expedición». Sí, ese nombre es apropiado.
– ¿Por qué dejó de pagar Starr, Tommy? -Rook estaba haciendo preguntas, pero ella se alegró de que participara, relevándola para sonsacarle desde ángulos que ella no podía. Llamémoslo poli bueno y poli malo.
– Tío, ese hombre estaba arruinado. Nos lo dijo, y nos fuimos. Tenía el agua tan hasta el cuello que le estaban saliendo branquias. -Tommy el Gordo se rió de su propio chiste y añadió-: No nos importa.
– ¿Han matado a alguien alguna vez por eso? -preguntó Rook.
– ¿Por eso? Venga ya. Nosotros nos limitamos a cerrar el chiringuito y a dejar que la naturaleza siga su curso. -Se encogió de hombros-. Bueno, a veces la gente lo paga con la muerte, pero éste no era el caso. Al menos no en principio. -Se cruzó de brazos y sonrió burlonamente-. ¿De verdad no es tu novia?
Con unas carnitas y unos burritos en Chipotle delante, Heat le preguntó a Rook si aún tenía la sensación de que estaban dando palos de ciego. Antes de responder, Rook sorbió los cubitos de hielo con su pajita, aspirando más Coca-Cola light.
– Bueno -dijo finalmente-, no creo que hayamos conocido hoy al asesino de Matthew Starr, si es eso a lo que te refieres.
Tommy el Gordo entraba y salía de su cabeza como posible candidato, pero eso se lo guardó para sí. Él le leyó el pensamiento.
– Si Tommy el Gordo me dice que él no se cargó a Matthew Starr, no hay más que hablar.
– Vaya, caballero, parece que lleva a un investigador dentro.
– Conozco a ese tío.
– ¿Te acuerdas de lo que te dije antes de lo de hacer preguntas y ver adonde llevaban las respuestas? A mí me han llevado hasta una imagen de Matthew Starr que no me encaja. ¿Qué imagen quería dar él? -Dibujó un marco en el aire con ambas manos-. De persona de éxito, respetable y, sobre todo, con mucho dinero. Bien, ahora pregúntate esto. ¿Con tanto dinero y no podía pagar su impuesto a la mafia? ¿El incentivo que hace que el hormigón siga brotando y el acero levantándose? -Hizo una bola con el envoltorio y se puso en pie-. Vamos.
– ¿Adónde?
– A hablar con el gestor de Starr. Míralo por este lado, así tienes otra oportunidad para que veas mi actitud más encantadora.
Los oídos de Heat se destaponaron en el rápido ascensor que se dirigía al ático del Starr Pointe, el cuartel general de Matthew Starr en la 57 Oeste cerca de Carnegie Hall. Salieron al opulento vestíbulo y le susurró a Rook:
– ¿Te has dado cuenta de que este despacho está un piso más arriba que el de Omar Lamb?
– Creo que podríamos decir sin temor a equivocarnos que, hasta el final, Matthew Starr tuvo muy en cuenta las alturas.
Se presentaron en recepción. Mientras esperaban, Nikki Heat examinó una galería de fotos enmarcadas de Matthew Starr con presidentes, miembros de la realeza y famosos. En la pared del fondo, una pantalla plana reproducía silenciosamente un vídeo publicitario corporativo de Promociones Inmobiliarias Starr. En una urna para trofeos de cristal, debajo de triunfantes maquetas a escala de edificios de oficinas de Starr y relucientes réplicas del G-4 y del Sikorsky-76, se extendía una larga hilera de tarros de cristal de mermelada llenos de tierra. Sobre cada uno de ellos, una fotografía de Matthew Starr poniendo el primer ladrillo en la obra en la que habían llenado el tarro.
La puerta de caoba tallada se abrió y un hombre en mangas de camisa y con la corbata aflojada le tendió la mano.
– ¿Detective Heat? Noah Paxton, soy… Mejor dicho, era, el asesor financiero de Matthew. -Se estrecharon la mano y él le dedicó una sonrisa-. Todavía estamos todos conmocionados.
– Lamento mucho su pérdida -dijo ella-. Éste es Jameson Rook.
– ¿El escritor?
– Sí -admitió él.
– Vale… -concedió Paxton, aceptando la presencia de Rook como si reconociera que había una morsa en el jardín delantero pero no entendiera por qué-. ¿Vamos a mi despacho? -Abrió la puerta de caoba para ellos y entraron en el cuartel general mundial de Matthew Starr.
Heat y Rook se detuvieron. El piso estaba completamente vacío. En los cubículos de cristal a izquierda y derecha no había ni mesas ni gente. Los cables de teléfono y de Ethernet estaban tirados por el suelo, desconectados. Las plantas estaban muertas y secas. La pared más cercana mostraba el fantasma de un tablón de anuncios. La detective intentó conciliar el elegante vestíbulo que acaba de dejar atrás con ese espacio vacío del otro lado del umbral.
– Disculpe -le dijo a Paxton-, Matthew Starr falleció ayer. ¿Ya han empezado a cerrar el negocio?
– ¿Lo dice por esto? No, en absoluto. Desmantelamos esto hace un año.
La puerta se cerró tras ellos y el piso estaba tan desierto que el chasquido de la cerradura metálica de la manilla resonó.