Capítulo 8

Del 98 a la Semana trágica

Muerto Cánovas, su sistema siguió funcionando durante unos años con el relevo entre Sagasta, que seguía al frente de los liberales, y Francisco Silvela, que asumió las riendas del partido conservador. Pero con la desaparición de su inspirador, y llegada al vencimiento la factura de sus errores, el régimen de la Restauración resbalaba hacia su descomposición inevitable. La situación en las colonias estaba a punto de venirse abajo. Había surgido un nuevo frente en Marruecos, tras la desgraciada aventura del general Margallo en la zona de Melilla en 1893, pagada con la vida por el imprudente general, y origen de un conflicto del que habían de derivarse ulteriores y gravísimas calamidades. Y la derrota policial del movimiento obrero, en la figura de su vanguardia terrorista, no era más que un espejismo momentáneo, que además, por la dimensión y la intensidad de la respuesta represiva, iba a tener un coste futuro muy superior al beneficio inmediato.

El protagonismo de la Guardia Civil, encarnado por esas dos figuras en cierto modo paralelas, el capitán Oliva, liquidador de la Mano Negra, y el teniente Portas, azote del anarquismo barcelonés, merece alguna reflexión. Porque esas dos figuras y su ejecutoria contribuyeron a convertir a la Benemérita en la bestia negra del obrerismo, y sus nombres y su labor han quedado en la memoria de la izquierda española asociadas a las connotaciones más nefastas. Contra los dos, además, se produjeron atentados. Ya hemos aludido al que sufriera Oliva, pero hemos de añadir que el 5 de septiembre de 1897 el teniente Portas fue tiroteado en plena plaza de Cataluña, mientras recibía novedades de sus auxiliares en la sección especial los inspectores Plantada y Teixidó. Resultaron herido Teixidó y Portas, y al agresor, de apellido Sempau, se lo condenó a la pena capital, que le fue finalmente conmutada.

Es muy de imaginar que ambos oficiales de la Guardia Civil se condujeron en sus investigaciones con una falta de miramientos que hoy consideraríamos como maltrato policial. Hasta donde llegaran regularmente las torturas, si alcanzaron los extremos truculentos en que se recreó la prensa sensacionalista, o fueron menos espectaculares, es cuestión que ya no podremos dilucidar, y que de seguro conocería sus excepciones, para mejor o para peor. Pero resulta difícil creer que esos dos hombres, como pretendería la propaganda anarquista, fabricaron una montaña de pruebas falsas para enterrar a personas inocentes o generosos luchadores por la libertad. Lo del amaño parece poco coherente con su ejecutoria previa y posterior, con la filosofía que había demostrado tener una y otra vez el cuerpo al que pertenecían y con su implicación en los hechos: ambos actuaron a posteriori de crímenes notorios y alarmantes, acudiendo al lugar de los asesinatos por orden superior el uno, en su condición de responsable de la demarcación donde estallaron las bombas el otro. Y considerar luchadores por la libertad a quienes tirotean por la espalda o arrojan bombas a la muchedumbre es algo que a estas alturas del siglo XXI, al menos, es un juicio que pocos podrán seguir manteniendo. Como detalle curioso, no sobra referir lo que acabó ocurriendo entre uno de estos dos oficiales, el teniente Portas, y uno de sus más acérrimos fustigadores, el radical Alejandro Lerroux. Años después de los hechos, cuando ya Portas no estaba destinado en Cataluña, sino en Alcalá de Henares, Lerroux volvió a la carga en el parlamento, donde ya ocupaba escaño, sobre el tema de la guerra sucia contra el anarquismo y los fusilamientos de Montjuíc, asunto predilecto de los sectores adversos al régimen para provocar su desprestigio. Portas, harto del acoso y de lo que consideraba una difamación, retó a duelo al político, notorio espadachín, que incluso recibía clases de esgrima en las dependencias de su periódico, para hacer frente a esta clase de lances. Lerroux no consideró, sin embargo, oportuno o prudente cruzar su acero con el del benemérito, y rehusó el duelo. Al final Portas lo increpó en plena calle, donde acabó corriéndolo a bastonazos. Al día siguiente, el hasta entonces inclemente censor de la Benemérita hizo público un comunicado en el que dejaba claro que «sus acusaciones no habían sido nunca dirigidas contra la Guardia Civil». Y desde ese momento el conspicuo jefe republicano mostró un talante totalmente distinto frente a los guardias.

En todo caso, lo que resulta evidente es el deterioro que para la imagen del cuerpo supuso su puesta en vanguardia de la represión del obrerismo violento, y que llegó a tal extremo que en julio de 1901 el gobierno de Sagasta cursó una circular a todos los gobernadores civiles exhortándoles a velar por el respeto a la institución, tomando enérgicas medidas administrativas y emprendiendo acciones legales contra quienes faltaran al respeto de su buen nombre. Flaco favor, porque la persecución encarnizada de quienes con sus ataques ponían de manifiesto el severo desgaste al que la política del gobierno había expuesto a los guardias civiles no hacía sino acrecentar el daño causado.


Pero volvamos a 1897. Lo verdaderamente preocupante en esos días es lo que sucede en las lejanas colonias de Cuba y Filipinas. Dos casos distintos y distantes, parafraseando a un político español del siglo XX, pero cada uno con su interés, y cada uno escenario de multitud de episodios apasionantes y aun fascinantes que en este libro, por su alcance, no podemos aspirar a detallar. Tampoco en lo que se refiere a la Guardia Civil, que en Cuba tenía cerca de 5.500 hombres y en Filipinas, al final del dominio español sobre el archipiélago, 3.000 hombres y cuatro tercios de la Guardia Civil Indígena, incluido el llamado, por analogía con el de Madrid, Tercio de la Veterana, que velaba por la seguridad de Manila. Digamos que la mayor diferencia entre ambas colonias fue el ingente esfuerzo que se hizo para defender Cuba, la joya de la Corona, mientras que en Filipinas, mucho más remota y menos interesante para los políticos de la metrópoli, el gasto fue mucho menor, lo que también repercutió en la actuación de los beneméritos.

Había, en efecto, una escasa guarnición militar para hacer frente al movimiento insurreccional que, dirigido por el Katipunan, sociedad secreta cuyo nombre en tagalo significa asamblea de nobles o ancianos, encontró en Emilio Aguinaldo a su más significado dirigente. El gran problema de las fuerzas españolas para doblegar la revuelta lo constituyó el hecho de que la mayoría estaban formadas por unidades indígenas, cuyos miembros se pasaban con armas y bagajes a los rebeldes al primer enfrentamiento. De esta tendencia no estuvieron exentos los tercios ordinarios de la Guardia Civil, en muchos de cuyos puestos los guardias se unieron al enemigo tras asesinar a sus oficiales españoles, pero sí el de la Veterana de Manila. Gracias a ella no cayó la capital en el verano de 1896, aunque Aguinaldo se apoderó del grueso de su provincia. La lealtad de la Veterana fue también decisiva para que el general Polavieja, que dirigió la lucha contra los independentistas a partir de 1897, con el refuerzo de quince mil soldados peninsulares, lograra con una exitosa ofensiva desalojar a los insurgentes del terreno que habían ganado, reconquistando localidades como Silang, donde hallaron escondida a la viuda del teniente Briceño, jefe local de la Guardia Civil, muerto a manos de sus hombres. Hubo sin embargo un acto desgraciado e inútil bajo el mando de Polavieja: la ejecución en el parque Luneta del médico mestizo José Rizal, representante moderado de la causa filipina y partidario de una autonomía del archipiélago bajo soberanía española. Su absurda muerte, que lo elevó a la condición de mártir de la independencia de un país cuyos habitantes hoy no pueden paladear sus textos (porque la mayoría de ellos no entiende el limpio castellano en que escribiera sus novelas Noli me tangere o El filibusterismo), selló la ruptura de Filipinas con España.

De poco sirvió que el general Fernando Primo de Rivera, marqués de Estella por su brillante acción de conquista del feudo carlista, y padre del futuro dictador, lograra tras reemplazar a un enfermo Polavieja acabar con Aguinaldo. Lo hizo por la vía del soborno y el exilio en Hong Kong, que el líder rebelde aceptó por la comprometida situación en que lo había puesto el acoso de las tropas leales a España. De que la compra de Aguinaldo resultara inútil se encargó la escuadra norteamericana del almirante Dewey, que fondeada en Hong Kong respaldó la constitución de la «República Centralizada de Filipinas», con el propio Aguinaldo como líder, y el 1 de mayo de 1898 redujo a pavesas en la bahía de Cavite la vieja escuadra de barcos de madera del almirante Montojo. Tras el enésimo desastre para añadir a la larga lista de desgracias de la Armada española, los tagalos, envalentonados por el amparo yanqui, se lanzaron contra la capital. La Veterana los combatió durante mes y medio, hasta que ya no pudo contener más a los asaltantes. El 13 de junio de 1898 se firmaba la capitulación. La Guardia Civil indígena fue disuelta, los soldados españoles repatriados. La aventura de España en Filipinas llegaba así a su fin.

Entre tanto, a miles de kilómetros de allí, en las Antillas, las fuerzas españolas, incluidas las de la Guardia Civil, pasaban por apuros no menores. En cuanto a la Benemérita, interesa anotar que había trabajado duramente para reducir el bandolerismo, tan pujante en la isla como en la metrópoli, lo que le había granjeado las simpatías de los propietarios, que contribuían a su financiación. Eran los guardias civiles de Cuba expertos conocedores del terreno y, cuando se generalizó la insurrección, se convirtieron en tropas tan valiosas como lo habían sido en las guerras carlistas, funcionando de manera análoga, encuadradas en las unidades del ejército, aparte de defender sus puestos desplegados sobre el territorio, con heroísmo a menudo memorable.

Los rebeldes mambises, profusamente financiados y armados por los norteamericanos, dieron la primera señal de su poderío a comienzos de 1895 en Baire, cuando 2.000 independentistas atacaron a las fuerzas españolas, poniéndolas en fuga. Por aquel entonces en la isla, aparte de las fuerzas de la Guardia Civil, había una guarnición de 14.000 soldados. Pronto ese contingente se eleva a 40.000. El 15 de abril desembarca en Cuba José Martí, que el 5 de mayo es nombrado jefe supremo de la revuelta, con Máximo Gómez como comandante en jefe y Antonio Maceo como comandante general de Oriente. Los mambises, con gran apoyo en la población y perfecto conocimiento del terreno, comenzaron a infligir reveses a las tropas españolas. Los puestos de la Guardia Civil son sitiados una y otra vez. El del poblado de Provincial resistió durante doce horas a más de cuatrocientos mambises. El de Dolores, sitiado por el cabecilla José María Rojas Falero y 300 hombres, y mandado accidentalmente por el guardia de segunda clase Cándido Santa Eulalia, se negó a rendirse, aunque el independentista, por medio de un mensaje escrito, le había ofrecido, aparte de salvar su vida, el ascenso a sargento primero si deponía las armas y se les unía. La respuesta, que se hizo célebre, no tiene desperdicio, y permite saber un poco mejor quiénes eran aquellos humildes y dignos guardias:


Señor Don José María Falero. Muy Señor mío: Enterado de su atenta carta, debo manifestar que yo soy muy español y sobre todo pertenezco a la Benemérita Guardia Civil y que habiéndome mis dignos jefes honrado con el mando de este destacamento, primero prefiero mil veces la muerte que yo serle traidor a mi patria y olvidar el juramento de fidelidad que presté a la gloriosa bandera española, en cuya defensa derramaré mi última gota de sangre antes de cometer la vileza de entregarme con vida a los enemigos de España y de mi Rey. El ascenso que me proponen para nada lo necesito pues estoy orgulloso de vestir el uniforme de la Guardia Civil y soldado y mi mayor gloria sería morir con él. Mis jefes saben premiar a los que saben defender su honra, y así es, que reunido aquí con todos mis dignos compañeros, rechazamos con energía todas vuestras predicaciones y amenazas, y estrechados como buenos hermanos y como defensores de este pedazo de terreno gritamos pero muy alto, para que ustedes lo oigan: ¡Viva España! ¡Viva nuestro Rey! ¡Viva la Guardia Civil! Aquí estamos dispuestos a morir, vengan cuando gusten a tomar el pueblo, para que lleven su merecido. Dolores, 27 de octubre. El guardia de segunda, Cándido Santa Eulalia.


Impresionado, Falero escribió un nuevo mensaje anunciando que dejaba por ese día «de cumplir su deber» y haría desistir a sus jefes de tomar el pueblo, porque era infame acabar con la vida de unos héroes. Y al guardia, pese a ser «enemigos por las ideas» le ofrecía que «en lo tocante a la personalidad» lo considerara «su amigo y servidor».

Pero ni el heroísmo de los guardias, ni la muerte prematura de José Martí, ni el inmenso despliegue militar que en años sucesivos hizo España en la isla, y que culminaría con los 200.000 hombres que llegaría a tener bajo sus órdenes Valeriano Weyler (el general que recibió el encargo de liquidar la insurrección tras el fracaso de Martínez Campos), fueron suficientes para conservar la colonia. Los guardias se dejaron la piel en el campo, Weyler reprimió con energía a los conspiradores independentistas y se empeñó en aislar Maceo, erigido en comandante militar de los mambises, con su espectacular sistema de trochas (franjas de terreno desbrozado, fuertemente vigiladas y defendidas, que atravesaban la isla de Sur a Norte para impedí los movimientos del enemigo). Finalmente el general logró acabar con Maceo, sorprendido y muerto el 7 de diciembre por el comandante Cirujeda, pero no pudo extinguir la resistencia de Máximo Gómez, pese a rodearlo con 40 batallones, en los que las enfermedades tropicales causa ron más de 30.000 bajas. El 1 de enero de 1897, el heroico puesto de Dolores volvía a recibir la conminación a rendirse. Esta vez se le anunciaba que los rebeldes habían emplazado una pieza del 12 y tenían 500 hombres prestos al asalto. El guardia Badal, que mandaba el puesto y estaba en la cama con fiebres, no respondió: aprestó a sus nueve hombres (tres de ellos también enfermos) a la defensa. Aguantaron quince cañonazos y nutrido fuego de fusil antes de retirarse, conservando el armamento y poniéndose a salvo en el destacamento más cercano. A Badal se le concedió por el hecho la cruz de San Fernando de primera clase.

Tras la muerte de Cánovas, el duro Weyler fue reemplazado por el general Blanco. Intentó una política más conciliadora, que incluyó la concesión de autonomía política a la isla. Pero era tarde, y aquello ya no bastaba. Los Estados Unidos envían el 25 de enero de 1898 a La Habana el navío de guerra Maine, para «garantizar la vida y las propiedades de los norteamericanos». El 15 de febrero, el barco, amarrado en el puerto, salta por los aires. Mueren 256 de sus 355 tripulantes. Sobre quién lo hizo han circulado varias teorías: los estadounidenses atribuyeron la acción a los españoles, con cuyo pretexto declararon la guerra; algún periódico norteamericano se la cargó a los propios rebeldes cubanos, para forzar la entrada de Estados Unidos en el conflicto; otras fuentes apuntaron a una explosión espontánea en la santabárbara del buque; y no faltan investigadores que, con apoyo en documentos recientemente desclasificados, imputan el hecho a los propios norteamericanos. Sea como fuere, los estadounidenses entraron en liza, deshicieron en Santiago la flota del almirante Cervera y fueron cruciales para desequilibrar la guerra en tierra. De nada sirvió el heroísmo de los españoles en combates como el del Caney, donde 472 soldados (incluido el cura Gómez Luque, ex sargento de la Guardia Civil que volvió a empuñar las armas en la ocasión) hicieron frente durante días a una división norteamericana compuesta por 7.000 hombres.

En diciembre de 1898, los acuerdos de París entregan Cuba a los Estados Unidos (con una promesa de independencia de cuyos avatares da buena cuenta la historia posterior) junto a Puerto Rico y Guam. Con la venta en 1899 a Alemania de las islas Carolinas, Marianas y Palaos, indefendibles por su lejanía y la pérdida total de la flota, el imperio en el que no se ponía el sol se convertía en un definitivo recuerdo.

El mazazo al orgullo nacional, redondeado por el ominoso regreso de los miles de soldados enfermos y derrotados (aquellos buenos chicos, armados con fusiles excelentes que no sabían cómo usar, según los definió un general español) fue tremendo. Sobre aquel país melancólico y que mantenía sin resolver, más bien al revés, sus conflictos internos, iba a asumir plenamente sus funciones el rey Alfonso XIII, de nada prometedor ordinal. Ocurrió el 17 de mayo de 1902, fecha en que el nieto de Isabel II cumplía los dieciséis años. En el gobierno estaba Sagasta, a quien le había tocado el triste trago de liquidar los retales del imperio, con Weyler en el ministerio de la Guerra y Moret en Gobernación. Al viejo dirigente liberal le apetecía poco seguir en la brecha, y de hecho llegó a presentar su dimisión poco después, pero el rey lo forzó a seguir en el cargo, lo que aceptó de mala gana.

El reinado personal de Alfonso XIII no comenzó demasiado bien. De nuevo el foco de las revueltas vino de Cataluña, soliviantada por el decreto sobre el uso del catalán en la enseñanza que había preparado el ministro de Instrucción Pública, el conde de Romanones. Se trataba no de limitar el uso del «dialecto» (como se denominaba al idioma) en la enseñanza, sino que se utilizara para enseñarles en él la doctrina a los niños que ya conocieran el castellano. La norma dio origen a unas algaradas estudiantiles que acabaron con una pareja de guardias a caballo irrumpiendo en la universidad barcelonesa tras haber sido apedreados por unos estudiantes que se refugiaron allí. Las protestas del rector, las disculpas del gobernador civil, y el respaldo de Weyler a los guardias, acabaron desencadenando en diciembre la crisis del gobierno. A Sagasta lo reemplazó Francisco Silvela, que nombró para Guerra al general Linares y para Gobernación a Antonio Maura.

Sagasta apenas sobrevivió un mes a su cese. Murió el 5 de enero de 1903, y el valor simbólico de su desaparición, con la que se consumaba la del tándem que había sostenido el reinado de Alfonso XIII en su minoría de edad, vino subrayado por el atentado que sufrió el monarca el 10 de enero de 1903, a cargo de José Collar, al que se presentó como un perturbado mental, resentido con el acompañante del rey, el duque de Sotomayor. A lo largo de febrero se suceden los disturbios, en Reus, Barcelona, Cádiz, Vigo, con múltiples huelgas de las que se abstienen los socialistas, por considerar su jefe (y fundador del PSOE en 1879), Pablo Iglesias, que las movilizaciones no buscan mejoras para los trabajadores sino que están relacionadas con oscuros fines políticos. En abril hay graves sucesos en Salamanca, donde los estudiantes entran en refriega con la Guardia Civil, que responde a las pedradas con cargas que se saldan con dos estudiantes muertos, contribuyendo a que la consideración popular de los beneméritos salga una vez más malparada. También estalla el caos en Madrid (con una batalla campal en Lavapiés, entre las 7.000 cigarreras de la fábrica de tabacos y las fuerzas del orden), Asturias, Jumilla, Almería. El 31 de mayo, al paso por la calle Mayor de Madrid de la carroza que conduce al rey Alfonso XIII y a su flamante esposa, María Victoria Eugenia de Battenberg, el anarquista Mateo Morral arroja un ramo de flores que contiene una bomba. La pareja real resulta ilesa, pero 23 madrileños pierden la vida. En julio, desbordado, cae Silvela, sustituido por Fernández Villaverde.

Tampoco este lo tuvo fácil: el 1 de agosto hubo de enfrentarse una huelga general, que desató el motín anarquista de Alcalá del Valle (Cádiz), donde un grupo de 500 agitadores desarmó a los guardias del pueblo y tomó la casa-cuartel, lo que originó la contundente respuesta de la Guardia Civil de la provincia. Hubo decenas de detenciones y de procesamientos, tras unas enérgicas diligencias en las que según la oposición se había recurrido intensivamente a la tortura. La campaña de descrédito contra el cuerpo fue feroz, llegando a acusarse a los guardias de la castración del detenido Salvador Mulero, que examinado por la academia de Medicina sevillana resultó estar entero, lo que, salvo milagro quirúrgico improbable para la época, denotaba la poca agudeza visual del periodista de El Gráfico que daba fe de haber constatado la emasculación. En las diligencias especiales que instruyó sobre aquellos hechos el magistrado de la Audiencia de Sevilla Felipe Pozzi, se exoneró de toda responsabilidad a la Guardia Civil.

En cualquier caso, la situación había llegado a tal extremo que des el gobierno empezó a plantearse la sustitución de la Guardia Civil en aquellas funciones de orden público que de manera tan alarmante la estaba minando como institución y en la estima de la ciudadanía. Desde el propio cuerpo, a través de sus boletines internos, empezaron a alzarse voces pidiendo que no se enviara a los guardias a disolver tumultos urbano; manifestaciones, porque era exponerlos una y otra vez a ser agredido; insultados, trance en el que lo único que podían hacer era tirar del armamento que tenían (a la sazón, el fusil Máuser) lo que traía siempre con consecuencia la provocación de bajas entre los manifestantes, demasiado a menudo heridos graves o muertos. Se sugirió la conveniencia de que en esas ocasiones los guardias llevaran munición de menor potencia ofensiva. Y estas consideraciones fueron decisivas para que se impulsara el nuevo cuerpo de Seguridad y Vigilancia, con sus dos ramas, de policía uniformada y de paisano. Sucesor del cuerpo de Orden Público y antecesor de la policía civil actual, se lo destinaría a enfrentar ad hoc el problema de la conflictividad urbana, equipado con el material adecuado, en vez de las armas de guerra de las que tenían que echar mano los sufridos beneméritos.

A comienzos de siglo, la Guardia Civil cuenta con más de 18.000 hombres repartidos en 18 tercios, más dos comandancias en las islas. En Madrid y en Barcelona se establecen dos nuevas comandancias de caballería, agrupando los escuadrones de las comandancias anteriores. Pese a lo dicho en el párrafo anterior, estas fuerzas a caballo seguirán haciéndose más que necesarias en las dos capitales para contribuir al mantenimiento del orden público, ante la incapacidad para la tarea de las nuevas fuerzas policiales, todavía en estado incipiente.

En cuanto a su estructura orgánica, el paso del Valeriano Weyler por el ministerio de la Guerra supuso la supresión de la dirección general, con lo que el ministro, cuyo imperioso carácter apenas cabía en su escueta humanidad (de menos de metro y medio de estatura), buscaba someter al cuerpo por completo a su autoridad, reduciendo la excesiva autonomía que según su criterio había alcanzado con los sucesores de Ahumada. La medida fue revertida el 30 de mayo de 1902, con el Real Decreto que puso a la firma de Alfonso XIII el nuevo ministro de la Guerra del gabinete Silvela, Arsenio Linares, y por el que se restablecía la Dirección General de la Guardia Civil. Poco después se incorporaba como su titular Camilo García de Polavieja, el antiguo capitán general de Filipinas, militar prestigioso y el más condecorado de su época, todo un espaldarazo por parte del régimen al vapuleado cuerpo, aunque su gestión, más bien rígida, no le granjeó demasiado aprecio entre sus subordinados. Más simpatías recibió su sucesor Vicente Martitegui, director general de 1903 a 1905, y más aún el sustituto de este, el teniente general Joaquín Sánchez Gómez, antiguo ayudante del general Romualdo Palacio y por tanto buen conocedor del cuerpo. Su gestión abarcó un lustro, hasta 1910, caracterizado por la inestabilidad y los cambios de gobierno continuos entre los liberales, cuyo nuevo líder era Segismundo Moret, y los conservadores, que tras la muerte de Francisco Silvela y el desgaste definitivo de Fernández Villaverde pasó a liderar el abogad-mallorquín y ex liberal Antonio Maura.

Uno de los desafíos que tuvo que enfrentar la Guardia Civil en torno al cambio de siglo fue el resurgimiento, en el terreno que le era más propio la España rural, del casi olvidado bandolerismo. Un fenómeno que no carecía de conexiones con la política de la época. El bipartidismo canovista había evolucionado sin apenas disimulos a un régimen caciquil y corrupto, basado en las elecciones amañadas, para las que era crucial el concurso de los jerifaltes locales, afanosos artífices y muñidores del reiterado pucherazo electoral (expresión que surge del acto de romper el puchero de barro en el que se depositaban los votos, a guisa de urna). Procuraban los caciques controlar férreamente a la población, labor en la que se valían de la Guardia Civil, algunos de cuyos individuos, bien por someterse al mandato del poder, o por las ventajas particulares que les procuraba estar a bien con los notables, se avenían a servirles, abriendo así un nuevo foco de impopularidad para el cuerpo. En su célebre biografía del torero sevillano Juan Belmonte, Manuel Chaves Nogales ofrece un ilustrativo ejemplo de hasta dónde podían llegar a empeñarse los guardias civiles en la defensa de los intereses de los oligarcas. Recuerda Belmonte cómo se las gastaban con los torerillos que como él se infiltraban en las fincas para torear a las reses bravas sin permiso del dueño: «La cosa más seria que hay en España, según dicen, es la Guardia Civil y pronto tuvimos ocasión de comprobar su fundamental seriedad los pobres torerillos que íbamos a Tablada para aprender a torear. Con los guardias civiles no había dialéctica ni cabían bravatas. Se echaban el máuser a la cara y disparaban […] A un muchacho le metieron en el pecho un balazo».

Pero contaban los caciques con otros auxiliares, aún más expeditivos, y en la más ancestral tradición española. Matones que allí donde no llegaba la persuasión por la promesa de favores, o el recurso a la autoridad encarnada por la Benemérita, completaban con la extorsión y el crimen la labor de convencimiento del electorado. Quedaban luego estos sujetos ociosos entre elección y elección, y para subvenir a sus gastos en tal periodo se dedicaban a amenazar y expoliar por cuenta propia. Nada nuevo bajo el sol. Y, tampoco fue una novedad, en esta industria se toparon, como sus antecesores, con los guardias civiles, o por lo menos con aquellos que seguían creyendo en el cumplimiento de los deberes de protección general que se les habían encomendado, antes que en los beneficios de ser serviles con los poderosos.

Acción famosa fue el desmantelamiento del garito de juego de Peñaflor (Sevilla), donde con complicidad de personas influyentes y bien conectadas, un procurador llamado Juan Andrés Aldije y apodado el Francés, en combinación con otro sujeto de mote Manzanita, atraía a incautos jugadores acaudalados a los que mataban y enterraban después de desvalijarlos. La perseverancia del cabo Atalaya, del puesto de Peñaflor, permitió hallar en diciembre de 1905 los cuerpos enterrados en el huerto del Francés y detener a los dos asesinos, que fueron ajusticiados. Otro famoso delincuente que cayó fruto del celo de los beneméritos fue el bandido de Estepa apodado Vivillo, que fue extraditado desde Argentina, donde se había refugiado, para responder de múltiples robos de caballerías y de un homicidio, aunque por falta de pruebas acabaría quedando en libertad y regresando a morir al otro lado del Atlántico. O el malagueño Luis Muñoz García, más conocido como el Bizco de Borge. Este último, a quien se acusaba de la muerte de dos guardias civiles, y a quien se atribuía por obra de su defecto ocular prodigiosa puntería, fue objeto de una batida en toda regla, que culminó con su muerte en enfrentamiento con la pareja del cuerpo compuesta por los guardias José Sánchez y Cristino Franco.

Pero sin duda el más famoso de estos bandidos terminales fue el también estepeño Francisco Ríos González, alias Pernales, cuyas acciones llevaron a algunos, por última vez, a tratar de hacer reverdecer el mito del bandolero romántico. Con tan solo 1,49 metros de estatura, pero duro como el pedernal y de mirada fría como el hielo, el Pernales empezó su carrera con un intento de secuestro, en la persona del hijo de un hacendado de Estepa. Apresado por la Guardia Civil, las mañas de su abogado le valen la absolución judicial. Cuando recobra su libertad, se asocia con otros dos compinches y se presentan en un cortijo de Cazalla, donde roban 12.000 pesetas, amarran al cortijero y uno tras otro y en su presencia violan a su mujer. El teniente Verea, de la Guardia Civil, logra detenerlos, pero tres días después se fugan de la cárcel de Sevilla. Los beneméritos, inasequibles al desaliento, reanudan su búsqueda. El Pernales se presenta en el cortijo Hoyos el 25 de marzo de 1906 para buscar al apodado el Macareno, antiguo cómplice de su tío, otro bandido estepeño llamado el Soniche, a quien el Macareno había traicionado. Según se cuenta, el Pernales amarra al traidor a un árbol y le da lenta muerte a cuchilladas, mientras fuma con parsimonia un habano. Su fama corre como la pólvora por la comarca.

En adelante, al Pernales le basta con presentarse en los cortijos para que sus dueños, aterrados y sin mediar palabra, le entreguen mil pesetas, que es lo que les pide, aparte de comida en alguna ocasión. Por su parte, da generosas propinas a los pastores, para que le avisen de los movimientos de la Guardia Civil. Las críticas que el gobierno empieza a cosechar por su inoperancia frente al bandolero llevan al refuerzo del dispositivo para su captura con guardias de otras provincias. El Pernales y su cómplice, el Niño de la Gloria, han de cambiar de aires para eludirlos. En la tarde del 30 de mayo de 1907 intentan perpetrar un atraco entre Alcolea y Villafranca, en la provincia de Córdoba. Esa misma noche el sargento Moreno Collantes, acompañado de dos guardias, se los tropieza y entabla tiroteo en el que cae muerto el Niño de la Gloria y resulta herido Pernales, que sin embargo logra escapar.

Poco después el Pernales se consigue un nuevo auxiliar, que se le ofrece voluntario y que responde al sobrenombre de el Niño del Arahal. Logran dar varios golpes, pero el acoso de los guardias los lleva a poner rumbo a Valencia, con la intención de abandonar el país. En las primeras horas del día 31 de agosto de 1907, el guardia civil retirado Gregorio Romero, guarda de una finca sita en la sierra de Alcaraz, en el término municipal de Villaverde de Guadalimar (Albacete) ve pasar a los bandidos montados en sus caballos. Da aviso a las autoridades y al encuentro del Pernales sale el teniente Haro, junto al cabo Calixto Villaescusa y los guardias Lorenzo Redondo, Juan Codina y Andrés Segovia. Sorprenden a los dos bandidos mientras descansan, pero el teniente, en vez de atacarlos sin más, destaca al cabo y al guardia Segovia («acompañados por un práctico», dice el parte oficial, lo que denota cómo Haro planificó la operación para sacar partido del terreno) hacia la cima de la sierra, para cortar la retirada a los bandidos. Al poco, el Pernales y su compañero se ponen en marcha, mientras Haro se les aproxima con el resto de su fuerza. Llegados a unos pasos de donde están Villaescusa y Segovia, estos les gritan el»¡Alto a la Guardia Civil!», respondido a tiros por los bandoleros. En el choque resulta muerto el Pernales, mientras que el Niño del Arahal logra darse a la fuga. De poco le sirve, porque desde más de cien metros de distancia el guardia Codina le acierta y da con él en tierra. Hubo dudas de esta versión, por parte de la prensa más crítica, aunque lo pormenorizado y coherente del parte del teniente Haro y lo verosímil del desarrollo de los hechos que se desprende de su relato, le confieren una razonable credibilidad. Por ilustrativo, transcribiremos el comentario que publicaría el día 2 de septiembre de 1907 el periódico El Radical órgano del partido republicano de Lerroux: «Ha muerto el Pernales y no hay que llevarlo a la leyenda. Más digno de admirar es el pobre guardia que se expone a morir, en cumplimiento de un deber, por tres pesetas; tanto más de admirar cuanto que estos pequeños destacamentos de cuatro o cinco hombres van al peligro voluntariamente, pues nadie lo ve, nadie los vigila, y bien pueden si quieren esquivar el peligro». Todo un ejemplo de giro copernicano, donde los hubiere.

La entrega de los guardias, además, tuvo otras facetas ingratas. Come consecuencia de la campaña contra los bandoleros, no solo cayeron estos famosos caballistas, sino gente de otra especie: oficiales de juzgado, secretarios de ayuntamiento que expedían documentos falsos, alcaldes como los de Marinaleda y Pedrera, concejales de Aguadulce, Estepa y otras localidades, guardias municipales, y hasta jueces y forenses, que encubrían a los bandidos y denotaban la tolerancia de la sociedad local para con aquellos audaces muchachos. Todo ello llevó al nombramiento de un juez especial para Estepa, y a vivos debates en las Cortes en los que el ministro de Gracia y Justicia, Romanones, hizo una defensa cerrada de la Guardia Civil, acusada de disfrazar de cargos comunes lo que no era, para sus detractores y los del gobierno, sino una persecución política. El macroproceso que se sigue contra los acusados en Sevilla acaba con la absolución de todos ellos. Ruedan en cambio las cabezas del jefe de la comandancia y del capitán y el teniente que habían osado detener a los protectores de bandoleros, llegando a atreverse incluso con un juez. Desenlace bien poco ejemplar, de no ser porque la liquidación del Pernales y su compañero, cuyos cadáveres fotografiados se convirtieron en tétrica acta de defunción del bandolerismo, secó la cantera de intrépidos caballistas, volviendo inocuas la venalidad y la ligereza de quienes los habían amparado.

Pero cerrado un frente, se abría otro. De nuevo los problemas van a venir de Barcelona, donde los anarquistas no han cesado de actuar, recurriendo a auxiliares tan pintorescos como Juan Rull, confidente de la policía de día y colocador a sueldo de bombas por la noche, y protagonista en 1908 de un sonado proceso que acabó con su condena a muerte y posterior ejecución. En 1907 se había fundado Solidaridad Obrera, embrión de la futura e influyente Confederación Nacional del Trabajo (CNT). El activismo anarquista coexistía con el creciente sentimiento catalanista, que con antecedentes en el movimiento de Prat de la Riba, redactor en 1892 de las llamadas Bases de Manresa para la restitución del autogobierno de Cataluña, ganaba adeptos entre los catalanes por la continua percepción de Madrid y sus delegados como represores de la población. El gobierno Maura fue poco sensible a la mezcla explosiva que suponía este fenómeno y, preocupado tan solo por proteger a la burguesía industrial barcelonesa (que en su desconfianza hacia la policía y hacia la Guardia Civil había llegado a contratar los servicios del detective Arrow, de Scotland Yard) y por lo que con visión reduccionista llamaba orden público, aprobó a comienzos de 1908 una discutida ley antiterrorista. Pero la cosa era más compleja. Desde 1907 Prat de la Riba presidía la Diputación de Barcelona, y dirigía la sección de Hacienda del ayuntamiento de Barcelona Pedro Corominas, uno de los procesados por la bomba del Corpus Christi. Cataluña, y en especial Barcelona, se había ido convirtiendo en un territorio cada vez más inestable. Y en esto, alguien metió la pata.

En Beni Bu-Ifrur, a unos pocos kilómetros de Melilla, unos rifeños dieron muerte en julio de 1909 a cinco obreros españoles que trabajaban en la construcción del ferrocarril que unía la plaza española con las minas del monte Uixan, explotadas por una compañía en la que tenían intereses señalados próceres del régimen, como el conde de Romanones. El general Marina, jefe militar de Melilla, organizó una expedición de castigo, que se internó en territorio marroquí, quedando en situación comprometida ante el macizo montañoso del Gurugú. Pidió a Madrid refuerzos, que el ministro de la Guerra, Linares, le concedió. Para ello se movilizó a los reservistas, lo que hizo estallar la oposición popular. Cuando los primeros movilizados, encuadrados en el sufrido batallón de cazadores de Las Navas, unidad siempre destinada al combate en primera línea, suben a los trenes en la estación de Atocha, una muchedumbre se reúne al grito de «¡Guerra a la guerra!» para impedir su partida. La caballería de la Guardia Civil ha de despejar la vía y los andenes para permitir la salida del convoy.

Si los madrileños no estaban por una guerra gratuita, una aventura colonial extemporánea que solo obedecía a intereses de sus dirigentes, menos la respaldaban los barceloneses, de donde era buena parte de los reservistas movilizados. Se estaba gestando un nuevo desastre. Lo que la Historia recordaría como la Semana Trágica de Barcelona.


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