En los primeros días de Octubre de 1944, dos nutridos grupos de antiguos combatientes republicanos, curtidos tras varios años de lucha contra los alemanes como integrantes de las FFI (Fuerzas Francesas del Interior), se infiltran en territorio español en las proximidades de los puertos de Valcarlos y Errequidorra, a ambos costados del frondoso bosque de Irati (Navarra). Entre uno y otro suman unos 700 hombres, que actúan a las órdenes de Jesús Monzón, alias Mariano, antiguo contramaestre de la Armada, de ideología comunista y autotitulado secretario general del PCE. Pertenecen a la llamada Agrupación de Guerrilleros y, aparte del entrenamiento y la experiencia en la lucha clandestina, han sacado de su paso por la Resistencia francesa abundante armamento de origen británico que utilizan en su incursión. Visten incluso uniformes proporcionados por los aliados, y al atravesar la frontera no solo están violando los límites de la nueva España franquista, sino contraviniendo también las órdenes de su hasta entonces jefe supremo, el general De Gaulle, que les ha prohibido acercarse siquiera a la línea divisoria entre los territorios francés y español.
Apenas cruzan la frontera, se fraccionan en pequeños grupos. Algunos, al ser descubiertos y denunciados, regresan a Francia. El día 4, una de las partidas guerrilleras se enfrenta con el destacamento de Policía Armada de Izalzu, causando a las fuerzas del orden tres muertos: dos policías y un guardia civil que les servía como práctico del terreno. Son las primeras víctimas de una larga y encarnizada guerra que se prolongará durante una década, causando cientos de bajas a uno y otro bando y salpicando con su ferocidad a innumerables civiles.
En días sucesivos continúan las infiltraciones, por distintos puntos del Pirineo navarro. El 19 de octubre, 3.000 guerrilleros invaden el valle de Aran, en el Pirineo leridano. Es la constatación de que, como habían advertido en días anteriores los servicios de observación de la Guardia Civil de Fronteras, la Unión Nacional Española (formada en Toulouse por los exiliados republicanos, y también llamada Junta de Liberación) ha concentrado sus fuerzas para lanzar una gran ofensiva sobre el territorio español. Jesús Monzón cuenta con 10.000 guerrilleros bien entrenados y altamente concienciados, avezados en la lucha subversiva contra las tropas de Hitler. Ahora que la suerte de la guerra es definitivamente adversa al Eje, cree llegado el momento de iniciar la reconquista, aprovechando la soledad en que queda el régimen con el desmoronamiento de los que en la Guerra Civil fueron sus valedores. Los informes enviados por los guardias no han encontrado gran eco en las autoridades, que los han considerado demasiado alarmistas. Por eso, cuando a Franco le dan la noticia de la invasión, en medio de una cacería, pregunta atónito: «¿Y qué hace la Guardia Civil?»
La invasión del valle de Aran, con todo y su espectacularidad, acaba en un sonoro fracaso. Los guerrilleros logran tomar algunos pueblos y reducir algunos puestos de la Benemérita. Incluso llegan a rendir la cabecera de línea de Bossóst, a donde se han replegado los guardias que han podido escapar y desde la que plantan cara a los invasores hasta agotar sus municiones. Pero a pesar de sus intentos no logran hacerse con la capital del valle, Vielha. El general Yagüe acude al frente de la 42 división, con la que lanza una maniobra de cerco sobre el pequeño territorio que al amenazar con embolsar a los guerrilleros los desmoraliza rápidamente. El PCE envía a Santiago Carrillo, que releva del mando a Monzón y ordena la retirada general. La aventura causa 32 muertos y 216 heridos a las tropas que repelen la invasión y 129 muertos, 249 heridos y 218 prisioneros entre los maquis (palabra de origen francés, o mejor dicho corso, derivada de maquisard , o «matorral», con la que se denominará a estos combatientes irregulares).
No son, ni mucho menos, los primeros hombres en armas contra el régimen con que se las han debido ver, dentro del territorio nacional, las fuerzas del orden desde el final de la guerra. Al irse desmoronando los distintos frentes, partidas de combatientes republicanos se han echado al monte, tanto en Asturias y Galicia como en la cordillera central, las sierras de Aragón o las serranías andaluzas. Desde sus escondrijos, dan en cometer crímenes de toda índole (sobre todo robos, para su propia subsistencia) y atentados contra los agentes de la autoridad o contra quienes consideran afectos al régimen. Pero estos ataques de 1944 muestran un salto cualitativo. La oposición interna ya no se basa solo en partidas aisladas de luchadores recalcitrantes que funcionan por libre y a la desesperada, sino que va a estar organizada como un verdadero ejército dirigido desde sus centros de decisión en el exterior (la Junta de Toulouse) y en el interior (sus delegados que actúan desde la clandestinidad en territorio español, incluso en Madrid).
Contra ellos llegarán a luchar, según las ocasiones y las circunstancias, unidades del ejército y de todos los cuerpos de seguridad del nuevo estado, pero el peso sustancial de la contienda lo asumirá la Guardia Civil, cuya forma de actuar, e incluso su organización y despliegue, se verán profundamente condicionados por esta amenaza. La razón es que los guerrilleros van a preferir actuar en zonas rurales, y en especial en aquellas que por sus características geográficas son más inaccesibles, lo que los llevará a los escenarios clásicos del bandolerismo decimonónico: las serranías andaluzas, los montes de Toledo y las cordilleras Ibérica y Central; amén de las zonas montañosas de la cornisa cantábrica y Galicia. Parajes, todos ellos, en el territorio de la Guardia Civil. Este despliegue lleva a Aguado Sánchez a negarles el título de guerrilleros, porque a su juicio estos están presentes allí donde hay objetivos estratégicos sobre los que golpear para debilitar al enemigo, y no en despoblados y desiertos donde no hay otra ganancia que la posibilidad de esconderse de sus fuerzas de policía. El tecnicismo puede ser válido desde la perspectiva de la ciencia militar, pero con arreglo al entendimiento usual del término, bien puede respetárseles el título a aquellos combatientes que, forzados por la situación a luchar en manifiesta desventaja, optaron por ubicar su guerra irregular en el escenario que les era más propicio para plantear sus operaciones. Otra cosa es en que desembocó ese planteamiento, al final del conflicto, con personajes y acciones que sugieren otros apelativos.
Al frente de esta Guardia Civil, obligada a convertirse en una suerte de miniejército siempre en alerta, dentro de un país nominalmente en paz, estaba como ya dijimos más arriba el general Camilo Alonso Vega. Un tipo nada vulgar que, tras su pasado legionario y su intervención en las operaciones de Asturias en 1934, se había distinguido en la conquista de Levante y Cataluña, llegando con sus hombres hasta la frontera de Port-Bou, en persecución de las ya desbaratadas y fugitivas fuerzas republicanas. De él se cuentan anécdotas como poco dignas de ser reseñadas, como las dos recogidas en la semblanza que le hace Aguado Sánchez. Una, protagonizada en 1938, cuando tras participar en la toma de Benicarló le salió al paso un sacerdote muy alterado que había estado escondido y que le pidió que escarmentara duramente los atropellos que se habían cometido. Según Aguado, Alonso Vega le sugirió que se calmara, y aquel sacerdote, andando el tiempo, se convertiría en el cardenal Tarancón. En otra ocasión, años después, y siendo ya director general de la Guardia Civil, recibió una carta de Pío Baroja, pidiéndole recomendación para que un guardia conocido suyo, y natural de Bera de Bidasoa, fuera destinado allí. Uno de los oficiales ayudantes advirtió algunas faltas de ortografía en la misiva e hizo mofa del escritor. El general lo cortó en seco, diciéndole que don Pío tenía razones sobradas para escribir como le viniera en gana.
Era, también, como ya se vio, el hombre que había persuadido a Franco de mantener el cuerpo, hasta el punto de que el dictador había formado con guardias civiles el núcleo de la guardia que velaba por su seguridad personal (gesto bien significativo) y había promulgado, como acto de reconocimiento suplementario, una norma según la cual el cargo de director general lo desempeñaría un teniente general, segunda categoría de mayor rango en el escalafón militar, detrás de la de capitán general que él mismo ostentaba. Aunque el propio Alonso Vega accedió al cargo siendo general de división, el desfase se corrigió en 1947, cuando al frente del cuerpo recibió el ascenso al grado superior. En parte, como reconocimiento al desempeño de sus hombres, quienes, según le había prometido al jefe supremo tras la molesta sorpresa de Aran, lucharían a destajo para erradicar aquella insidiosa plaga alentada por los enemigos de la España franquista, los comunistas y anarquistas que tan empecinados se mostrarían en hostigarla.
Alonso Vega rediseñó la organización del cuerpo, con 43 tercios más tres móviles, distribuidos en seis zonas (Sevilla, Barcelona, Zaragoza, León, Valencia y Madrid). Coyunturalmente crearía una zona especial en Teruel, al mando del general Manuel Pizarro Cenjor, para hacer frente a la potente Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón (AGLA). También promovió la mejora económica de los guardias, con salarios que doblaban los de antes de la guerra, pero que no les sacaban de la estrechez, porque el coste de la vida, en ese mismo periodo, se había cuadruplicado. Donde quizá hizo una aportación más significativa fue en la enseñanza: impulsó la creación de academias regionales para la formación de guardias, potenció el Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro, reformó el Centro de. Instrucción (haciendo especial énfasis en la formación de los comandantes de puesto) y puso en marcha la Academia Especial de la Guardia Civil. De este centro, al que se incorporaban alféreces procedentes de la Academia General Militar, para ser instruidos específicamente como mandos del cuerpo, se fue nutriendo una nueva oficialidad que renovó la muy mejorable que se encontrara Alonso Vega a su llegada a la dirección general, compuesta por los restos subsistentes tras la guerra civil y por la masa de oficiales del ejército absorbidos después. Una oficialidad que, como luego se verá, acabaría, por su preparación y nivel intelectual, contribuyendo no poco a la transición del cuerpo hacia el modelo que demandarían momentos históricos posteriores. Todavía dejaba bastante que desear la formación policial, tanto de estos oficiales como del resto de los empleos, pero poco a poco se iban creando las condiciones para una mayor profesionalización de los hombres de la Benemérita, en punto a las tareas que les imponía su condición de servidores de la ley, una y otra vez postergadas por su uso como fuerza militar.
Ahora bien, enunciadas las aportaciones positivas, corresponde señalar los aspectos en que su mandato supuso una amarga prueba para los hombres a sus órdenes, y que le valieron apelativos como el Director de Metro (que consta que le complacía) y Dom Camulo (que de seguro no lo divertía tanto). Destacó Alonso Vega en la imposición de una disciplina férrea, que suponía la expulsión del cuerpo por los motivos más nimios, y que sirvió para instaurar entre los guardias un régimen de verdadero terror. Los convirtió así, según indican autores como López Corral, en verdaderos autómatas sumisos y despersonalizados, en contraste con el orgullo y la seguridad en sí mismos que había caracterizado desde siempre a los beneméritos, desde la época fundacional hasta los convulsos años de la II República, y que tanto ayudó a que se ganaran el respeto de sus conciudadanos y se armaran de una autoridad moral que pesaba tanto o más que sus fusiles. El miedo a la expulsión, o al arresto, o a la prisión militar, precipitó a muchos guardias a la obediencia ciega y a no pocos jefes y oficiales al despotismo y al caciquismo más aborrecibles, que en el extremo más leve conducía a la utilización de sus subordinados para resolver sus más ínfimos menesteres personales, y en el más grave llevaría a acciones tan execrables como la del teniente coronel Manuel Gómez Cantos en Mesas de Ibor, que más adelante detallaremos. Tampoco faltarían los casos chuscos, como el del capitán Glaría Iguacén, al que sus guardias apodaban Tarzán, por su hábito de subirse a los árboles o camuflarse entre los matorrales para sorprender a los hombres a sus órdenes caminando a menos de los doce pasos reglamentarios de distancia o pasando por el punto en cuestión a una hora distinta de la prescrita.
Para tener una idea del alcance de las medidas disciplinarias, entre los años 1950 y 1954, casi 3.000 guardias civiles fueron separados del cuerpo. También hay que reseñar los efectos físicos que producía la intensificada dureza del servicio, con jornadas extenuantes, correrías de hasta ocho días durmiendo a la intemperie y otras sevicias, y sobre los que resultan bien elocuentes las cifras que ofrece Miguel López Corral: de la media de 125 muertos anuales que tenía el cuerpo en 1943 se pasó a 257 en el periodo entre 1943 y 1952, con 378 fallecidos solo en el año 1946. Pero las bajas no preocupaban el exceso al director general, en una España empobrecida donde, el alistamiento en la Guardia Civil, por ásperas que fueran las condiciones del servicio, era una salida airosa al hambre, en especial en las zonas ancestralmente más deprimidas del país. «¡ Gallegos y andaluces a duro!», decía Alonso Vega, en frase que se hizo célebre, para subrayar que no contaba con tener problemas en tapar los huecos que se abrieran en sus filas.
Cuando arreciaba la guerra contra el maquis, y por tanto el castigo contra aquellos miembros del cuerpo que no estaban a la altura de los sacrificios que su director general les exigía, Alonso Vega difundió una orden general que nos sirve para ilustrar su talante inflexible:
En la profesión militar quien se limita a cumplir su deber vale muy poco para el servicio. El servicio con riesgo es el que da honor o lo quita. La pulcritud en el vestir, la obediencia al superior, la perfección de los ejercicios teóricos y prácticos, el levantamiento de atestados y la redacción de actas, el servicio peculiar en condiciones normales, constituyen obligaciones ele fácil desempeño, de carácter burocrático o de mera policía, que si bien contribuyen notablemente para el buen concepto profesional, ni implican riesgo grave, ni dan gloria. En la lucha con la criminalidad, a veces en campo abierto, cuando es necesario adoptar una actitud militar y acometer una función de armas, es la ocasión para mostrarse a la altura de la dignidad que exige, el uniforme y para cumplir con las más rigurosas obligaciones que a la Guardia Civil imponen su condición de fuerza armada y el Reglamento del cuerpo. Cuando la conducta no es la adecuada y el servicio de las armas no proporciona honores, acarrea justas sanciones…
Honores o sanciones: sin término medio. Para completar el retrato de don Camilo, es preciso hacer constar la largueza con que no solo amparó, sino que alentó las extralimitaciones de los hombres a sus órdenes. La lucha contra el maquis se convirtió, por su directo y personal impulso, en una guerra sin reglas ni cuartel, en la que rara vez se hacían prisioneros y donde no pocos de los cadáveres que se recogieron del monte llevaban las balas clavadas en la espalda, en peculiar e informal resurrección de la vieja y siniestra ley de fugas. Podrá alegarse en su descargo que los guerrilleros no eran menos implacables, sobre todo en su época terminal, cuando se habían convertido en tipos lobunos que no vacilaban en asesinar y golpear a los más débiles. Esto incluía desde paisanos desarmados, por la simple sospecha de colaborar con los guardias, hasta las propias familias de estos, como prueban los ataques a casas cuartel con mujeres y niños dentro, el asesinato a sangre fría de la mujer y el hijo del cabo Borrego (jefe del destacamento del pueblo valenciano de Losa del Obispo, que se negó a entregar las armas a los guerrilleros de la partida de Grande que lo atacaron) o el episodio del secuestro de la esposa del teniente coronel Roger Oliete (el jefe de la famosa compañía de la Calavera de la Guerra Civil, y que también se fajaría en la lucha contra el maquis). Pero no estamos hablando de una comprensible, aunque no justificable, reacción en caliente, sino de una política fría y sistemática y, si algo distingue de los malhechores a los hombres en armas que defienden la ley, es atenerse a esta en el uso de aquéllas. No cabe duda de que consignas como las que el Director de Hierro dio a sus hombres contribuyeron a que el cuerpo, o al menos la fracción de él empeñada en esta guerra, sufriera un envilecimiento paralelo al que, como diremos, vivieron sus adversarios, y que quizá nunca antes, ni en los momentos más crudos de la lucha contra el anarquismo catalán, ni en los mayores desafueros cometidos contra los bandidos andaluces, ni en medio de las convulsiones de la II República (salvedad hecha de la represión asturiana) había impregnado la actuación de la Benemérita. Pero lo que es aún peor, bajo su mandato se cometió uno de los actos más sórdidos y perturbadores de toda la historia del cuerpo, cuando esta intemperancia criminal dio en dirigirse contra los propios compañeros de fatigas.
Nos referimos al ya aludido y tristísimo suceso de Mesas de Ibor, pueblo cacereño situado al norte de la sierra de Guadalupe, donde operaron famosos maquis como el Francés, Chaquetalarga o Quincoces. No fue, sin embargo ninguno de ellos el que desencadenó los acontecimientos, sino el guerrillero apodado el Gacho, de nombre Jerónimo Curiel, que tenía en el pueblo un hermano al que los civiles le requisaron la escopeta para que dejara de dedicarse a la caza furtiva. En represalia, el Gacho se presentó en Mesas de Ibor al mando de una numerosa partida (unos cuarenta hombres) el 17 de abril de 1945. Lanzaron su asalto al anochecer, sorprendiendo desprevenidos (y divididos) a los cuatro guardias que componían el destacamento allí enviado desde el cercano puesto de Almaraz. A los guardias Timoteo Pérez Cabrera y Juan Martín González los neutralizaron en el cuartel, y al cabo Julián Jiménez Cebrián y al guardia Sostenes Romero Flores, en las tabernas del pueblo, donde confraternizaban descuidados con la población. Según Miguel López Corral, que ha investigado en detalle los hechos, y cuyo relato seguimos, los guerrilleros solo pretendían desarmar a los guardias y quitarles los uniformes (estos últimos les eran muy útiles, ya que el disfraz, tanto con ellos como con los de otras unidades militares, e incluso con vestimentas sacerdotales, era una de sus técnicas preferidas de enmascaramiento). Pero algo se salió de lo previsto cuando el guardia Martín se volvió contra sus captores y uno de ellos hizo fuego hiriéndolo gravemente. El médico del pueblo, tras reconocerlo, insistió en que debía llevársele sin pérdida de tiempo al hospital para salvar su vida, pero el Gacho se negó, lo que tendría consecuencias fatales para el guardia, que murió desangrado. El guerrillero solo pensaba en su exhibición, que aparte de desvestir a los guardias y quitarles el armamento incluía ir con ellos a las tabernas a beber en presencia de los vecinos, cerrando la ceremonia el desfile en formación de toda la partida cantando La Internacional. Antes de regresar a sus escondrijos en el monte, les dejó bien claro el sentido de su acción: «He hecho con vosotros lo mismo que habéis hecho con mi hermano, desarmaros». Y les ofreció unirse a ellos, para librarse de la reacción de sus jefes, que les auguró que no sería precisamente benigna.
El Gacho conocía bien al jefe de la comandancia cacereña, el teniente coronel Manuel Gómez Cantos, que ya asomó a estas páginas en su calidad de capitán jefe de los guardias sublevados y atrincherados en Villanueva de la Serena en los primeros días de la Guerra Civil. También lo conocían los dos guardias y el cabo, pero confiaron en que comprendería la situación de impotencia a que habían quedado reducidos por el ataque de enemigo tan superior en fuerzas. Con ello probaron su ingenuidad. Tan pronto como le llega la noticia, Gómez Cantos informa a don Camilo: «Recibo telefonema cifrado del capitán de Navalmoral que en términos de informes adquiridos me manifiesta negligencia sin límites de la fuerza y apatía incalificable que comprobaré urgente y personalmente y obraré con gran energía como requiera y exija el caso ocurrido». Acude Gómez Cantos al pueblo, que toma literalmente con cientos de guardias. Lo acompañan sus oficiales y una sección de jovencísimos polillas (como se conoce de modo coloquial a los guardias salidos del colegio de Valdemoro, y criados desde su niñez en la disciplina del cuerpo) que le hacen de guardia pretoriana. Toma las riendas de la sumaria investigación y tras el informe del teniente jefe de la línea, Cipriano Sáenz, y con el aliento del capitán Planchuelo, de la compañía de Trujillo, les comunica a los guardias la sentencia que por sí y ante sí dicta para ellos: fusilamiento.
A las cinco de la tarde, en la plaza principal, con todos los espantados vecinos del pueblo contemplándolo, Gómez Cantos ordena despejar el espacio público y que se saque a los tres guardias, esposados y sin sus uniformes, y se los conduzca junto a un muro de adobe que hay en una esquina. Estos se muestran enteros, sin lamentar su suerte ni pedir clemencia, y aún obedecen las últimas órdenes de su vesánico jefe, que consisten en leer en voz alta unas cuartillas que previamente han tenido que escribir con el inventario de lo que los maquis les han sustraído. A continuación, aúlla Gómez Cantos, en voz bien alta para que todos lo oigan: «¡Y por tanto, han demostrado ser ustedes unos cobardes, por dejarse desarmar por el enemigo! No quiero que haya un solo cobarde en mi comandancia. Marchen de frente a aquella pared. ¡Avance el pelotón y cinco que tiren bien!»
La orden se cumplió en sus términos, o casi. Los tiradores cometieron un ligero fallo de puntería y al guardia Sostenes hubo de rematarlo en el suelo con su pistola un suboficial, mientras el infortunado, entre estertores, murmuraba los nombres de sus cuatro hijas. Luego de consumado el triple asesinato, Gómez Cantos ordenó que los cuerpos fueran arrojados a una fosa común (de donde sus familiares no fueron autorizados a sacarlos sino hasta meses más tarde). Seis días después, el 23 de abril de 1945 (como coincidencia que no podemos dejar de anotar, el mismo día en que Heinrich Himmler da el paso de traicionar a su ya desesperado jefe Adolf Hitler), el teniente coronel Gómez Cantos decide conmemorar a su modo la fiesta de las letras con un texto de su autoría que convertido en orden reservada dirige a sus hombres trasladándoles ideas como estas que nos permitimos entresacar:
Por primera vez desde que fui destinado para el mando de esta comandancia fuerza de la misma destinada al fin primordial que nos encomendó la superioridad de persecución y exterminio de huidos, ha tenido ante una partida una actuación cobarde, precedida de entrega de armamento, municiones, correajes, uniformes y el tricornio que tanto nos caracteriza, manteniéndose desarmados en su destacamento, carentes de valor para iniciar la persecución de aquellos que tanto mancilló [sic] un honor, con la agravante de que un compañero, herido mortalmente por su heroísmo, pedía auxilio en estado preagónico. Hecho tan bochornoso […] merecen [sic] mi repulsa, pues abrigaba la confianza de que mandaba fuerza que en todo momento respondería sin regatear sacrificios en defensa de los intereses patrios, prestigio del uniforme que llevamos por fama. Como el delito cometido por estos ex beneméritos tiene marcada taxativamente pena en el Código de Justicia Militar, con ejemplar castigo en el acto, a dicho Texto legal me ajusté y ante todas las fuerzas formadas en el lugar se consumaron los hechos y bajo mi mando director y personal, hube de cumplir con rigor los mandatos de dicho Código para castigo de los culpables y ejemplo de las fuerzas que lo presenciaban en formación propia del caso […]. Para borrar esta mancha que sobre la comandancia pesa, exhorto a todos en general y dispongo que sin reparar fatigas [sic] y sacrificios, con exposición de la vida en cuantas ocasiones se presenten, se emprenda una campaña eficaz, que permita en corto espacio de tiempo aminorar y exterminar en todo caso a los guerrilleros que merodeen por la provincia o acampen por la misma. En cuantos casos de negligencia se sucedan faltas que menoscaben nuestro honor, tened presente que aplicaré a los culpables el máximo castigo para el que estoy autorizado, proponiendo en todo hecho aun siendo falta leve, el traslado de comandancia para el corregido […], pues no tienen cabida en mi comandancia los que olviden el concepto del deber, demuestren tibieza en el servicio o negligencia de cualquier clase, que rápidamente sancionaré.
Persecución y exterminio, para el enemigo, y exigencia a los guardias de exponer la vida «en cuantas ocasiones se les presenten», firmada y rubricada por un jefe que sabe que no serán escasas y que a él no se le ha de presentar ninguna. Huelgan los comentarios sobre el tipo de jefatura y la filosofía que representaba este hombre, pero para completar el cuadro habrá que consignar que, procesado Gómez Cantos, por la insistencia del obispo de la diócesis, a quien enfureció la ejecución de tres católicos sin darles capilla ni cristiana sepultura, el Tribunal Supremo de Justicia Militar, que debía sancionar además la omisión de todas las formalidades legales para imponer la pena de muerte (entre ellas, el consejo de guerra con derecho a defensa), condenó al teniente coronel a un muy benévolo año de prisión, apreciando la atenuante de que el imputado había obrado «impulsado por poderosos motivos de índole moral y patriótica». Para que esa circunstancia se tuviera en cuenta fueron decisivos los oficios de Alonso Vega, que protegiendo a un homicida de su propia gente, y destinándolo luego nada menos que al Centro de Instrucción de la Dirección General, para que pudiera adoctrinar a otros oficiales, consumó el más insigne desatino que quepa atribuirle al frente del instituto benemérito.
En lo que toca al fenómeno del maquis, condensarlo en unas pocas páginas, como esta obra exige, es tarea francamente difícil. Para su conocimiento detallado, que sin duda merece la pena, por lo que nos enseña del país y el tiempo en que se desarrolló, forzoso es remitir a las obras de quienes lo estudiaron en profundidad. Como estudios clásicos, y de muy diversa orientación, cabe citar, por un lado, los de los miembros del cuerpo Aguado Sánchez y Limia Pérez (este último basándose en su experiencia en la persecución y neutralización final de los guerrilleros); y por otro, el del conocido dirigente comunista, y responsable desde el exilio de la oposición interior al régimen, Enrique Líster. Entre los más recientes, los trabajos de Hartmut Heine sobre la guerrilla gallega y de Secundino Serrano sobre el conjunto del fenómeno, del que ofrece una valiosa panorámica general.
A efectos de nuestro relato, diremos que el maquis o guerrilla presentó perfiles dispares, tanto por la procedencia de sus miembros como por su distribución geográfica, así como en función del momento temporal en que desarrollaron sus acciones o de la orientación ideológica que las presidía. Comenzando por este último extremo, la inmensa mayoría de ellos se sujetaba a las directrices del partido comunista, que si ya en la Guerra Civil descolló por su capacidad organizadora y la disciplina en el combate contra las tropas nacionales, no fue menos sobresaliente en la posguerra en cuanto a su empeño en erosionar desde dentro el régimen. Pero también es destacable la actuación de los anarquistas, que extendieron sus operaciones, principalmente, al territorio que había sido durante décadas su feudo tradicional, Cataluña, con audaces golpes de mano que alcanzaron gran repercusión. En su instrucción y organización tuvo un papel decisivo un viejo conocido del lector, Pedro Mateu Cosidó, uno de los artífices del atentado contra Eduardo Dato, a quien encomendaron la tarea los dirigentes de la CNT, Esgleas, Santamaría y Federica Montseny. Para ello, Mateu se sirvió de un selecto grupo de militantes, entre los que cabe mencionar nombres legendarios como los de Quico, Facerías, Caraquemada y Wences, o como los integrantes de la llamada Sección de Defensa, encabezada por Joaquín Llopis y Francisco Arago. Todos estos activistas se especializaron en atracos y robos de coches, que perpetraban con gran desfachatez aprovechándose de los pocos medios con que entonces contaban las fuerzas del orden, así como de los puntos flacos de su despliegue. Apostados en Castelldefels y el Garraf, se convirtieron en el terror de los automovilistas, a los que desvalijaban con la ventaja que les daba saber que por la zona solo había guardias a pie.
También se distinguieron por los atracos a bancos, y por acciones tan audaces como el asalto al Hotel Pedralbes en compañía de varias prostitutas (utilizando luego a los huéspedes como escudos frente a la policía). O como el saqueo del conocido meublé llamado La Casita Blanca, donde cazaron en plena refriega amorosa clandestina a un buen puñado de indefensos burgueses de la ciudad. El más contumaz y peligroso de los combatientes anarquistas fue Francisco Sabater Llopart, alias Quico, que llegaría a ser considerado enemigo número uno del régimen. Natural de L´Hospitalet de Llobregat, tuvo una infancia conflictiva, que lo llevó a diversos reformatorios y una trayectoria turbulenta tanto en tiempos de la República como durante la Guerra Civil, en la que acabó perseguido por la policía republicana por zanjar sus disputas con un comisario político en el frente de Teruel matándolo de un tiro. Sabater fue la pesadilla de las fuerzas del orden durante casi dos décadas. Tras organizar múltiples partidas y participar en decenas de acciones, cruzando y descruzando la frontera una y otra vez, y habiendo sido confinado en repelidas ocasiones por las autoridades francesas, entró por última vez en España en enero de 1960. El mítico guerrillero anarquista acabó cayendo en Sant Celoni, adonde llegó en busca de ayuda médica después de resultar gravemente herido en el tiroteo con una sección del cuerpo, no sin matar antes de una ráfaga de metralleta a su jefe, el teniente Fuentes. A Quico, que había enfrentado una y otra vez a policías y guardias, lo abatió el subcabo del Somatén (cuerpo de seguridad formado por voluntarios civiles y reinstaurado por Franco en 1945) Abel Rocha Sanz. La escena fue digna de un westem, con los dos hombres situados a cincuenta metros, frente a frente. Sabater acertó al somatenista en una pierna, pero este (que, dicho sea de paso, era hijo de un miembro de la Guardia Civil) tuvo mejor puntería.
No fue, empero el Quico el último de los guerrilleros anarquistas en caer. Ese honor le corresponde a Ramón Vila, Caraquemada, muerto el 6 de agosto de 1963 en enfrentamiento con guardias de Manresa.
Pero volviendo a nuestra exposición, el grueso de la guerrilla antifranquista tuvo inspiración y dirección comunista. Y como también apuntamos, presentó rasgos diversos según sus zonas de actuación. Más aislada en Galicia, Asturias, Extremadura, Andalucía occidental o la cordillera Central, donde la combatió con eficacia, desde Miraflores de la Sierra, el comandante Enrique Sierra Algarra, de quien páginas atrás referimos su laureada intervención en la guerra al frente de una compañía de la Legión. Y más organizada y temible en las zonas de la cordillera Ibérica, con la acción del AGLA (Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón) y en Andalucía oriental, donde iba a brillar de forma especial el hábil y astuto dirigente José Muñoz Lozano, alias Roberto; probablemente el más preparado y carismático de los jefes del maquis, que logró alzar un peligroso ejército de más de doscientos activistas con el que asoló las provincias de Granada y Málaga.
Del AGLA se ocupó el ya citado general Manuel Pizarro Cenjor, que movilizó un dispositivo excepcional para acabar con aquellos bien organizados guerrilleros, responsables de decenas de muertes de guardias civiles y de paisanos y de acciones que habían producido al régimen tanta conmoción como el descarrilamiento en febrero de 1949 del tren Madrid-Barcelona a la altura del barranco Ull de Asma, causando 40 muertos y 130 heridos. Según el relato de Enrique Líster, Pizarro no dudó en emplear «toda clase de fuerzas y armas, desde los pistoleros falangistas hasta la aviación; desde divisiones del Ejército a la organización de contrapartidas guerrilleras, poniendo en juego criminales recursos de provocación sobre todo en el campo; la aviación de reconocimiento y bombardeo fue empleada en muchas zonas guerrilleras, contra las que se sostuvo una feroz guerra de tierra quemada…» Aguado Sánchez califica de exageraciones estas afirmaciones, y precisa que Pizarro solo tuvo a sus guardias, algunos efectivos del Somatén y un grupo especial de policía gubernativa (simultaneó su condición de jefe de la zona especial con la de gobernador civil de Teruel), sin que las unidades militares, y solo de infantería, pasaran de actuar como auxiliares en alguna operación puntual. Otras fuentes acreditan, en cambio, el recurso a medios que podemos calificar cuando menos de inhabituales, como el incendio de montes y bosques enteros para privar de resguardo a los guerrilleros. En lo que toca a las contrapartidas, su uso consta sin duda alguna, y supusieron un mecanismo que merece la pena, así sea sucintamente, describir en estas páginas.
Eran las contrapartidas grupos de tres o cuatro guardias, vestidos como los guerrilleros y entregados a su mismo modo de vida (es decir, refugiados en el monte y en permanente correría), que servían para, haciéndose pasar por miembros del maquis, descubrir a sus colaboradores, que a partir de ahí se convertían en confidentes y valioso hilo del que tirar para apresar a los activistas. Esto, según la versión oficial. Según los propios guerrilleros, los de las contrapartidas cometían lodo tipo de atrocidades sobre la población, para extender entre ella el rechazo a la lucha del maquis al identificarlos como parte de este. Sin descartar que algún caso de esto último pudiera producirse, cuesta aceptar que ésa fuera la tónica general de unos hombres adoctrinados en la lucha sin cuartel contra el enemigo, pero a la vez imbuidos de un sentido de protección de los vecinos sobre los que los guerrilleros, guste o no a quienes los reivindican, acabaron ejerciendo frecuente extorsión, acuciados por sus propias y desesperadas circunstancias. En todo caso, añadiremos que este sistema no fue ni mucho menos una invención de Pizarro o de los otros jefes beneméritos que dirigieron la guerra contra el maquis. Ya lo utilizó muchos años atrás en Córdoba, en la lucha contra el bandolerismo, el gobernador Zugasti, de cuyos afanes quedó en su momento oportuna constancia en estas páginas.
Los guerrilleros de Levante fueron reducidos a una profunda desmoralización a partir del año 1949, cuando la Guardia Civil localizó el campamento general de cerro Moreno, donde los diplomados (o instructores en la lucha clandestina) enviados desde Toulouse preparaban y adoctrinaban a los militantes y planificaban la acción subversiva. A las siete de la mañana del 7 de noviembre, una compañía de la Guardia Civil cayó por sorpresa sobre el cuartel general guerrillero, dando comienzo a una feroz refriega que se prolongó durante algo más de tres horas y en la que se registró fuego intenso de fusiles, armas automáticas y granadas. Hacia las 10, se hizo el silencio. Todos los maquis estaban muertos. Los beneméritos solo tuvieron un herido.
Este hecho marca el comienzo del declive de la agrupación, que es tanto operativo como moral. Un hecho que así lo muestra es el que le tocó sufrir al simpatizante y auxiliar de los maquis Nicolás Martínez, que temiendo ser descubierto y detenido huyó al monte con sus tres hijas, de 19, 21 y 23 años. Una vez entre los guerrilleros, hubo de asistir al doloroso espectáculo ofrecido por aquellos hombres que, en una reacción común en situaciones de aislamiento y privaciones como lo es la militancia clandestina, empezaron a pelearse por las tres
mujeres jóvenes que de pronto se ofrecían a sus ardores de lobos solitarios, hasta
acabar pasándoselas de unos a otros. Otro síntoma de la decadencia se registró en la
aldea de Fresneda de Altarejos, cuando diez activistas que irrumpieron en ella para
procurarse provisiones fueron puestos en fuga por una turba de vecinos armados con
escopetas, palos y hoces. Los últimos guerrilleros levantinos, Pepito de Mosqueruela y el Rubio, cayeron en enfrentamiento con los guardias en julio de 1952.
En cuanto a la lucha contra los guerrilleros del célebre Roberto, su cerebro fue el teniente coronel Eulogio Limia Pérez, que desarrollaría hábiles y novedosas tácticas para reducir a un jefe verdaderamente temible, que se distinguió tanto por la audacia y contundencia de sus acciones como por la férrea disciplina impuesta a sus hombres. Roberto primero neutralizó a varios jefes y miembros de partidas reacios a someterse a sus órdenes, por un procedimiento que se haría famoso y haría cundir el terror entre los dubitativos (una complicada y cruel técnica de estrangulación en la que se empleaba una soga de esparto y que requería el concurso de cuatro hombres). Con una bien ganada fama como azote del enemigo merced a la liquidación de varios guardias civiles, su objetivo predilecto, se convirtió hacia 1948 en el dueño y señor del maquis en Granada y Málaga. Instalado en su inaccesible cuartel general de cerro Lucero, en el límite entre ambas provincias, lanzó una efectiva campaña de acciones terroristas, sobre todo asesinatos y secuestros, de los que sacaba abultados rescates que eximían a sus hombres de recurrir a los atracos (o en la jerga guerrillera, recuperaciones) de los que tanto dependían otros grupos de resistentes. Para acabar con él, Limia Pérez empleó tácticas mucho más calculadas y menos indiscriminadas que las de Pizarro Cenjor. Gracias a ellas, fue desarrollando en sus guardias destrezas en las tareas de información que iban a ser de vital importancia en años venideros, y que contribuirían, paradójicamente desde esta guerra que hundía sus orígenes en el más oscuro pasado del país, a modernizar la labor del cuerpo para enfrentar los desafíos que le traería el futuro; en particular, los planteados por nuevos criminales, más pertrechados y sofisticados.
De entrada, Limia no se apresuró a practicar detenciones ni interrogatorios. Durante meses se limitó a recabar información, utilizando intensivamente contrapartidas y confidentes. Gracias a esa labor discreta, logró que se confiaran los colaboradores de Roberto sobre el terreno, que dicho sea de paso estaban muy bien pagados, con gratificaciones de hasta 500 pesetas que le facilitaban al jefe guerrillero la recluta de militantes, por la solución económica que unirse a él representaba para sus familias. Cuando hubo reunido suficientes datos, Limia lanzó una operación espectacular. El 23 de agosto de 1950 concentró 300 guardias y rodeó los pueblos de Salar y Loja, donde 93 y 61 jóvenes, respectivamente, habían acordado incorporarse a la Agrupación Guerrillera en vez de cumplir el servicio militar. Tras el golpe, Roberto reorganiza sus fuerzas, distribuye grados entre sus subalternos, de sargento a comandante, los uniforma (boina azul, cazadora, pantalón de pana, botas de campo y canadiense) y plantea un redespliegue en el que asigna a sus hombres nuevas demarcaciones, incluyendo Rute y Priego, en Córdoba, por ser «zonas de fuerte economía» que ofrecen perspectivas de financiación. La estrategia, que choca con la bien informada acción de los beneméritos, fracasa. Se suceden las detenciones y eliminaciones de partidas, empiezan a menudear las entregas de guerrilleros y Roberto reagrupa los restos de sus fuerzas en la zona de Málaga.
En ese punto, Limia combina la propaganda con el acoso operativo. Tira unas hojas con el título A los bandoleros engañados, donde después de detallar los nombres de 68 guerrilleros muertos en refriegas con las fuerzas del orden, con indicación de los lugares y fechas de cada una de ellas, les hace saber que sus días están contados, en caso de persistir en esa actitud. Merece la pena transcribir algunas frases:
Os halláis desconcertados y sin poderos fiar de esos farsantes que ante vosotros se titulaban enlaces de confianza, que cobran sobradamente sus servicios y después son los primeros en facilitar la localización de vuestras guaridas, para que su maniobra no la lleguéis a conocer. Mientras tanto, esos jefes de partida hacen sus misteriosos viajes, que terminan en la deserción, con el pretexto de misiones especiales. Al darse cuenta de estas maniobras ya han sido varios los que se han decidido por desertar o presentarse a las Autoridades, y como bien sabéis vosotros a la vista de todos está la bondad del trato que han recibido […] De continuar aislados, vuestros hogares, faltos de vuestra eficaz ayuda, sufrirán hambre y miseria; vuestros ancianos padres os maldecirán, vuestras esposas no perdonarán el abandono en que las tenéis y vuestros infelices hijos renegarán de quien no cumple sus deberes de padre, por vuestro bien se os aconseja os presentéis a las Autoridades. La ocasión no puede ser mejor para ello, ya que ante vuestra vida de vagabundos y seres abandonados, los que os han de juzgar serán los primeros en compadecerse del engaño de que, un día fatal en vuestra vida, os hicieron víctimas unos vulgares asesinos.
La información permitía a Limia dar allí donde dolía, y su técnica, como percibirá el lector, se adelanta a la que años después se empleará para erosionar psicológicamente a otros movimientos armados. Aunque Roberto porfió, pronto quedó sin apoyos. Escondido en Madrid, fue detenido en la plaza de España de la capital junto a su compañera Ana Gutiérrez, la Tangerina, en una operación del grupo especializado de la comandancia de Málaga dirigido por el sargento Ansó. Su colaboración permitió desarticular lo que quedaba de su grupo.
Roberto cayó en 1951. Ya un par de años antes el PCE había advertido la inutilidad de la lucha armada a través del maquis, dando a través de su dirección en el exilio la consigna de concentrarse en la acción sindical, que se revelaría mucho más fructífera y menos desastrosa que la lucha en el monte. Y es que al idealismo y el entusiasmo de los primeros guerrilleros, aquellos que en plena Segunda Guerra Mundial se repartieron desde Aran por la península o se lanzaron desde Uxda en lanchas rápidas hacia Almería o Melilla, había sucedido el empecinamiento desesperado de los que acorralados en el monte se daban a toda suerte de atropellos sobre la población (asesinatos, robos y violaciones) deteriorando la imagen de la causa ante ella y ante las potencias democráticas. Estas, ya no solo no cabía esperar que apoyaran su lucha, corno habían soñado aquellos primeros expedicionarios, sino que exigieron al exilio de Toulouse que cesaran los desmanes de sus combatientes. En 1957, en los Picos de Europa, cae Juan Fernández Ayala, el Juanín, último de los maquis del Norte, de filiación socialista. La dramática aventura de los guerrilleros toca a su fin.
El balance de la guerra es demoledor. Según las cifras que da Aguado Sánchez, los maquis cometieron 953 asesinatos, más de quinientos sabotajes, cerca de 6.000 atracos y casi un millar de secuestros. Las fuerzas del orden abatieron a 2.173 guerrilleros, detuvieron o capturaron en combate a 2.841 y otros 546 se entregaron. Acusadas como colaboradoras, fueron detenidas nada menos que 20.000 personas. La policía tuvo 23 muertos y 39 heridos, y el ejército, además de los sufridos en las invasiones de 1944, 27 y 39 respectivamente. Pero el mayor tributo lo pusieron los beneméritos: 257 muertos y 370 heridos, según las cifras oficiales, que algún investigador, con base en las bajas por muertes publicadas en el boletín oficial del cuerpo en esos años, eleva a un millar de fallecidos. Según López Corral, la cifra verdadera podría estar en algún punto intermedio, ya que hay que descontar de ese millar los muertos por otras causas (con la alta mortalidad natural que entonces se registraba entre los guardias) y de las oficiales se habrían escamoteado los caídos en varios hechos singulares y notorios.
No cabe duda del ingente sacrificio que hicieron los guerrilleros, la magnitud de cuyas cifras pone además de relieve la dureza con que se los combatió, y no va desde estas páginas a restársele valor a la entrega de quienes, con sus claroscuros, lo dieron todo por sus ideas. Pero tampoco fue desdeñable, sean cuales sean las cifras reales, el quebranto que en esta contienda asumieron los beneméritos. Y sus familias, que además de ser en alguna ocasión objetivo militar, tuvieron que vivir sumidas en la angustia mientras el padre o esposo pasaba días y días en el monte, y guardar su luto cuando lo que al fin volvía era su cadáver transportado por los compañeros. Por excepción, esta tragedia benemérita tuvo quien la escribiera, y con talento y hondura. Fue un autor sobresaliente entre los de su generación, Ignacio Aldecoa, y el libro se llama El fulgor y la sangre. Relata la espera de unas mujeres de guardias civiles que saben que uno de sus hombres no va a volver. Sus páginas son un homenaje a las víctimas de uno y otro bando, en esta guerra cuyo curso y métodos, como siempre, decidieron desde la retaguardia otros que no habían de arrostrar las consecuencias.