Capítulo 16

Del 23-F al 11-M

A las 18.22 horas del 23 de febrero de 1981, el teniente coronel Antonio Tejero Molina, al frente de un par de centenares de guardias civiles, irrumpe en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, donde en ese momento se celebra la segunda votación para la investidura como presidente del gobierno de Leopoldo Calvo-Sotelo, el candidato de la UCD para sustituir al dimisionario Adolfo Suárez. La operación la han bautizado los golpistas con el nombre en clave Duque de Ahumada. Un muy dudoso homenaje para un hombre que jamás se alzó, ni pasó por su mente hacerlo, contra el poder legalmente constituido.

Lo que a partir de ahí sucedió no es preciso referirlo. Ya lo registraron las cámaras de Televisión Española en una grabación que dio la vuelta al mundo. Ciento siete años después de que lo hicieran los guardias civiles del coronel de la Iglesia, siguiendo órdenes de Pavía, otros beneméritos entraban en el centro de la soberanía nacional para acabar con el régimen y hacían uso de sus armas para intimidar a los parlamentarios. Con dos matices nada irrelevantes. Frente a la corrección del coronel de la Iglesia, Tejero iba a comportarse de forma despectiva y chulesca, llegando a la brutalidad matonil cuando intentó derribar de una zancadilla al vicepresidente en funciones y teniente general Manuel Gutiérrez Mellado, auténtica bestia negra de los sectores ultras del ejército por su estrecha complicidad con Suárez, el traidor que había enterrado el Movimiento y, sobre todo, había legalizado por sorpresa el PCE en la Semana Santa de 1977. En segundo lugar, Tejero no pretende desalojar sin más a los diputados del hemiciclo, como hiciera de la Iglesia (cuyo jefe, Pavía, a diferencia de los espadones habituales en su siglo, tampoco ambicionaba el poder y en seguida dejó paso a otros). Su objetivo es mantenerlos secuestrados para con esa extorsión propiciar la entrega del poder a una suerte de directorio militar. En él imagina que se integrará el teniente general Jaime Milans del Bosch, a la sazón capitán general de Valencia, bajo cuyas órdenes y en combinación con el cual actúa. Se han conocido no mucho tiempo atrás, pero a los dos los ha unido un mismo sentimiento de ira ante el curso que están tomando los acontecimientos: evolución política del régimen, gestión de los asuntos militares, crecimiento incontrolado del terrorismo, quiebra de la unidad nacional con la puesta en marcha de las autonomías vasca y catalana y la imitación de sus pretensiones por regiones como Andalucía y Galicia… Por otra parte, y como los dos se han significado por su ideología, eso ha afectado a sus carreras. Tejero, que tras su apartamiento de la comandancia de Málaga urdió una chapucera conjura (la operación Galaxia), por la que ha recibido una benigna condena, está sin destino real. Milans, a quien han adelantado en los ascensos otros generales más modernos, se halla aparcado en la capitanía general de Valencia, poca cosa para sus méritos.

Sobre la trama de este golpe se han escrito muchos libros, y los que aún se escribirán. En síntesis, parece evidente que antes de aquel día estaban en marcha varias líneas conspirativas, algunas de ellas implicadas de uno u otro modo en la erosión brutal a que fue sometido el presidente Suárez, incluso desde las filas de su propio partido, y que precipitó su dimisión justamente para evitar que lo derribara un golpe de mano. También es más o menos de general aceptación que en la acción que al final se llevó a cabo convergieron, bastante mal encajadas, conspiraciones diversas, lo que probablemente produjo una serie de malentendidos, tanto sobre los objetivos finales como sobre los apoyos con que contaba la asonada. Si a eso se une el poco seguimiento que entre las propias filas militares tuvieron los golpistas, la firme reacción de aquellos responsables del gobierno (todos ellos de segunda fila) que no estaban secuestrados y, en fin, la intervención pública del rey Juan Carlos I, se entiende mejor el fracaso de la intentona.

Un tercer personaje explicaría la conjunción tan variopinta de afanes y maneras que se produjo en aquella cuartelada: el general de división Alfonso Armada Comyn, un hombre de extrema proximidad al monarca (había pasado muchos años en su secretaría personal, desde donde incluso pudo redactar el primer discurso que leyó el rey ante las Cortes, el 22 de noviembre de 1975) y que lo siguió viendo con cierta frecuencia en los meses inmediatamente anteriores al golpe. Según Milans, fue Armada quien le hizo sentir que todo contaba con el impulso de la Zarzuela; Armada lo negó, aunque deslizando alguna ambigüedad para la interpretación libre de los malévolos. Si todo fue una mala apreciación por parte de Milans, o si el malentendido lo tuvo Armada en sus conversaciones privadas con el rey, o si nadie malinterpretó nada y alguno o cada uno pretende haber jugado un papel distinto del que en verdad jugó, es todavía hoy asunto de apasionada discusión. De lo que no parece caber duda es de que el que lo entendió todo mal fue Tejero, engañado o no por Milans. Porque cuando Armada se presentó en el Congreso y le hizo saber que iba a subir a la tribuna para proponerles a los políticos la formación de un gobierno bajo su dirección y con participación de lodos los partidos, comunistas incluidos, el vehemente teniente coronel lo mandó «a tomar por culo» y le dijo que para eso él no había tomado el palacio de las Cortes. Finalmente, le impidió dirigirse a los secuestrados y lo expulsó de allí. Este enfrentamienlo representaba de la forma más gráfica la mayonesa sin ligar que aderezaba aquel golpe. Por un lado, el oleoso Armada, que buscaba (con presuntos alientos superiores, ya fueran reales o imaginarios) ser el hombre providencial que contendría la hemorragia que se había llevado por delante a Suárez y el que, al frente de todas las fuerzas políticas, encauzaría la severa crisis económica e institucional que vivía el país, para proseguir, una vez tapadas las vías de agua, con el programa democrático. En el extremo opuesto, el derroche de testosterona de Tejero, que solo quería barrer aquella inmundicia que había traído la democracia para volver a las verdaderas esencias de la patria. Un taimado golpista decimonónico de estirpe moderada, frente a un ultra nostálgico dispuesto a remedar, como si nada, julio del 36.

Y Milans, en medio de los dos. O no. Sea como fuere, en cuanto el rey le pidió que depusiera su actitud, se vio desarmado. También cuando comprobó que la guarnición de Madrid, y en particular su querida División Acorazada (de la que había sido jefe, y que intentó sublevar a través de oficiales afines a él) no daba el paso de secundarlo. Los tanques no salieron a las calles de la capital, como sí hicieron en Valencia los que él tenía a sus órdenes. Para impedirlo fue decisivo el teniente general Guillermo Quintana Lacaci, a la sazón capitán general de Madrid: un militar leal, que defendió esa noche la legalidad constitucional aunque había servido en la Guardia de Franco, como en un alarde de honradez les recordó a sus superiores, por si los disuadía, cuando iban a promocionarle. Un hombre a quien la banda ETA, con su particular criterio, acabaría asesinando tres años después, cuando, ya retirado, salía de su casa con su mujer para ir a misa.

Pero centrémonos en el aspecto benemérito del golpe. De cara a la opinión pública, el protagonismo de los guardias civiles, gracias a las imágenes televisivas, es total. El tricornio que porta Tejero (no así sus hombres, tocados todos ellos con la gorra de visera reglamentaria) deja grabada para la Historia una imagen que, junto a su zafio modo de expresarse y conducirse, causa un daño inmenso a la institución. El gesto hosco de Tejero, su porte autoritario, incluso, por qué no decirlo, el bigote, remiten al rostro más atrabiliario de la Benemérita. Pero, más allá de él, ¿cuál es la intervención de la Guardia Civil en la intentona? Para empezar hay que decir que los ciento y pico hombres que Tejero ha reunido, con ayuda de una guardia pretoriana de oficiales afines, son ele ocasión, la mayor parte de ellos reclutados del parque de automóviles y de otros destinos no operativos. Muchos, además, acuden sin saber muy bien a qué, arrastrados por los acontecimientos, como a menudo ocurre en esa clase de situaciones. Las imágenes de varios de ellos, al día siguiente, descolgándose por las ventanas del Congreso, es bastante ilustrativa sobre su compromiso con el golpe.

No faltan, desde luego, entre las filas beneméritas, quienes simpatizan con un movimiento de ese tipo. La sangría del Norte pesa mucho y caldea los ánimos, y entre los integrantes del cuerpo, prácticamente todos ellos incorporados a él bajo el régimen franquista, se deja sentir el troquel por el que se les ha pasado, que en buena medida es el de la refundada Guardia Civil al servicio y mayor gloria del dictador. De hecho, entre los guardias que en seguida moviliza el director general del cuerpo, el teniente general Aramburu Topete, para rodear el edificio, incomunicar a los ocupantes de Congreso y en definitiva neutralizar el golpe, los hay que simpatizan con los que están dentro. Quizá por eso, el cordón de seguridad resulta bastante permeable, permitiendo numerosas entradas y salidas. Dos guardias civiles enviados al Congreso por los responsables del CESID (el centro de inteligencia de la Defensa), para evaluar la situación, regresan a las dos horas diciendo que han visto a sus compañeros con muy buena moral y que»tiene todo muy buena pinta», lo que no deja lugar a dudas de sus simpatías y aconseja al oficial responsable, y futuro director del centro, Javier Calderón, quitar rápidamente de en medio a aquellos dos elementos. Pero para entonces ya ha empezado a extenderse, entre los guardias civiles, una sensibilidad muy diferente, que comparten una fracción de los mandos y una porción creciente de la base del cuerpo.

Esta sensibilidad, que es extensiva a otros cuerpos de las Fuerzas Armadas, y que llevará, entre otras cosas, a que nada menos que el 24 por ciento de sus miembros, según sondeos fiables, voten al PSOE en octubre de 1982, se ha manifestado entre los guardias incluso antes de la caída del régimen. Sucedió en el funeral del capitán asesinado por el FRAP Antonio Pose, el 17 de agosto de 1975. Al terminar el acto, varias mujeres de guardias gritaron su descontento al entonces ministro del Ejército, Coloma Gallegos, y al director general del momento, el teniente general José Vega. Los insultaron, les tiraron monedas y llegaron a zarandear sus vehículos. El motivo: las ínfimas condiciones en que los guardias desarrollaban su peligroso y con frecuencia mortal servicio. Después de la muerte del dictador, y con las reivindicaciones aún sin atender, se produce algo insólito: a finales de diciembre de 1976, un grupo de guardias civiles se manifiesta junto a miembros de la Policía Armada en la plaza de Oriente en demanda de mejoras salariales y de su inclusión en la Seguridad Social, de la que a esa fecha, como si fueran una suerte de parias, siguen excluidos. Uno de ellos hace unas reveladoras declaraciones a la revista Cambio 16:


No queremos ser ya más un simple instrumento de represión, no queremos que se nos utilice continuamente contra nuestro pueblo, nosotros somos parte de él […]. Las reivindicaciones económicas han servido como detonante para plantear y hacer llegar a la opinión pública nuestro auténtico problema de marginados sociales… Hemos llegado a un extremo que tanto para la gente como para nuestros superiores, nosotros no representamos más que una máquina represiva.


La reacción de sus jefes es tan desproporcionada como demencial: el capitán general de la región, José Vega (el ex director general del cuerpo zarandeado año y medio atrás), cursa órdenes a la División Acorazada para que envíe blindados TOAS y efectivos de operaciones especiales para disolver a los manifestantes, que se han concentrado frente al ministerio de la Gobernación. El despropósito indigna al jefe de la división, que en esos días es, casualmente, Jaime Milans del Bosch, quien se niega a enviar sus blindados «para romper una manifestación de servidores del orden público». La orden se reitera y los TOAS salen y se sitúan en los puestos asignados. Pero la mediación de Gutiérrez Mellado, que baja a hablar personalmente con los manifestantes, hace innecesaria su intervención. Suárez, que no estaba al tanto de la situación de los guardias, da instrucciones para que se los incluya en el ISFAS (Instituto Social de las Fuerzas Armadas). Bajo su presidencia, además, se revisarán al alza, de forma significativa, todos los salarios militares, incluidos los de la Benemérita, que el franquismo, en asombroso impago de los servicios y la adhesión que demandaba a los uniformados, había mantenido en niveles de miseria, completamente desfasados respecto de los ingresos medios de la población.

Por todo ello, aquel 23 de febrero, en la Guardia Civil y en el resto de unidades militares, no había solo resentidos hacia la democracia. Y el peso de los que sí participaban de ese resentimiento no bastaba ya para desequilibrar la balanza y arrastrar hacia su lado a los indecisos. Hubo, en el golpe, algunos otros guardias civiles, aparte de los que entraron con Tejero. Es el caso del capitán Gómez Iglesias, destinado en el CESID, que fue condenado por su colaboración en la logística del asalto, tanto para conseguir los autobuses que trasladaron a los guardias como en otras delicadas gestiones. O el del también capitán, y asimismo en la órbita del centro de inteligencia, Sánchez Valiente (que ya se distinguiera, por cierto, en la creación de los GOSI, los primeros grupos de lucha antiterrorista): su oscuro comportamiento en aquella jornada vino seguido de su súbita desaparición y su huida a Estados Unidos, donde vivió durante bastantes años, lo que ha planteado sospechas en algunos medios sobre su posible implicación en la coordinación de la asonada con los planes de la CÍA. No está de más recordar que el entonces secretario de Estado norteamericano, Alexander Haig, declaró en la noche del 23 de febrero que lo del Congreso era «un asunto interno de España», lo que hace pensar que como en tantas otras ocasiones similares, a lo largo y ancho del mundo, la CIA estaba perfectamente al tanto del golpe y sus jefes esperaban a ver si triunfaba o no para adaptarse a la situación. Para el gobierno del feroz anticomunista Ronald Reagan, quizá no era tan malo que en España dejaran de celebrarse elecciones y mandaran durante un tiempo unos militares conservadores que mantuvieran a raya al adversario.

Más allá de lo que queda dicho, y de los guardias civiles que acompañan a Tejero, no hay más aportación del cuerpo al golpe. De hecho, el grueso de las fuerzas rebeldes lo constituyen las tropas de Valencia, que siguen a su capitán general, y en Madrid algunos elementos aislados de la División Acorazada, que toman los estudios de RTVE en Prado del Rey y que al mando del comandante Pardo Zancada se unen a los guardias atrincherados en el Congreso. Justo enfrente, en el Hotel Palace, se encuentra el director general de la Benemérita, el teniente general José Luis Aramburu Topete, que va a dirigir con mano firme la oposición de la Guardia Civil a la aventura golpista.

Aramburu, que accede en abril de 1980 a la dirección general, siendo solo general de división (como hiciera Alonso Vega, cuyo precedente se invoca para designarlo) es un personaje de jugosa biografía y notable carácter. Su promoción al puesto, codiciado por los tenientes generales del ejército (ya que está mejor pagado que una capitanía general) se produce por el recelo que al entonces ministro, Rodríguez Sahagún, le inspiran los candidatos de esa graduación. El historial de Aramburu es dilatado y brillante, desde su incorporación en plena Guerra Civil como alférez provisional a una unidad de ingenieros, cuerpo en el que desarrolla su carrera. Un episodio señalado de su trayectoria militar es el que comparte, paradójicamente, con Milans y Armada, los más significados jefes de la trama golpista: los tres han estado en la División Azul y en ella se han visto obligados a acreditar su valor en combate. El que menos, Armada, artillero. El que más, Aramburu, que al frente de su pequeña unidad de ingenieros resistió durante la batalla ele Krasny Bor un durísimo fuego enemigo y paró el avance de los carros T-34 soviéticos. Entre sus condecoraciones cuenta, por esta y otras acciones, con dos cruces de Hierro otorgadas por los alemanes. Hay fotografías de un jovencísimo José Aramburu, con el uniforme de la Wehrmacht, casco de acero y su cruz prendida al pecho.

Es un tipo irónico y templado, de ágil inteligencia. Para ejemplo, una anécdota que data de los tiempos en que, ya de vuelta a España, trabajaba construyendo en la frontera pirenaica fortificaciones para tratar de atajar las infiltraciones de los maquis. Las construcciones son endebles, por la pésima calidad del cemento y los materiales empleados. Un oficial francés, con el que inspecciona las obras, se lo hace, notar con condescendencia.«¿Cree usted que estas defensas podrían contener a nuestras fuerzas?», cuestiona. A lo que Aramburu, sin arrugarse, le responde rápidamente: «No las hacemos pensando en ustedes, sino en los alemanes, por si vuelven a llegar a Hendaya».

Gracias a este hombre, lúcido y resuelto, y a quien trabaja codo con codo con él en el Hotel Palace, el director general de la Policía, Sáenz de Santamaría, el grueso de la Guardia Civil cumple esa noche de febrero de 1981 con su deber de defender la legalidad y el golpe quedará sofocado sin efusión de sangre. En un primer momento, Aramburu intenta parlamentar con Tejero personalmente, pero después, con buen criterio, les deja esta labor a otros mediadores, a los que el golpista parece más receptivo. Son el propio Armada, cuya actitud en esos momentos resulta confusa, y el teniente coronel Eduardo Fuentes Gómez de Salazar, destinado en el Estado Mayor del Ejército y amigo personal del comandante Pardo Zancada. Él será quien negocie con este y con Tejero las condiciones de la rendición: en esencia, que la responsabilidad solo alcanzará a los oficiales. Primero lo acuerda con Pardo, que exige ser el último en abandonar el edificio. Fuentes obtiene la confirmación de Aramburu y este le pide que negocie también con Tejero. El intermediario recuerda así lo que sigue, en conversación con el periodista Francisco Medina, autor del libro Memoria oculta del Ejército:


Entonces [Pardo] me pasó, me metió dentro de las Cortes, en un despacho de un auxiliar, una habitación pequeña, y estaba allí Tejero rodeado por todos sus oficiales. Todos con gabardinas verdes, que impedía: que se vieran las estrellas. Yo estaba muy nervioso, porque no sabía cómo iban a reaccionar ellos. […] Cuando vino Pardo ya con todos los capitanes, empecé ya, pero mucho más enérgicamente… «Ha pasado esto, Pardo me ha dicho esto, me ha dicho el mando esto… Y ahora falta su opinión Y Tejero me dijo: «Mira, en principio yo estoy de acuerdo en todo lo que haga Pardo, pero no voy a tomar ninguna decisión sin consultar a mi subordinados. Así es que te ruego que esperes aquí». […] No sé cuánto estuvo fuera, porque perdí la noción del tiempo, y entonces volvieron ya, formaron un poco en plan militar, se cuadró Tejero y me dijo: «Mira, aceptamos las condiciones totales que ha puesto Pardo menos una. […] Que aquí el más antiguo soy yo y el último que sale soy yo».


El teniente coronel Fuentes acabó ideando una solución para resolver aquel absurdo escollo: como el palacio tenía dos puertas, que cada uno saliera el último por una de ellas. Así fue como a las 10 de la mañana del día 24 los guardias abandonaron el Congreso. Antes de la salida, hubo momentos de nerviosismo, entre los que se precipitaron y los que no querían rendirse así como así. Uno de los guardias se quejó de que fueran a entregar las armas «sin limpiar a España de cuatro». Pardo se le encaró y le preguntó si era militar. Al responderle el guardia que sí, le dijo: «¿Y para qué tenemos nosotros las armas? Para usarlas cuando nos atacan. ¿O es que nosotros somos ahora los que pegan un tiro en la nuca?» Los guardias que los rodeaban, los hombres que la víspera habían tomado el Congreso y puesto en jaque a la democracia, rompieron a aplaudir al oír aquellas palabras del comandante.

Ese día, el ejército y la Guardia Civil dieron un paso de gigante para incorporarse con normalidad a la España democrática. El precio fue alto, sobre todo en términos de imagen y en lo que toca singularmente a la Benemérita, cuyo tricornio quedó como icono de aquella aventura disparatada. Pero esta supuso, en cierto modo, el haraquiri de los restos que quedaban en el cuerpo de aquella versión refundada y anómala que había alumbrado el régimen anterior. No es que quedaran del todo extirpados, pero sí inutilizados, y los guardias civiles, definitiva e inequívocamente al servicio de la legalidad constitucional. Un año después, sería un sargento del cuerpo, destinado en el CESID, el que interviniera la documentación que permitió desmantelar la intentona golpista conocida como el 27-0, por estar planeada su ejecución para el 27 de octubre, a fin de impedir que gobernara el PSOE, que había vencido de forma arrolladora en las elecciones. De dejarse utilizar por los enemigos de las libertades, aquel 23-F la Guardia Civil pasaba a estar en vanguardia de la lucha contra la involución.

No nos resistimos a transcribir las palabras de. un alto jefe del ejército, que resumen de manera certera cómo fue posible, tras el fracaso del golpe del 23 de febrero, que los uniformados aceptaran la supremacía de la autoridad civil (consumada por la reforma militar del ministro socialista Narcís Serra), renunciaran a las pretensiones de autonomía y de mantenimiento de su influencia (o vigilancia) que tan torpemente habían exhibido los miembros de la cúpula militar en los primeros años de la Transición y, en suma, se acomodaran a un régimen democrático concebido sobre premisas muy distintas de las que regían la vida del país cuando se incorporaron a filas. Y para más inri, bajo las directrices de un gobierno formado por el PSOE, siglas que remitían a la revancha de los perdedores de la guerra que esos mismos militares, o aquellos de quienes eran herederos directos, habían ganado.

Dice este anónimo general, en testimonio recogido de nuevo por Francisco Medina en el libro antes citado:


El militar, lo sigue siendo ahora, es una mezcla de derechas en su ideología, es bastante católico practicante, es muy patriota, pero luego tiene la justicia metida en el cuerpo… y es un poco socialista en algunas cosas.


Rota pues la identificación biunívoca entre ejército y Franco, con la llegada al poder del PSOE comienza el normal itinerario de los militares, y entre ellos los beneméritos, al servicio de la nueva España democrática. Es un camino en el que, en estos treinta años, muchos han sido los acontecimientos, y no pocas las dificultades de toda índole, en especial las que tuvieron que ver con la lucha contraterrorista, que siguieron sometiendo al cuerpo a una presión que no siempre gestionaron debidamente todos sus integrantes. La poca distancia temporal que nos separa de este último periodo impide referirlo con perspectiva histórica, y tampoco es afán de quien esto escribe ser demasiado prolijo acerca de hechos que, por recientes, estarán en buena medida en la memoria del lector. Importa más bien señalar la tendencia, de consolidación, profesionalización y puesta al día, de un cuerpo que, en el momento de escribir estas líneas, puede considerarse totalmente homologado con el resto de policías de los países desarrollados.

Un primer paso dentro de este proceso lo supone la Ley de Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado, elaborada por el gobierno socialista y aprobada por las Cortes en el año 1984. En ella se sientan las bases que regulan el funcionamiento de la Guardia Civil y de los restantes cuerpos policiales, con respeto pleno de los principios derivados del nuevo ordenamiento constitucional, y en especial, su papel primordial como garantes de los derechos y libertades fundamentales de los ciudadanos: como corresponde a una policía que debe preservar el equilibrio entre libertad y seguridad, y que tiene como misión proteger a la ciudadanía en vez de mantenerla bajo control. Un texto legal no resuelve los problemas (ni impide los abusos y desviaciones), pero su existencia, y más cuando se impone a un cuerpo esencialmente disciplinado como la Guardia Civil, forjado durante siglo y medio en el servicio de la ley, ya supone un importante avance. Es de notar que el debate, que también en este momento se planteó desde algunos sectores, sobre la posible disolución de la Guardia Civil, o al menos su desmilitarización, se resolvió conservándola, con su denominación y uniforme (tricornio incluido, aunque del uso diario se desplazara a favor de la teresiana) y dejando intacto su carácter militar, aun subrayando su dependencia de Interior para el servicio y encomendando a Defensa las cuestiones de personal. Regresando, en suma, al esquema originario que planteara el duque de Ahumada, tras la etapa de intensificada militarización que había supuesto el franquismo.

Tampoco es ocioso subrayar que esta decisión la tomó el gobierno del PSOE y de Felipe González, un socialista que sin embargo dio el difícil paso de distanciarse del marxismo. Un heredero, por tanto, de aquel espíritu moderado de la 11 República que, tras el ejercicio del poder, trocó su desconfianza hacia los guardias en aprecio y hasta en fascinación por su aptitud para contribuir a la gobernación del país. Una vez más, los antiguos enemigos del cuerpo se convertían en sus valedores. Era el PSOE de Besteiro, que pedía a Azaña que no lo disolviera, sino que antes bien lo potenciara, y no el de Largo Caballero, que llevó su liquidación en el programa electoral de febrero de 1936 y acabó consumándola, tras el estallido de la Guerra Civil, pocos meses después. Habrá de observarse, además, que de este mantenimiento de sus señas de identidad no se benefició la Policía, cuyo nombre y uniformidad se cambiaron (incluso el color, del gris al marrón y de este al azul actual) para distinguirla de la Policía Armada y de aquella policía de paisano que tanto se habían significado en la represión tardofranquista. Y aún sería objeto de otra redenominación, años después. Lo que indica no solo el diferente grado de consolidación de las dos instituciones, sino también la capacidad de una y otra, por su cultura y trayectoria, de sobreponerse al estigma del régimen autoritario.

Por la dirección general pasa después de Aramburu el teniente general Sáenz de Santamaría, que regresa así al cuerpo en cuyo Estado Mayor estuvo destinado anteriormente, y cuya gestión impulsa con brío la modernización de la Guardia Civil. Durante su mandato, de 1983 a 1986, potenció las unidades aéreas y creó la Guardia Civil del Mar. También convivió, en el debe del balance, con el oscuro episodio de los atentados del GAL, respecto de los que siempre negó cualquier conexión mientras estuvo en el cargo, aunque años después llegaría a admitir que durante esos años no siempre se había mantenido la acción policial dentro de la ley, sino que en ocasiones se había estado en el borde: «a veces en el de dentro, a veces en el de fuera». Y aún fue más claro: «En la lucha contraterrorista, hay cosas que no se deben hacer. Si se hacen, no se deben decir. Si se dicen, hay que negarlas». Fue muy criticado por ello, aunque no tuvo efectos penales para él.

Sáenz de Santamaría dio el relevo al primer civil que desempeñaría la dirección general del cuerpo: Luis Roldan. Un falso ingeniero (luego se supo que había amañado su currículum) cuya gestión no pudo ser más contradictoria. Por una parte, movilizó grandes recursos económicos para el instituto, tanto en material de todo tipo como en infraestructuras, acometiendo una intensa renovación del deteriorado parque de casas cuartel. Como consecuencia de estos esfuerzos inversores, mejoraron mucho las condiciones de trabajo de los guardias, y también su imagen ante la ciudadanía. Además, siendo él director general la Guardia Civil cosechó su mayor éxito en la lucha antiterrorista, la detención de la cúpula etarra en Bidart en marzo de 1992. Momento más que oportuno para descabezar a la banda, en vísperas de las Olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla, que transcurrieron con toda normalidad. En otro orden de cosas, bajo su mandato se tomó una decisión de gran trascendencia, que liquidaba el último anacronismo que impedía a la Guardia Civil insertarse de modo pleno en la sociedad: la incorporación a sus filas de la mujer, en 1989, después de 145 años de mantenerse como un cuerpo exclusivamente masculino (con la excepción, más bien marginal, de las matronas, auxiliares que entre otras cosas servían para practicar registros físicos sobre mujeres). A lo largo de los veinte años transcurridos desde entonces, la mujer se ha incorporado a casi todas las unidades del cuerpo. Un cambio de gran calado simbólico, para una institución cuyo fundador, como se recordará, impusiera a sus miembros la obligación de llevar viril bigote.

Bajo el mandato de Roldan, en suma, se consuma el idilio de los socialistas con la Guardia Civil, a la que atribuyen cada vez más responsabilidades. Un ejemplo ilustrativo es la seguridad del Palacio Real, que encomendada en un principio a la Guardia Real, pasó luego a una empresa privada, registrándose clamorosos fallos con ambas. Finalmente, ante la puerta acabaron apareciendo los socorridos tricornios (y allí siguen). Otro detalle no menos elocuente es la estrecha relación de afecto que estableció con ellos el secretario de Estado de Seguridad, Rafael Vera, luego condenado por el caso Segundo Marey, y que a la vuelta de los años lo llevaría a escribir una novela donde el héroe es un guardia civil (El padre de Caín, 2009). Algo que, como ya se ha comentado, resulta altamente insólito en la literatura española.

Con aquel primer director general civil, la Guardia Civil creció en importancia, en prestigio y en aprecio del poder hasta cotas antes desconocidas. Aumentó la plantilla y se mejoró la formación, tanto inicial como de especialización. También se actualizaron sus emolumentos, aunque siguieran siendo los más bajos de todos los cuerpos policiales. Pero, como es bien sabido, Luis Roldan se dedicó además a otras cosas. Tras una rocambolesca huida, acabó detenido en el aeropuerto de Bangkok, el 27 de noviembre de 1995, y condenado por malversación de fondos públicos, cohecho, fraude fiscal y estala. Según los hechos probados de la sentencia, durante su mandato Roldan birló 435 millones de pesetas de los fondos reservados que tenía asignados, y cobró comisiones ilegales de las constructoras que hacían las casas cuartel por importe de otros 1.800 millones. Tan fabulosas sumas nunca aparecieron, y tras pasar 15 años en prisión quedó en libertad en marzo de 2010. Otro nombre para la memoria funesta del cuerpo.

Los noventa fueron, en cierto modo, una década negra para la Guardia Civil. Al humillante escándalo de Roldan se sumaron otros dos no menos dañinos. El primero, el llamado caso UCIFA, que acabó con la imputación y condena, en sentencia ratificada por el Tribunal Supremo en enero de 1999, de varios agentes de la unidad central antidroga por tráfico de estupefacientes. El caso presentaba cierta complejidad. Parte de las entregas eran pagos a confidentes, que los guardias se veían obligados a hacer sin una cobertura legal adecuada (que a día de hoy sigue faltando en España para este tipo de actuación policial, común en todo el mundo) porque era la única forma de obtener ciertas informaciones necesarias para sus investigaciones. Sin embargo, la fácil disponibilidad de droga incautada, y el hábito de distraerla para este propósito, despertó la codicia de algún guardia, que según la sentencia acabó vendiéndola con fines más particulares.

El otro gran escándalo fue el caso Lasa-Zabala, que acabó con el entonces ya general Galindo en prisión, junto a varios de sus colaboradores y el ex gobernador civil de Guipúzcoa, Julen Elgorriaga. La causa tuvo su origen en el secuestro en el sur de Francia, en octubre de 1983, de dos miembros de ETA, José Antonio Lasa y José Ignacio Zabala, su posterior asesinato y el abandono de los cuerpos, sepultados en cal viva, en una fosa en Alicante. El GAL reivindicó la acción mediante una llamada a la cadena SER de Alicante un año después, aunque los cadáveres no aparecieron hasta 1985. Según los hechos probados de la sentencia, los autores de las muertes fueron los guardias civiles (para entonces ya dados de baja en el servicio, por inutilidad psicológica) Felipe Bayo y Enrique Dorado, que habrían actuado siguiendo instrucciones del entonces comandante Galindo y con la aquiescencia del gobernador civil. Los etarras, secuestrados poco después de una serie de acciones terroristas, y posiblemente torturados para sacarles información (la sentencia no afirma este hecho, por no permitir probarlo el estado en que se hallaron los cuerpos) habrían sido luego asesinados para borrar rastros. Todo habría sucedido en la casa conocida como La Cumbre, en San Sebastián, un inmueble vacío utilizado por las fuerzas de seguridad y que Bayo y Dorado, en las reconstrucciones efectuadas, demostraron conocer. Ambos, además, habían sido ya condenados por torturas, y por su posterior incapacidad se les habían otorgado generosas pensiones, en la cuantía máxima permitida por la ley.

La instrucción fue accidentada y tuvo gran repercusión en los medios, por el perfil de Galindo y el del instructor (el juez Javier Gómez de Liaño, luego condenado por prevaricación por el llamado caso Sogecable, aunque el Tribunal de Estrasburgo acabaría reconociendo que se habían conculcado sus derechos fundamentales en ese proceso). Algunos de los imputados dijeron y se desdijeron, y entre los testigos de cargo había notorios enemigos de los guardias, como un traficante de drogas al que habían detenido en alguna ocasión. El testimonio de este, y el de un policía de la escolta del gobernador, que declaró haber oído, en el coche en que Elgorriaga iba con Galindo en la noche del secuestro, las palabras «han caído dos peces medianos», fueron claves para incriminar a ambos responsables, en cuanto a su conocimiento de los hechos. En entrevista mantenida en prisión años después con el autor de este libro, el general Rodríguez Galindo negó con tono enérgico y dolorido tener nada que ver con aquellas muertes. Haciendo hincapié, justamente, en que todo lo que había contra él eran dos testimonios dudosos, uno por el testigo, otro por la imprecisión.

La verdad judicial, en todo caso, sería que aquellos dos cadáveres los hizo la Guardia Civil. Galindo fue condenado a la pena máxima, treinta años de prisión. Se sumaba esta condena a las que ya ratificara en 1984 el Supremo para el teniente coronel Castillo Quero, el teniente Gómez Torres y el guardia Fernández Llamas, por el llamado caso Almería: la tortura y asesinato de los jóvenes Juan Mañas, Luis Cobo y Luis Montero, en mayo de 1981, después de confundirlos con terroristas y bajo la conmoción del atentado que un día antes había acabado con la vida del teniente general Valenzuela. En adelante, y para tratar de evitar casos como estos y otros excesos, así como para refutar mejor las sistemáticas denuncias de torturas que presentaban los etarras capturados, se establecieron protocolos más rigurosos en cuanto al control por médicos forenses del estado físico de los detenidos antes y después de ser interrogados en las dependencias policiales.

En estos años, coincidiendo con acontecimientos tan poco satisfactorios, se produce sin embargo una sustancial mejora en la formación y los resultados de los guardias destinados a la investigación criminal. Se dota a la Guardia Civil de las técnicas y recursos criminalísticos más avanzados, esfuerzo este en el que pesa, y no poco, el ingrato recuerdo del misterioso crimen de Los Galindos, un asesinato múltiple cometido el 22 de julio de 1975 en un cortijo sevillano, y que nunca se resolvió, entre otras cosas, por la escasa precaución que tuvo la intervención inicial de los guardias en la escena del crimen, borrando huellas que habrían sido cruciales para su esclarecimiento. Enmendada esa carencia, y establecidos los procedimientos adecuados, se empiezan a recoger los frutos. Son los años en que agentes del cuerpo resuelven casos tan sonados como el del largo y penoso secuestro de la farmacéutica de Olot Ángels Feliu, mantenido desde noviembre de 1992 hasta marzo de 1994 por una trama criminal en la que no faltaban policías locales. La operación la culminan en 1999, con la detención de estos delincuentes, los guardias de la Unidad Central Operativa (UCO), dirigidos por el entonces capitán Fustel, que por ese éxito alcanzaría incluso una cierta celebridad, a la postre contraproducente.

Esos mismos guardias pasaron de héroes a villanos tras la puesta en libertad de Dolores Vázquez, acusada de la muerte de la joven Rocío Wanninkhof (y como tal, imputada por varios jueces y condenada en primera instancia por un jurado popular). El crimen, acaecido el 9 de junio de 1999 en Mijas Costa (Málaga), se acabó atribuyendo al ciudadano británico Tony Alexander King, cuyo ADN se halló en el cadáver de otra joven, Sonia Carabantes, asesinada el 14 de agosto de 2003 en la cercana localidad de Coín. Era el mismo que había aparecido en la colilla de un cigarro de la marca Royal Crown recogida del talud donde murió Rocío, y eso llevó a conectar los dos casos y a condenar al británico como autor de ambas muertes. Entonces se dijo que la Guardia Civil había acusado a Dolores Vázquez porque era una mujer antipática y porque el vecindario la tenía enfilada, sin más pruebas. Los mismos medios que tiempo atrás habían presentado a Vázquez como una asesina fría y calculadora, pasaron sin mayor rebozo a reivindicarla como víctima atropellada por la animadversión policial.

La verdad, como siempre, es algo más compleja: en el sumario obraban varios indicios sospechosos y objetivos; entre ellos, la mala relación con la chica de Dolores, fallos en la coartada que esta ofreció y la misteriosa presencia de su coche en el lugar del crimen, con dos hombres sin identificar, y sin que ella admitiera habérselo prestado a nadie ni denunciara su robo. Los indicios no resultaban concluyentes, por lo que los jueces, tras la aparición de King, decidieron archivar la causa contra ella. Sin embargo, y esto no deja de tener su valor, no dictaron su sobreseimiento definitivo, sino tan solo el archivo provisional. Teniendo en cuenta la presión de los medios, el matiz resulta relevante. Quizá la actuación de aquellos guardias (que, por cierto, tuvieron la diligencia, por nadie reconocida, de recoger aquella colilla que resolvería el crimen y salvaría a Vázquez) no fuera tan arbitraria.

El 11 de septiembre de 2001, unos terroristas islámicos estrellan dos aviones comerciales contra las Torres Gemelas de Nueva York y un tercero contra el Pentágono, en Washington. Como respuesta, el presidente norteamericano George W. Bush lanza un ataque fulminante sobre Afganistán.

Las policías de todo el mundo occidental endurecen su respuesta contra el hasta entonces algo descuidado terrorismo yihadista, que tras este golpe espectacular se convierte en prioridad máxima y fundamental de su trabajo. Incrementan para ello los recursos, tanto humanos como de información, destinados a prevenir esta amenaza. Todas las policías occidentales… excepto la española, cuyos responsables políticos apenas destinan unas pocas decenas de agentes, entre la Policía y la Guardia Civil, para cubrir este frente. Situación que se mantiene después del 15 de marzo de 2003, cuando el presidente Bush, el primer ministro británico Tony Blair y el presidente del gobierno español, José María Aznar, se reúnen en las Azores para decidir la invasión de Irak sin el apoyo de la ONU, contra el criterio de buena parte de la comunidad internacional, la oposición feroz de la mayor parte de los musulmanes y el rechazo mayoritario de la población española. Incluido el vicepresidente del gobierno, Rodrigo Rato.

España aporta una flotilla de la Armada para apoyar en los primeros días de la invasión a las fuerzas anglonorteamericanas en tareas de retaguardia, en la ciudad portuaria de Basora. Una vez reducida la resistencia iraquí y conquistado todo el país, el gobierno envía una fuerza de 1.300 militares de tierra, con la que se forma el núcleo de la Brigada Multinacional Plus Ultra, reforzada por unidades salvadoreñas, hondureñas y guatemaltecas y mandada por un general español. Sobre el terreno asignado a los españoles, las provincias de Diwaniya y Nayaf (esta última, centro religioso de los chiles, por estar allí el mausoleo de su profeta Alí) se sucederán tres contingentes distintos. En el segundo viaja, como Provost Marshall, en terminología militar estadounidense, o jefe de policía militar, el comandante de la Guardia Civil Gonzalo Pérez. Es esta una misión, como hemos visto, tradicional en el cuerpo, la de apoyo a las fuerzas militares en campaña, que después de realizarse en tantos otros escenarios y contextos a lo largo de toda su historia, se prolonga en las modernas misiones de paz en el exterior (Bosnia, Kosovo, Guatemala, Haití, etc.). Esta de Irak, que en teoría es de ayuda a la reconstrucción del país, no es una excepción. El comandante Gonzalo, entre otras tareas, se encarga de instruir, organizar y dirigir a la nueva policía iraquí. Es un hombre de estatura imponente, enérgico y carismático, que se toma muy en serio su labor.

El 25 de enero de 2004, el comandante Gonzalo, junto a un grupo de policías iraquíes a sus órdenes y su intérprete Nasser, español de padre sirio, levanta el acta del material incautado del domicilio de un tal Nahi Mrej, sospechoso de dirigir una banda de salteadores de caminos que opera en la zona de Al Hamza, a unos treinta kilómetros de Base España, el cuartel general de las tropas en Diwaniya. Entre las 7.30 y las 8.00 de la mañana, aparece Nahi Mrej en un Opel Omega azul marino con otros tres ocupantes. El comandante y los policías se apostan para sorprenderlo, cuando, de repente, una mujer rompe a gritar. El Opel maniobra para volver a salir a la carretera y se da a la fuga. Gonzalo, junto a tres policías y su intérprete, sale tras él en un pick-up de la policía iraquí. Así comienza una persecución que dura aproximadamente unos diez minutos (entre 6 y 10 kilómetros) por una carretera secundaria de doble sentido. Al salir de una curva, el vehículo de los sospechosos se cruza en el lateral izquierdo de la calzada entre dos coches que ya se encuentran allí. En el lateral derecho hay otros dos automóviles estacionados. El vehículo policial se detiene a la altura del Opel Omega, y cuando el comandante y sus hombres abren las puertas para apearse, comienzan a dispararles desde los cuatro flancos. Un disparo alcanza al comandante en la frente. Evacuado por sus hombres, todos los intentos de reanimarlo, tanto en la Base como luego en España, fracasan. El comandante Gonzalo se convierte en la única baja mortal en combate de la Brigada Plus Ultra. Su altura, que lo convierte en un blanco fácil, y su arrojo de civilón, así lo propician.

La misión española en Irak se identifica desde la sensibilidad musulmana como complicidad en la ocupación del país. Poco después de la muerte del comandante Gonzalo la situación empeorará al ser atacadas las tropas españolas por los insurgentes chiles del Ejército del Mahdi del clérigo Muqtada Al Sadr, que llegarán incluso a tratar de entrar en fuerza en la base española de Nayaf. Pero nada de esto aconseja a los responsables de Interior, departamento en ese momento encabezado por Ángel Acebes, hombre de plena confianza del presidente, reforzar el dispositivo policial para la prevención del terrorismo islámico, que sigue infradotado hasta extremos alarmantes. Los pocos agentes que lo componen no tienen ni intérpretes suficientes para descifrar las conversaciones que graban en la intervención de teléfonos de sospechosos, siempre en árabe dialectal o lenguas bereberes.

En la mañana del 11 de marzo de 2004, cuatro trenes de cercanías, cargados de pasajeros, hacen explosión en las estaciones madrileñas de Atocha, Santa Eugenia y El Pozo. En total, estallan diez mochilas-bomba, que siegan la vida de 191 personas y causan heridas a más de 2.000. Es el mayor alentado terrorista jamás realizado en Europa. Las investigaciones, que se desarrollan a marchas forzadas, con la ayuda de los teléfonos móviles utilizados para detonar los artefactos, conducen a imputar el ataque a terroristas islámicos, contra la inicial declaración del gobierno atribuyendo a ETA el golpe. Así lo confirmarán los jueces años después. El día 14 de marzo, y contra todo pronóstico, el PSOE gana las elecciones, y su líder, José Luis Rodríguez Zapatero, llega a la presidencia del gobierno. Su primera medida al frente del ejecutivo es ordenar la retirada de las tropas españolas de Irak.

Las circunstancias pavorosas del atentado, y sus repercusiones políticas, llevan a múltiples especulaciones. Algunas salpican a la Guardia Civil, cuando se sabe que uno de los acusados de estar detrás del ataque terrorista, el marroquí Rafá Zouhier, es un confidente de la Unidad Central Operativa (UCO) que había advertido de los movimientos extraños de un minero llamado Trashorras. De este se descubre que está implicado en la distracción de una mina asturiana de los explosivos utilizados en el atentado. Se llega a decir que la Guardia Civil estaba al tanto de lo que se preparaba, y que lo dejó suceder para que el PP perdiera el poder. La presencia al frente de la UCO del entonces coronel Félix Hernando, antiguo colaborador de Rafael Vera en su época en la secretaría de Estado de Seguridad, abonaría para algunos esta tesis. La imputación, de una gravedad extrema (implica nada menos que acusar a mandos policiales de autoría, por cooperación necesaria, de 191 asesinatos) queda ahí, sin que nadie la persiga desde instancias oficiales, como correspondería si no se prueba su veracidad.

No es este el lugar de entrar a fondo en asunto tan vidrioso, y que tantos ríos de tinta ha hecho y hará correr. Pero habrá que anotar que Trashorras fue objeto de seguimiento por la UCO, así está documentado, y que, al no advertirse que saliera de Asturias, se pasó el caso a la comandancia, como un caso local y en apariencia común. Hasta entonces, no era nada infrecuente que los mineros distrajeran explosivos para usos particulares, y los guardias habían desesperado de que se los castigara por ello, dada la benignidad judicial que por sistema rebajaba estas conductas a infracciones administrativas. Que a partir de ahí hubo una negligencia deplorable, un hilo que trágicamente se dejó de seguir y que supone un grave fracaso del cuerpo, es evidente. De eso a la complicidad criminal, media un largo y abrupto trecho.

Después del 11-M, se reforzaron las unidades, tanto de la Guardia Civil como de la Policía, para la investigación y prevención del terrorismo islámico. De unas pocas decenas, se pasó a cientos de agentes encargados de combatir a estos activistas tan letales como escurridizos que, en el horizonte del siglo XXI, han tomado el relevo.

Como advierte el poeta: La guerra no ha acabado, nunca acaba.

Загрузка...