Capítulo 3

Azote de bandoleros

Entre el último trimestre de 1844 y los primeros meses de 1845, la Guardia Civil fue constituyendo y desplegando sus tercios por el territorio nacional. Especialmente relevante, y primero en formarse, sería el 1er Tercio, con sede en Madrid, y a cuyo mando puso Ahumada al coronel Purgoldt competente militar de origen suizo de su absoluta confianza que ya lo había acompañado en su tarea de inspector general militar por tierras catalana y valencianas. También se organizaron con prontitud, atendiendo a la necesidad que planteaban los elementos criminales y/o sediciosos que pululaban por sus territorios, el de Cataluña, el de Andalucía Occidental, con sede en Sevilla, y el de Levante (números 2o, 3o y 4o, respectivamente) a cuyo frente se situaron, asimismo, jefes experimentados y carismáticos. El coronel José Palmés, procedente de la Guardia Real, y comandante-gobernador del Fuerte de Atarazanas, se hizo cargo del tercio catalán, que se procuró dotar en lo posible de naturales del país, para facultar la coexistencia del cuerpo con sus gentes y con el cuerpo regional de los Mossos d'Esquadra, fundado a comienzos del reinado de los Borbones por un acérrimo partidario de estos, Pedro Antonio Veciana, bayle (juez) de Valls (paradójico origen, para una institución que andando el tiempo se convertiría en signo identitario frente al centralismo de origen borbónico). En Sevilla asumió el mando coronel José de Castro, a quien acreditaba su experiencia contra los caballistas de la campiña andaluza al frente de los Escopeteros Voluntarios de Andalucía. Vemos pues que, también en este punto, el duque distó de improvisar. Cada tercio fue ocupando sus sedes, en lugares estratégicos de las respectivas ciudades. El de Madrid se ubicó al principio en el Teatro Real, todavía en obras, y el de Barcelona en el Convento de Jerusalén. Por lo que toca a la Inspección General, con los años se trasladaría al Cuartel de San Martín (solar en la actualidad ocupado por las oficinas de Cajamadrid) desde su sede inicial del palacio de los inquisidores de la calle Torija.

Sucesivamente fueron dotándose el resto de tercios, hasta doce de los catorce inicialmente previstos (el de Baleares no se formaría hasta agosto de 1846, y el de Tenerife hubo de esperar hasta 1898, aunque como tal no quedaría constituido hasta 1936). A finales de 1844 eran apenas 3.000 los guardias sobre el terreno, de los 5.500 en que quedó fijada la primera dotación del cuerpo. En mayo de 1845, aún sin cubrir esa cifra, se dispuso el aumento de la plantilla a 7.140 hombres.

El trabajo de Ahumada y de su equipo para lograr este rápido despliegue, con tan justos recursos (teniendo en cuenta además que buena parte de los reclutados quedó en Madrid) debió de ser febril, ya que las tareas logísticas hubieron de simultanearse con el trabajo de labrar el carácter del cuerpo y de sus gentes. Tarea esta que el inspector general asumió muy personalmente, imbuido de un talante a la vez severo y paternalista, que lo llevaba a vigilar y corregir con celo las desviaciones en que pudieran incurrir sus hombres respecto del camino trazado, pero también a estar pendiente de hacerles sentir vivamente su apoyo, tanto a los propios guardias como a sus familias, cuando por motivo del servicio alguna de ellas quedaba desamparada. Esta meticulosidad la extendía, además, a la previsión de cómo debía actuar, para su mayor eficacia y lustre, la Guardia Civil en todos y cada uno de los muy diversos ámbitos a los que se extendía su servicio.

En efecto, si algo sorprende, y aun impresiona, es la multitud de frentes a que tuvo que atender la Guardia Civil apenas fue creada, y durante su primera década de existencia. Y sorprende e impresiona, en no menor medida, la solvencia con que afrontó todos y cada uno de estos retos. No solo se trataba de limpiar de bandoleros los caminos, con ser esto ya bastante tarea. En lo que a este desafío respecta, su acción fue verdaderamente espectacular. Le bastó esa década, de 1844 a 1854, para convertir los caminos de España en vías seguras, en vez de despensa de malhechores. Y desde el primer momento pudieron los bandidos comprobar que tenían un grave problema.

Pero como decimos, no fue esta, con ser quizá la más relevante, y la que en última instancia había motivado su constitución, la única misión que le tocó llevar a cabo a la recién nacida Guardia Civil. Para apreciar la magnitud del logro, quizá convenga repasar antes esas otras encomiendas que recibió, de un gobierno sacudido por todas partes y que vio pronto en los hombres de Ahumada al más competente de sus auxiliares para contener a sus múltiples enemigos.

Ya en octubre de 1844 tuvo que intervenir para liquidar una conspiración esparterista en Madrid, que pretendía el asesinato de Narváez y tras la que estaba, entre otros, Juan Prim y Prats, indultado al final por el presidente, por la amistad que los unía (y las súplicas de su madre). En noviembre fue el general Zurbano el que se sublevó en Nájera, con escasos efectivos, en una intentona suicida que redujo la Guardia Civil de Logroño persiguiendo a los rebeldes hasta el puerto de Piqueras. Tras caer prisionero, el general fue fusilado. En la primavera de 1846, los progresistas, mejor organizados, lanzaron una rebelión a gran escala en Galicia, dirigida por el coronel Solís y el brigadier Rubín, y a la que se sumaron casi todas las guarniciones de la región, excepto Coruña y Ferrol. El teniente general Manuel Gutiérrez de la Concha organizó la resistencia gubernamental, basada en pequeñas columnas móviles encabezadas por guardias civiles, que minaron la moral de los esparteristas y acabaron haciendo cundir el desánimo en sus filas. En menos de un mes, Rubín acabó pasando a Portugal y Solís, desalojado de su bastión de Santiago, capituló en Orense. Sometido a consejo de guerra junto a sus oficiales, murió fusilado el 29 de abril.

La dureza de la represión no impidió que hubiera otras asonadas progresistas. Como el motín de agosto en Madrid, disuelto expeditivamente por el 1er Tercio de la Guardia Civil, que practicó 300 detenciones, o la de noviembre en Valencia, capitaneada por un sargento, también capturado por los hombres del cuerpo. El partido moderado fue generoso con los guardias civiles. Les repartió numerosas cruces de María Isabel Luisa y ocho de San Fernando de primera clase.

Pero los moderados no solo tenían problemas a siniestra, sino también a diestra, y frente a ellos hubieron de emplearse igualmente los sufridos beneméritos. Si la sucesión en el trono de Isabel II dio lugar a la primera guerra carlista, la cuestión de su casamiento abriría nuevas crisis. Al principio la madre de la reina pretendió que desposara al conde de Trápani, su hermano (y tío de Isabel II). Pero Narváez le puso el veto, lo que condujo a la dimisión del presidente en febrero de 1846, aunque siguió controlando el ejército y regresó a la presidencia un mes más tarde, para volver a dejarla en abril. Por otra parte, los carlistas pretendían que la reina se casara con Carlos Luis, conde de Montemolín, e hijo de Carlos María Isidro, que había abdicado en él de sus derechos dinásticos. Pero Montemolín no aceptaba ser solo rey consorte, con lo que al final la reina se casó en octubre de 1846 con otro primo, Francisco de Asís, hombre de voz atiplada y buen carácter, pero escasa energía, a quien se acabaría conociendo con el hiriente apodo de Paquita. La segunda guerra carlista estaba servida.

Los elementos carlistas no habían dejado de infiltrarse en las regiones fronterizas, y por las tierras del País Vasco, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo circulaban agitadores y partidas que pronto toparon con la Guardia

Civil. En Cataluña esta se empleó con prudencia (por su escasez de efectivos)

contra los trabucaires, que en seguida se percataron de que hacían frente a un ene

migo mucho más organizado, motivado y capaz que el ejército. Esa experiencia

sirvió a los guardias para tomar conocimiento del terreno, lo que les sería extremadamente útil para enfrentar la revuelta de los matiners, término con el

que se conocería la segunda guerra carlista y que procede de la premura con que se alzaron y de la necesidad que tenían estas partidas guerrilleras de levantar los campamentos de madrugada para no ser sorprendidos.

La revuelta fue instigada por Montemolín desde Londres, donde estaba refugiado tras haberse fugado de su confinamiento en Francia. Las primeras acciones, a comienzos de 1847, encabezadas por los jefes guerrilleros Tristany y Ros de Eroles, tuvieron como objetivo preferente a los destacamentos de la Guardia Civil, que se defendieron con denuedo. Tomaron el relevo jefes como los autonombrados coroneles Boquica Gonfaus, contra los que lucharon los generales Pavía y Gutiérrez de la Concha. Este, como había hecho en Galicia frente a los rebeldes progresistas, recurrió a los disciplinados guardias, que entraron con frecuencia en refriega con los montemolinistas y fueron, de nuevo, profusamente condecorados. El gobierno trató de combinar la dureza con las ofertas de indulto, pero los recalcitrantes matiners no solo no cedían, sino que se permitían provocaciones como la entrada en abril en la ciudad de Barcelona, en lo que hoy es el barrio de Sants, donde sembraron el pánico. En julio, Ramón Cabrera, designado por los rebeldes como capitán general de Cataluña, Aragón y el Maestrazgo, cruzó la frontera de Francia. Traía con él unos mil montemolinistas, que pronto aumentaron hasta diez mil, con la recluta que iba haciendo a su paso por los pueblos. Formó cuatro pequeñas divisiones y diecisiete partidas que denominó batallones. Al frente puso a los jefes guerrilleros que habían brillado en las escaramuzas previas.

En el mando de las tropas gubernamentales se sucedieron los generales Pavía y Fernández de Córdoba, con resultados bastante poco alentadores, que culminaron en el descalabro de noviembre en Aviñó. Ello condujo al nombramiento, de nuevo, del general Gutiérrez de la Concha, que empezó a invertir el curso de la campaña, hasta que, en abril de 1849, Montemolín, que pretendía pasar a España para alentar la revuelta, fue detenido por unos aduaneros franceses. Su captura provocó el desánimo de sus partidarios. En el Maestrazgo, las partidas de Gamundi y Rocafurt sucumbieron ante el destacamento especial que la Guardia Civil envió a Caspe, donde el sargento del cuerpo José Buil se distinguió en la defensa del castillo, asaltado por los montemolinistas aprovechando que el grueso de las tropas se hallaban en misión de reconocimiento. En Cataluña, Cabrera logró eludir el acoso gubernamental, pero el 18 de mayo de 1849 se vio obligado a cruzar nuevamente en retirada la frontera. Los hombres del duque de Ahumada, el mismo que ya lo pusiera en fuga una década atrás, tuvieron no poca intervención en su derrota. Y no solo en el teatro de operaciones donde actuaba el llamado Tigre de Tortosa, sino en los demás lugares donde logró prender la rebelión montemolinista. En Burgos mantuvieron a raya al coronel Arnáiz, más conocido como Villasur que en Hontomín trató en vano de reducir a los pocos guardias que defendían la casa-cuartel a las órdenes del cabo Juan Manuel Rey. Incluso llegó a fusilar ante sus ojos al guardia Calixto García, puesto de rodillas para la ejecución. En León, el capitán Villanueva acabó con la partida de Muñoz Costales, después de que este se apoderase de dos cuarteles. En Toledo los beneméritos neutralizaron al comandante Montilla y al brigadier Bermúdez. Y en Navarra y País Vasco, los hombres del cuerpo desmantelaron la partida de Andrés Llorente en Estella y apresaron en Zaldivia al jefe de la rebelión en ese territorio, el general Alzáa, gentilhombre de Montemolín, que fue expeditivamente fusilado.

La efectividad de la Benemérita para librar al gobierno de todos sus adversarios políticos quedaba pues acreditada, hasta extremos que llegaron a preocupar al propio Ahumada. La significación de los guardias en la lucha contra progresistas y carlistas los hizo tan queridos a los ojos de los afines al gobierno como objeto de aversión por buena parte de la población, lo que iba en perjuicio no solo de su misión esencial, el mantenimiento del orden público, sino de su necesaria aceptación por parte de la ciudadanía. El duque así lo advirtió al Gobierno, que desoyó sus protestas, lo que movió al fundador a pedir el relevo de su cargo, aunque su petición no fue atendida.

Otro frente, más neutral desde el punto de vista político, pero no menos exigente para los hombres del cuerpo, fue la represión del contrabando. Esta tarea, encomendada fundamentalmente al cuerpo de Carabineros, en tanto que responsable principal del resguardo fiscal de las fronteras, también la asumió la Guardia Civil, con arreglo al criterio expuesto por el duque en el capítulo XI de la cartilla: al ser una infracción de la ley, los guardias estaban obligados a perseguir todo contrabando del que tuvieran noticia, sin perjuicio de la competencia del cuerpo fronterizo. Y no se trataba de un empeño de segundo orden. Los contrabandistas de la época estaban bien organizados y eran en extremo violentos. Desde Gibraltar pasaban tabaco y tejidos, por la frontera pirenaica atravesaban el ganado y las armas, y en el interior del país se traficaba con moneda falsa y pólvora. A veces se hacía a gran escala, con alarde cuasi-militar. El 4 de junio de 1846 un contingente de 600 hombres de a pie y 200 a caballo se presentó en el puerto de Guaiños (Almería) para proteger el paso de un gigantesco alijo. Sobra decir que los carabineros del lugar fueron impotentes para evitarlo. Desde su despliegue, los guardias se emplearon en reducir este fenómeno, no muy diferente en su mecánica armada de la lucha contra bandoleros y guerrilleros carlistas, cosechando éxitos como del cabo Molero, del puesto de Huércal-Overa (Almería), que marchando a pie hasta Pechina (es decir, unos cien kilómetros) logró, tras interceptar un contrabando de pólvora, localizar la fábrica que la producía, para luego, sin arredrarse por el esfuerzo, volver a pie al punto de origen. Otra dificultad que hubo que vencer fueron los frecuentes intentos de compra por parte de los contrabandistas, como los tres mil quinientos duros que le ofrecieron al cabo González, comandante del puesto de Alhabia (Almería), tras encontrar en una cueva cuarenta y cuatro fardos. El cabo rechazó el soborno, que representaba unos veinte años de su sueldo, como rechazarían los guardias que apresaron a cuatro contrabandistas en el caserío de Matasanos (Córdoba) los cuatro reales ofrecidos por estos. Según las crónicas, uno de los guardias respondió, despectivo: «No hay oro en todo el mundo para comprarnos».

Pero de todos los servicios que le tocó asumir a la Guardia Civil su década fundacional, quizá ninguno fuera tan ingrato como las condiciones de presos. Antes de que existiera el ferrocarril, los traslados de presos eran una verdadera odisea, que complicaba el sistema penitenciario español de la época: depósitos correccionales para las condenas hasta dos años, cárceles peninsulares para delitos castigados con hasta ocho años y presidios de África para penas superiores. Como consecuencia, los guardias tenían que emprender con los reclusos, prendidos en la famosa «cuerda de presos», viajes de cientos de kilómetros a pie, sometidos a las inclemencias del tiempo y expuestos a toda suerte de accidentes. Una experiencia infrahumana para unos y otros, como lo eran las prisiones a que los conducían. Bien podía suceder que antiguos cómplices de algún prisionero los atacare en despoblado, para liberar al compinche, como le sucedió en julio de 1848 al guardia Miguel Prades, de Valencia, que resultó gravemente herido en la refriega, pero mantuvo al reo bajo su custodia. Tampoco cabía excluir que la gente reaccionara con violencia hacia los así conducidos, lo que llevó al duque de Ahumada, siempre escrupuloso y previsor, a dictar sus instrucciones para el particular: «Todo preso que entre en poder de la Guardia Civil debe considerarse asegurado suficientemente y que será conducido sin falta alguna al destino que las leyes le hayan dado: así como ellos mismos deberán creerse justamente libres de insultos, de cualquiera persona, sea de la clase que fuese, y de las tropelías que a veces suelen cometerse con ellos. El guardia civil es el primer agente de la justicia, y antes de tolerar que estas tengan lugar, debe perecer, sin permitir jamás que persona alguna los insulte, antes ni después de sufrir el castigo de la ley por sus faltas» (art. 2 del Capítulo XII de la Cartilla). Viendo el espectáculo que en nuestros días se produce con los detenidos a la puerta de los juzgados, se comprende que, todavía hoy, Ahumada sería un adelantado a su tiempo, en punto a la protección y respeto debido a los privados de libertad.

Por lo demás, el servicio, en el que los guardias habían de compartir las mismas fatigas que los penados (o más, como muestra el caso de unos guardias que conduciendo a un octogenario desfallecido a la altura de Galapagar, lo acabaron cargando a hombros), además de vigilarlos y defenderlos si era menester, dio no pocos sinsabores a los miembros del cuerpo. Las fugas se castigaban severamente, con el arresto inmediato del agente responsable en el mejor de los casos. Para prevenirlas, los guardias acabaron recurriendo a diversas astucias. La más famosa de ellas, despojar a los reos de cintos, tirantes y hasta botones, para que no pudieran caminar sin sostenerse los pantalones con las manos, lo que impedía el braceo inherente a la carrera, so pena de verse trabados por los tobillos por la prenda en cuestión.

Otros servicios de mayor lucimiento y prestigio prestados por los guardias fueron el socorro de náufragos (como los de la goleta inglesa Mary, embarrancada en la desembocadura del Guadalquivir el 9 de abril de 1848), entre otros muchos de índole humanitaria, con ocasión de incendios, inundaciones y otras catástrofes. De su significada actuación en este campo acabaría sacando el famoso apelativo de Benemérita (o lo que es lo mismo «digna de galardón»). Pero para completar el relato de su intensivo aprovechamiento en esta primera época, hemos de reseñar aún el servicio que prestan en campaña, formando parte del cuerpo de ejército expedicionario que en junio de 1847, bajo las órdenes del general Gutiérrez de la Concha, pase Portugal para ayudar al gobierno de ese país a sofocar la revuelta dirigida por la llamada Junta Revolucionaria de Oporto. Concha logró la capitulación de la plaza (lo que le valió la concesión del título de marqués del Duero) la Guardia Civil se encargó del mantenimiento del orden en la ciudad recién conquistada, con arreglo a las nuevamente escrupulosas instrucciones que había impartido al efecto el duque de Ahumada. Es de destacar que la orden de formar el destacamento la recibió el inspector general el 31 de mayo de 1847, y que en esa misma fecha cursó la orden de su formación y las «Instrucciones para el servicio de las secciones del Cuerpo de la Guardia Civil que se destinen a los Ejércitos de Operaciones». Siete días después quedaban aprobadas por Real Orden. Una muestra más de la diligencia pasmosa con que el cuerpo, bajo el impulso de su fundador, iba asumiendo las misiones encomendadas, pese a su variedad y lo escaso de sus efectivos.

Pero volvamos a lo que puede considerarse como la misión principal de la Guardia Civil en este periodo inicial, o al menos, la que, según se desprende de todos los textos fundacionales, influyó de forma más determinante en su formación: la seguridad de los caminos y la lucha contra el bandolerismo. Hay que comenzar diciendo que el del bandolerismo español es un fenómeno complejo, tan popular (y hasta célebre) como superficialmente conocido. En su génesis influyen una serie de factores, algunos digamos justificativos, como las desigualdades sociales y la pobreza derivada del atraso endémico del país y del inadecuado e injusto reparto de las tierras, tanto por su acumulación desproporcionada en algunas regiones (Extremadura, Andalucía) como por su atomización excesiva en otras (en el Norte del país). Otros factores que podríamos denominar objetivamente favorecedores fueron la áspera orografía del territorio, que facilitaba emboscadas y la ocultación de las partidas, y la deficiencia de la red viaria, que permitía a los salteadores, buenos conocedores del terreno, golpear una y otra vez con grandes garantías de éxito. Todas estas circunstancias, más algún gesto de generosidad o valor por parte de tal o cual bandolero (rasgo común en la psicología del gangster exitoso, de cualquier era y lugar) desembocaron en una visión romántica del oficio, que curiosamente ha caracterizado la percepción que de él ha venido prevaleciendo hasta nuestros días, con el refuerzo nada baladí de algún serial televisivo que tenía como gallardo héroe al desvalijador del prójimo.

Pero además de todo esto, existían razones más oscuras, en las que entramos de lleno en las motivaciones puramente asociales, y difícilmente asumibles, que estaban detrás de estas conductas. El bandolero tenía un modo de vida que lo eximía de trabajar, le granjeaba el temor y el respeto de la gente y le proporcionaba un fácil enriquecimiento. Todo ello representaba una tentación demasiado fuerte para ciertos individuos de carácter arriscado, muchos de ellos curtidos en la guerra de guerrillas contra el francés, o en las sucesivas guerras civiles que jalonaron el reinado de Isabel y por lo tanto acostumbrados a vivir peligrosamente y más proclives a rentabilizar en beneficio propio esas habilidades que a entregarse a las duras ingratas labores del campo. Hay que señalar además que en el bandolerismo español se distinguen dos fenómenos de naturaleza diversa. Uno sería bandolerismo en sentido propio, protagonizado por esos outsiders que de su arrojo y desprecio de la ley lograban vivir de sus fechorías. El otro es que se dio en llamar bandolerismo reflejo: el que, organizado por los caciques locales, aprovechando la inseguridad reinante y la posibilidad de imputar el crimen a otros bandoleros, les llevaba a armar y mantener partidas que asolaban la propia región donde incluso los organizadores desempeñaba responsabilidades públicas. Por eso, no debe sorprender que, cuando Guardia Civil comenzó a atacar el asunto, enviara a prisión a no pocos alcaldes, jefes clandestinos de otras tantas partidas de salteadores. Así ocurría por ejemplo con el de Malcocinado (Badajoz), que había formado una banda con dos empleados del ayuntamiento, o el de Pina (Teruel) que no solo actuaba como consejero de la partida del cabecilla el Segundo, sino que les custodiaba además las armas. Lo que plantea un llamativo paralelismo en este punto de la acción de la Guardia Civil con la labor de las Hermandades castellanas en la época medieval, al defender a la población de los atropellos de los caciques de entonces, los alcaides de castillos y fortaleza

Ya lo fueran en sentido propio o respondiendo a este mecanismo reflejo, en cualquier caso los bandoleros suponían en España una calamidad pública de primer orden, por el daño que producían a la economía del país pero también a la integridad y la dignidad de las personas. No solo eran violentos sus robos, con rotundas técnicas de intimidación que buscaba anular a sus víctimas; aprovechándose del miedo que infundían, y de la impunidad de que gozaban, se servían de la fuerza para tomar por ella otros objetos de su codicia. No era nada infrecuente, más bien al contrario, que las mujeres sorprendidas por los bandidos en los caminos, o en los cortijos y las casas rurales aisladas, se vieran obligadas a satisfacer otro tributo, que servía para que el matón de turno calmara sus muy viriles ardores.

Como ya anticipamos, los criminales camineros pudieron intuir muy pronto que con la llegada de los guardias civiles su época dorada tocaba a su fin. Uno de los primeros avisos lo recibieron en la carretera de Extremadura en la noche del 7 al 8 de diciembre de 1844. Llegando la diligencia de Talavera de la Reina al término de Arroyomolinos, fue asaltada por un grupo de siete bandidos que obligaron a desenganchar las caballerías y amordazaron y vejaron a los viajeros. Cuando se daban a la fuga con el botín, fueron interceptados por una patrulla de guardias civiles, que los estaban aguardando. Viendo que tenían obstruido el paso, lucharon. Los cadáveres de seis bandoleros quedaron tendidos sobre el camino y el séptimo cayó prisionero. Para ejemplo, el jefe político de Madrid dio orden de que el carro con los cuerpos sin vida de los malhechores recorriera las calles de la ciudad escoltado por los guardias. La impresión fue memorable, y el alborozo entre arrieros y mayorales de diligencias, tan irrefrenable como entusiasta.

Hacer un repaso de todas las acciones y partidas desmanteladas en este decenio de 1844-54, o aún de una muestra escogida de ellas, excede de las dimensiones de este libro. Baste decir que cayeron una a una todas las «gavillas» (como también se las llamaba) que se habían enseñoreado de las carreteras, tanto principales (las seis radiales, sobre cuyo trazado se hicieron luego las actuales autovías) como secundarias. Por ejemplo, el clan de los Botijas, que controlaba implacablemente el paso por Despeñaperros, en la carretera de Andalucía, o la banda que sembraba el terror a la altura de El Molar, en la de Francia. Para ello, los guardias combinaron toda suerte de técnicas, desde aguardar al acecho a los bandoleros en los puntos donde solían atacar, hasta viajar escondidos en las propias diligencias. Con frecuencia debían entrar en combate con los criminales, nada dados a rendirse a la autoridad, y a menudo, por lo autoridad, y a menudo, por lo primitivo de su armamento de fuego, se luchaba cuerpo a cuerpo. No pocas muertes de bandidos por «estocada», es decir, por herida de arma blanca, registran los partes de la época.

Como ejemplo notable de todas estas acciones podemos reconstruir la singular historia del verdadero Curro Jiménez, el barquero de Cantillana, que inspiró la famosa serie televisiva, tan atractiva como llena de inexactitudes en su presentación de la figura del bandido. De hecho, Francisco López Jiménez, que tal era su nombre, nunca luchó (ni pudo hacerle contra los invasores franceses, ya que nació en 1820, y mucho menos contra ningún miguelete, ya que no los había en el extremo occidental de Andalucía, que fue su área exclusiva de actuación. Sin duda alguna, su acción más sonada fue el asesinato de Juan Guzmán, alcalde de La Algaba, que secretamente había organizado la partida del llamado Matasiete, un ex presidiario que con otros veinte hombres trató de sorprender por encargo de Guzmán al famoso caballista, para eliminar la competencia. Tras adelantarse a sus atacantes, y desembarazarse de buena parte de ellos, Curro acabó con el instigador. Esta masacre tuvo lugar cuando aún la Guardia Civil no había llegado a la provincia, y la batida que emprendieron seis compañías del ejército fue infructuosa. Irónicamente, fue este bandido uno de los primeros detenidos por la Guardia Civil. En enero de 1845 lo atrapó el sargento Norcisa, comandante del puesto de Cantillana, su pueblo natal. Pero poco después el escurridizo criminal se fugó de la cárcel, aprovechándose de la escasa seguridad de los centros penitenciarios de la época. Todo un revés para los guardias, que vino a completarse cuando la partida de Jiménez les causó uno de los primeros muertos en su lucha por asegurar los caminos, el guardia Francisco Rieles. En sucesivos encuentros aún hirió a otros tres miembros del cuerpo. Pero tras un enfrentamiento, de nuevo, con los guardias del puesto de Cantillana, la banda quedó maltrecha y durante dos años pareció que Curro Jiménez se había esfumado sin dejar rastro. Reorganizada su partida en 1848, se unió a la sedición carlista, en un movimiento más táctico que ideológico, para hallar una salida a su trayectoria criminal. Pero el sargento Lasso, comandante del puesto de Sanlúcar la Mayor, herido de gravedad en una de las escaramuzas del bandido con la Benemérita, y el teniente Castillo, jefe de la sección, se juramentaron para acabar con él. Lo lograron el 2 de noviembre de 1849, fecha en que el barquero de Cantillana murió a manos de sus encarnizados perseguidores.

Prosper Merimée había hecho famoso, tiempo atrás, a José María el Tempranillo (también llamado por sus paisanos Medio Peo) forjando con su figura el arquetipo del bandido romántico. Pasado el ecuador del siglo, otro viajero francés, el barón de Davillier, escribió: «De los bandoleros ya no queda en España más que el recuerdo. Hoy los caminos son absolutamente seguros gracias a la activa vigilancia de los civiles». Los hombres del duque habían ganado su primera gran batalla.


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