Capítulo 12

Julio de 1936: tricornios decisivos

Entre el 18 y el 19 de julio de 1936, tres aviones despegan de tres lugares distintos con un general a bordo. Un pequeño bimotor militar Dragón Rapide lo hace en la madrugada del 18 desde el aeródromo de Getafe, en Madrid. Otro Dragón Rapide, esta vez civil, lo hace pasadas las dos de la tarde del día 18 del aeródromo de Gando, en Las Palmas de Gran Canaria. Por último, un hidroavión militar Savoia S-62 despega a las once de la mañana del 19 de aguas de Mallorca. La Historia, con la inestimable ayuda del cine, recuerda bien al pasajero del segundo de estos aviones: el general Francisco Franco Bahamonde, actor señalado de la guerra marroquí y de la represión de la revuelta obrera asturiana de 1934, como hechos de armas más notorios de su carrera. Mucho menos se recuerda, empero, a los otros dos generales.

El que ocupa el primero de los aviones citados es el general Miguel Núñez de Prado, otro veterano de Marruecos, donde se ha distinguido no menos que Franco, al que de hecho tuvo a sus órdenes en las operaciones de reconquista de la zona de Melilla tras el desastre de Annual. El que viaja en el hidro, por último, es el general Manuel Goded Llopis, otro militar curtido en la revuelta asturiana y antes en la lucha con los rifeños, frente a los que se batió con arrojo en el desembarco de Alhucemas de septiembre de 1925. Tres aviones, tres generales africanistas y tres destinos muy distintos, que sirven como metáfora de lo que fueron el alzamiento militar y la guerra civil que estalló en el verano de 1936. Elegimos sus historias porque no solo valen a estos efectos, sino también para ilustrar la diversa suerte que jugó y corrió, según los lugares, el colectivo al que van dedicadas estas páginas.

Es curioso consignar que de los tres generales, uno viste de paisano, y los otros dos, en cambio, portan el uniforme que acredita su condición. Uno se dirige a su destino sin demasiada prisa, haciendo incluso una escala de una noche que demora su llegada hasta el día siguiente, mientras que los otros dos apremian al piloto a que llegue cuanto antes. Uno va a sobrevivir a aquel verano y a medrar con sus consecuencias. Los otros dos, ni lo uno ni lo otro. El lector perspicaz habrá acertado que el general de paisano, sin prisa y superviviente es el mismo, y que los otros dos son los que reúnen las tres circunstancias opuestas. La clave está en dónde aterriza cada uno, y con qué intenciones.

Franco, el futuro caudillo, toma tierra bien entrado ya el día 19 en el aeródromo de Sania Ramel, en Tetuán. Allí lo reciben el coronel Sáenz de Buruaga y el teniente coronel Yagüe, que se han asegurado de que las tropas del protectorado secundan plenamente la rebelión militar contra la República, de hecho iniciada el día 17 de julio en las plazas africanas. Con esta garantía, que lo es de las unidades más combativas y acreditadas del ejército español, Franco, que se ha puesto ya su uniforme, se presenta en Tetuán para encabezar el movimiento. Núñez de Prado, en cambio, aterriza en Zaragoza, desde donde han llegado al gobierno, al que se mantiene leal, preocupantes noticias sobre la posible adhesión a la revuelta del jefe de la división orgánica aragonesa, el ex inspector general de la Guardia Civil Miguel Cabanellas. En cuanto a Goded, baja del avión en la Aeronáutica Naval de Barcelona, ciudad donde según todas las noticias la rebelión se encuentra en comprometida situación, por haberla advertido a tiempo el gobierno de la Generalitat y haberse movilizado contra los rebeldes las masas populares y las fuerzas de orden público. Franco entra entre vítores en Tetuán, aclamado por las tropas sublevadas como su jefe indiscutible. Núñez de Prado se encuentra con que Cabanellas, respaldado por las tropas y la Guardia Civil de Zaragoza, ha dominado ya la provincia para unirla a la rebelión. La entrevista con el sedicioso, lejos de concluir en la persuasión que confiaba lograr por su antigua camaradería africana, termina con su arresto. Posteriormente Núñez de Prado será trasladado a Pamplona y puesto a disposición del general Mola.

Goded se presenta en el edificio de la Capitanía General de Barcelona, donde arresta y destituye al general Llano de la Encomienda, opuesto a sumarse al golpe. Con las fuerzas que lo obedecen, planta cara a la Guardia de Asalto y a las milicias anarcosindicalistas que se han echado a la calle, pero empieza a intuir que su lucha carece de sentido cuando ve avanzar contra él los tricornios de la Guardia Civil. Siguiendo instrucciones del jefe de la zona, el general José Aranguren, el coronel jefe del Tercio Urbano de Barcelona, Antonio Escobar, ha puesto a sus guardias a las órdenes de la Generalitat, escenificando el gesto con una orden de vista a la izquierda al pasar la formación benemérita por la Via Laietana frente a la Conselleria de Ordre Públic, donde a la sazón se encuentra el president Lluís Companys. Escobar y los suyos se dirigen hacia las calles donde grupos de guardias de Asalto y paisanos encabezados por los belicosos anarquistas Ascaso y Durruti se baten contra las tropas de los cuarteles del Bruc y de Lepanto. La decisiva intervención de los disciplinados civiles desequilibra el combate en contra de los militares sublevados. Goded se resiste a rendirse, a lo que lo insta el general Aranguren, pero cuando esa misma tarde los cañones empiezan a bombardear el edificio de Capitanía, el también general alzado Fernández Burriel comunica a los sitiadores la capitulación de los rebeldes. Los mossos d'Esquadra salvan por poco a Goded del linchamiento y lo llevan a presencia del presidente de la Generalitat, Lluís Companys, que le hace leer una declaración por radio: «La suerte me ha sido adversa y yo he quedado prisionero. Por lo tanto, si queréis evitar el derramamiento de sangre, los soldados que me acompañáis quedáis libres de todo compromiso».

Sometido a consejo de guerra, el frustrado jefe de la sublevación en Cataluña acaba sus días fusilado en los fosos de Montjuic, por donde tantos otros pasaron antes, según hemos ido recogiendo en nuestro relato. Es el 12 de agosto de 1936. En cuanto al general Núñez de Prado, no llegará a vivir tanto, ni a beneficiarse de un proceso, así sea sumario y de escasas garantías. Las manos en las que ha caído, las del general Mola, son las peores que podría imaginar. Se trata del cerebro del golpe militar, el conocido como el Director, calidad en que firma sus siniestras «instrucciones reservadas», donde puede leerse, por lo que a Núñez de Prado incumbe, lo siguiente: «Ha de advertirse a los tímidos y vacilantes que el que no esté con nosotros, está contra nosotros, y que como enemigo será tratado. Para los compañeros que no son compañeros, el movimiento será inexorable». Congruente con ese principio de actuación, Mola manda fusilar a Núñez de Prado el 24 de julio de 1936.

La figura de Mola, «ingeniero» del alzamiento militar contra la República, merece algún detenimiento. Nacido en Santa Clara, Cuba, en 1887, hijo de un capitán de la Guardia Civil y de una natural del país, había pasado su adolescencia entre Gerona y Málaga, donde adquirió una mediana instrucción que unida a sus innegables dotes intelectuales lo predispuso para ser, tras su incorporación a la Academia de Toledo en 1904, un militar algo más cerebral que la media de sus compañeros. En los tiempos que le tocó vivir, los de las campañas africanas, abundaba más otro tipo de oficial, temerario y no en exceso cultivado. Ello le permitió, tras hacer una carrera razonablemente lucida en Marruecos, donde mandó tropas indígenas, alcanzar el cargo de director de Seguridad de la agonizante monarquía, pecado que luego le tocaría purgar. Enviado a la reserva tras el golpe de Sanjurjo, rehabilitado gracias a la derrota de las izquierdas en 1933, fue de nuevo castigado con el traslado a un destino menor, el gobierno militar de Pamplona, tras el retorno de Azaña al gobierno en 1936. Lo que hasta parece benigno, en su condición de autor de un panfleto ofensivo titulado El pasado, Azaña y el porvenir. A lo largo de estos años desarrolló un odio visceral hacia el marxismo y el comunismo, a los que creía a punto de apoderarse del país. Desde su destierro en Pamplona, se aplicó a organizar la rebelión, contactando con cuantos militares desafectos a la República pudo encontrar. Entre otros, el exiliado Sanjurjo, al que ofreció ser cabeza de la sublevación. También implicó a los carlistas, aunque a punto estuvo de romper con ellos por engorrosas diferencias sobre si el nuevo estado debía ser una república o una monarquía.

Fue él quien diseñó la estrategia y fijó la fecha del alzamiento para el 18 de julio, tras el detonante que le proporcionara el asesinato de Calvo Sotelo, aunque las tropas africanas finalmente se adelantaran a la larde del 17. Y fue él, también, quien en las aludidas instrucciones reservadas marcó la pauta despiadada que iba a dominar la sublevación: «Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo, que es fuerte y bien organizado. Desde luego, serán encarcelados todos los directivos de los partidos políticos, sociedades o sindicatos no afectos al movimiento, aplicándoles castigos ejemplares a dichos individuos para estrangular los movimientos de rebeldía o huelgas». La exhortación a esta violencia extrema, entre otras cosas, venía marcada por una constatación previa, también recogida en las instrucciones reservadas: que tanto en Madrid, donde la sublevación no contaba con apoyos suficientes, como en otras grandes ciudades, es decir, allí donde había contingentes importantes de Guardia Civil y Guardia de Asalto, unidades mucho más preparadas y disciplinadas que el precario ejército de soldados de reemplazo que iban a movilizar los rebeldes, era harto probable que la rebelión fracasara. Ello determinaba la necesidad de asegurarla en las ciudades más pequeñas y las zonas rurales, para marchar cuanto antes sobre la capital y reducirla.

Como demostró la actuación de Escobar en Barcelona, pero también la de las unidades de la Guardia Civil de Madrid, que contribuyeron a aplastar la rebelión encabezada por el general Fanjul, o las de Valencia, Bilbao y Málaga, igualmente determinantes para que esas ciudades permanecieran leales al gobierno, el Director, que no en vano se había criado en una casa-cuartel de la Benemérita, no andaba descaminado en su previsión. Cifraba Mola sus principales esperanzas, además de sus propias fuerzas, en el ejército de África; en Zaragoza, donde se había asegurado la cooperación del masón Cabanellas (pese a su aversión a la masonería); y en Sevilla, donde contaba con el general Queipo de Llano, protagonista de un abrupto viaje, desde el republicanismo más militante (como líder de la ARM, el grupúsculo de militares que conspiraron por la república en 1930) hasta su activa participación en el golpe, con encarnizado cumplimiento de las directrices de Mola para la eliminación del adversario. Queipo, que como republicano dejara sentenciado para la posteridad que hasta el 14 de abril de 1931 el ejército no había sido más que «una corporación de lacayos al servicio de la Casa de Borbón», que había sido premiado con generosidad por la República, y que en la fecha del alzamiento dirigía el cuerpo de Carabineros, se revelaría finalmente, en combinación con Franco y sus tropas africanas, como organizador de la principal plataforma ofensiva de los rebeldes sobre Madrid. Nada que deba extrañarnos, en un país tan pródigo en personajes capaces de luchar a muerte por una idea y contra ella. Y una paradoja más: el cuerpo que dirigía Queipo no lo secundó y permaneció mayoritariamente leal al gobierno.

Los rebeldes se hicieron también con Galicia, la mayor parte de Castilla La Vieja y León y la mitad norte de Extremadura. A Mola, en cambio, le falló Cataluña, que había contado con levantar pese al escollo de Barcelona, y también se vio sin la Armada y la Aviación, que en buena medida no secundaron el golpe. El día 20 de julio, el general Sanjurjo moría al estrellarse con el avión que lo traía de Portugal. Este contratiempo, unido a todos los anteriores, causó en Mola, según su mordaz biógrafo Blanco Escola, un abatimiento rayano en la depresión. Por aquellas fechas, Andalucía apenas estaba consolidada, más allá de las ciudades de Córdoba y Granada y el corredor Sevilla-Jerez, y las tropas de Aragón y Navarra, llamadas a marchar sobre Madrid, tenían que dividirse entre este esfuerzo y el de proteger Zaragoza frente a la embestida que se les venía encima desde Cataluña. A eso debía sumarse la imposibilidad de llevar a las tropas de África a la península por mar, ante la hostilidad del grueso de la flota. Entre tanto, Franco, ya entregado por completo a la rebelión y dispuesto a hacerse con sus riendas, negociaba con Hitler para que le prestara los aviones que necesitaba a fin de poder trasladar por aire a Sevilla a los legionarios y regulares de Marruecos. Mola impulsó la creación de una Junta de Defensa Nacional con Cabanellas como presidente, pero el propio designado fue consciente de su papel decorativo, a la espera de que en el seno del bando sublevado se definiesen las fuerzas. El curso de aquel verano sangriento, a cuyo término las unidades de Franco se plantaron a orillas del Manzanares, en tanto que las que había enviado Mola desde el norte se atascaban en la sierra de Guadarrama, decidió la designación del gallego como caudillo único el 1 de octubre de 1936. A partir de ahí, Mola jugó un papel subalterno, hasta su extraña muerte en accidente de aviación, el 3 de junio de 1937, en el pueblo húrgales de Alcocero. Entre los restos del avión se halló la cámara Leica que el general siempre llevaba consigo, para fotografiarlo todo.

¿Qué había sucedido, entre tanto, en el lado republicano? El golpe había pillado por sorpresa, hasta cierto punto, al gobierno. Aunque había fuertes rumores de que la rebelión era inminente, se habían creído (o querido creer) el juramento que Mola le había hecho a su superior inmediato, el general Batet, de no estar implicado «en ninguna aventura». El presidente del Gobierno, el galleguista Casares Quiroga (que ocupaba el puesto tras la elevación de Azaña a la presidencia de la República, después de la renuncia de Alcalá-Zamora) presentó en la medianoche del 18 su dimisión. Lo sustituyó el presidente de las Cortes, el ex radical lerrouxista (además de masón y Gran Maestre del Gran Oriente español) Diego Martínez Barrio, que al frente de un breve gobierno de conciliación logró parar el golpe. Incluso llegó a hablar con Mola, que le dijo que ya no podía echarse atrás, porque los «bravos navarros» que se habían puesto a sus órdenes lo matarían. Logró no obstante Martínez Barrio contener la sublevación en la mayor parte del país, manteniendo la fidelidad de no pocas unidades del ejército (especialmente, como se dijo, de la Armada y la Aviación), la inmensa mayoría de los miembros de los cuerpos de Seguridad y Asalto y Carabineros y algo más de la mitad de los efectivos de la Guardia Civil. Por su distribución y calidad, no obstante, los guardias leales a la República pesarían mucho más que los rebeldes. Para empezar, de los siete generales del cuerpo, tan solo se alzó uno. Y la lealtad de los beneméritos de Cataluña, Madrid y Levante sería crucial para articular la sólida columna vertebral de la España republicana que, sin contar con nada ni medio comparable a los generosos apoyos que recibió Franco de las potencias del Eje, iba a ser capaz de plantar cara durante tres años a la maquinaria bélica que levantaron los sublevados.

No es tarea fácil describir la actitud de la Guardia Civil ante el golpe. Resumiendo mucho, podemos decir que hubo lugares donde poco o nada pudo decidir. Volviendo a los tres escenarios con que abríamos este capítulo, tal fue el caso del protectorado marroquí, donde la fuerza de los sublevados era tal que habría sido suicida oponérseles. No quiere esto decir que no hubiera quienes dentro del cuerpo arrostraran ese riesgo. Para ejemplo, el comandante Rodríguez-Medel, jefe accidental de la comandancia de Pamplona, el corazón del levantamiento, que murió por ir allí a oponerse a este (a manos de sus propios hombres, hecho peculiar en la historia benemérita); pero como puede comprenderse, su osadía no fue la norma. En segundo lugar, hubo otros sitios donde la Guardia Civil habría podido contribuir a inclinar la suerte del lado de la República, o cuando menos a dificultar el triunfo de la sublevación, pero optó por sumarse a esta, como fue el caso de Zaragoza (o el de Sevilla y otras capitales andaluzas). Y por último, hubo lugares donde su intervención, al servicio decidido de la legalidad republicana, llevó a aplastar la rebelión: el caso de Barcelona y de otras ciudades, donde los beneméritos, codo a codo con los guardias de Asalto y los ciudadanos en armas, convertidos en inequívocos soldados del pueblo, fueron claves para derrotar a los sediciosos.

Afirma Aguado Sánchez que la Guardia Civil no se sentía a gusto con la República, lo que a su juicio obedecía a la evidencia de que la República, pese a haberse apoyado en ella en su proclamación, no quería a la Guardia Civil. Ambas afirmaciones tienen un fondo de verdad incuestionable, que vuelve tanto más meritoria la conducta de esos cientos de jefes y miles de hombres del cuerpo que el 18 de julio decidieron seguir acatando la ley y enfrentarse a unos militares que entre otras cosas decían venir a reivindicarlos frente a la campaña de acoso que sufrían desde la izquierda radical. El propio Franco había declarado, meses antes del golpe, que no pensaba sublevarse, salvo si llegaba la hora del comunismo o disolvían la Guardia Civil. Pero, tomada en un sentido absoluto, la aserción del historiador del cuerpo admite alguna discusión. Había entre la Guardia Civil una porción, no del todo desdeñable, de oficiales y agentes que simpatizaban con la República. El autor cuenta con el testimonio de su tío abuelo, guardia civil en Málaga en el verano de 1936. Según sus recuerdos, los guardias eran mayoritariamente republicanos, y llegaban a enfrentarse a los oficiales por su despotismo, como ilustran dos anécdotas. En cierta ocasión, un teniente recién llegado del Tercio le preguntó a otro, veterano del cuerpo, si allí se pegaba, como era costumbre hacer con los legionarios insumisos. El oficial veterano le respondió que hiciera como mejor creyera, pero que recordara que allí cada uno llevaba colgada una pistola. Elocuente fue, también, la forma de pedir que se indultara de la pena de muerte a un guardia que había matado a su cabo, por aprovechar mientras lo enviaba de correría para entenderse con su mujer. Estando todos los oficiales en el patio del cuartel, los guardias les arrojaron encima el retrato del director general. Al final el guardia fue indultado. Con este ambiente, no sorprenderá que en Málaga la Guardia Civil no secundara el alzamiento, pese a recibir en los primeros momentos órdenes en tal sentido de algunos oficiales comprometidos con los sediciosos y que acabaron recluidos como reos de rebelión militar en un barco-prisión. Un destino al que sin embargo escapó el capitán cajero, hombre considerado con los guardias, y al que estos facilitaron un mono de miliciano y lo ayudaron a cruzar las líneas en el frente de Estepona. Pero aparte de estos elementos más o menos díscolos, había otros muchos que, imbuidos del espíritu de Ahumada, y como demostraron en las calles el 18 de julio, continuaban dispuestos a acatar las órdenes de la autoridad legalmente constituida, pese a su disgusto por la deriva que habían tomado los acontecimientos, y aunque algunos lo hicieran con cierta tibieza, ante el fracaso consumado de aquella sublevación ejecutada con tan irregular fortuna.

Por otra parte, entre los republicanos no todos estaban tan convencidos de que la Guardia Civil era una mala hierba que debía erradicarse del solar español. Algún indicio, además, les llegaba desde fuera, como cuando se solicitó su presencia para garantizar la limpieza del plebiscito del Sarre, organizado por la Sociedad de Naciones, lo que patentizaba su prestigio internacional. De hecho, el resultado de la acción de la República a lo largo de los cinco años que vivió en paz relativa fue de potenciación del cuerpo y mejora de las condiciones de los guardias, a los que se les aumentó el sueldo (por obra tanto de los gobiernos de derechas como de los de izquierdas) y cuya plantilla se amplió hasta alcanzar cifras récord. El 18 de julio de 1936 (aunque los datos no son pacíficos) había unos 35.000 guardias civiles, tantos como nunca antes. De ellos, unos 20.000 quedaron en la zona gubernamental y unos 15.000 en la sublevada. Los que conservó a su lado la República no solo recibieron, al menos en los primeros días, la gratitud y el afecto de la población, sino que en seguida se revelaron imprescindibles para la dirección de las improvisadas tropas con que contaba el bando gubernamental, al frente de cuyas unidades se situaron no pocos miembros del cuerpo. Pero ya antes del alzamiento y de demostrarse su utilidad había en el seno de los partidos republicanos (incluso de izquierdas, como el PSOE) personas que habían aparcado sus veleidades antibeneméritas, y que al apostar por el restablecimiento del orden, para evitar que la República se viera desbordada por la revolución, no podían sino contar con la Guardia Civil. Tal era el caso de Azaña, que en su famoso discurso de Comillas de 1935 dijo estar dispuesto a contener tanto a los elementos facciosos como a las masas exaltadas, y pidió que no lo llamaran si no iban a dejarle gobernar. Algo que implicaba, sin duda, recurrir ampliamente a los guardias civiles.

No está de más retener esta idea, para comprender mejor lo que ocurrirá muchos años más tarde, cuando los herederos históricos e ideológicos de esa sensibilidad republicana moderada, al llegar al poder, establezcan con el instituto armado una relación que en nada se compadecerá con esa consideración como enemigo irreconciliable. Otra cosa es lo que sucedería en los días siguientes al alzamiento, cuando la República cayera en manos de otros sectores más radicales, estos sí, profundamente enemistados con la Guardia Civil, a la que se habían enfrentado una y otra vez, como hemos visto, con profusión de sangre y muertos por ambas partes. A partir de ahí, la subsistencia de la Guardia Civil en la zona republicana se volvería problemática y a la postre acabaría resultando inviable. El giro lo marcó la entrega de armas al pueblo decidida por el socialista José Giral, que sustituyó a Martínez Barrio al frente del gobierno el día 19 de julio. Si su predecesor, en su fugaz mandato, había intentado evitar una guerra civil, Giral actuó desde el comienzo sobre la convicción de que esa guerra ya estaba en marcha y había que sumar tantos efectivos como fuera posible a la causa de la República. En consecuencia, decidió entregar armas a las milicias, arriesgada maniobra a la que hasta entonces se había opuesto con firmeza el general Miaja, jefe de la división orgánica de Madrid. En la decisión de armar a la población apoyó resueltamente a Giral el inspector general de la Guardia Civil, el general Pozas Perea, cuyos oficios habían sido decisivos para liquidar los pocos apoyos con que contaba la sublevación en las unidades madrileñas del cuerpo y para asegurar la lealtad de las de Barcelona, debido a la estrecha relación de confianza que mantenía con el general Aranguren.

Es el momento de ofrecer algunos detalles sobre el perfil de este militar, cuya actuación sería de tanta trascendencia en aquellos días, y más a partir de su nombramiento, el propio 19, como ministro de Gobernación del gabinete Giral. Había accedido a la Inspección General de la Guardia Civil, con el grado de general de brigada, el 7 de enero de 1936, nombrado por el gobierno de transición de Pórtela Valladares p-ara suceder a Cabanellas y gestionar el orden público en los inminentes comicios de febrero. Antiguo gentilhombre de cámara de Alfonso XIII, y como el presidente del gobierno con un pasado marcadamente monárquico, Pozas había desarrollado una brillante trayectoria en Marruecos, donde entre otras acciones había mandado la columna que reconquistara en 1926 las ruinas del malhadado campamento de Annual, consiguiendo una medalla militar individual y dos ascensos por méritos de guerra. Ya en la sesentena cuando accedió al cargo, pertenecía como Pórtela a la masonería, lo que le proporcionaba provechosos vínculos a izquierda y derecha. Gracias a ellos, y a su desempeño durante los comicios, en los que los guardias a sus órdenes contribuyeron a garantizar la limpieza del proceso electoral que llevaría al Frente Popular a la victoria, y se mostraron luego poco enérgicos con algunos excesos que se produjeron en la celebración de los resultados, fue confirmado al frente del cuerpo por el nuevo gobierno de Azaña. Su diligencia para hacer frente a un primer conato de rebelión militar en marzo, con gestiones directas ante Franco y otros generales descontentos, le permitieron ganarse la plena confianza del gobierno del Frente Popular, que le sería ratificada, tras su actuación durante aquellos cruciales días de julio, con la entrega de la cartera ministerial.

Pozas envía una compañía de la Guardia Civil para ordenar el reparto de armas a los milicianos. Con los fusiles disponibles se logra armar cinco batallones. Pero el grueso de las armas (45.000 cerrojos de fusil) está en el cuartel de la Montaña, donde se han hecho fuertes los rebeldes, con el general Fanjul a la cabeza. Su situación es poco menos que desesperada, ante la negativa a sumarse a la sublevación de casi todas las unidades con que contacta. Algunas, levantadas en un primer momento, han tenido que deponer las armas; es entre otros, el estrambótico caso del regimiento de artillería de Getafe, predestinado a cubrir a Fanjul con sus baterías, pero que tras mantener un duelo de bombardeos recíprocos con la base aérea de la misma localidad, se ha rendido ante la mayor precisión de los aviadores y la presión de las masas obreras que lo hostigan. Finalmente es el propio cuartel de la Montaña el bombardeado por tierra y aire, lo que fuerza la capitulación de Fanjul el día 20, con la consiguiente irrupción de los milicianos armados en el recinto y el exterminio de sus defensores, ante la incapacidad de las fuerzas del orden para detener la matanza. El pueblo en armas ha enseñado los dientes, y no será la última vez. Con los fusiles obtenidos en el cuartel de la Montaña se armará a miles de milicianos más, que rápidamente se harán con el control de la capital.

Pero para completar este capítulo dedicado al estallido de la Guerra Civil, debemos hacer referencia a otros episodios, que se harían especialmente célebres, y en los que los guardias civiles tendrían un indiscutible protagonismo. Algunos de ellos iban a ser, además, trascendentales para el curso del conflicto, bien por afectar directamente al desarrollo de las operaciones, bien por su valor propagandístico. Nos referimos a las varias gestas defensivas (con perfiles numantinos, para no contrariar la tradición) que protagonizaron diversos jefes y numerosos agentes del cuerpo que abrazaron el bando rebelde, y en las que se puso a prueba una vez más la determinación de los beneméritos de no ceder ni un palmo de terreno ni rendir al enemigo la posición que les había sido confiada por aquellos a quienes en este trance consideraban, por convicción o por circunstancias, sus superiores.

Tal fue el caso de multitud de pequeños puestos que quedaron aislados, y cuyos comandantes se negaron a entregar las armas a la población, como les pedían los dirigentes locales del Frente Popular, o bien trataron de oponerse a los desquites, en forma de detenciones ilegales y atentados contra significados derechistas, que se desataron por doquier. Podríamos citar muchos ejemplos, en especial en las provincias de Badajoz y Sevilla. Pero quizá el más significativo sea el del puesto de Tocina, en esta última provincia, donde siete guardias civiles con sus familias, al mando del sargento Lorenzo Vega primero y, tras la muerte de este, del cabo Floriano Martínez Azón, resisten durante doce días el asedio de los milicianos. Estos, en su mayor parte mineros, les arrojan para tratar de reducirlos profusión de dinamita e ingenios incendiarios, y hasta envenenan con arsénico el pozo que les abastece de agua. Cuando el 30 de julio los libera una columna de guardias civiles, el cabo Martínez Azón, que ni siquiera estaba destinado en el puesto (el azar de la guerra lo sorprendió allí, y se unió a sus compañeros) se presenta como jefe accidental al comandante que la manda. Tras ponerse a sus órdenes y dar la novedad, le quita toda importancia a su acción, ya que, le dijo, «venían venciendo».

Otra modalidad de resistencia, en el extremo opuesto, fue la que se ofreció en las ciudades que, unidas al alzamiento gracias al aporte decisivo de los guardias civiles, mandados por jefes comprometidos con la rebelión, quedaron cercadas por el enemigo. Tal fue el caso de Guadalajara, finalmente sublevada por el empeño del comándame Pastor, segundo jefe de la comandancia, que se impuso a su dubitativo teniente coronel. En seguida fue a por ella la potente columna que mandaba el coronel Puigdengolas, con profusión de guardias chiles en sus filas, además de milicianos y miembros de otras unidades militares. Tras asegurar Alcalá de Henares para la República (con su valor simbólico, por ser la cuna del presidente Azaña) Puigdengolas marchó sobre la capital alcarreña, donde aplastó la rebelión. Parecida suerte corrió Albacete, que acabó cayendo tras sufrir un duro asedio, varios bombardeos aéreos y un feroz asalto en el que se distinguió la infantería de marina de Cartagena. Precisamente allí, a Cartagena, fueron trasladados, prisioneros, los guardias chiles sublevados. Cuarenta y tres de ellos serían fusilados en alta mar, para que no se oyesen los disparos, y arrojados al agua por los marineros leales al gobierno. Otros cuarenta desertarían nada más poner el pie en Porto Cristo, donde los enviaron como parte del frustrado desembarco del capitán Bayo para reconquistar la rebelde Mallorca para el gobierno de la República.

Pero hubo más casos análogos. Merece reseñarse la suerte dispar que corrieron las guarniciones asturianas, donde se concentró la Guardia Civil de la provincia, dejando sobre el terreno a sus familias, rodeadas del ambiente más hostil que quepa imaginar, frescas aún en la memoria la revolución del 34 y la represión subsiguiente. Volvió a quedar sitiado el cuartel de Sama de Langreo, con 180 guardias y sus familias dentro. El líder minero Belarmino Tomás los intimó a rendirse y, ante su negativa, después de dejar salir a mujeres y niños, destruyó el cuartel con explosivos. Murieron todos los defensores. Otro caso de heroísmo más allá de lo concebible fue el del guardia Antonio Moreno Rayo, que defendió él solo el cuartel de Caravia contra quinientos mineros, disparando desde diversas ventanas y resistiendo ataques con dinamita. Hubieron de fusilarlo sentado en una silla, porque ya no se tenía en pie. Las dos grandes ciudades del Principado, Gijón y Oviedo, cuyas guarniciones también secundaron la rebelión, con protagonismo de los beneméritos, vivieron sendos asedios, de desigual resultado. En Gijón, los guardias se hicieron fuertes en el cuartel de Simancas, desde donde resistieron hasta el 21 de agosto, copiosamente cañoneados por la artillería gubernamental y sin otra defensa que la del crucero rebelde Almirante Cernerá, que iba y venía frente al puerto gijonés. Al final, la resistencia fue inútil, y los defensores acabaron pidiendo al buque de guerra que bombardeara el cuartel, con el enemigo ya dentro. En Oviedo, el coronel Aranda, de nuevo con el concurso fundamental de la Guardia Civil, logra resistir tres meses de asedio, hasta que las tropas enviadas en su socorro desde Galicia rompen el cerco.

Sin embargo, el caso más notorio e influyente de este tipo de resistencia fue el que protagonizó la plaza de Toledo, donde el teniente coronel jefe de la comandancia, Romero Basart, había ordenado que se concentrara la Guardia Civil de la provincia, para secundar la rebelión. En total, acudieron unos 700 guardias, que unidos a otros 400 militares de diversas procedencias (algunos se encontraban allí de permiso) se hicieron con la ciudad. Asumió el mando el coronel Moscardó, jefe de la Escuela Central de Gimnasia, sita en el histórico edificio del Alcázar, al que se replegaron los rebeldes cuando las columnas republicanas enviadas desde Madrid hicieron acto de presencia. Lo que sucedió a continuación es sobradamente conocido. Aquellos guardias resistieron durante más de dos meses, hasta el 27 de septiembre de 1936, el ataque encarnizado de las fuerzas gubernamentales, que llegaron a emplazar 20 cañones alrededor de la vieja fortaleza y a descargar sobre ella 500 bombas de aviación y 12.000 cañonazos.

Moscardó y los guardias a sus órdenes protagonizaron una defensa desesperada, viéndose obligados a salir de los escombros de noche para robar comida o intentar enganchar el Huido eléctrico, en medio de un paisaje espectral iluminado por los potentes focos con que los rodearon los sitiadores. Largo Caballero, a la sazón ministro de la Guerra, acudió repetidas veces a Toledo, para tratar de impulsar una conquista que nunca se produjo. Los actos de heroísmo individual fueron incontables, pero quizá el más espectacular fuera el del cabo del cuerpo Cayetano Rodríguez Caridad, que antes había sido minero y que se ofreció para vigilar las minas que excavaban los sitiadores, a fin de derribar los muros del edificio llenándolas de explosivo. Murió precisamente al hacer explosión la carga situada debajo de uno de ellos. Pero aún sin muros, apostados en los escombros, los guardias siguieron resistiendo. Junto a ellos estaban sus familias, con las que pasaron todas las estrecheces del asedio, alimentándose de los caballos y hasta del pienso que se guardaba para estos. Finalmente, Franco desvió la ruta de sus columnas que marchaban sobre Madrid para liberar el Alcázar, decisión tácticamente cuestionable, pero que supuso un éxito propagandístico total.

Por último, hubo otro tipo de resistencia, más atípica, protagonizada por grupos de guardias civiles pertenecientes a comandancias indecisas que se reunieron de forma azarosa y que se hicieron fuertes en un reducto más o menos de ocasión. Tal fue el caso de una parte de los guardias de la comandancia de Badajoz, cuya capital permaneció leal a la República por la obediencia de las unidades militares allí presentes y por la clara fidelidad republicana del jefe de la comandancia, el comandante Vega Cornejo, así como de las fuerzas de Carabineros, abundantes por la proximidad de la frontera. En Villanueva de la Serena, sin embargo, se reunieron un centenar de guardias, a las órdenes del capitán Manuel Gómez Cantos, de triste fama posterior, que se declaró en desobediencia a los jefes de su demarcación y resistió durante diez días los ataques del enemigo. Al final, Gómez Cantos logró evacuar a su tropa y a numerosos civiles hacia la provincia de Cáceres, donde iras varias escaramuzas alcanzó las líneas nacionales.

Pero para completar el relato que estamos haciendo falla la que quizá sea la más extrema y perturbadora gesta defensiva protagonizada por los miembros del cuerpo. Correspondió a una parte de los que estaban destinados en la comandancia de Jaén, que tras rocambolescas peripecias, ante la pusilanimidad de su jefe, el teniente coronel Iglesias, y la vacilación del segundo jefe, el comandante Nofuentes, acabaron reunidos en el santuario de Santa María de la Cabeza, en plena Sierra Morena. Fueron para ello decisivos los oficios del capitán jefe de la línea de Andújar, Antonio Reparaz, que fingió mantenerse leal al gobierno, con lo que logró ganarse la confianza de Miaja, que dirigía las operaciones de las tropas gubernamentales en la zona. Fue Reparaz el que consiguió que los guardias que se habían concentrado en Jaén, sospechosos la mayoría, como en efecto así era, de simpatizar con los rebeldes, fueran trasladados al santuario con sus familias. Allí se hizo con las riendas el capitán Santiago Cortés, cuya mano dura y cuya marcada significación derechista, demostradas inconvenientemente en la jornada del 14 de abril, le habían valido un destino burocrático en la capital jienense. Tuvo que imponerse al entonces jefe accidental de la comandancia, el comandante Nofuentes (tras llamar Pozas al inepto Iglesias a Madrid), y al capitán Rodríguez Ramírez, más antiguo que él. No le costó mucho. Como demostraría, de determinación andaba sobrado. Cortés aprestó a sus hombres, en total unos 250, para resistir en el templo y varios edificios próximos, con los que montó una especie de rudimentaria línea defensiva. Cuando en los pueblos circundantes se tomó conciencia de que los guardias del santuario se habían unido a la sublevación, se organizó el cerco en torno a ellos.

El asedio superó lodos los límites de resistencia humana imaginables. Se prolongó durante más de siete meses, en los que los sitiados acabaron comiendo hierbas y raíces, además de los indigestos madroños que les procuraban los árboles de una loma cercana. Estuvieron aislados durante buena parte de ese tiempo, comunicándose cuando podían con palomas mensajeras que les arrojaban desde el aire, como los víveres y municiones. En esta labor se distinguió el capitán de aviación Carlos Haya, que le pidió a Franco un avión Douglas DC-2 para dedicarlo solo al socorro del santuario. Con él llegó a hacer cuatro viajes al día, desafiando a los cazas republicanos. A lo largo del otoño, el invierno y buena parte de la primavera los guardias resistieron asaltos de infantería, bombardeos aéreos y artilleros, y hasta varios ataques con carros de combate, sin que nada de eso les hiciera aflojar en su resistencia (a los carros, envalentonados por un bombardeo de la aviación nacional, llegaron a atacarlos a pecho descubierto).

Al final, apenas quedaba un muro del santuario en pie. Franco autoriza a Cortés la rendición, entre otras cosas en atención a las mujeres y niños que sufren junto a los guardias las penalidades casi delirantes del asedio. Pero el tozudo capitán, con una cerrazón que cuesta comprender, habida cuenta de la inutilidad de la resistencia y de las vidas que aún puede salvar, se niega.

Por la noche, los sitiadores iluminan con reflectores las ruinas, y los haces de luz descubren entre ellas las figuras de los guardias, con los fusiles cruzados sobre el pecho, vigilantes. Apenas son ya un puñado de fantasmas, pero no aflojan en su defensa. El 27 de abril de 1937, el capitán Cortés dirige a Franco y a Queipo de Llano, por conducto de paloma mensajera, este desesperado mensaje, que acredita el estado de ánimo de los defensores:


A las 14 horas veo avanzar hacia este campamento diez tanques blindados que son el último recurso a que podían recurrir nuestros enemigos para la consecución de sus siniestros propósitos. Aunque las palomas soltadas esta mañana aún se encuentran sobre los escombros de este Santuario, con la fe que como cristiano y patriota pongo en todos mis actos, me permito dirigirme nuevamente a V.E., para ponerle en conocimiento estos hechos, por si aún fuera tiempo de que pensasen en lo necesario que nos es el auxilio que hace tiempo vengo interesando. No lo pido por mí ya que al fin y al cabo mi vida vale poco, pero sí por los 1.200 seres inocentes que me lo suplican sin perder la esperanza de su liberación. Dios guarde a V.E. muchos años.


Pero Franco ya les había dejado bien claro a sus generales que el santuario, de nulo valor estratégico para sus planes de campaña, no podía convertirse de objetivo sentimental en objetivo militar, y nada hizo por enviar el socorro tan insistente y ciegamente pedido por Cortés. Con el salvamento del Alcázar ya había agotado su cuota de romanticismo. El día 30 de abril de 1937, el coronel Morales y el teniente coronel Cordón, jefes de las fuerzas republicanas sitiadoras, atacan el santuario con «todo lo que tienen», incluyendo una docena de carros de combate. Los defensores ya son solo espectros andrajosos y enfermos, que disparan alucinados sus fusiles. La lucha, como en tantas otras ocasiones, llega al arma blanca: los guardias se defienden a la bayoneta como fieras acorraladas. Incluso uno de ellos, tras arrojar sin éxito una botella incendiaria contra un carro, la emprende a machetazos contra la mirilla. La batalla se prolongará durante un día entero. Hacia las tres de la tarde del 1 de mayo, un impacto de artillería entierra en cascotes a Cortés. Sus hombres, conscientes de que sin su valor demente la defensa es imposible, alzan bandera blanca.

Cortés, gravemente herido, fue evacuado al hospital de sangre de la XVI brigada, donde fue imposible salvar su vida, pese a la intervención quirúrgica a que lo sometió el cirujano de Valdepeñas. Enterrado en una fosa común, junto a otros muertos del santuario, sería posteriormente desenterrado e inhumado en el escenario de su desorbitada gesta, a donde también llevaron los restos del capitán Haya, derribado sobre el frente aragonés en 1938, y al que Cortés nunca conoció.

Tras la caída del santuario, los vencedores hicieron formar a todos los guardias que se podían tener en pie. Eran 42. El jefe de la XVI brigada, Martínez Cantón, le preguntó al oficial que los mandaba, el alférez Carbonell, dónde estaban los demás. Al responderle que allí estaban lodos, el jefe republicano no pudo sino reconocer su valor. «Con doscientos como vosotros llego yo a Burgos», añadió. El gobierno de Valencia dio órdenes de que se respetara escrupulosamente a los prisioneros y a sus familias, cosa que se cumplió bajo la estrecha vigilancia de comisarios políticos y oficiales. Pero el valor propagandístico de la gesta fue enorme. Y tuvo otros efectos. Sin las fuerzas que debieron distraerse para reducir aquel foco de insensata resistencia, los nacionales tuvieron más fácil forzar la caída de Málaga. En cuyos montes, por cierto, eran otros guardias civiles (y así consta a quien esto escribe por testimonio directo de uno de ellos, antes citado en este mismo capítulo) los que en la primera línea del frente mantenían a raya y segaban con sus ametralladoras las filas de las tropas africanas.

Quede aquí el inventario de historias beneméritas de estos oscuros días. Podrían contarse muchas más, pero con las que quedan reseñadas basta para mostrar cómo los guardias civiles, llegada la ocasión en que el país al que servían se rompiera por la mitad, se vieron alcanzados por su fractura y supieron ser, con su disciplina sobrecogedora, los más expuestos y cruciales combatientes de uno y otro lado.

«La Guardia Civil muere pero no se rinde», reza el letrero que los nacionales colocaron junto al santuario reconstruido. Una frase que se tiñe de amargura al leerla a la luz de lo que pasaría con la Benemérita en aquella guerra y después de ella, en uno y otro bando.

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