Capítulo 4

Revolución y contrarrevolución

Aparte de tener sus propios problemas, materializados en las guerras civiles derivadas del problema dinástico y, en última instancia, de la defectuosa cohesión y la precaria vertebración de los reinos y territorios que la formaban, la España del siglo XIX no pudo sustraerse a los movimientos revolucionarios que sacudieron en esa centuria el continente, y con los que hubo de lidiar al mismo tiempo. La revolución de 1848, que atravesó toda Europa desde que prendiera en enero su llama inicial en Palermo y Nápoles, también llegó a la península Ibérica y, como no podía ser de otra manera, adquirió su forma peculiar en la nunca apagada pugna entre moderados y progresistas.

Y ello, aunque en los años previos había habido no pocos intentos de reconciliación. La boda real, en 1846, propició una amplia amnistía, aprobada por el gabinete de Istúriz, el dirigente moderado que sucedió a Narváez tras su salida de la presidencia del gobierno. Ello devolvió a las Cortes a progresistas conspicuos como Álvarez Mendizábal, lo que contribuyó a precipitar la crisis del gobierno. En los primeros meses de 1847 se sucedieron en la presidencia el duque de Sotomayor (que incorporó a la cartera de Gracia y Justicia al joven y brillante Bravo Murillo), el conocido periodista Joaquín Francisco Pacheco y el ambicioso banquero José de Salamanca, que intrigaba en las proximidades de la corte con el aval del marido de la reina madre, el ex guardia de Corps Fernando Muñoz. A su dimisión, por el curso adverso de la segunda guerra carlista,

Inglaterra maniobró para colocar en la presidencia a otro personaje de singular talento para la intriga, el general gaditano Serrano Domínguez, favorito de la reina y de larga y cambiante vida. Si unas páginas atrás dábamos cuenta de su intervención decisiva en la caída de Espartero, tras haber sido su fiel partidario, más adelante habrá de consignarse cómo después de ser incondicional de Narváez se pasó al progresismo y cómo tras su cercanía a la Corona se distinguiría en el destronamiento de Isabel II y acabaría ocupando la presidencia del poder ejecutivo de la I República. Pero al final fue Narváez, que había sido alejado de la corte como embajador en París, el llamado a ocupar la responsabilidad. Resistió las presiones de palacio para nombrar a Salamanca ministro de Hacienda (el banquero, de hecho, acabó huyendo del país) y formó un gabinete de leales.

Todas estas idas y venidas en el ejecutivo se produjeron sin que hubiera en cambio alteración alguna al frente de la inspección general de la Guardia Civil. De hecho, el duque de Ahumada vio cómo su labor era elogiada, incluso, por destacados liberales progresistas como Pascual Madoz (el autor de la segunda desamortización) que manifestaría que la creación de la Guardia Civil «ofrecía al país un elemento de seguridad a cuya sombra el comercio, la industria y la agricultura podían verse libres de los azares que desgraciadamente sufrían en España estas fuentes de riqueza pública». Las cifras que podía exhibir el cuerpo así lo respaldaban. En 1846, detuvo a cerca de 5.000 delincuentes y realizó aprehensiones de contrabando por un 80 por ciento de las efectuadas por el cuerpo especializado, los Carabineros, con un total de 19.000 servicios, que en 1847 se elevaron a 21.600. Y todo ello para un cuerpo que no llegaba a los 8.000 hombres, divididos en la gestión de tantos frentes simultáneos como se expuso en el capítulo anterior. Semejante ejecutoria le valió a Ahumada el ascenso a teniente general, que le fue concedido con ocasión de la boda de la reina.

La revolución europea no pilló desprevenido a Narváez. El año que había pasado en París lo había puesto al corriente de lo que se cocía en el país vecino, y caída de Luis Felipe de Borbón y la proclamación de la república tras el motín del 21 de febrero debieron de sorprenderle solo hasta cierto punto. El 27 de febrero despachó a Francia al duque de Ahumada con la encomienda de rescatar a la princesa Luisa Fernanda, hermana de la reina y casada con el duque de Montpensier, hijo del destronado monarca francés. Acabó hallándola en Londres, y trayéndola a Madrid el 7 de abril. El presidente del gobierno, entre tanto, controlaba de cerca los pasos de los conspiradores revolucionarios españoles, entre los que se hallaban el coronel de la Gándara y José María Orense, además de los líderes progresistas más acreditados, como Mendizábal, Madoz, Manuel Cortina y el reconvertido Patricio de la Escosura. Todos ellos planeaban proclamar la república tras desalojar a los moderados y establecer un gobierno provisional. Narváez llegó a citar a Mendizábal a su despacho para advertirle de que estaba al corriente de lo que estaban tramando él y los suyos y ofrecerles «la rama de olivo». El ofrecimiento fue rechazado con modos altaneros, a lo que Narváez respondió: «el día que provoquen la sedición, no les daré cuartel». Y desde luego, el general se atuvo a su palabra.

La revuelta estalló en Madrid el 26 de marzo, en la plaza de los Mostenses. Su estratega y director militar fue el coronel de la Gándara, con ayuda del capitán Buceta (expulsado de la Guardia Civil tras su implicación en las revueltas gallegas) y el respaldo de unos setecientos militares esparteristas acuartelados en la villa y corte. Narváez dividió Madrid en sectores para su defensa. A la Guardia Civil le tocó la estratégica Puerta del Sol, a la que se dirigió el 1er Tercio mandado por su jefe, el coronel Purgoldt. Desde su cuartel del Teatro Real avanzaron por la calle Mayor, que limpiaron de elementos rebeldes, así como la adyacente plaza Mayor. Ocupada la Puerta del Sol por la caballería del Tercio, por la tarde se dirigieron los guardias a reforzar las tropas gubernamentales en la plaza de la Cebada (escenario de violentos combates) y aseguraron la Puerta de Toledo. La rebelión quedó aplastada antes de la caída de la noche. El 5 de abril se publicó un decreto en el que se cubría de condecoraciones y ascensos a los guardias, que habían sido determinantes para la derrota de los revolucionarios.

Pero los cabecillas de la conspiración lograron escapar a la represión y el 7 de mayo volvieron a intentarlo. El capitán Buceta, junto a varios sargentos, sublevó al regimiento España y marchó hacia la Plaza Mayor. Advertido el movimiento por una patrulla de guardias, el coronel Purgoldt acudió a tomar posiciones en la Puerta del Sol con unos doscientos hombres. El duque de Ahumada abandonó la sede de la Inspección General para ponerse al frente de los suyos, y mientras subía por la calle Mayor, a la altura de la del Triunfo, recibió una descarga cerrada de los rebeldes que le mató al caballo y le causó una herida leve en la oreja. Logró esquivarlos y ya al mando de sus guardias atacó la Plaza Mayor, donde se había hecho fuerte Buceta con los soldados sublevados y numerosos paisanos. El propio Narváez y otros generales acudieron al lugar de la batalla, en la que se llegó a emplear la artillería. La rebelión quedó aplastada y las represalias, como ya advirtiera el espadón de Loja, fueron de una extrema dureza. Los detenidos, conducidos (como era su habitual cometido) por la Guardia Civil, formaron largas cuerdas de presos rumbo a Cádiz para ser deportados a Cuba y Filipinas. Narváez, decidido a asegurar firmemente el dique contra la marea revolucionaria, ordenó la concentración en Madrid de 4.000 guardias civiles, consciente de que estos eran, entre todos los elementos armados con que contaba el Gobierno, los de más confianza, mayor calidad y más esmerada instrucción. Formó con ellos cuatro batallones de a mil hombres, traídos de casi todos los tercios d cuerpo (a excepción del II, estacionado en Cataluña, y el VII, que ocupaba de Andalucía oriental). Les pasó revista general en el paseo d Prado y les hizo luego desfilar por la calle de Alcalá. La imponente parada causó sensación, y Narváez felicitó a Ahumada por el «brillante aspecto y la «aptitud» de sus hombres. Tenía motivos para el reconocimiento porque la eficacia y disciplina de los guardias le sirvieron para ganar un prestigio de estadista a escala continental, por el modo en que había detenido una oleada revolucionaria que en otros lugares de Europa causó mucho mayor quebranto. Tan fuerte se sentía que expulsó al embajador británico en Madrid, Bulwer Lytton (hermano del famoso novelista) por su connivencia con los alentadores de la conjura. Ahumada fue nombrado jefe permanente de las tropas que, en caso de alarma, debían reunirse e el Palacio de Oriente. Los 4.000 guardias civiles quedarían concentrados en Madrid, asumiendo todos los servicios de seguridad del Estado, hasta el 19 de enero de 1849.

La revuelta también había estallado, aunque con menos fuerza que en la corte, que era el objetivo estratégico, en otras ciudades como Barcelona y Valencia, donde las tropas gubernamentales apenas tuvieron dificultad para sofocar las algaradas, al precio de unos pocos muertos y heridos. Más complicado fue restablecer el control del gobierno en Sevilla, donde el comandante de filiación progresista José Portal encabezó un contingente de 1.500 paisanos armados, sublevó el regimiento de Caballería del Infante y marchó sobre el Real Alcázar. Hostigado por la Guardia Civil, atrincherada en el Ayuntamiento, y ante la imposibilidad de forzar el recinto, fuertemente defendido, emprendió la huida hacia Sanlúcar la Mayor, donde capturó y desarmó al destacamento de la Guardia Civil que mandaba el sargento Lasso (el artífice de la liquidación de Curro Jiménez y azote de caballistas). Pero, ante el acoso de las tropas gubernamentales, escapó a Huelva y de allí pasó a Portugal. El sargento y sus hombres fueron liberados.

Tal fue el desarrollo de la revolución en España, y tal la implicación y la significación de la Guardia Civil en su fracaso. Con ello acreditó por primera vez, y en grado quizá extremo, su disposición a sostener el orden vigente y al gobierno establecido, que en otros momentos históricos posteriores reiteraría, respecto de gobiernos de muy diverso origen y no menos diversa orientación. También se granjeó con ello, como había de sucederle otras veces, el fundado resentimiento de los sediciosos a los que plantara cara (fundado, por resultar decisiva para frustrar los planes de los rebeldes); exponiéndose para el futuro, en el que estos asumieran el poder, a su reticencia y represalia.

Pero los mismos gobernantes, que la utilizaban para reducir a sus adversarios políticos, se percataban de que esta no era la función con la que debía identificarse con carácter permanente la labor del cuerpo. Reconducida la situación, el 6 de junio de 1849 el ministro de la Guerra emitía una circular: «Restablecida la paz en toda la Península y vueltas a su estado normal las provincias, ha llegado el momento de que la Guardia Civil se dedique al objeto especial de su instituto».

Ni mucho menos, empero, acababa aquí la utilización de la Guardia Civil en la neutralización de levantamientos políticos. Y no hubo de pasar mucho tiempo antes de que tuvieran que emplearse sus hombres en los mismos cometidos, y en el mismo escenario que acogió los disturbios de 1348. La mecha revolucionaria volvió a prender en 1854, después de un proceso de descomposición del moderantismo verdaderamente digno de análisis, y al que no fueron ajenas las intrigas y corruptelas que se tejían en torno a la corte, donde el papel jugado por la sensual y joven reina, y su familia, pondría de manifiesto los claros inconvenientes que acarrea la presencia en la más alta magistratura del Estado de una persona que la hereda, abonando así de paso el incipiente sentimiento republicano que, por influjo de los movimientos revolucionarios europeos, empezaba a arraigar en España.

Hacia 1850, la dictadura liberal conservadora de Narváez, asentada en el pilar de la lealtad del duque de Ahumada y sus hombres, se resquebraja. El detonante es el conflicto con su joven y ambicioso ministro Hacienda, Bravo Murillo, a propósito del presupuesto militar. El ministro dimite, y el presidente también presenta su renuncia. Entre tanto, el padrastro de Isabel II, el duque de Riánsares, se ha asociado con el marqués Salamanca, vuelto del exilio, para explotar oscuros negocios privados, que suscitan el rechazo de Narváez. Entre unas cosas y otras, la reina le vuelve al de Loja la espalda, y el general, furioso, se marcha a Bayona, creyendo que la soberana (por la que siente una debilidad que algunos califican de amor platónico) no tardará en llamarlo. Pero nada de eso sucede. En lugar, la reina nombra presidente del gobierno a Bravo Murillo. Este se quien precipite los acontecimientos, al entrar en colisión con el ejército cuya hipertrófica plantilla está resuelto a reducir. En medio de la disputa llega a amenazar con «ahorcar a los generales con sus propias fajas». Hace algunos nombramientos saltándose el escalafón y con eso desencadena la insubordinación de los jefes militares. El general O'Donnell le dirige una airada comunicación, por la que será sancionado. Junto a Narváez, caído en desgracia, y los generales Gutiérrez de la Concha y Serrano Domínguez, comienza a conspirar. La facción uniformada del moderantismo está en el camino de rebelarse contra su propio partido. Por si acaso, a Narváez lo alejan, nombrándolo embajador en Viena.

El gabinete Bravo Murillo caerá en 1852, sucediéndole en la presidencia primero Roncali, luego Lersundi, y finalmente el joven periodista sevillano, de ascendencia polaca, Luis Sartorius, conde de San Luis, que se reservó para sí la cartera de Gobernación. Sus arbitrarias medidas en este cargo crearon un neologismo, polacadas, a imitación del término usual cacicadas. Pese a todo, la reina le entregó la presidencia del gobierno el 19 de septiembre de 1853. Apuntaba con ello maneras que hacían pensar en sus genes: no en vano era hija del absolutista Fernando VII, y como tal, en la percepción de los constitucionalistas, empezaba a comportarse. Para colmo, Sartorius se reveló pronto como un gobernante propenso a aprovechar el favor de la Corona en beneficio propio y de su camarilla. La ocasión, en forma de jugosas comisiones, la trajo la construcción de la red ferroviaria. Para sofocar las críticas, que le llegan tanto de progresistas como de los moderados críticos, el conde de San Luis impone la censura de prensa. También presiona a los gobernadores civiles, en su condición de ministro del ramo, para que sigan fielmente sus directrices, lo que le lleva a no pocos roces con Ahumada, que teme que las órdenes del presidente, contrarias a los reglamentos del cuerpo que con tanto esmero se ha ocupado de ajustar (y en especial, en lo tocante a garantizar la independencia de la institución de los jefes políticos), provoquen una indeseable contaminación de su acción. Pero ya es demasiado tarde para evitarlo. La revuelta está servida, y los guardias civiles se van a ver en medio.

La conspiración militar la encabezan O'Donnell, Serrano Domínguez y Ros de Olano. Envían un manifiesto a la reina, advirtiéndole de que la situación no puede ser tolerada por más tiempo. La juventud liberal progresista reparte también su manifiesto que dice cosas tan duras como estas: «La Constitución no existe. El Ministerio de la Reina es el ministerio de un favorito imbécil, absurdo, ridículo, de un hombre sin reputación, sin gloria, sin talento, sin corazón, sin otros títulos al favor supremo que los que puede encontrar una pasión libidinosa». No puede decirse que se anduvieran con medias tintas.

O'Donnell, que ha sido desterrado a Canarias, se oculta en Madrid. Mientras tanto, se prepara la sublevación en Zaragoza, donde se encuentra destinado el general conjurado Domingo Dulce. Apartado este oportunamente del mando, al aprovecha gobierno una visita del militar a Madrid para nombrarlo inspector general de Caballería, toma la dirección de la asonada el brigadier Hore, del regimiento Córdoba. Su intentona, el 20 de febrero de 1854, la desbarata el coronel del Tercio de la Guardia Civil de guarnición en la ciudad, León Palacios, que arrolla a los cazadores del Córdoba con sus guardias. Al brigadier Hore lo abaten las fuerzas gubernamentales en Zaragoza, y su segundo jefe, el teniente coronel Latorre, cae apresado con los restos del regimiento intentando ganar la frontera pirenaica. Tras un consejo de guerra, se lo fusila el 3 de marzo de 1854. La fecha que, ironías destino, había fijado con antelación para contraer matrimonio.

Sartorius ordena una batida policial para localizar a los conjurados pero todo es inútil. O'Donnell sigue en Madrid, pero cambia de escondite, trasladándose al número 3 de la Travesía de la Ballesta. Lo hace enmascare aprovechando el domingo de Carnaval. El 13 de junio, tras febriles preparativos, abandona este escondrijo y se traslada a la calle de la Puebla. Allí, con intervención de Ángel Fernández de los Ríos, implicado en la crisis de 1852, y director del periódico crítico Las Novedades, se redacta el manifiesto de la sublevación. Por inspiración del periodista se acepta restablecer la Milicia Nacional, aunque el general O'Donnell la limita a algunas ciudades (deduce Aguado Sánchez que por preferir contar con la ya asentada y más fiable Guardia Civil para garantizar la seguridad en el conjunto del país), y se proclama que para combatir la política absolutista dirigida por el favorito de la reina cabrá «llegar hasta la República, si preciso fuera».

Mientras tanto, el ministro de la Guerra, Blaser, al corriente de lo que se prepara, nombra al duque de Ahumada jefe de las tropas del sector de Palacio y zonas adyacentes, con inclusión del Teatro Real y calles Mayor y Arenal. El sentido del nombramiento es claro: el gobierno cuenta para proteger el centro neurálgico de la capital, y en él a la soberana, con quien ya se distinguiera en la contención del estallido revolucionario de 1848. La Historia y su tendencia a repetirse.

El 28 de junio de 1854 los sublevados reúnen sus fuerzas. O'Donnell abandona su guarida y pasa revista a las tropas en Canillejas. La reina está en El Escorial, y el ministro de la guerra, Blaser, furioso. Al final, el movimiento esperado les ha pillado por sorpresa. La reina regresa a toda prisa a palacio, donde entra de madrugada. El duque de Ahumada cursa órdenes a todos los tercios del Cuerpo para que se concentren en las capitales de provincia. El 1er Tercio se reagrupa en Madrid. El Consejo de Ministros declara el estado de guerra. Mientras tanto los sublevados han entrado en Alcalá de Henares y Torrejón de Ardoz, donde han reducido a toda la guarnición de la Guardia Civil, mandada por el teniente Palomino, cuya negativa a unirse a la rebelión ensalza El Heraldo, el periódico de Sartorius. Blaser reúne a toda prisa un ejército de 5.000 hombres. O'Donnell cuenta con unos 2.000. Ambos chocan en Vicálvaro, una extraña batalla en la que las baterías gubernamentales, situadas bien a cubierto en el arroyo Abroñigal, castigan sin piedad a los rebeldes, que disponen en cambio de superioridad en cuanto a caballería, lo que deja el combate en tablas. Unos y otros se adjudican la victoria, y el capitán general de Madrid, Lara Irigoyen, recibe la máxima condecoración, la gran cruz de San Fernando.

Tras la Vicalvarada, como en adelante sería conocida, se produce una conferencia entre los conjurados. Caer sobre Madrid parece inviable, dada la resistencia que ha mostrado el bando gubernamental. Alguno propone ir sobre Zaragoza y utilizarla como base de la rebelión. Pero finalmente deciden trasladarse a Aranjuez, buscando los llanos manchegos, donde la caballería del general Dulce puede prevalecer fácilmente si las tropas leales al gobierno insisten en presentarles batalla. Muestra con ello O'Donnell una falta de decisión que permitirá a los gubernamentales reorganizarse. Blaser forma la división de Operaciones de Castilla la Nueva, que parte a Aranjuez en ferrocarril. Pero antes los operarios han de reparar la vía férrea, para lo que cuentan con la protección de la Guardia Civil del 1er Tercio, dirigido por el brigadier Alós. El 5 de julio de 1854, Aranjuez cambia apaciblemente de manos. O'Donnell se ha retirado la víspera, dejando la plaza libre a sus enemigos. Comenzará a partir de aquí una pintoresca persecución, en la que el ejército de Blaser seguirá los pasos al rebelde hacia el sur, sin encontrarse nunca y, lo que resultará crucial, dejando desguarnecido Madrid, donde en ese momento ya se gesta otra revolución.

Pieza clave en los inminentes disturbios es el joven político malagueño Antonio Cánovas del Castillo, que llega a Aranjuez al tiempo que los gubernamentales y alcanza a O'Donnell a la altura de Puerto Lapice. Su intención es dar al movimiento un carácter más civil que militar. Parlamenta con el general en el trayecto hacia Manzanares, y al llegar a esta última localidad, el 7 de julio, redacta el manifiesto que sería conocido con su topónimo. En él se propugna la voluntad de los sublevados de restablecer las libertades y derechos constitucionales, reimplantando la Milicia Nacional y manteniendo a salvo el trono, pero sin ceder hasta que se restablezca el escalafón militar y se produzca, en forma de asamblea constituyente, la «regeneración liberal».

El capitán Buceta, que ya destacó en los sucesos de 1848, se ofrece para tomar Cuenca en audaz golpe de mano. Lo logra, pero por poco tiempo: los guardias civiles de la provincia marchan sobre la ciudad y tras una breve escaramuza ponen en fuga al revolucionario. Sin embargo, el manifiesto de Manzanares ha dejado tocado de muerte al gobierno de Sartorius. Ha logrado ampliar la base de la revuelta, que ya no es el rebrinco de unos generales con perfiles de querella interna en el seno del partido moderado: el manifiesto, con su promesa de restaurar la Milicia Nacional, no solo atrae a muchos progresistas, sino también a las clases populares, a quienes les es muy cara esta institución de laxa disciplina que permite sentirse a todos militares. Barcelona se une a la rebelión el día 14 de julio. Una comitiva de políticos progresistas viaja de Zaragoza a Logroño, donde vive retirado el duque de la Victoria, Baldomero Espartero, para ofrecerle la jefatura de la Junta revolucionaria. El viejo líder progresista, tras algún titubeo, acepta. Con Blaser persiguiendo hacia Andalucía al ejército de O'Donnell, el conde de San Luis presenta su renuncia. El poder, que nadie apetece tener, acaba recayendo en el general Fernández de Córdoba, mientras las juventudes liberales reparten proclamas por la capital y las multitudes ocupan las calles. Los guardias tienen orden del nuevo presidente de no provocar a los revoltosos. Su jefe en Madrid, el brigadier Alós, intenta mantener el difícil equilibrio pero tiene que acabar repeliendo por la fuerza el intento de un grupo de revolucionarios que quieren entrar en el cuartel del 1er Tercio y la Inspección General para apoderarse de las armas. Lo que sí logran ocupar es el Gobierno Civil y el ministerio de la Gobernación (la actual presidencia de la Comunidad de Madrid, que entonces era también sede del consejo de ministros), reconquistados a las pocas horas por los efectivos gubernamentales. Crecidos por sus hazañas, los manifestantes vociferan en las inmediaciones del Palacio Real. El duque de Ahumada, jefe del sector de Palacio, apresta a quinientos hombres para su defensa. Es el objetivo más codiciado: allí está la reina junto a sus impopulares protegidos.

Destacados liberales forman la Junta de Salvación, opuesta al gobierno. Nombran presidente al general masón Evaristo San Miguel, y comisionan a Francisco Salmerón y Nicolás María Rivero para pedir audiencia a la reina. Esta, sorprendentemente, los recibe y escucha sus pretensiones (en síntesis, el restablecimiento de un gobierno liberal y de la constitución de 1837) pero no les da una respuesta. Les promete estudiar la propuesta y los despide. Poco después confirma a Fernández de Córdoba en la presidencia. Hacia el 18 de julio, las barricadas están ya en las calles, y la Guardia Civil, en especial su escuadrón de caballería, el único realmente eficaz con que cuenta el gobierno en la capital, se tiene que emplear a fondo para defender los edificios públicos y controlar los sectores que tiene asignados. En las calles madrileñas, donde la revuelta la dirigen personajes tan pintorescos como los toreros Pucheta (jefe de la barricada de la Puerta de Toledo) y Cúchares, se escuchan los mueras a la Guardia Civil. Monteras contra tricornios. El esperpento español en uno de sus instantes culminantes. Pero la cosa se pone seria. Los paisanos alzados en armas plantan enormes barricadas, a imitación de los revolucionarios franceses, e imponen su propia ley, que incluye la pena de muerte sin juicio previo a los ladrones. Un negro al que se sorprende con un lavamanos de plata es uno de los primeros ajusticiados (o asesinados, según se mire).

En la Plaza Mayor, los guardias del comandante Olalla tienen que defenderse a tiros para no ser linchados por la partida de revolucionarios que encabeza el coronel Garrigós, quien los ha intimado a bajar las armas con garantías de respeto de su integridad. Las masas logran matar a varios guardias, pero en pocos minutos la firme reacción de los beneméritos despeja por completo la plaza. Aunque con ello salvan sus vidas, el deterioro de la imagen del cuerpo entre la población es galopante. Pocos días después, las coplas populares hablan de niños y mujeres asesinados por los guardias. La reyerta va de mal en peor.

Las barricadas se refuerzan y se extienden por toda la ciudad. Las hay en Caballero de Gracia, Peligros, Montera, Arenal, Carretas, Postas, Preciados… Para expugnarlas se recurre a la artillería (labor en la que destaca el joven teniente Pavía) y a la caballería de la Guardia Civil, mandada por el capitán Palomino, que se multiplica para mantener a raya a los rebeldes. Los guardias civiles del 1er Tercio, junto a su jefe, el brigadier Alós, quedan sitiados en su acuartelamiento, supuesto bastión de la que se ha llamado pomposamente «línea Córdoba», un cinturón defensivo de los centros del poder gubernamental. El jefe de la barricada de la calle de la Sartén, Camilo Valdespino, intima a Alós a rendirse, o mejor a pasarse a la revolución, prometiéndole el empleo de mariscal y amenazando con liquidarlo a cañonazos si no accede. El brigadier se mantiene firme y no hay bombardeo. Entre el resto de las tropas gubernamentales empieza a cundir el desánimo. Los cazadores de Baza, que defienden el sector de Palacio, se niegan a combatir al pueblo. La reina, que ha reemplazado en la presidencia del gobierno a Fernández de Córdoba por el duque de Rivas, jefe de un gabinete tan breve que fue conocido como el «Ministerio Metralla», llega a pensar en abandonar la capital, pero el embajador de Francia le advierte que cuando se abandona en medio de un motín no se suele volver. Isabel II llama entonces a palacio al representante de la Junta de Salvación, Evaristo San Miguel, a quien nombra ministro universal, y escribe a Espartero a Zaragoza, solicitándole que acuda con urgencia a Madrid. Al general O'Donnell le ordena regresar de inmediato a la corte.

El día 21, gracias a la diligencia de San Miguel, la Junta dicta el cese de hostilidades. Poco a poco vuelve la calma, pero los líderes revolucionarios están envalentonados y cada uno hace de su calle su reino. El general San Miguel recorre las barricadas calmando los ánimos. En la de la Sartén, Valdespino se muestra dispuesto a hacer las paces con los guardias a los que mantiene sitiados, pero en un momento alguien grita «¡Muera la Guardia Civil!» y por poco no se pasa de las confraternizaciones a la masacre. San Miguel y Valdespino son decisivos para impedirlo. El jefe de la barricada se encarga personalmente de disolver a los agitadores. Pero antes de que las aguas se remansen, aún se producirá alguna acción siniestra, como el linchamiento del jefe de policía, Francisco Chico, a quien llegan a sacar de la cama donde lo tiene postrado la enfermedad. El torero Pucheta excusa los atropellos por el desahogo lógico del pueblo por su triunfo, pero Valdespino se muestra resuelto, asegura, a que «la revolución no sea manchada». San Miguel, por su parte, dicta un bando prohibiendo los desmanes.

Por las calles empieza a correr el rumor de que la Guardia Civil será disuelta y sustituida por la Milicia Nacional, en la que esperan integrarse los revolucionarios. El día 25, Espartero hace su entrada triunfal en Madrid, y se funde en un abrazo público con su antiguo rival, el general O'Donnell. Entre tanto, el duque de Ahumada ha cesado en el mando del cuerpo, y el brigadier Alós saca a sus guardias de la ciudad. El día 27 de julio entregan la custodia del Palacio Real y la Inspección General a la Milicia Nacional, restablecida de manera fulgurante. Apenas una década después de su formación, parece llegada a su fin la Guardia Civil, deshecha en medio de las contiendas políticas.

Ilustrativo es el hecho de que tras el cese de hostilidades se dictara una orden concediendo generosos ascensos a todos los miembros del ejército (empezando por Leopoldo O'Donnell, autoascendido a capitán general, a imagen y semejanza de lo que hiciera Narváez, otro espadón aupado al poder por la fuerza de las armas), pero nada se dijera respecto de los guardias civiles, que habían combatido durante días, sin alimentos, apenas con el agua suficiente para soportar el calor sofocante del julio madrileño, y en muchos casos con fiebres y enfermedades intestinales que los llevaron al borde de la deshidratación. Para ellos, se duele Aguado Sánchez, «además de sus siete muertos y diecisiete heridos, solo hubo silencio, y hasta las armas perdidas e inutilizadas y los uniformes estropeados no se consideraron como pérdidas de guerra, determinándose que el armamento fuese dado de baja y el vestuario se repusiera con cargo a los haberes de cada uno».

Sin embargo, de la revolución sale un gabinete en el que se mezclan progresistas y conservadores. Lo preside uno de los primeros, Espartero, pero la cartera de la Guerra la ocupa el moderado O'Donnell. Este resulta decisivo para que la Guardia Civil sobreviva. Influye también el hecho de que, al haber salido los guardias de nuevo a los caminos que rodean la capital, hayan desaparecido los ladrones que se enseñorearan de ellos durante la concentración de los efectivos de la Benemérita para hacer frente a los disturbios. Los ayuntamientos, alineados con el nuevo régimen, insisten empero para que les sean devueltos «los guardias suyos», es decir, los que prestaban servicio en sus pueblos antes de que se produjera la concentración. Se nombra nuevo inspector general a Facundo Infante. Un veterano general, sexagenario y marcadamente progresista, con quien el cuerpo salvará el bache

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