Capítulo 11

De Doval a Condés: gestando el desastre

«La voluntad popular ha querido la República y la Guardia Civil respetará y defenderá la legalidad establecida por las urnas». Así se expresaba su director general, José Sanjurjo, poco después del 14 de abril de 1931. Confirmado en su puesto por el gobierno provisional, es decir, con la aquiescencia de Maura y Azaña, también recibió la confianza del gabinete que salió de las primeras elecciones, a Cortes constituyentes, el 28 de junio de 1931. Para entonces ya se había hecho evidente que no iba a ser nada fácil obedecer y prestar servicio a una república que nacía profundamente dividida, con enemigos poderosos a diestra y siniestra, y sin que su sola proclamación, como en definitiva era lógico, borrara de un día para otro los graves desequilibrios y tensiones que habían despachado al exilio al titular de la dinastía.

El país se hallaba sumido en una crisis económica pavorosa, tras el crack del 29, que entre otras cosas había llevado a la insolvencia a las arcas públicas. Los sectores más radicales del movimiento obrero (sobre todo, los anarquistas, pero también fracciones del PSOE) se sentían poco representados por una república que en seguida percibieron como burguesa. Los derrotados monárquicos, entre los que se hallaba buena parte de la oligarquía urbana y rural, así como el grueso del clero, la reputaban en cambio demasiado extremista y revolucionaria. Si a eso se le sumaban los incipientes movimientos fascistas, imitadores de sus homólogos de Italia y Alemania, y que cuajarían en la Falange Española fundada en 1933 por José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador, el panorama se presentaba más que sombrío.

Y en especial lo era para la Guardia Civil, cuya actitud en el advenimiento de la República no había borrado para los más izquierdistas su imagen de represora del pueblo (así lo evidenciaba la prensa anarquista y comunista, que pedía su disolución como representante de la «España oscurantista y sanguinaria») ni tampoco había desterrado en los más derechistas las esperanzas de que se comprometiera en el derribo del régimen republicano. Así se desprendería de la defensa cerrada que desde sus medios afines recibió el cuerpo cuando se puso sobre el tapete su posible disolución, o de los cantos de sirena que una y otra vez le lanzaron desde sectores golpistas y fascistas. José Antonio llegó a escribir que frente a otras instituciones que caducaban o no medraban «por falla de perseverancia o de solidaridad» la Guardia Civil seguía como siempre: «no mejor ni peor, sino perfecta».

Los críticos no lograron su objetivo. Al principio, y una vez estabilizada la situación tras la proclamación de la República, miembros del gobierno provisional como Azaña se mostraron algo indecisos sobre la conveniencia de mantener el instituto, por la repulsa que suscitaba en buena parte de la población. Pero pronto, cuando los beneméritos empezaron a hacer sacrificios en defensa del orden republicano, se persuadieron de que conservarlo era imprescindible, aunque también se lomaran medidas para desarrollar otros cuerpos policiales especializados en lidiar con la conflictividad urbana, que seguía siendo, por su falla de preparación y equipo específicos, la asignatura pendiente de los hombres del tricornio. De ahí vendría la creación, a partir del existente cuerpo de Seguridad, del que en adelante se llamaría Cuerpo de Seguridad y Asalto, fundado a comienzos de 1932 sobre la idea de Maura de convertir la llamada Sección de Gimnasia (los primeros antidisturbios del cuerpo policial) en las Compañías de Vanguardia, posteriormente bautizadas como Guardia de Asalto. Los miembros de esta aumentaron a buen ritmo: en 1936 contaba con unos 9.000, entre guardias, suboficiales y oficiales. Pero los guardias civiles siguieron siendo necesarios, no solo para la vigilancia de las vastas zonas rurales, sino también, en más de una ocasión, para hacer frente a las consecuencias de los yerros que la bisoñez llevó a cometer a los miembros de la nueva fuerza de seguridad. Tras los sucesos de Castilblanco, en diciembre de 1931, que luego reseñaremos, el propio Manuel Azaña asumió la defensa de la Guardia Civil, y no sería el único entre las filas republicanas. También se pronunciaron a favor de los beneméritos Lerroux, Casares Quiroga o el socialista Julián Besteiro. Según cuenta Azaña en sus memorias, este se le presentó, en pleno debate, sobre la disolución, para decirle: «La Guardia Civil es una máquina admirable. No hay que disolverla, sino hacer que funcione en nuestro favor».

Por su parte, tampoco los sectores más derechistas consiguieron que la Guardia Civil se convirtiera en una amenaza para el orden establecido, por la vía de ganarla para las conspiraciones que culminaron con la rebelión o alzamiento de julio de 1936. Lograron atraer a no pocos elementos de entre sus filas, eso es cierto, merced a la desmoralización y la irritación que producían entre los guardias las campañas de acoso al cuerpo lanzadas desde los sectores más radicales de la izquierda, y que tenían su frecuente secuela en sucesos violentos donde los civiles veían en peligro sus vidas, cuando no dejaban viudas a sus mujeres y huérfanos a sus hijos. Pero este descontento no se tradujo en la defección generalizada que buscaban quienes los tentaban y les agasajaban los oídos. La Guardia Civil, como colectivo, siguió obedeciendo a sus jefes nombrados por las autoridades republicanas, así como a estas, y no dudó en enfrentarse a los actos de sedición, incluso cuando, como sucedió con la asonada de 1932, había no pocos de los suyos entre las filas de los golpistas. Y aun en 1936, cuando se hizo efectiva la fractura total de los españoles, la Guardia Civil dio más de la mitad de sus hombres a la defensa de la República, amén de ser decisiva para que esta retuviera las principales ciudades del país, donde su fuerza marcaba la diferencia (en sitios más pequeños, los efectivos del cuerpo, mucho más reducidos, siguieron a menudo la suerte que por superioridad numérica dictaron las unidades militares sublevadas).

Pero regresando a 1931, la primera prueba de lo que se venía encima se produjo los días 11 y 12 de mayo, cuando masas de incontrolados se lanzaron a quemar iglesias y conventos, primero en Madrid, y luego en otras ciudades como Valencia, Málaga, Sevilla, Granada, Alicante, Murcia… Miguel Maura, que tuvo noticias previas de que se preparaba algo así, quiso sacar a la Guardia Civil para impedirlo, pero Azaña se opuso, lo que provocaría, dicho sea de paso, la dimisión temporal del ministro conservador. El espectáculo de las iglesias ardiendo, las graves pérdidas producidas como fruto de aquel acto de barbarie (se perdieron para siempre cuadros de Zurbarán, Van Dyck y Claudio Coello) y sobre todo la sensación de caos y desorden, consentidos por orden superior, fueron algo más que un mal augurio. Para contener estos y otros disturbios (toma de tierras, ataques a casas cuartel), se acabó declarando el estado de guerra, con lo que apenas un mes después de proclamada, la II República se veía inmersa en la misma espiral de subversión-represión que había protagonizado la agonía de la monarquía alfonsina. El anarcosindicalismo se lanzó a una campaña de huelgas salvajes, como la de la Telefónica (entonces propiedad de la norteamericana ITT). El 28 de mayo, en Pasajes (Guipúzcoa), un contingente de la Guardia Civil se vio bloqueado en el puente de Miracruz por una masa furiosa de huelguistas y, sin otro medio para restablecer el orden, se abrió paso a tiros. Como resultado, ocho muertos y un centenar de heridos. Lo milagroso, como diría Maura, fue que en lugar tan estrecho la mortandad no fuera mayor. A raíz de estos incidentes se aceleró la creación de la futura Guardia de Asalto y se decidió concentrar a los guardias civiles en su labor en las zonas rurales.

Pero tampoco el campo español era precisamente un balneario. La reforma agraria prometida por la República avanzaba despacio y entre los recelos de todos: tanto los campesinos, que se impacientaban, como los propietarios, que temían el expolio. Recogida la cosecha de aquel año 1931, vino el paro agrícola estacional, y la incertidumbre y la tensión consiguientes, unidas a la necesidad de tantas familias sin recursos, precipitaron los acontecimientos. Los campesinos sin tierras, agitados por propagandistas eficaces, se prodigan en acciones violentas. Por esas fechas ya no es ministro Miguel Maura: tras la renuncia de Alcalá-Zamora, por discrepar de la opción laica y anticatólica que se introduce en la constitución, el conservador, que también votó contra la enmienda constitucional, rechaza el ofrecimiento de Azaña, nuevo presidente del gobierno (cargo que combina con la cartera de Guerra) para continuar en Gobernación. Lo sustituye Santiago Casares Quiroga, a quien le tocará bregar, con Sanjurjo en la dirección general (pero cada vez más distanciado del gobierno), con uno de los periodos más negros de la historia de la Guardia Civil. A lo largo de aquel otoño menudean las escaramuzas, e incluso los asesinatos a traición de guardias civiles, por campesinos o activistas anarquistas. Montemolín, Sevilla, Tarrasa, Gilena, Andújar… Topónimos todos ellos que serán sinónimo de luto para la familia benemérita. Pero el que va a llevarse la palma es el de Castilblanco, en Badajoz. Situado en la llamada Siberia extremeña, aislada por la barrera natural del río Guadiana, este pueblo de apenas 2.500 habitantes vivirá el último día de 1931 uno de los episodios más desgraciados de la historia del cuerpo.

El hecho vino preparado, de una parte, por los propagandistas que, como la célebre Margarita Nelken, recorrían por aquellos días los pueblos de la provincia invitando a los campesinos a la rebeldía y a la confrontación con la Guardia Civil. De otra parle, por los caciques y terratenientes que no solo se negaban a poner a disposición de los campesinos tierras para cultivar, sino que, frente a sus reivindicaciones, azuzaban a las autoridades para que enviaran a la Guardia Civil a neutralizarlas. Así ocurrió en Castilblanco el 31 de diciembre de 1931, cuando el cacique local pidió al alcalde que ordenara a la Guardia Civil disolver la concentración pacífica de 300 campesinos frente al ayuntamiento y la Casa del Pueblo. Recibida la orden de la autoridad municipal, a la que con arreglo a la nueva legalidad republicana debía obedecer, el cabo comandante del puesto, José Blanco González, acudió con tres guardias al lugar donde se concentraban los campesinos. Los civiles tenían una relación cordial con la gente del lugar, tanto que uno de ellos, Francisco González Borrego, estaba comprometido con una chica del pueblo. El cabo Blanco, por su parte, era un hombre de buen carácter y contaba con la simpatía de sus vecinos, a los que esa tarde instó a disolverse con palabras conciliadoras. Pero uno de los guardias, Agripino Simón, se encaró con una de las mujeres, Cristina Luengo, apodada La Machota, a la que recriminó que acudiese a la manifestación con una niña en brazos. La discusión desembocó en un golpe de Simón a la mujer, lo que provocó la intervención de un vecino, Hipólito Corral, que se plantó ante el guardia. Este, en la tensión del momento, acabó tirando de cerrojo y disparándole con su máuser a bocajarro. A partir de ahí se desaló la cólera entre los campesinos, que no tuvieron excesivas dificultades para desarmar a los otros dos guardias y al cabo, confiadamente mezclados con ellos y sin las armas prevenidas. El primero en caer fue el cabo, atacado por detrás con una navaja cabritera, y posteriormente rematado con su propia arma y a cuchilladas. De nada sirvieron las peticiones de clemencia de los guardias y de algunos vecinos. El ensañamiento de la multitud llegó a extremos espantosos. El teniente coronel que hizo el parte oficial de los hechos describió así el estado en que halló los cuerpos: «Los ojos no existen. Los dientes han desaparecido también como consecuencia de los inhumanos golpes recibidos. Los cráneos, destrozados, dejan salir la masa encefálica y son, en fin, los cuerpos despojos acribillados y finalmente machacados con piedras.» El general Sanjurjo, que acudió en cuanto supo lo ocurrido a Castilblanco, echó mano de sus peores recuerdos africanos cuando declaró ante los periodistas: «Esto no lo he visto hacer a los cabileños con los soldados españoles en Monte Arruit».

La calificación de los hechos como «desahogo obligado del espíritu oprimido», debida a la socialista Margarita Nelken, no contribuyó por cierto a que entre las filas del cuerpo la noticia fuera acogida con templanza. Una reunión de jefes llegó a sugerir al director general la posibilidad de sublevarse contra el régimen, lo que Sanjurjo rechazó de plano, por la inconveniencia de alzarse por unos hechos que afectaban tan directamente a la Guardia Civil y porque consideraba que era un hecho aislado y en modo alguno respaldado por las autoridades republicanas. No obstante, aconsejó a sus hombres que en adelante no pecaran de los excesos de confianza que habían llevado al cabo Blanco y sus hombres al martirio, y que denunciaran «aquellas excitaciones que en mítines y reuniones se hacen a las masas obreras para enfrentárnoslas, olvidando que por ellas también laboramos, pues sin el orden y la paz social que defendemos, su existencia y bienestar se verían comprometidos». Y añadía: «Que sepan todos que si nuestros muertos nos llegan al alma, también nos duelen los que caen frente a nosotros en la lucha de la obcecación, el engaño o la incultura con el cumplimiento estricto del deber». Los hombres de la Benemérita tomarían buena nota de las advertencias de su director general. Pero su resultado sería trágico, aumentando el saldo de los caídos frente a sus fusiles.

Así ocurrió en los incidentes que hubo en Écija, Epila, Zalamea de la Serena, Calzada de Calatrava o Xeresa, donde los guardias se emplearon con dureza. Y sobre todo, en el pueblo de Arnedo (La Rioja), que el 5 de enero de 1932 fue el escenario de una de las más desafortunadas actuaciones de la historia de la Guardia Civil. En el origen, una vez más, el cacique: Faustino Muro, dueño de una fábrica de calzados que, tras presionar a sus empleados con el despido si no votaban por los partidos monárquicos, había llevado a cabo su amenaza. El conflicto que se abrió a continuación trató de resolverlo el gobernador civil, pactando la admisión de los despedidos por otros empresarios locales. Pero el día que se presentó en Arnedo para cerrar el acuerdo, los sindicatos organizaron una huelga general. Había además rumores de reparto de armas entre los huelguistas, que corlaron con tachuelas los accesos. La Guardia Civil hizo un despliegue extraordinario para mantener el orden; en total la fuerza la componían 28 hombres, al mando del teniente Juan Corcuera Piedrahita. A las cuatro de la tarde, los manifestantes decidieron reunirse en la Plaza de la República. Llegaron por un lado las mujeres y niños, que encabezaban la marcha escoltados por los guardias, y por otro los hombres, que se separaron al llegar a la plaza. Esto desconcertó al teniente, que apostó a sus hombres en el zaguán del ayuntamiento (donde estaba reunido el gobernador con los industriales y el alcalde) y los soportales de la plaza. Varios hombres se encaminaron hacia la casa consistorial, ante lo que el teniente destacó al sargento Antonio Herráez con dos guardias para cortarles el paso. De pronto, uno de ellos quedó aislado al rodearlo las mujeres, momento en que uno de los manifestantes inició un forcejeo con él. Se oyó un disparo, que alcanzó en la pierna a uno de los guardias. La multitud empezó a gritar y restallaron al unísono los cerrojos de los fusiles. Alguien gritó: «¡Fuego!» El teniente negaría haber sido él, pero los guardias, que obedecieron la voz, contradijeron su versión.

La plaza quedó despejada en un abrir y cerrar de ojos. Cuatro hombres, una mujer y un niño cayeron muertos allí mismo, y otros treinta vecinos, malheridos, recibieron en el acto el auxilio de los abrumados guardias. Cinco de ellos murieron en los días siguientes. Once muertos, en total, que iban a traer graves consecuencias para el cuerpo, y que, como señala Miguel López Corral, bien habrían podido evitarse con unos tiros al aire o con un mejor despliegue de la fuerza, que al teniente Corcuera nadie lo había instruido para organizar.

Como consecuencia de los hechos de Arnedo, la suerte de Sanjurjo estaba echada. Azaña no hizo caso de las voces que le pedían su destitución inmediata y hasta su procesamiento, como tampoco de los que aprovecharon para exigir con más fuerza la disolución del cuerpo. En cuanto a este, los hechos lo persuadían cada día más de que debía contar con la fuerza y la disciplina que representaba, y por lo que toca al general, que no era santo de su devoción, decidió esperar a momento más propicio, por el prestigio que Sanjurjo tenía dentro del ejército, y por el descontento que podía causar en sus filas si lo sacrificaba con aquel motivo. Aguardó un mes y lo que hizo fue nombrarlo jefe del cuerpo de Carabineros, un destino menor, en comparación, pero que le procuraba una salida más o menos decorosa. También le iba a dar la oportunidad de viajar por todo el país, lo que aprovecharía para el arriesgado movimiento en que se embarcaría meses más tarde.

Al frente de la Guardia Civil se puso a otro militar veterano de Cuba y África, pero de perfil bastante menos llamativo que Sanjurjo: el general de división Miguel Cabanellas Ferrer, notorio masón y hombre de talante calculador, como tendría ocasión de demostrar en lo sucesivo, al frente de la Guardia Civil (en dos periodos, del 3 de febrero de 1932 al 15 de agosto del mismo año y del 15 de febrero de 1935 al 3 de enero de 1936) y en otras decisivas coyunturas. Como jefe del cuerpo le tocó ocuparse de la campaña de huelgas revolucionarias que lanzaron los anarquistas, tras el fracaso del levantamiento de la cuenca del Llobregat a finales de febrero de 1932, que había terminado con sus líderes Buenaventura Durruti y Francisco Ascaso detenidos y deportados a Guinea Ecuatorial. Las protestas se extendieron por todo el país, pero cabe destacar la de Écija. Allí, el entonces capitán Lisardo Doval desarticuló una vasta organización que se ramificaba hasta la propia Sevilla, donde descubrió un gran almacén de explosivos. Con motivo del 1 de mayo los socialistas declararon la huelga general, y el 8 de julio, en la Villa de don Fadrique (Toledo), los campesinos, espoleados por su alcalde comunista, se apoderaron del pueblo y empezaron a quemar campos. Los propietarios pidieron auxilio a la Guardia Civil, pero su actuación solo logró que los agentes fueran cercados por los revoltosos y obligados a mantener una defensa casi desesperada hasta que llegaron al pueblo otros doscientos guardias a las órdenes de Cabanellas. Un miembro del cuerpo perdería la vida en la refriega.

El entusiasmo con que anarquistas, socialistas y comunistas impulsaban todos estos desórdenes, unido a la aprobación del estatuto de autonomía para Cataluña, que muchos militares veían como una agresión intolerable a la sacrosanta unidad de la patria, empujaron a Sanjurjo a prestar oídos a las invitaciones a la rebelión que durante el año anterior se había negado a secundar. El ejército no escapaba al clima de división que dominaba el país, como lo demostró el incidente entre el general Goded y el teniente coronel Mangada, cuando el primero pidió en un acto castrense un viva a España «y nada más» y el segundo contestó con un viva a la República y se arrancó la guerrera, acto de insubordinación que condujo a su arresto. El incidente le costó a Goded su puesto como jefe del Estado Mayor Central, y días después fue el general Riquelme, jefe de la división de Valencia, el que al pedir un viva para la República se encontró con que varios oficiales gritaban «Viva España!». Los oficiales acabaron también arrestados, pero eran síntomas claros de que la conspiración se extendía entre las filas militares. El hecho no le pasó inadvertido a Azaña, que pronto tuvo además información directa de los movimientos de Sanjurjo, a través de Lerroux, amigo personal del general, que traicionó su confidencia por creer que le debía más lealtad a la República. Sanjurjo, por lo demás, constató en sus viajes las dificultades que entrañaba su aventura. Pese a su ascendiente sobre la Guardia Civil, ni siquiera esta se manifestaba resuelta a alzarse contra las autoridades republicanas, salvo el 4o Tercio, con sede en Sevilla, que fue el lugar que escogió para lanzar su rebelión el 10 de agosto. Lo acompañaba el teniente coronel Verea, jefe de la comandancia, que como capitán persiguiera años atrás al Vivillo y al Pernales. Sanjurjo arengó a la tropa con palabras inequívocas: «Soy un general sublevado contra el gobierno y me dispongo a perderlo todo para procurar un beneficio a España. Ya me conocéis como militar y como director vuestro que he sido. Si confiáis en mí, seguidme. Si me creéis un traidor, fusiladme». Los guardias estallaron en vítores al general, y con su apoyo Sanjurjo logró hacerse sin dificultad con la capital andaluza y Jerez. Pero su golpe fracasó en el resto del país, especialmente en Madrid, donde los guardias civiles, dirigidos por el coronel jefe del 27° Tercio, José Osuna Pineda, hicieron frente con determinación a los militares sublevados, obligándolos a rendirse.

Azaña ordenó que el grueso de las tropas marchara sobre Sevilla. Sanjurjo, viendo que solo contaba con los guardias sevillanos para defender su causa, comprendió que la lucha no tenía sentido y se entregó al gobernador civil de Huelva. En el juicio al que se lo sometió (y que terminó con una condena a muerte de la que sería indultado con el voto en contra de Casares Quiroga y el favorable de Azaña y Prieto) dejó una de esas frases para la historia, y que quizá retrate como pocas otras la realidad incierta y convulsa del país en que le tocó vivir. A la pregunta del juez de con quién contaba para su rebelión, repuso Sanjurjo: «Con usted el primero, si hubiera llegado a triunfar».

La neutralización del golpe llevó, entre otras cosas, a una reorganización del cuerpo. El 4o Tercio fue disuelto, y muchos de sus oficiales encarcelados o deportados a Villa Cisneros (entre ellos, Lisardo Doval, que en coherencia con su trayectoria como azote del anarquismo andaluz se había unido al golpe de Sanjurjo). En cuanto a la Dirección General de la Guardia Civil, quedó suprimida. Sus funciones se transfirieron a una Inspección General encuadrada en el ministerio de la Gobernación, lo que dejaba clara la voluntad del gobierno de reforzar la vertiente civil del cuerpo, frente al militarismo que representaba Sanjurjo. Cabanellas, que no había querido seguir a Sanjurjo en su intentona, pero mostró su disgusto con estos cambios, fue cesado y sustituido en la Inspección General por Cecilio Bedia, un general de brigada, lo que rebajaba notablemente el rango militar de la jefatura del cuerpo, que desde 1873, y con la sola excepción del propio Cabanellas, solo habían desempeñado tenientes generales. La intención de irle restando espacio a la «monárquica» Guardia Civil, y potenciar paulatinamente la «republicana» Guardia de Asalto, era patente.

Pero para desgracia de esta, a comienzos de 1933 los anarquistas, inasequibles al desaliento, lanzaron una nueva ofensiva en el campo andaluz. Y la llamada prendió con especial intensidad en el pueblo gaditano de Casas Viejas, de apenas 1.000 habitantes abocados al hambre por la negativa de los terratenientes a dejarles cultivar las tierras. El 10 de enero, dirigidos por el viejo jornalero Francisco Curro Cruz, conocido por el apodo de Seisdedos, por tener esta peculiaridad física, proclamaron el comunismo libertario. Salieron a la calle con sus escopetas, colocaron banderas anarquistas por todo el pueblo y se dirigieron al alcalde para que ordenara a los guardias civiles entregar las armas. Pero el sargento Manuel García Álvarez, comandante del puesto, se aprestó con sus tres hombres a defenderlo. Los anarquistas se lanzaron al ataque. Con sus perdigonazos le reventaron un ojo al guardia Román García y alcanzaron en la cabeza al sargento. Los dos morirían días más tarde, pero antes de perder el conocimiento ayudaron a sus compañeros a resistir. Estos, Pedro Salvo y Manuel García Rodríguez, aguantaron hasta que llegaron los guardias civiles de Medina Sidonia, que dispersaron a los atacantes; unos huyeron, y otros se refugiaron en sus chozas. Entre estos últimos, Seisdedos con su numerosa familia, hijos y nietos, adultos y niños. Dispuesto a plantar batalla.

Para rendirlo, el gobernador civil envió un contingente de guardias de Asalto mandado por el teniente Fernández Artal. El teniente destacó a un emisario, el guardia Martín Díaz, para parlamentar con el viejo anarquista. Pero un tiro proveniente de la choza acabó con su vida. En la mañana del día 12, noventa guardias de Asalto mandados por el capitán Rojas Feigenspan se personaron en el lugar. Según declararía, traía órdenes terminantes del director general de Seguridad, Arturo Menéndez, de actuar sin contemplaciones. Luego se dijo que esas órdenes provenían del propio Azaña, que presa de la cólera había llegado a pedir que se les apuntase a los anarquistas a la barriga, para que no hubiera supervivientes. Sea como fuere, el capitán Rojas prendió fuego a la choza y ordenó disparar contra ella. Acabó así con toda la familia, salvo la pequeña nieta de Cruz, que logró escapar de las llamas. A continuación registró choza por choza el pueblo y detuvo a catorce campesinos, sospechosos de haber participado en la revuelta. Los alineó junto a las ruinas de la choza de Seisdedos, al lado de los cadáveres calcinados y el cuerpo del agente Díaz. Y dio la orden de fuego. Los fusiles tronaron. Catorce muertos más en Casas Viejas

El hecho causó comprensible horror en la opinión pública. Ramón J. Sender viajó al pueblo para investigar los sucesos, lo que dio como fruto una serie de reportajes, como los que años atrás hiciera sobre el crimen de Cuenca. Recogidos luego en su libro Viaje a la aldea del crimen, no solo denuncian la brutalidad vengativa de los guardias de Asalto, que demostraron carecer de la serenidad y proporcionalidad que precisa quien se enfrenta a una alteración del orden público como aquélla, sino que también dan testimonio de la sensatez de los guardias civiles que se encontró sobre el terreno, y que se ofrecieron para protegerle tanto de los ánimos exaltados de la gente del lugar como de las amenazas que recibiría de los responsables de la masacre.

La matanza de Casas Viejas precipitó la caída de Azaña y en última instancia la convocatoria de elecciones en noviembre de 1933. En ellas votaron por primera vez las mujeres, conquista que le debieron a la republicana liberal Clara Campoamor, y frente a la que se situaría, por ejemplo, la ya mencionada Margarita Nelken, por entender que muchas votarían lo que les mandaran sus confesores. Si lo que temía la beligerante dirigente socialista (y como dato curioso, primera traductora de Kafka al español) era que ganaran las derechas, no anduvo descaminada. De aquellos comicios salió un gobierno presidido por Alejandro Lerroux (dudosamente la opción de los confesores, tras haber declarado en su juventud que a todas las monjas había que «elevarlas a la categoría de madres») y respaldado por la coalición derechista CEDA. Se abre así lo que los historiadores de tendencia izquierdista llamarán bienio negro, y que en efecto lo fue, por muchos motivos, aunque no lodos imputables a quienes alcanzaron el gobierno. Con las derechas en el poder, se recrudeció la revolución, a la que se sumaron los sectores socialistas más radicales, encabezados por el antiguo consejero de Estado de Primo de Rivera, Francisco Largo Caballero. Pretextos no les faltaron. La derecha triunfante no se privó de rehabilitar generosamente a los jefes militares implicados en el golpe de Sanjurjo, y optó en cambio por postergar a los que se habían significado en defensa de la legalidad vigente. La percepción en amplios sectores de la izquierda era que de la República se habían apoderado sus enemigos (aunque en puridad, pocos españoles podían exhibir una ejecutoria republicana tan larga y perseverante como el nuevo presidente del gobierno) para emprender una suerte de contrarreforma que anulara los logros del bienio anterior. Si estos eran insuficientes, para la idea de la justicia social que animaba al movimiento revolucionario, menos aún prometía el gobierno radical-cedista. La hora de salir a conquistar los derechos de los trabajadores por la fuerza había sonado. La ofensiva que se produjo durante las últimas semanas de 1933 dejó ochenta y seis muertos, entre ellos nueve guardias civiles, elevados por el gobierno Lerroux a la categoría de mártires de la República.

Pero lo peor vendría en 1934. Hubo un aviso en la primavera, en tierras de Extremadura, donde numerosos cuarteles de la Guardia Civil fueron atacados. En Montemolín, cuyo nombre resultaba de nuevo adverso a los beneméritos (ironías del destino: el mismo de aquel torpe pretendiente al que derrotaron una y otra vez), el guardia Emilio Martín fue muerto a hachazos y posteriormente mutilado por negarse a entregar la correspondencia oficial que portaba. Sin embargo, la verdadera prueba iba a llegar en octubre, cuando la UGT de Largo Caballero, ante la posibilidad de que Lerroux incorporase al gobierno a ministros de la CEDA, lanzó una revolución que estalló con fuerza en la cuenca minera asturiana (no así en el resto del país, donde fracasó) y que pilló completamente desprevenidas a las autoridades.

El primer objetivo de los revolucionarios fueron las casas cuartel. Estas, según se decía en sus instrucciones para la sublevación, eran «depósitos que convenía suprimir». Y se aconsejaba que se estudiaran sus características defensivas para encontrar el mejor modo de acabar con ellas. Los revolucionarios estaban bien surtidos de dinamita, y este fue el medio principal para demoler la resistencia que los beneméritos, como en ellos era obligado y habitual, opusieron a la revuelta. A lo largo del día 5, noventa y ocho casas cuartel fueron destruidas con explosivos. La lista sería interminable: Mieres, Rebolleda, Santullano, Caborada, Posada de Llanes, Pola de Laviana, Sama de Langreo, El Entrego, Ciaño… En estos dos últimos puestos perecieron los guardias al completo, junto a sus familias. El de Caborada, excepcionalmente, se entregó sin oponer resistencia, merced a los oficios del teniente Torres Llompart, militante socialista. Frente al de Sama de Langreo, uno de los mayores, se juntaron cerca de 2.000 revolucionarios, a los que se dispuso a hacer frente el capitán Alonso Nart, con los sesenta guardias que había logrado reunir. El edificio, una casa de vecinos, ofrecía nulas condiciones para su defensa. Resistieron allí 30 horas, y cuando ya se quedaban sin municiones, Nart ordenó una salida a la desesperada. Los mineros, que estaban bien apostados, diezmaron a los guardias y persiguieron por todo el pueblo a los que lograron escapar. Nart, herido en la refriega, se encaramó a un montículo desde donde siguió luchando él solo contra medio millar de atacantes. Al final cayó muerto a balazos y los revolucionarios mutilaron su cadáver con saña.

La revuelta se extendió a León y Palencia, donde los guardias siguieron escribiendo páginas de glorioso (o inútil) heroísmo. El teniente Halcón, jefe de la línea de León, salió al paso de los revolucionarios que marchaban sobre la capital, y con un puñado de guardias mantuvo a raya durante un día a cerca de 3.000 enemigos. Al final, agolados y sin municiones, fueron aplastados por los mineros. Al teniente Halcón le pusieron un cartucho en la boca y lo hicieron explotar.

Aquella revolución produjo 1.200 muertos (la Guardia Civil tuvo 111, y 182 heridos) y provocó la enérgica reacción del gobierno, que envió al general Franco con las tropas de los Regulares y la Legión para aplastarla. El futuro dictador llevó a cabo la misión con la dureza que había puesto en práctica una y otra vez en las campañas africanas donde hiciera su meteórica carrera de ascensos. Con él se llevó al ya comandante de la Guardia Civil Lisardo Doval (rehabilitado tras su implicación en la Sanjurjada), al que conocía por ser ambos paisanos y compañeros de promoción en la academia de Toledo. Por sugerencia de Franco, a Doval se lo nombró delegado del ministro de la Guerra para el orden público en las provincias de Asturias y León. El comandante ya había estado en 1917 por Asturias como jefe de línea de Gijón, donde se había ganado fama de duro, y conocía bien el terreno. Con ese conocimiento, y sin andarse con contemplaciones, atacó los núcleos de la revolución y capturó a sus responsables, incluyendo a su líder máximo, González Peña, al que cazaron sus guardias en Ablaña, el 3 de diciembre, cuando se disponía a huir por mar. Para alcanzar estos resultados, se calcula que detuvo a 7.000 personas. Practicó registros sin orden judicial y recurrió con largueza a las torturas, incluidas las detenciones y amenazas de violación de las mujeres y las hijas de los mineros. Como consecuencia de las atroces palizas murió un número indeterminado de detenidos, y en un solo día sacaron a cerca de veinte de ellos de la cárcel de Sama para ser fusilados.

Alejandro Lerroux, que había clamado contra los métodos utilizados por el teniente Portas con los anarquistas barceloneses en el castillo de Montjuic, se veía ahora en la incómoda situación de que bajo su gobierno se reeditara el atropello, pero elevado a la enésima potencia. Ordenó al director general de Seguridad, Valdivia, que abriera una investigación. Lo que este descubrió lo horrorizó al punto de exigir al ministro que se cesara a Doval. El ministro le trasladó la petición a Lerroux, que lo relevó dándole una salida airosa. Nombrado jefe de Seguridad en el protectorado de Marruecos, acabó partiendo en noviembre de 1935 a una jugosa misión en el extranjero: una estancia en Nueva York para «estudiar las organizaciones policiales de aquella localidad». El chollo se le acabó con la victoria del Frente Popular, que lo convocó en febrero de 1936 para que regresara a su destino en Teruel. Doval no acudió, temiendo que se lo procesara por sus acciones en Asturias, y fue expulsado del cuerpo. Volvió tras la sublevación del 18 de julio para unirse a los rebeldes. En el verano de1936 mandaba la columna que desbarataron las milicias de Mangada (el vehemente oficial republicano arrestado por Goded) en Peguerinos (Ávila). Durante aquellos años, al margen de las luchas políticas que demandaban una y otra vez el grueso de sus energías, la Guardia Civil completó algunos servicios de interés en su servicio ordinario. Entre ellos, dos acciones que parecían retrotraerla a sus tiempos más remotos, como la persecución de los bandidos róndenos Francisco Flores Arrocha y Juan Mingolla, Pasos Largos. Tras el primero, ladrón de ganado y asesino, anduvieron los guardias durante un año, y en la refriega que acabó con su vida, el 31 de diciembre de 1932, también la perdió el guardia Teodoro López. En cuanto a Pasos Largos, viejo conocido del cuerpo, que ya lo enviara a prisión dos décadas atrás, al salir de prisión, ya en la sesentena, se dedica un tiempo a la caza furtiva, para más adelante empezar a recorrer los cortijos extorsionando a sus habitantes. Una pareja lo apresa y lo envía a la cárcel. Cuando sale de nuevo, en enero de 1934, lo hace cargado de odio contra los guardias y en seguida se hace con una escopeta, con evidente ánimo de venganza. El capitán Hernández, que ya dirigiera la búsqueda de Flores Arrocha, organiza una batida para capturarle. El 18 de marzo, en la cueva de El Palmito, en la serranía de Ronda, Pasos Largos, que se niega a entregarse, muere en tiroteo con el sargento del cuerpo Antonio Gil Ramírez. Es el último bandolero decimonónico, que se ha adentrado como un anacrónico intruso hasta el segundo tercio del siglo XX.

Por lo visto, García Lorca estuvo tentado de escribirle un romance a Flores Arrocha. Parece difícil entender qué podía verse de cantable en un sujeto que entre otras cosas asesinó y mutiló a sangre fría a una mujer y a su hija de meses. Pero quizá bastaba el hecho de que disparase contra los civiles y se hubiera cobrado la vida de uno. El mérito de esa acción era evidente leyendo el lamoso Román ce de la Guardia Civil Española, con el que el poeta de Fuentevaqueros, sirviéndose de la potencia de su verso (sin par en el siglo XX español), dejó grabada a fuego en el inconsciente colectivo una imagen tan lúgubre como desalmada: «Tienen, por eso no lloran, / de plomo las calaveras».

La revolución de 1934, que tanto se ensañó con los guardias, tuvo también, paradojas del país y del propio cuerpo, su episodio benemérito. Fue en Madrid, en el parque de automóviles, donde estaba destinado el teniente Fernando Condes. Un joven oficial, distinguido y condecorado en la campaña africana, que se había incorporado a la Guardia Civil para hacer carrera, y que al llegar a Madrid tomó contacto con destacados marxistas, entre ellos (una vez más) Margarita Nelken, con quien, dicen, compartió lecho. También se reencontró con su amigo el teniente Castillo, otro joven oficial curtido en Marruecos y de ideas izquierdistas, que se había incorporado a la Guardia de Asalto. Condes y Castillo dieron en organizar un esperpéntico plan de ataque a la presidencia del gobierno, donde esperaban hacer prisionero a todo el ejecutivo, completando los escasos efectivos que habían logrado comprometer con militantes socialistas disfrazados de guardias civiles. Descubierto el complot, Condes fue expulsado del cuerpo y condenado a una cadena perpetua que apenas duró un año.

En febrero de 1936 ganó las elecciones el Frente Popular, una coalición de socialistas, comunistas, anarcosindicalistas y burgueses antifascistas que se formó para luchar contra la derecha radical, los falangistas de José Antonio y el Bloque Nacional de Calvo Sotelo. Con tal motivo, Condes fue indultado, readmitido y ascendido a capitán. No fue el único afectado por el cambio de gobierno. Otros agraciados por el gabinete que presidía nuevamente Manuel Azaña fueron los encausados por sucesos como el de Castilblanco o por la revolución asturiana. En el extremo contrario, todos los militares que habían sido rehabilitados por el gobierno derechista o que se habían distinguido a su servicio se vieron relegados. Así, Franco pasó de la jefatura del Estado Mayor Central a Canarias, Goded fue a Baleares, y Mola, el ex director de Seguridad de la dictadura, promovido por el propio Franco a la jefatura de las tropas de Marruecos, a Navarra. La excepción fue el general Sebastián Pozas Perea, que había sustituido en la Inspección General de la Guardia Civil a Cabanellas en enero de 1936, y que fue confirmado en su puesto. Pero ello es explicable por las peculiaridades del personaje, en las que nos detendremos más adelante. Con estas idas y venidas, de la prisión a los honores, de la primera línea al ostracismo, la República acreditaba su inestabilidad, que no era sino la de un país ya irremediablemente partido en dos.

Solo faltaba la llama que prendiera la mecha. Y en esos primeros meses de 1936, el fuego fue más que abundante. Menudearon las huelgas y motines, como el de Yeste, en Albacete, que se saldó con la muerte de un guardia, otros 15 heridos y 17 campesinos muertos. A las algaradas debió hacer frente una Guardia Civil desmotivada por las críticas y por el clamor que desde las filas de la izquierda se lanzaba para su disolución: uno de los partidos de la coalición gobernante, el PSOE, llevaba incluso este punto en el programa. Para remate, se sumó la acción de los pistoleros fascistas, que ayudarían a terminar de cebar la bomba de relojería en que se había convertido el país.

El 14 de abril, durante el desfile de celebración del aniversario de la República, unos exaltados de filiación izquierdista arrancaron a dar vivas a Rusia y mueras a la Guardia Civil al paso de las tropas de esta por la tribuna presidencial. El alférez del cuerpo Anastasio de los Reyes, que se hallaba cerca junto a otros guardias, vestidos todos de paisano, les recriminó a los revoltosos su actitud. De pronto sonaron unos disparos y el alférez y dos guardias cayeron heridos. Los guardias civiles repelieron la agresión y el caos se apoderó de la muchedumbre. Hubo tres bajas entre los civiles presentes. En cuanto el alférez De los Reyes, murió en el camino al hospital. Su entierro iba a ser funesto para el desarrollo de los acontecimientos, pese a las precauciones que adoptó el general Pozas. El teniente coronel González Valles, jefe del parque móvil, donde estaba destinado el alférez, dio publicidad al sepelio, lo que provocó que en él se congregaran numerosos simpatizantes de organizaciones derechistas y líderes como Gil Robles y Calvo Sotelo. El acto, plagado de vivas a España y a la Guardia Civil, fue tomado como un desafío por el ministerio de la Gobernación, que envió a la Guardia de Asalto para disolver al gentío. Al mando del contingente estaba el teniente José del Castillo, compañero de conjura de Condes e instructor de las milicias socialistas. Castillo sacó la pistola y ordenó cargar a sus hombres. La acción causó treinta heridos y seis muertos, entre ellos el señalado falangista Andrés Sáenz de Heredia. El ministro de la Gobernación, Amos Salvador, presentó su dimisión, pero la catástrofe era ya inevitable. A la ira de los fascistas se sumaba el descontento que se extendía en las filas militares, donde el nuevo gobierno practicó una caza de brujas de colosales dimensiones. Solo en la Guardia Civil fueron removidos de sus puestos 26 de 26 coroneles, 68 de 74 tenientes coroneles, 99 de 124 comandantes y 206 de 308 capitanes (entre ellos, Santiago Cortés, futuro defensor de Santa María de la Cabeza). No cabe eluda de que muchos (que no todos) eran desafectos a la República, pero cabe cuestionar la prudencia de semejante razia en las filas de quienes debían contribuir a sostenerla.

Castillo pagó su exceso de celo el 12 de julio de 1936, cuando cayó víctima de un atentado a todas luces perpetrado por pistoleros fascistas en venganza por su actuación en el entierro del alférez De los Reyes. La respuesta no se hizo esperar, y en su gestación tuvo singular protagonismo su amigo el capitán Condes. Al frente de un grupo de guardias de Asalto y militantes del Frente Popular, se presentó primero en la casa de Gil Robles, y al no hallarle allí, en la de José Calvo Sotelo, el antiguo ministro de Hacienda de Primo de Rivera y ahora líder de la oposición al gobierno. Esgrimiendo una falsa orden de detención para su traslado a la Dirección General de Seguridad, sacaron al diputado derechista de su casa. En el camino, el militante socialista Victoriano Cuenca, panadero de profesión y guardaespaldas de Indalecio Prieto, disparó contra Calvo Sotelo, causándole la muerte. Nunca se sabrá si Condes tenía previsto este desenlace o si, como apuntan otras fuentes, el pistolero, conocido por su carácter violento, decidió por sí solo dar ese paso, y Condes, ante los hechos consumados, no tuvo más remedio que pechar con él. Según el testimonio de Prieto, días después el capitán le confesaría que estaba desesperado y dispuesto a quitarse la vida por su implicación en aquel crimen tan vil.

Aquella muerte marcaba el tránsito a un nuevo, y trágico, momento histórico. No deja de ser un desdichado símbolo que en ese punto de inflexión de la historia de España, una vez más, hubiera un guardia civil. Fernando Condes, a su manera, acató su destino. Murió el 27 de julio de 1936 en el frente del Guadarrama, encabezando una columna de milicianos que iba al encuentro de las tropas nacionales. Dicen que fue uno de sus propios hombres quien lo abatió, por la espalda.


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