Capítulo 13

El dilema de Franco: la segunda refundación

Frente a su protagonismo en los primeros compases de la contienda, donde desempeñaron como hemos visto un papel a menudo determinante para decantar el curso de los acontecimientos en uno u otro sentido, los guardias civiles pasarían a un segundo plano, más allá de los muy excepcionales asedios, en cuanto se estabilizaron las líneas de los diversos frentes y dieron comienzo las operaciones militares propiamente dichas. Aunque quizá habría que referir la afirmación a la Guardia Civil como institución, ya que guardias civiles que a título individual jugaron un papel destacado los hubo en uno y otro bando.

Lo dicho resulta evidente en el bando republicano. Tras el golpe y la entrega de armas al pueblo, con el consiguiente despliegue en los frentes y en la retaguardia de las milicias de partido, socialistas, anarquistas y comunistas, las unidades de la Guardia Civil que habían permanecido leales a la República, al igual que el resto de fuerzas de seguridad, se aplicaron como pudieron a mantener el orden, en un entorno que cada vez resultaba menos propicio a ello. Ni los guardias ni los agentes de Seguridad, en aquellos primeros meses, pudieron evitar los atropellos, los asesinatos y los desmanes de todo tipo que se produjeron, así como tampoco controlar a los milicianos que iban y venían del frente, con un sentido más bien particular de lo que era el deber de mantenerse en el puesto en tiempo de guerra. Para que llegaran a asumirlo habría que esperar a la organización del Ejército Popular de la República, y a la atribución de autoridad efectiva a las fuerzas del orden sobre los emboscados, desertores y delincuentes de toda especie que se movían a placer por la retaguardia republicana. Pero para entonces, en la zona gubernamental, ya no existía la Guardia Civil.

Fue su anterior inspector general, Sebastián Pozas, quien en su calidad de ministro de la Gobernación dispuso la liquidación del cuerpo, mediante el decreto de 30 de agosto de 1936, con estos motivos:


La extensión y gravedad de la rebelión militar ha tenido fuerte repercusión en todos los cuerpos y organismos del estado. Requiere especial atención por parte del Gobierno cuanto afecte a los Institutos armados, entre los cuales se encuentra el de la Guardia Civil. Buen número de unidades y destacamentos de dicho Cuerpo ha permanecido fiel a su deber, ofreciendo un magnífico ejemplo de lealtad, abnegación y heroísmo; pero otras fuerzas del Instituto, por prestar servicios en las provincias sometidas a la sublevación militar o por haberla secundado, han quedado de hecho fuera de la disciplina del Cuerpo. Se impone en estas condiciones una reorganización completa del Instituto de la Guardia Civil, que alcance no solo a la debida depuración de los cuadros de mando y tropa, sino a la propia estructura del Cuerpo.


Como consecuencia, el decreto disponía la reorganización de la Guardia Civil, que pasaría a llamarse Guardia Nacional Republicana. A su mando se situó el general de brigada de la Guardia Civil José Sanjurjo Rodríguez-Arias (sin ninguna relación con el ex director general y luego golpista José Sanjurjo Sacanell). Pero en la práctica se trataba de un cuerpo totalmente desnaturalizado, dirigido por comités locales y provinciales, algunos de tan deplorable memoria como el de Madrid, compuesto en su mayoría por guardias civiles conductores destinados en el parque de automovilismo, y al que no se le ocurrió nada mejor que llevar a cabo una repulsiva labor de persecución a través de la checa autodenominada Spartacus, de dirección anarquista y sita en la iglesia de las Salesas Reales, en la calle Santa Engracia de la capital. Desde ella se dedicaron a investigar y purgar a los compañeros, muchos de ellos denunciados por viejas rivalidades personales o domésticas que nada tenían que ver con su compromiso con la causa republicana. Llegó a darse la paradoja de que acabaran en la checa hombres que se batían el cobre en el frente de la sierra, denunciados por otros que estaban emboscados en Madrid. En total, la checa Spartacus llevó a la muerte a medio centenar de guardias. Los muchos enemigos que la Benemérita tenía entre las fuerzas que habían asumido la vanguardia defensiva de la República (solo en apariencia, pues algunas de ellas, como es sabido, perseguían otros objetivos últimos) empezaban a cumplir su viejo sueño de acabar con ella.

De las filas de la Guardia Nacional Republicana, extraña y amorfa reconversión del cuerpo fundado por Ahumada, hubo muchos que prefirieron desertar en cuanto tuvieron ocasión, para pasarse a la zona nacional y unirse a la Guardia Civil que allí continuaba existiendo. Otros muchos se mezclaron con las columnas combatientes que acudieron al frente a cortar el paso al ejército rebelde o se integraron después en el Ejército Popular, donde por su instrucción y habilidad en combate desempeñaron puestos de responsabilidad como cuadros de las unidades, a la vieja usanza del cuerpo, ya acreditada en las guerras carlistas. Entre unas cosas y otras, el terreno quedó abonado para que en diciembre de 1936 se aprobara un nuevo decreto que refundía en un nuevo cuerpo de Seguridad los existentes cuerpos de Vigilancia, Seguridad y Asalto y Guardia Nacional Republicana, con un grupo uniformado, dividido en dos secciones, Urbana y Asalto, y otro civil, dividido en tres secciones, Policía interior, Policía exterior y Policía especial o política. El proceso de unificación se dio por concluido en agosto de 1937. A partir de esta fecha no existe en el lado republicano Guardia Civil ni nada que quepa considerar sucesor de ella.

Esta decisión no puede juzgarse sino como un error mayúsculo por parte de sus autores, porque supuso dilapidar, con manifiesta ingratitud hacia los miles de guardias que en julio de 1936 se jugaron todo por la legalidad vigente, un activo valiosísimo para la defensa y la cohesión de la República, tras la traición de una buena parte del ejército. Fijarse en la minoría de guardias que se había sublevado, olvidando a la mayoría que se había mantenido fiel a su deber para con las autoridades legalmente constituidas, fue una miopía de nefastas consecuencias. Porque no había nada en el ideario del cuerpo amortizado que se opusiera a los valores republicanos, como habían demostrado cumplidamente sus miembros el 14 de abril de 1931 y a lo largo de los cinco años que siguieron, en los que derramaron una y otra vez su sangre en defensa de la ley y fue por la utilización ruin e interesada de otros, tanto a izquierda como a derecha, la mayor parte de sus excesos. Y porque el nuevo cuerpo, pese al empeño que pusieron sus integrantes, no llegó a ser una maquinaria ni la mitad de efectiva que la tan despreciada Guardia Civil. Ni en el frente ni en la retaguardia.

De las peripecias de los antiguos guardias civiles que permanecieron en la zona republicana podríamos contar mil historias, y seguramente hay muchas más que se han perdido. Como representantes de todos ellos, nos referiremos a las vicisitudes que atravesaron el coronel Escobar y el general Aranguren, los responsables del aplastamiento de la rebelión barcelonesa. En cuanto a este último, su actuación le valió el nombramiento de jefe de la división orgánica de Cataluña, desde el que tuvo poco margen de maniobra, por el poder que concentraron, de un lado, el Comité de Milicias Antifascistas, y de otro, la Conselleria de Defensa de la Generalitat. Luego asumió la comandancia militar de Valencia, cuya importancia venía dada por la presencia en la capital del gobierno de la República. Cuando entraron en la ciudad las tropas nacionales, se negó a huir, por considerar que no había cometido ningún delito. Fue sometido a consejo de guerra y condenado a muerte. Su familia apeló ante Franco al argumento del paisanaje (ambos eran de El Ferrol), al parentesco lejano eme había entre ellos y a la antigua amistad que los había unido durante sus días de África. Pero todo fue inútil. Murió fusilado el 21 de abril de 1939, en el barcelonés Camp de la Bola, amarrado a una silla (de nuevo un benemérito en ese trance, aunque frente a distintos adversarios) para sostenerlo pese a sus graves heridas. A los que acabaron con sus días les dijo que lo hicieran sin remordimiento, que solo le quitaban dos o tres años de vida, y que peor era para el que lo acompañaba en aquel trance, el teniente coronel Molina, al que por lo menos le estaban quitando treinta.

En cuanto al coronel Escobar, se incorporó al ejército del Centro, con el que intentó sin éxito detener a las columnas del ejército de África que avanzaban desde Extremadura. Posteriormente combatió en la batalla de Madrid, donde resultó herido en el frente de la Casa de Campo, no muy lejos de donde perdió la vida el mítico Buenaventura Durruti, que muy bien habría podido considerarse su enemigo natural, y junto al que lo habían llevado a luchar las circunstancias, antes en Barcelona y ahora en la capital de la República. Durante su convalecencia pidió permiso para ir al santuario de Lourdes, como hombre profundamente creyente que era; permiso que Azaña le concedió y tras el que, contra lo que muchos temían, volvió a la zona republicana. Luego de ejercer como director de Seguridad en Cataluña, donde trató de poner orden en las revueltas anarquistas contra el gobierno, lo que le costaría ser objeto de un atentado, combatió en Brúñete y en Teruel. La capitulación de la República le llega ya como general en Ciudad Real, donde, al igual que Aranguren, en vez de huir elige correr la suerte de sus hombres y se entrega al general Yagüe. Juzgado y condenado por rebelión militar, en uno de los muchos ejercicios de lógica inversa que hicieron los vencedores en esa ficción de justicia que eran los consejos de guerra contra los vencidos, acabó enfrentándose en los fosos de Montjuic a los fusiles de los hombres del cuerpo al que había pertenecido y del que con su integridad escribió una de las más dignas páginas. De nada sirvieron las peticiones de clemencia que elevaron a Franco destacados eclesiásticos, como el cardenal Segura. Los mismos guardias del piquete rindieron honores a su cadáver. Era el 8 de febrero de 1940. Diez meses después, el 15 de octubre, se vería ante el pelotón de fusilamiento, en esos mismos fosos, el president Lluís Companys, a cuyas órdenes se pusiera Escobar en la jornada decisiva del 19 de julio de 1936. Ahora estaban todos juntos: con el fracasado Goded, con el infortunado Ferrer i Guardia y con tantísimos otros.

Sus casos son solo dos entre miles. Quien quiera un inventario detallado del altísimo precio que hubieron de pagar los muchos guardias civiles que no secundaron el alzamiento y cometieron el crimen de seguir luchando por la legalidad vigente, tiene un minucioso inventario en el documentado trabajo de José Luis Cervero, Los rojos de la Guardia Civil. Lo que allí puede leerse vulnera una y otra vez las reglas de la más elemental humanidad. Aparte de ser no pocos de ellos pasados por las armas, estos guardias sufrieron cárcel, ostracismo y, por lo que toca a aquellos que tras la oportuna depuración fueron readmitidos en el cuerpo, ser considerados como auténticos leprosos, destinados a los peores sitios y las más duras fatigas. Lo que en la España de la posguerra significaba, por ejemplo, ser enviados al monte a combatir a los maquis, destino que muchos de ellos no pudieron soportar y que acabó conduciéndolos al suicidio. Pero no paró ahí la venganza. También alcanzó a sus viudas y huérfanos, a los que repetidamente se les denegó, con vileza insuperable, el mínimo socorro que habrían supuesto para ellos, en su sobrevenida indigencia, las parcas prestaciones a que tenían derecho por la puntual cotización de sus progenitores y esposos a los montepíos y mutualidades del cuerpo.

Volviendo a 1936, en la zona nacional la Guardia Civil no fue disuelta, sino que se dispuso su continuidad dentro del nuevo estado que se fundó por los sublevados. La primera medida, publicada en el Boletín Oficial del 24 de julio de 1936, fue el cese como inspector general de Sebastián Pozas Perea (que ni aún idealmente lo alcanzaba, porque a la sazón ya era ministro de la Gobernación del gobierno de la República). En su lugar se nombró al general de brigada del cuerpo (único dentro del generalato benemérito que se había sublevado) Federico de la Cruz Boullosa, jefe de la segunda zona con sede en Valladolid. Como dato anecdótico, era hermano del subsecretario de la Guerra, que en vano había intentado hacer desistir a Moscardó de su actitud sediciosa y convencerlo de entregar el Alcázar a las fuerzas gubernamentales. Mandó este general los restos de la Guardia Civil que habían quedado del lado rebelde hasta el 12 de marzo de 1937, en que fue sustituido por el general de brigada de Infantería Marcial Barro García, que compatibilizaba esta función con la jefatura de la 13 brigada de Infantería con cuartel general en Valladolid. El bajo rango del nuevo inspector general, y el carácter de pluriempleo que para él tenía la jefatura del cuerpo, subordinada a su mando sobre tropas combatientes, son ilustrativos del papel, subalterno, que jugaría la Guardia Civil en la zona nacional. Aparte de velar por el orden en la retaguardia, lo que no era demasiado arduo, por el régimen de férrea disciplina que entre los suyos habían impuesto los sublevados, y el terror a que habían reducido a los pocos desafectos que no habían enviado al paredón, operó la Guardia Civil en su ya antigua condición de policía militar en campaña, papel que ya desempeñara en la lejana expedición portuguesa de Gutiérrez de la Concha, la guerra marroquí de O'Donnell y tantos otros conflictos. Un papel, en suma, puramente auxiliar.

Eso no quita para que a título individual y excepcional hubiera en el lado nacional guardias civiles que se significaran por sus acciones de combate. En los primeros tiempos lo hicieron, por ejemplo, el capitán honorario Carlos Miralles, que con una guerrilla de guardias civiles contribuyó a fijar el frente del norte en el puerto de Somosierra durante los primeros días del conflicto. O el comandante Lisardo Doval, que ya ha pasado por estas páginas, y que al frente de 800 hombres marchó sobre la localidad abulense de Peguerinos, para tratar de ganar esa parte de la sierra, dominada por ayuntamientos del Frente Popular. Para su desdicha, sus hombres, poco cohesionados y peor guiados por un oficial que no había medrado precisamente dirigiendo grandes unidades en el campo de batalla, se tropezaron con el numeroso contingente que el mucho más hábil Mangada había desplegado en la zona. Mangada dejó que los hombres de Doval fueran ocupando lomas y disgregándose, y entonces cayó con toda su gente sobre los nacionales, que salieron en desbandada. El escaso prestigio que esta acción le valió a Doval como jefe militar hizo que pasara a otros menesteres, en concreto a desempeñar la jefatura de seguridad de Salamanca, donde en aquel momento estaba el cuartel general de los sublevados. Allí fue donde tuvo su papel, más acorde a sus capacidades, en el desmantelamiento de la conspiración falangista encabezada por Manuel Hedilla, y que acabó con este condenado a muerte y después, porque así lo aconsejó a Franco su astucia, indultado y desterrado a Canarias.

Más adelante habría otros guardias civiles implicados en destacadas acciones de guerra, pero a título puramente individual y encuadrados en otras unidades. Tal sería el caso del capitán Enrique Sierra Algarra, condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando por su desempeño al frente de la 50 compañía de la XIII bandera de la Legión, en el combate de Cerro Gordo (Teruel) el 27 de diciembre de 1937. Caso más bien excepcional de unidad combatiente formada por guardias chiles fue el de la llamada Compañía Expedicionaria de la Comandancia de Zaragoza, íntegramente formada por hombres del cuerpo y mandada por el capitán del mismo Roger Oliete Navarro, que entre octubre de 1936 y comienzos de 1937 protagonizaría temerarias operaciones de guerrilla en la zona de la sierra de Albarracín. Por su arrojo en ellas no tardó en ser conocida como compañía de la Calavera. Emblema este que acabaron adoptando y colocándose sobre las guerreras, en un escudo que constaba de un cráneo sobrepuesto a las siglas G-C entrelazadas (el distintivo tradicional del cuerpo) sobre un fondo negro.

Más allá de estas intervenciones puntuales y algunas otras que hemos de pasar por alto aquí, la guerra la sostuvieron otros, singularmente las tropas de choque africanas, el Tercio y los Regulares. Estos, merced a su acometividad suicida, apoyada por el moderno material de guerra aportado y manejado por alemanes e italianos, compensaron una y otra vez la escasa sapiencia estratégica del director de la guerra del bando nacional, superado continuamente por quien los hados malévolos dieron en ponerle enfrente: el general Vicente Rojo, uno de los más brillantes estrategas (si no el mejor) del ejército español, cuya apuesta por la causa de la República contribuyó a que esta salvara Madrid del asalto lanzado por Franco en el otoño de 1936 y prolongara la resistencia, casi, hasta el esperado estallido del conflicto mundial. Pero, como es sabido, no dio más de sí el talento de Rojo, ni el sacrificio ingente de los soldados que se dejaron la piel por la causa republicana. El 1 de abril de 1939, con todos sus objetivos militares alcanzados, según expresó en su famoso parte, el caudillo declaraba terminada la guerra y cautivo y desarmado al ejército enemigo.

Tocaba reorganizar el país, para dejarlo a la medida exacta de los deseos del vencedor. Y también le tocó someterse a esta reinvención, como no podía ser menos, a la Guardia Civil. Sobre este momento histórico crucial hay disparidad de versiones. Hay quienes aseguran que Franco, acabada la guerra y sin necesitarla ya en sus funciones de gendarmería de campaña, pensó seriamente en disolver la Guardia Civil. Otros, especialmente entre los historiadores afines al dictador y los más rancios apologetas del cuerpo, lo rechazan como anatema. Por los indicios de que disponemos, en particular la demora con que se aprobó la ley que reorganizaba el instituto, y que no llegó hasta el 15 de marzo de 1940, nos inclinamos por la primera versión. También es la que respaldan los historiadores más caracterizados del cuerpo. Aguado Sánchez, siempre razonable y coherente, pese a su sesgo más bien glorificador de la Benemérita e indulgente para con sus flaquezas, admite de forma implícita que el pensamiento pasó seriamente por la cabeza de Franco, aunque lo imputa a influencias externas de algunos de sus generales más próximos e incondicionales, deseosos de neutralizar un cuerpo sobre el que pesaba el estigma (añadimos nosotros) de su dudosa reacción el 18 de julio de 1936. Que la tibieza en la adhesión al movimiento nacional era una tacha en la mente del dictador lo prueba fehacientemente el cuerpo de Carabineros, suprimido de un plumazo y con peregrinas razones que no bastaban a encubrir el verdadero motivo: su abrumadora lealtad a las autoridades republicanas.

Abunda en esta interpretación, pero con un jugoso argumento adicional, Miguel López Corral, quien añade al círculo de los que invitaban al jefe del estado a enviar el baqueteado tricornio al desván de la Historia a su cuñado, y a la sazón ministro de la Gobernación, Ramón Serrano Suñer. Un personaje digno de retrato pormenorizado y aparte, para el que no hay en estas páginas el espacio necesario, pero del que bastará con decir que era, por cálculo evidente de Franco, el representante de la facción triunfante de la Falange, tras el fusilamiento en prisión de su fundador, José Antonio Primo de Rivera, y la desactivación por la vía penitenciaria del inquieto e imprudente cabecilla de la facción opuesta, Manuel Hedilla. Era además Serrano Suñer partidario entusiasta de la Alemania nazi, con la que se alinearía tras el estallido de la contienda mundial, y para la que pediría la formación de la famosa División Azul, a fin de ayudarla a machacar el bolchevismo y hacer pagar a Rusia sus culpas en la reciente carnicería patria.

Como apunta Corral, tenía además Serrano Suñer un amigo algo peculiar, que respondía al nombre de pila de Heinrich y se apellidaba Himmler. Este le había enseñado un maravilloso artefacto que habían puesto a punto en Alemania, y que al cuñado del generalísimo fascinó hasta el extremo de considerar idónea su traslación a la nueva España que surgía de la victoria nacional. El artefacto en cuestión no era otro que la organización de la que Himmler era Reíchsführer (es decir, jefe nacional): la Schutz-Staffel, más conocida por la siglas SS, representadas con dos runas en el cuello de los uniformes de sus miembros. Una compleja estructura, creada sobre la base de las bandas de matones que habían ayudado con sus dotes de persuasión al partido nacionalsocialista, o NSDAP, a ganar las elecciones de 1933, y que había crecido, desde sus modestos inicios como cuerpo de seguridad del partido, hasta engullir todo el aparato policial del Estado. Era, también, la más formidable maquinaria de esa índole que conociera la Historia, capaz de controlar a toda la población del país más pujante de Europa y mantenerla uncida, hasta su aniquilación, al yugo del régimen más criminal, demente y autodestructivo inventado por el hombre. Según el autor al que venimos citando, lo que Serrano Suñer pretendía era replicar este modelo sobre de la base de la Falange, para someter a los españoles, es de presumir, a una asfixia similar a la que padecían los alemanes, creando de paso magníficas oportunidades de vida y empleo para los portadores de camisa azul, como ya sabían y disfrutaban sus homólogos germanos de camisa parda y uniforme negro.

Providencial debemos considerar, imaginando el monstruo que habría podido nacer, que Franco fuera un tipo lo bastante frío como para desoír a la familia y acabar atendiendo las sugerencias que le llegaban desde otro sitio. Y salvadora debemos considerar, incluso quienes tengan mayores dificultades para apreciarla por la experiencia propia adversa o por la herencia ideológica recibida, la subsistencia de la Guardia Civil, un cuerpo a fin de cuentas profesional y concebido por un hombre cabal, honesto e ilustrado, en vez de la aberración que diseñaron unos psicópatas carentes de cualquier escrúpulo.

Los que lograron inclinar el ánimo del jefe supremo fueron un grupo de generales, entre los que se encontraban Várela, Muñoz Grandes (organizador bajo la República del cuerpo de Asalto), Vigón y Camilo Alonso Vega (viejo compañero de Franco de los días fundacionales del Tercio, en Marruecos, y con gran ascendiente personal sobre él). Ellos lo persuadieron de que no podía dejarse el orden público en manos de un ejército desgastado por la guerra, teniendo un cuerpo veterano y que había acreditado su eficacia para controlar la retaguardia y el escabroso territorio español. Le hicieron ver además lo arriesgado de confiar en las milicias falangistas (de las que el propio Muñoz Grandes era responsable, lo que lo surtía de abundantes y fundados motivos para la desconfianza). Franco, que después de todo era un militar monárquico y tradicional, debió entender finalmente que antes que lanzarse a imprevisibles experimentos más valía aprovechar y rehabilitar una institución curtida y consolidada a lo largo de la Historia, con los ajustes precisos para adecuarla a su personal proyecto de nación. Fue así como se produjo la segunda refundación, la franquista, del cuerpo fundado por Ahumada. Una refundación que en buena medida equivalió a una tentativa de convertirlo en otra cosa, subvertir su filosofía y liquidar algunas de sus más fecundas aptitudes. Pero como veremos, y aunque en la mente de muchos españoles siga instalado, aún hoy, como estereotipo indestructible de la Benemérita, aquel nuevo cuerpo troquelado por el designio dictatorial, solo a medias y transitoriamente tuvo éxito tan habilidosa y ventajista maniobra. Desde su tumba, desde sus reglamentos y su Cartilla, y desde su convicción e inteligencia, el duque de Ahumada iba a dar la batalla, atestiguando la solidez de su obra y salvándola de tamaña degradación.

Se materializó la refundación franquista en la ya citada Ley de 15 de marzo de 1940. Por medio de ella se consumaba la liquidación del cuerpo de Carabineros, de tan impertinentes querencias, refundiéndolo en la nueva Guardia Civil, que a sus competencias tradicionales sumaba el resguardo fiscal y la vigilancia de fronteras y costas, incorporando en su seno al escaso contingente de carabineros que se había salvado de la quema. Como señala Aguado Sánchez, la exposición de motivos de la ley está llena de argumentos pintorescos, por no decir sofísticos e inexactos. Valgan como ejemplo los siguientes:


Los acontecimientos políticos sufridos por España en el último decenio, con la implantación de la República, afectaron hondamente a todas las organizaciones nacionales, pudiendo asegurarse que no hubo una sola a la que no alcanzase el espíritu destructor de aquellos gobernantes. El benemérito Cuerpo de la Guardia Civil, creado por el Duque de Ahumada, y que constituyó la coronación de la obra iniciada por la Reina Católica con la organización de la Santa Hermandad, no se libró del influjo de aquellos hombres que, desde la oposición, habían intentado minar el espíritu benéfico del Instituto para crearle en el país un ambiente de odiosidad, fomentando, por un lado, la lucha de clases y los movimientos revolucionarios, y, por otro lanzando desde el poder a la represión a las fuerzas de Orden Público, con órdenes de crueldad hasta entonces desconocidas [alusión más que probable a la orden de tirar a la barriga atribuida, pero nunca contrastada, a Manuel Azaña en los sucesos de Casas Viejas]. Al acometerse la reorganización de las fuerzas de Orden Público, hemos ele salvar del naufragio de la revolución aquel espíritu y valores tradicionales que hicieron del Instituto de la Guardia Civil uno de los cuerpos más prestigiosos en que se inspiró la organización de las fuerzas de Orden Público en distintos países. Recogiendo aquellas enseñanzas y mejoras que el transcurso del tiempo y las experiencias de la guerra han señalado como más necesarias a los intereses nacionales, pretende esta ley…


No es preciso seguir, ni precisará tampoco el lector estrujarse las meninges para discernir cuáles eran esos «intereses nacionales» que hacían «necesarias» las «mejoras y enseñanzas» que se trataba de poner en práctica. Sobre el papel de Ahumada como ejecutor del plan de Isabel la Católica más vale extender un piadoso silencio.

Pero más adelante el texto nos ofrece otras claves de interés:


Los Tercios de Frontera, que por esta ley se crean, nutridos con gente joven, de vocación decidida, formarán unidades selectas que fortalecerán la organización militar de nuestras tropas de cobertura. El necesario enlace y compenetración que ha de haber entre las unidades del Ejército y las fuerzas de la Guardia Civil en el conocimiento, vigilancia y defensa de nuestras fronteras, han aconsejado que el mando superior de los indicados Tercios y de parte de sus unidades inferiores se asigne a jefes y oficiales del ejército.


He aquí la primera señal de la segunda desnaturalización que se trataba de infligir al cuerpo, tras la nada desdeñable, puesta sinuosamente de manifiesto en el párrafo anterior, de colocarlo por primera vez al servicio de una particular ideología interpretativa de lo que debía ser España. Se trataba de convertir a la Guardia Civil en un cuerpo más del ejército, con misiones especializadas, eso sí, como la labor de gendarmería y ocupación interior y la de centinela del perímetro territorial, pero organizadas sobre la base de y bajo la subordinación a los mandos militares. Era esta una novedad notoria respecto del diseño de Ahumada. Cierto era que este había optado por reclutar a los guardias de entre los miembros selectos del ejército, por entender que ellos le aportarían la solidez y la disciplina que precisaba; que se había empeñado, además, en dotar al cuerpo de condición militar (para mantener esa disciplina y esa solvencia en el servicio); y que se había empleado a fondo para sujetarlo a la dirección de personal del ministerio de la Guerra, aparte de afinarlo para actuar como soporte y fuerza de reserva del ejército en coyunturas bélicas. Pero no era menos cierto que se había cuidado de mantener a sus guardias como una fuerza independiente, y los había dotado de una filosofía de servicio a la ley, a las autoridades civiles y al ciudadano (una vez más, remitimos a la relectura de la Cartilla, en el capítulo 2 de este libro) que no era, ni muchísimo menos, la propia de un soldado. Y lo que Franco reforzaba con su ley era la condición soldadesca, coherente con su concepción de la Guardia Civil como un engranaje más para el mejor funcionamiento del gigantesco cuartel en que quedaba transformado el país.

Para completar la descripción del cuadro, no es ocioso apuntar que en aquellos momentos seguía vigente el estado de guerra, que se mantendría nada menos que hasta el año 1948, por lo que cualquier acción contra los guardias civiles, caracterizados como miembros del ejército, daba lugar a la aplicación del Código de Justicia Militar y al correspondiente consejo de guerra, lo que también se extendía a cualquier conducta irregular o insatisfactoria para el mando en que pudieran incurrir los propios beneméritos. En suma, se vivía en la práctica bajo una suerte de reedición, por vía tan indirecta como eficaz, de la tristemente famosa Ley de Jurisdicciones de 1906, que en su día derogara la República y que Franco, merced al simple ardid de mantener sumido al país en estado bélico permanente, no necesitó reinstaurar.

No menos dignas de ser paladeadas detenidamente son las consideraciones que llevan, según se declara en el preámbulo de la ley, a disolver el cuerpo de Carabineros (en síntesis, que la experiencia decía que a veces los carabineros perseguían delincuentes ordinarios y que los guardias también aprehendían alijos). Pero como no podemos aquí recrearnos en todo el texto, más bien debemos pasar a transcribir el crucial artículo 16 de la norma legal, que remacha cuanto se viene diciendo por si a alguien le quedaran dudas de lo pretendido:


Agotado el personal de los jefes procedentes de los cuadros actuales de la Guardia Civil, todas las vacantes en los empleos de coronel y teniente coronel, y las restantes, después de aplicado lo que en el artículo anterior se especifica para los demás empleos, se servirán por los jefes y oficiales del Ejército de Tierra que lo soliciten y cumplan las condiciones que se establezcan. Los que las obtengan servirán en el Cuerpo de la Guardia Civil, sin ser bajas en los escalafones de las armas de procedencia, por el tiempo que se fije, habida cuenta de una parte de las conveniencias y eficiencias de los servicios, y de otra de la necesidad de que conserven, en todo momento, la aptitud física necesaria en el Arma de donde proceden y a la que seguirán perteneciendo. El ingreso en el servicio de la Guardia Civil se iniciará por las escalas interiores, continuándose hacia las superiores a medida que vaya faltando personal de jefes y oficiales del Cuerpo de la Guardia Civil.


Puesto en plata: a fin de no cargar de tareas al agotado ejército… se inundaba con sus cuadros la Guardia Civil. Eso sí, manteniendo el nexo de los así transferidos con sus armas de procedencia, listos siempre para la guerra. Esta medida fue redondeada con otra, que acreditó a la nueva Benemérita como vaciadero del ahora hipertrófico ejército vencedor (justo eso que Ahumada no quería que fuera su cuerpo, tras las guerras carlistas). Urgía resolver el problema de cubrir las plazas que no habían podido dotarse con el personal antiguo del cuerpo y con el de nueva recluta, pese a habérsele exigido a este requisitos significativamente rebajados (entre ellos, la estatura, que pasó a ser de 1,560 metros; nada menos que 11 centímetros menos de lo que se pedía medio siglo atrás). Para ello, el general Várela, ministro del Ejército, por orden de 1 de septiembre de 1941, destinó a la Guardia Civil, con el empleo de guardias de segunda, y sin pasar ninguna prueba de aptitud, a 10.000 sargentos provisionales y de complemento excedentes de la guerra civil. Por esta vía, y por primera vez en su historia, vistieron el uniforme del cuerpo hombres analfabetos y semianalfabetos; a los que no cometeremos la ruindad de escarnecer, por ser falta atribuible no a ellos sino al atraso de su país y porque muchos de ellos, con no poco esfuerzo, aprendieron lo suficiente para poder desempeñar con dignidad su labor. Pero en todo caso resultaba obvio que la nueva Guardia Civil refundada por Franco no era el cuerpo escogido y elitista concebido por Ahumada, aparte de estar nutrido por afectos a un régimen, el suyo, en contra del principio de independencia y neutralidad que rigiera siempre la labor del fundador. Esta es, todavía hoy, la Guardia Civil que tienen en mente muchos españoles. Pero no es, ni mucho menos, y como se han encargado de demostrar los que han servido en ella después, con otras leyes y bajo otras premisas bien distintas de las de aquel estado autocrático, la Guardia Civil.

En otro orden de cuestiones, la reforma incluyó la aprobación de dos nuevos reglamentos, militar y para el servicio, que refundían los anteriores y los adaptaban a las necesidades del nuevo régimen. El reglamento militar, aprobado el 23 de julio de 1942 por el ministerio del Ejército, configuraba la nueva Guardia Civil como una gran unidad militar tipo cuerpo de ejército, pasando a segundo plano su carácter de policía uniformada. Incluso en los términos, ya que hablaba de comandancias, compañías y secciones, en lugar de comandancias, compañías y líneas, terminología tradicional que luego se recuperaría. El reglamento del servicio, aprobado el 14 de mayo de 1943 por el ministerio de la Gobernación, recogía en una primera parte, en refundición de conveniencia, buena parle de la Cartilla de Ahumada, desarrollando en apartados posteriores los pormenores del servicio con arreglo a los principios e instituciones del nuevo estado. En él, la Guardia Civil conviviría con un nuevo cuerpo urbano uniformado, la Policía Armada, recreada y renombrada para borrar el indeseable recuerdo del republicano cuerpo de Seguridad (cuyos miembros fueron convenientemente purgados), y con un nuevo cuerpo policial de paisano, el que tendría como denominación oficial Cuerpo General de Policía o Policía Gubernativa, y con el tiempo y en la jerga popular, la Secreta.

Otro aspecto que abordó la reforma fue la cobertura de las necesidades sociales y profesionales de los guardias civiles una vez alcanzada la edad que los incapacitaba para la fatiga del servicio ordinario: de ahí viene la costumbre de dotar con guardias veteranos los servicios de seguridad rutinarios de edificios oficiales, o la colocación de los más viejos como guardas, ordenanzas o bedeles. Se reorganizó el despliegue orgánico del cuerpo, que ahora aumentaba su tamaño con los tercios de frontera. En total se dotaron 41 tercios (entre rurales, mixtos y de costas y fronteras) más otros dos móviles, en Madrid y Barcelona, repartidos en las cuatro zonas anteriores al 18 de julio de 1936.

Como resultado de todas estas medidas, la plantilla orgánica de la Guardia Civil se incrementó en 1940 hasta los 54.000 miembros, que pronto registró nuevos aumentos, hasta arrojar un total en números redondos de 60.000, cifra en que quedó fijado el contingente de la nueva institución para atender a las múltiples necesidades que se derivaban de los servicios que tenía atribuidos. Constituía pues una fuerza significativa, a la que se reequipó con nuevas armas: además del clásico fusil de repetición y la pistola reglamentaria, se les dio el subfusil ametrallador Star, que se fabricó en grandes cantidades y del que hicieron uso frecuente los guardias en la guerra que comenzaría pronto contra los maquis. En cuestión de retribuciones, se les fijaron relativamente ajustadas, suprimiendo algunos pluses. Para dar una idea, el sueldo de un teniente rondaba las 580 pesetas mensuales, el de un sargento 375 y el de un guardia 300.

En la uniformidad se introdujeron algunas modificaciones, aunque en los primeros años, y por la penuria reinante, hubo diversidad de colores y tejido, llevando cada uno el que podía procurarse, e incluso contemplándose excepciones a las reglas ordinarias. Para el uniforme diario siguió prevaleciendo el gris verde, con algunas innovaciones como el capole al estilo alemán y las bolas de media caña, de idéntica procedencia. El sombrero siguió siendo el tricornio, con funda de hule negro, salvo para los tercios de frontera, equipados con gorra de paño gris verdoso. Como novedad curiosa, fue entonces cuando dejaron de ser la G y la C entrelazadas el emblema del cuerpo, sustituidas al modo del ejército por un distintivo de oro sobre campo rojo, y consistente en un aspa formada por las fasces (símbolo de autoridad) y la espada (que representa la ley). Como señala Aguado Sánchez, este símbolo, que es el que se ha mantenido hasta la actualidad, tiene la peculiaridad de que la espada aparece colocada con la empuñadura en la parte superior, en contra de los principios de la heráldica, donde las espadas así dispuestas representan armas vencidas o trofeos de guerra.

Merece también alguna mención el modo en que se organizó la formación del personal. Tras unos primeros años de relativo descuido, se hizo evidente la necesidad de restablecer para los guardias el mecanismo tradicional de enseñanza a través de la academia de los puestos, imprescindible para subsanar las carencias culturales y técnicas de toda índole de los nuevos miembros de aluvión. En cuanto al resto del personal, la labor formativa se encomendó al Centro de Instrucción, que tenía el empeño en principio razonable de sistematizar la formación de todas las clases de tropa, suboficiales y oficiales del cuerpo. En la práctica, sin embargo, la instrucción que allí se daba se correspondía más con las necesidades de las tropas corrientes de infantería (entre otras, y citamos del plan de estudios: higiene del soldado, defensa contracarros, gases de combate y defensa contra los mismos, organización y defensa del terreno, enmascaramiento…) y poco o nada con las que habrían sido lógicas en un cuerpo dedicado al trabajo policial. También en este influyente aspecto prevalecía la militarización.

La mayor parle de estas reformas se introdujeron siendo inspector general del cuerpo el general de división Elíseo Álvarez Arenas, que ejerció esta responsabilidad desde septiembre de 1939 hasta el 13 de abril de 1942. En esta fecha fue sustituido por el también general de división Enrique Cánovas de la Cruz, que recuperó la denominación de director general para la jefatura del cuerpo y se mantuvo al frente de este hasta julio de 1943. En esta fecha vendría a sustituirlo el general Camilo Alonso Vega, de cuyos trascendentales oficios para impedir la disolución de la Guardia Civil ya se dejó constancia más arriba.

Paisano del dictador, curtido a su lado bajo las banderas del Tercio en las vaguadas y los riscos del Rif, Alonso Vega iba a dejar una impronta que los historiadores del cuerpo coinciden en señalar como solo comparable a las de Ahumada y Zubía. Como ellos, combinaría algún paternalismo con la exigencia inflexible de responsabilidades, pero con bastante más peso de esto último. A él se debe buena parte del carácter que adquiriría en esos años la institución benemérita, para bien y para mal (bien es la exactitud en el servicio, mal el autoritarismo caciquil, rasgos ambos que sus modos de mando impulsaron). Bajo su personal dirección, que se prolongó durante doce años, iba a terminar de conformarse la Guardia Civil de la dictadura, y sobre todo iba esta a hacer frente a un nuevo y correoso enemigo: la oposición interior al régimen, materializada en los irreductibles guerrilleros del monte.


Загрузка...