Capítulo 2

Ahumada, el visionario

No es inhabitual que un hombre de ingenio pague un alto precio por demostrarlo por escrito. Al presidente González Bravo le llegó el momento de comprobarlo cuando una mano invisible depositó en manos de la reina madre, María Cristina, los artículos injuriosos que tiempo atrás le había dedicado bajo seudónimo, con la insinuación de su verdadera autoría. El antiguo libelista quedaba amortizado, y el 2 de mayo de 1844 Narváez asumió la presidencia del gobierno, tomando para sí la cartera de la Guerra, en la que mantuvo como subsecretario al brigadier sevillano Ángel García de Loygorri, conde de Vistahermosa, leal al nuevo presidente y viejo amigo del duque de Ahumada.

Durante el mes de abril se habían producido algunos acontecimientos relevantes para la formación del nuevo cuerpo. El todavía ministro de la Guerra, Mazarredo, mantuvo un tira y afloja con su colega de Gobernación, el marqués de Peñaflorida, para deslindar las funciones de ambos departamentos y en particular las responsabilidades que corresponderían en el nombramiento de su personal a los jefes militares y políticos. Como resultado, se dictó el Real Decreto de 12 de abril, que aclaraba el anterior de 28 de marzo en el sentido de que si bien el Ministerio de la Guerra se encargaría de la organización inicial de la Guardia Civil, reclutando sus efectivos entre los excedentes de personal del ejército, en lo sucesivo serían los jefes políticos los que se encargarían de los nombramientos de cargos y asignación de destinos. Este esquema habría dado lugar, interpreta Aguado Sánchez, a que la Guardia Civil se convirtiera en una suerte de simple vaciadero de un Ejército hipertrófico, sometido a los vaivenes políticos y expuesto a los caprichos del partido de turno. La falta de un inspector general, y los míseros sueldos que se contemplaban para la tropa, habrían conducido a una nueva institución precaria, con defectuosa organización militar y condenada a resultar inestable, manipulable y fallida.

Sea como fuere, el 15 de abril de 1844, este nuevo Real Decreto le fue remitido al mariscal de campo Francisco Javier Girón, duque de Ahumada, que se hallaba a la sazón en Cataluña en funciones de inspector general militar. Lo acompañaba la siguiente comunicación:


Al Mariscal de Campo Duque de Ahumada. Para llevar a cabo esta Soberana y Real disposición se ha dignado comisionar a V.E. como Director de la organización de la Guardia Civil y señalar para proceder a ello los puntos de Vicálvaro y Leganés. A fin de que V.E. pueda sin pérdida de tiempo dar principio al importante cometido que la digna acción de S.M. le confía y evitarle en lo posible consultas que naturalmente le ocurrirían para su mejor desempeño, debo decirle que V.E. queda facultado para proponer las medidas que conduzcan a la más útil organización de esta fuerza en vista de los elementos que para ello puedan emplearse, teniendo en consideración que del acierto de su primera planta depende su porvenir y el que produzca el feliz resultado a que se la destina. Muy recomendable e importante es la brevedad, pero más aún lo es la perfección. Las solicitudes de Jefes y Oficiales con los datos ya reunidos en este Ministerio pasarán a la dirección del cargo de V.E. para que en consecuencia puedan hacerse a S.M. las consecuentes propuestas en forma para todos los empleos de Jefes y Oficiales, debiendo V.E., proceder al nombramiento de las clases de tropa que han de componer el Cuerpo […] V.E. necesita manos auxiliares para los trabajos de la Comisión; puede V.E. por tanto proponer desde luego, su personal y la organización en el concepto de que todos los sueldos y gastos son desde ahora con cargo al Ministerio de la Gobernación.


Mediante esta comunicación, el ministro de la Guerra ponía en manos de Ahumada la labor de organización inicial de la Guardia Civil que había salvado para su ministerio. Las razones de su nombramiento hay que buscarlas en su competencia y rigor, que ya lo habían llevado al cargo de inspector general militar. Pero una vez recibida la encomienda, no podía dejar de influir en el duque la experiencia que había compartido un cuarto de siglo atrás con su padre, en la redacción del proyecto de la Legión de Salvaguardias Nacionales. Comparándolo con el que ahora se le ponía en las manos, forzoso era que sintiese preferencia por aquel, y desde bien pronto se aplicó a procurar que los decretos fundacionales quedaran sin efecto y sustituidos por otro más acorde a su concepción de lo que debía ser un cuerpo que devolviera (o trajera, porque era algo inédito) la seguridad al reino. El hombre había encontrado su destino en la Historia. Y la Guardia Civil acababa de tropezarse con el hombre que iba a ahormarla.

Pero antes de continuar con el relato, quizá sea oportuno dar algunas pinceladas biográficas sobre el personaje. Nacido en Pamplona el 11 de marzo de 1803, en el palacio del Virrey (cargo que entonces ostentaba su abuelo paterno, Jerónimo Girón), hacia las cuatro de la tarde, Francisco Javier Girón moriría el 18 de diciembre de 1869 en su domicilio madrileño del número 9 de la calle del Factor, a las dos y media de la madrugada. Su condición de miembro de la nobleza le hizo disfrutar de los privilegios otorgados a esta por Carlos IV e inició su carrera militar a la edad de doce años con el empleo de capitán de Milicias Provinciales. Hijo único, su infancia fue algo amarga, ausente casi siempre su padre por su implicación en la Guerra de la Independencia y sin el amparo de la madre, que prefería seguir al marido en sus correrías, mientras Francisco Javier quedaba a cargo de su abuelo, perseguido por afrancesado. De talla mediana y no muy buena salud en la adolescencia, los contratiempos vividos con su padre, exilio incluido, forjaron en él un carácter inflexible y ordenancista, además de proporcionarle grandes dotes de organización y una gran capacidad de trabajo. Afín a los moderados, no albergó especiales ambiciones políticas, contentándose con un puesto de senador vitalicio que compatibilizó con su dedicación a la Inspección General de la Guardia Civil. En cuanto a su hoja de servicios militares, la primera guerra carlista le daría ocasión de distinguirse y de demostrar su capacidad para el mando. Como coronel participó en la desarticulación de partidas carlistas en la provincia de Sevilla y más tarde en La Granja. Tras algún revés, como el que sufrió frente a los rebeldes en Moratalaz, Narváez lo captó para organizar el Ejército de Reserva de Andalucía, lo que forjó una sólida relación de camaradería entre ambos. En 1840 fue nombrado mariscal de campo por sus muchos méritos en combate, en las acciones de Yesa, Alpuente, Montalbán, Miravete, entre otras, y por el acoso al recalcitrante caudillo carlista Ramón Cabrera, hasta obligarlo a cruzar en retirada la frontera de

Francia. Su carrera previa a la organización de la Guardia Civil se cerró con sumisión como inspector en Cataluña y Valencia, donde su labor se tradujo en una, minuciosa revisión de los muchos problemas que aquejaban al ejército de entonces, seguida de múltiples recomendaciones para mejorarlo en todos los aspectos, desde uniformidad y guarnición hasta la simplificación de la exasperante burocracia que lo agarrotaba. Según Aguado Sánchez, de quien tomamos esta semblanza, ello lo preparó, en no escasa medida, para la tarea de organizar el cuerpo de la Guardia Civil. Pero aparte de este historial, al hombre también se le atribuye un jugoso anecdotario, que no excluye la leyenda. Quizá la más repetida entre los guardias civiles, y transmitida de generación en generación, es la que refiere que siendo aún el duque un joven oficial, su padre, por entonces capitán general de Andalucía, recibió en su despacho al mítico bandolero José María el Tempranillo, ya convertido en arrepentido de la justicia, a la que ayudaba a capturar a sus antiguos compinches. El padre se dirigió al hijo y le dijo: «Mira, aquí te presento a José María el Tempranillo, un hombre valiente». A lo que el ex malhechor replicó: «No, mi general, yo no soy valiente, lo que ocurre es que no me aturdo nunca». Según se cuenta, aquellas palabras se le grabaron a fuego al futuro director de la Guardia Civil, que solía repetirlas a su gente cuando la despachaba a misiones que entrañaban peligro.

Fiel a este espíritu, sea o no cierta la anécdota, el duque no se aturdió frente al delicado encargo recibido mediante la Real Orden de 15 de abril. Y tan solo cinco días después, el 20 de abril de 1844, redactaba una comunicación a los ministros de Estado y Guerra, en la que les trasladaba sus primeras impresiones sobre la labor encomendada. En primer lugar, el contingente previsto de 14.333 hombres, repartidos en 14 Tercios, con 103 Compañías y 20 Escuadrones, resultaba imposible de reclutar, si es que se deseaba dotar el cuerpo con personal a la altura de su responsabilidad, por lo que proponía empezar por un número inferior e irlo aumentando progresivamente a medida que se fuera incrementando el crédito presupuestario. Tampoco veía con buenos ojos, según expuso, la ínfima dotación para la retribución de las clases de tropa, tan baja que los que se presentaran habían de ser «gente poco menos que perdida, y por lo tanto dispuesta a la corrupción, siendo estas las clases que merecen más atención, pues casi siempre tienen que prestar su servicio individualmente, y los que tengan la circunstancia de conocida honradez, talla, saber leer y escribir, y demás que se requieren, no querrán por cierto tener ingreso en un cuerpo, en que han de arrastrar grandes compromisos y fatigas, con la seguridad de que servirán más y ofrecerán más garantías de orden cinco mil hombres buenos que quince mil no malos, sino medianos que fueran». Es de subrayar esta preocupación, constante en Ahumada, por contar para la Guardia Civil con personas cuya instrucción mínima les permitiera saber leer y escribir. Detalle que ponía de relieve lo escogido del cuerpo que tenía en mente, en un país donde el índice de analfabetismo se situaba sobre el setenta y cinco por ciento de la población.

A partir de estas premisas, realizó un estudio previo de plantilla, reorganizando la que se le había proporcionado en los decretos fundacionales. Simplificó las unidades y sus planas mayores, rebajó el nivel de cinco de los Tercios, proponiendo que los mandaran tenientes coroneles en vez de coroneles, por su poca demarcación, y propuso que hubiera más oficiales subalternos, para que en su actuación aislada la «vigilancia fuera más inmediata». Y respecto a los empleos más modestos, para los que proponía el primer aumento de sueldo, incluso antes de que existiera el cuerpo, argumentaba: «Llegamos ahora al punto capital de esta organización, que es la dotación de sus individuos de tropa, pues la de sus jefes y oficiales es la correspondiente al servicio del Cuerpo. Si aquella no es la indispensable para proporcionar una subsistencia cómoda y decente no solicitarán tener entrada en la Guardia Civil aquellos hombres que por su disposición y honradez se necesita atraer. Una peseta y el pan es el jornal de cualquier bracero, que no tiene que entretener ni un vestuario, ni un equipo ampliado y lucido». Con todo, la propuesta del duque, que reducía los efectivos del cuerpo, ahorraba al erario público 4.665.320 reales al año.

Todas sus ideas las resumía en siete puntos, que elevó al Gobierno escritos de su puño y letra, y que se recordarían como las «bases para que un general pueda encargarse de la formación de la Guardia Civil». Tales bases eran, en síntesis, las siguientes:


1. Que esté conforme con la organización que deba darse al Cuerpo, encontrando en la actual grave falta de dotación a los guardias.

2. Que tenga intervención en el vestuario, caballos y monturas.

3. Que debe ser quien proponga a todos los jefes y oficiales.

4. Que hasta que cada Tercio se entregue, pueda decidir la separación de aquellos miembros cuya permanencia no convenga.

5. Que la organización debe ser progresiva, tercio a tercio.

6. Que cuanto haya hecho el Ministerio de la Gobernación debe pasar al general encargado de la organización.

7. Que todos los que tengan entrada en el Cuerpo se le deben presentar personalmente en Leganés (infantería) y en Vicálvaro o Alcalá (caballería), antes de marchar a las provincias donde se les destine.


Del examen de estos siete puntos no puede desprenderse un mensaje más nítido: plenos poderes para organizar el nuevo cuerpo, y libre decisión para conformarlo con arreglo a su criterio. La petición de Ahumada iba a resolverla el nuevo ministro de la Guerra y presidente del Gobierno, esto es, el todopoderoso Ramón María Narváez, mediante el nuevo Real Decreto de 13 de mayo de 1844, por el que se reconducía la organización de la Guardia Civil creada por el de 28 de marzo a la propuesta por el director al que se le había encomendado. Acogía el preámbulo del Real Decreto todas y cada una de sus peticiones. Se dejaba bien clara la dependencia del Ministerio de la Guerra en todo lo relativo al personal, debiendo «entenderse» en su servicio peculiar con las autoridades civiles, y contando con una Inspección General desempeñada por un general del Ejército. Se aceptaba tanto la reducción de efectivos respecto del proyecto originario como el principio de dotación progresiva de sus tercios. Y se recogían, literalmente, las reflexiones del duque de Ahumada sobre la necesidad de dotar de forma adecuada a los individuos de tropa. Esto llevaba a atribuir a los guardias un haber diario entre nueve y doce reales, en el caso de los de caballería, y entre ocho y diez y medio los de infantería. Es decir, más del doble de la propuesta original. En su articulado, el Real Decreto desarrollaba todos estos principios y la organización que había de darse al cuerpo. Es de destacar el artículo 20, que fijaba las condiciones exigidas para ser guardia civil, y en el que quedaba claramente formulada la voluntad de contar con individuos seleccionados:


Las circunstancias para entrar en la Guardia Civil han de ser en las clases de tropa: ser licenciados de los cuerpos del ejército permanente o reserva, con su licencia sin nota alguna; promover su instancia por conducto del alcalde del pueblo de su vecindad, con cuyo informe y el del cura párroco deberá dirigirse al jefe político de la provincia; esta autoridad, tomando los informes que estime oportunos, la pasará al comandante general de la provincia, y este al jefe del tercio; no tener menos de 25 años de edad ni más de 45, saber leer y escribir, tener cinco pies y tres pulgadas, lo menos, de estatura los que hayan de servir en caballería y dos los de infantería.


Para los oficiales, se exigía en todo caso que fueran mayores de treinta años, lo que garantizaba la incorporación a la Guardia Civil de personas con la madurez necesaria. La oferta de unirse al nuevo cuerpo no carecía de atractivo para los militares de graduación, aunque algunos de ellos lo veían con desconfianza, por temor a que la inestabilidad política que caracterizaba a la época lo convirtiera en una creación efímera. Con todo, al director general de la organización no le faltaron candidatos, y pudo efectuar una rigurosa selección en la que les dejó bien claro que en el nuevo cuerpo se exigiría un sacrificio en el servicio y una limpieza de conducta superiores a los que se les pedía en sus unidades de procedencia, teniendo además absolutamente proscrita la militancia política (contra lo que era usual en el ejército, después de tantos años de intervencionismo militar en la gobernación del país). La más mínima falta en el expediente, que el director examinaba personal y meticulosamente, conllevaba el rechazo. A Ahumada solo le interesaban hombres de «honor, valor y limpia conciencia».

Para las labores de organización, el director se instaló con su equipo en un edificio del siglo XVII sito en el 14 de la calle Torija de Madrid, todavía existente, y donde habían estado la residencia y las oficinas de los inquisidores madrileños del Santo Oficio, abolido pocos años atrás. En el verano de 1844 se fue recibiendo a los aspirantes en los acuartelamientos de Leganés, Vicálvaro y Alcalá. Pronto se vio que no sería fácil cubrir las plazas de tropa. A comienzos de junio, en los quince batallones que guarnecían Madrid, solo se había podido encontrar once hombres aptos para incorporarse a las unidades de infantería de la Guardia Civil. Ello llevó al duque a proponer la admisión de soldados de menor edad de la prevista en el Real Decreto de 13 de mayo, pero sin hacer concesiones en cuanto a su talla e instrucción mínima. También fue ardua la recluta de las unidades de caballería, con la dificultad añadida de la compra de semovientes y el equipo preciso. El 1 de agosto se contaba ya con 668 guardias de infantería y 368 de caballería, que a mediados de mes se habían incrementado hasta 758 y 415, respectivamente. El 1 de septiembre, el duque de Ahumada, como premio a su labor organizadora, fue nombrado primer inspector general del cuerpo, en analogía de derechos y sueldo con los demás directores e inspectores generales de las armas del ministerio de la Guerra, y la Guardia Civil se presentó en parada militar ante el Gobierno.

El desfile tuvo lugar donde hoy se encuentra la estación de Atocha. En total formaron 1.500 guardias de infantería y 370 de caballería, con todos sus mandos y completamente uniformados, armados y equipados. Revistados por Narváez, con Ahumada a su izquierda, la impresión de marcialidad y disciplina que causaron los guardias fue excelente. Un rasgo que iba a distinguir a la Guardia Civil en todas las paradas militares en que participaría a lo largo de su dilatada historia.

En ese verano de 1844, Ahumada también puso a punto las cuestiones de intendencia, como los haberes del cuerpo, fijados por Real Orden de 30 de agosto, y que arrojaban en conjunto unos ingresos para los guardias civiles por encima del promedio de la clase social de procedencia, y también superiores a los de sus homólogos del ejército. Baste apuntar que un coronel vendría a ganar 36.000 reales de vellón anuales, frente a los 21.600 que percibía en el ejército, diferencia que en los tenientes era de 7.300 a 5.000. Eso sí, con todo y el esfuerzo hecho para aumentar sus ingresos, la diferencia con las clases de tropa era enorme, si tenemos en cuenta que un guardia de segunda percibía 2.920 reales, un cabo 3.285 y un sargento primero, 3.832.

Por Real Decreto de 15 de junio de 1844 quedó fijada también la uniformidad del cuerpo, que variaba para caballería e infantería, pero que como elementos comunes contaba con casaca o levita azul, con cuello, vueltas y solapa de color encarnado, y pantalón de paño o lienzo azul o blanco. Como prenda de cabeza común, el sombrero de tres picos, que en seguida, por galicismo derivado de chapeau à trois comes, se conocería popularmente por el nombre de tricornio. Para los jinetes se disponía que los correajes fueran negros, y para los infantes, de «ante de su color», es decir, amarillento. También se regulaban las armas que debían llevar unos y otros: carabina, dos pistolas de arzón y espada los de caballería; fusil corto, sable de infantería y pistola pequeña los de a pie. Aunque en los primeros tiempos, por estrecheces presupuestarias (hubo que adelantar a los guardias el dinero necesario para que se proveyeran inicialmente del equipo que iba a su costa), se les proporcionó armamento de circunstancias, como fusiles de chispa ordinaria a los infantes, sin pistola, y una sola pistola a los de a caballo.

Otros dos textos cruciales de esta etapa fundacional son los reglamentos para el servicio, aprobado el 8 de octubre de 1844, y militar, fechado siete días después. El primero, redactado por el ministerio de la Gobernación, sobre el borrador que dejara preparado el anterior subsecretario, Patricio de la Escosura, artífice del Real Decreto de 28 de marzo, estaba más en línea con una Guardia Civil sometida a la intervención de las autoridades políticas que con el modelo de autonomía militar, bajo la dirección civil en lo relativo al servicio, que había consagrado por inspiración de Ahumada el Real Decreto de 15 de mayo. Contenía numerosas disposiciones que habían de resultar problemáticas y que condujeron a conflictos entre los guardias civiles y los comisarios y celadores de Seguridad Pública. Dichos funcionarios, dependientes de los jefes políticos, se consideraban delegados de estos y quisieron poner a sus órdenes a los miembros de la Guardia Civil, a los que consideraban como los auxiliares o «empleados de protección» que la ley les atribuía y que no se les había facilitado hasta la fecha. Un sonado incidente lo protagonizó el comisario de Getafe, que ordenó al oficial de la sección, apenas llegaron los primeros guardias, que estos se personaran a la mañana siguiente a la puerta de su domicilio, vestidos de gala para ser revistados. La orden no solo no se cumplió, sino que el incidente 1e costó al comisario el puesto. La Guardia Civil, con el poderoso respalde del ministro de la Guerra, que a la vez era el presidente, dejaba así primer testimonio de su recio carácter.

La dependencia de los jefes políticos que establecía este reglamente para el servicio, y que Ahumada combatiría hasta hacerla desaparecer contrastaba con el limitado recurso que alcaldes y jueces podían hacer a esta fuerza, siempre a través de dichos jefes políticos o de sus delegados. Por el contrario, el criterio del jefe de la fuerza sería el determinante a la hora de elegir el medio para restablecer el orden en caso de que se viera alterado, antes de llegar a las armas, que en último recurso podían usarse para hacer valer el imperio de la ley. El artículo 37 del reglamento concedía a la Guardia Civil la trascendental función de instruir sumarias y atestados sobre la comisión de delitos, de donde vendría en mayor medida la autoridad de sus miembros.

En cuanto al reglamento militar, impulsado y concebido por el inspector general, y por consiguiente muy en línea con su personal concepto del cuerpo, regulaba todo lo relativo a instrucción, organización, reclutamiento, ascensos, disciplinas y obligaciones militares del guardia civil. Remachaba la dependencia del ministerio de la Guerra, y se concedía a la Inspección General la facultad de «establecer y perfeccionar el servicio privilegiado e interesante» a que se dedica el cuerpo, para concluir en «una vigilancia rigurosa acerca de la observancia del reglamento, así como su servicio especial». Únicamente la Inspección General sería la competente para entenderse con los ministerios de la Guerra y Gobernación «en la parte que a cada uno competa». El régimen interior estaría en todo marcado por las ordenanzas generales del ejército, primero y, después, por «lo que para su servicio especial y privativo», le marcase el reglamento especial dictado al efecto.

Queda patente en estas líneas la tensión entre los dos talantes, civilista y militarista, que, pese a la marcada personalidad de su fundador, caracterizará la historia toda de la Guardia Civil, hasta llegar a nuestros días. Y del texto se desprende la importancia concedida a la disciplina y la exactitud en el servicio, así como la intransigencia con que les serían exigidas a los miembros del cuerpo. Aparte de prever un régimen de continua inspección por parte de los mandos, en el que no podrían interferir los jefes políticos, declaraba este reglamento militar: «La disciplina que es elemento principal de todo cuerpo militar, lo es aún de mayor importancia en la Guardia Civil, puesto que la diseminación en que ordinariamente deben hallarse sus individuos hace más necesario en este Cuerpo inculcar el más riguroso cumplimiento de sus deberes, constante emulación, ciega obediencia, amor al servicio, unidad de sentimientos y honor y buen nombre del Cuerpo. Bajo estas consideraciones, ninguna falta es disimulable en los guardias civiles».

La cursiva es nuestra, y conviene retenerla porque marcará de forma destacada la idiosincrasia del cuerpo. Además, el duque ampliaba el catálogo de faltas que podían cometer los guardias, respecto de las que se preveía de ordinario para los militares. Lo eran, también, «cualquier inobservancia de lo marcado en sus reglamentos, la inexactitud en el servicio peculiar, ya sea de día como de noche; cualquier desarreglo en la conducta; el vicio del juego; la embriaguez; las deudas; las relaciones con personas sospechosas; la concurrencia a tabernas, garitos o casa de mala nota o fama; la falta secreto y el quebrantamiento de los castigos». Las faltas eran corregid con severidad, con penas que iban desde el arresto a la expulsión, pasan por la suspensión o el traslado. Y para los oficiales, el artículo 7º contenía esta dura advertencia: «El menor desfalco o falta de pureza en el manejo de intereses será causa, desde luego, de la total separación del Cuerpo, sin perjuicio de las demás penas a que haya lugar con arreglo a las leyes».

Por lo demás, Ahumada subrayaba la autoridad de que quedaba investidos sus hombres, incluso frente al resto de los militares, al disponer en el artículo 9 del reglamento que cualquier militar, sin tener cuenta la graduación, «debía obedecer y acatar las órdenes» que le fuer intimadas por un guardia sobre objetos de su servicio.

La coexistencia problemática de estos dos reglamentos, con principios inspiradores tan dispares, provocaba a Ahumada una incomodidad persistente. Tanto fue así que no paró hasta producir un peculiar documento en el que se resumía, de forma integrada, su visión de la misión, el carácter y el funcionamiento del cuerpo que tan decisivamente había contribuido a crear. Su voluntad, cuya legitimidad puede resultar discutible desde la perspectiva actual, era poner a la Guardia Civil a resguardo de la contienda política, dotándola de una filosofía autónoma que le permitiera prestar su servicio civil sin menoscabo de la rígida disciplina militar y la ambiciosa envergadura moral que deseaba para ella. Paso previo fue la redacción de la circular de 16 de enero de 1845, germen de lo que sería finalmente la Cartilla del Guardia Civil, el manual que, aprobado por Real Orden de 20 de diciembre de 1845, se repartiría a todos los miembros del cuerpo, y en el que quedaría condensada la esencia del proyecto del fundador, asimilada con devoción por la mayoría de quienes se unieron a sus filas.

La lectura de este texto es fundamental para entender, aún hoy (cuando ya hace mucho que no está en vigor) a los guardias civiles. A todos ellos, en su paso por las academias, se les ha imbuido del espíritu que contiene. Desde el artículo 1 de su capítulo primero:


El honor ha de ser la principal divisa del guardia civil; debe por consiguiente conservarlo sin mancha. Una vez perdido, no se recobra jamás.


Exigencia máxima, y tolerancia cero, que se diría ahora, a quien viste el uniforme. Un rasgo tan importante como otros que se detallan en los artículos siguientes, en los que se resalta tanto la necesidad de actuar con el aplomo, el valor y la prudencia que reclama su servicio, como el escrupuloso respeto a los derechos del ciudadano que, en la tradición liberal que el duque había recibido por herencia paterna, se preocupa de exhortar a sus subordinados a observar siempre.

Así, la cartilla exige al guardia mostrarse «siempre fiel a su deber, sereno en el peligro, y desempeñando sus funciones con dignidad, prudencia y firmeza» (art. 4). Le conmina a ser «prudente sin debilidad, firme sin violencia, y político sin bajeza» (art. 5). «Procurará ser siempre un pronóstico feliz para el afligido, y que a su presentación el que se creía cercado de asesinos, se vea libre de ellos; el que tenía su casa presa de las llamas, considere su incendio apagado; el que veía a su hijo arrastrado por la corriente de las aguas, lo vea salvado; y por último siempre debe velar por la propiedad y la seguridad de todos«(art. 6). Pero precisa: «Sus primeras armas deben ser la persuasión y la fuerza moral, recurriendo solo a las que lleve consigo cuando se vea ofendido por otras, o sus palabras no hayan bastado» (art. 18).

Por otra parte, y en lo tocante al trato con los ciudadanos, ya advierte el artículo 3o: «Las vejaciones, las malas palabras, los malos modos, nunca debe usarlos ningún individuo que vista el uniforme de este honroso Cuerpo». Pero sigue: «Será muy atento con todos. En las calles cederá la acera del lado de la pared […] a toda persona bien portada, y en especial a las señoras. Es una muestra de subordinación, para unos; de atención, para otros; y de buena crianza, para todos» (art. 12). «No entrará en ninguna habitación sin llamar anticipadamente a la puerta, y pedir permiso, valiéndose de voces da V. su permiso u otras equivalentes […]. Cuando le concedan entrar lo hará con el sombrero en la mano, y lo mantendrá en ella hasta después de salir» (art. 16). «Cuando tenga que cumplir con las obligaciones que impone el servicio, lo hará siempre anteponiendo las expresiones de haga V el favor, o tenga V. la bondad» (art. 17). «Por ningún caso allanará la casa de ningún particular, sin su previo permiso. Si no lo diese para reconocerla, manteniendo la debida vigilancia a su puerta, ventanas y tejados por donde pueda escaparse la persona a que persiguiese, enviará a pedir al Alcalde su beneplácito para verificarlo» (art. 25). «Se abstendrá cuidadosamente de acercarse nunca a escuchar las conversaciones de las personas que estén hablando en las calles, plazas, tiendas o casas particulares, porque esto sería un servicio de espionaje, ajeno de su instituto». No parece necesario abundar más en la cita para dejar claro cuál era la clase de fuerza de seguridad que se pretendía.

La cartilla se ocupaba también, después de estas llamadas «Prevenciones generales para la obligación del Guardia Civil», de regular la actuación de los guardias en sus cometidos particulares, desde el servicio en los caminos y el control de armas o pasaportes, hasta la conducción de presos o las inundaciones, incendios y terremotos, contemplados en el capítulo noveno de la cartilla. Capítulo este tan breve como influyente, porque al regular la acción humanitaria del cuerpo, y colocarla en primera fila de sus misiones, contribuiría a ganarle el apelativo de la Benemérita, por su frecuente intervención en situaciones de desastre y el sacrificio en ellas de no pocos de sus miembros.

Plasmada, ahora sí, en negro sobre blanco la visión del fundador, la Guardia Civil dio comienzo a su trabajo. Y como veremos a partir del capítulo siguiente, no iba a defraudar en absoluto las expectativas.


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