Muchos de los éxitos que recuerda la Historia nacieron de un fracaso. A menudo las ideas que contienen un germen de progreso, y que suelen nacer antes de tiempo en las mentes de hombres más lúcidos que quienes les rodean, comienzan su andadura cosechando un áspero revés. Es este común desajuste lo que ha llevado a muchos precursores a la cárcel, que como observara el caudillo marroquí Ahmed Raisuni (mientras tenía en jaque a los generales españoles empeñados en conquistar su país) ha sido frecuente fábrica de líderes. Para bien y para mal. De la experiencia presidiaria sacaron su empuje dirigentes tan variopintos como el propio Raisuni o Adolfo Hitler, de memoria dudosa o infausta; o como Gandhi o Mandela, que con sus claroscuros supieron ser motor de mejora y avance para sus pueblos. Pero unos y otros tienen algo en común: su inicial fracaso los fortaleció en su empeño, en el que en algún momento lograron finalmente prevalecer.
En el origen de la Guardia Civil, una institución que ha atravesado con notorio éxito los últimos 166 años de la historia de España, hay también un amargo desaire. Convencionalmente se señala como día de su nacimiento el 28 de marzo de 1844, fecha en que se firmó el Real Decreto fundacional de un nuevo cuerpo de seguridad pública a cuyos integrantes se les llamó guardias civiles. Pero la historia, si no nos quedamos en la superficie de la formalidad administrativa, comenzó bastante antes. Veinticuatro años más atrás, para ser más exactos.
El día 30 de julio de 1820, el teniente general Pedro Agustín Girón, a la sazón ministro de la Guerra, presentaba ante las Cortes el proyecto para constituir la que había dado en denominar Legión de Salvaguardias Nacionales. La iniciativa, sentida y ambiciosa, paró en un descalabro total: después de un agrio debate, el proyecto fue desechado por amplia mayoría y con furibundo menosprecio de los diputados.
Pero pongamos la historia en su contexto. En primer lugar, ¿quién era este hombre? Pedro Agustín Girón las Casas Moctezuma Aragorri y Ahumada, según rezaba su nombre completo, era hijo de Jerónimo Girón Moctezuma y Ahumada, tercer marqués de las Amarillas, paje del rey Fernando VI y teniente de las Reales Guardias españolas, quien tras guerrear en América contra los ingleses y contra la República Francesa en el Rosellón llegó a ser teniente general, gobernador de Barcelona y Virrey y capitán general de Navarra. Pedro Agustín, cuarto marqués de las Amarillas, se había distinguido a su vez en la Guerra de la Independencia, donde había alcanzado sus ascensos militares, pero había caído en desgracia ante Fernando VII a partir de 1815, por sus ideas liberales que casaban mal con la deriva absolutista que quiso imponer el Deseado a su regreso. El pronunciamiento de Riego de 1820, que hiciera al rey comprender de pronto la conveniencia de abrir camino en la marcha por la senda constitucional, había llevado a Pedro Agustín Girón al primer Gobierno revolucionario progresista, donde desempeñaba la mencionada cartera de la Guerra. Desde ese puesto tomó conciencia de dos preocupantes realidades: el estado de profunda anarquía en que se hallaba el país, por cuyos caminos campaban a sus anchas los bandidos en que se habían convertido no pocos de los antiguos combatientes contra el invasor francés; y la indisciplina y la desorganización en que se hallaba sumida la Milicia Nacional, el cuerpo armado con que a la sazón se contaba para respaldar el orden, restablecida tras el pronunciamiento liberal por su apoyo popular pero carente de unidad y de profesionalidad más que discutible.
Todo ello lo llevó a concebir la creación de un nuevo cuerpo armado que sirviera para garantizar la seguridad pública. Era Girón un militar tecnócrata, liberal de convicción pero moderado en sus planteamientos, como quizá lo determinaba su ascendencia aristocrática, y para quien la libertad no estaba reñida con el orden y la exigencia del cumplimiento de los deberes personales y cívicos. Su Legión de Salvaguardias Nacionales debía lograr la paz y la seguridad en el interior del país, entendido el término «seguridad» en su significado de «custodia, amparo y garantía». Tras hacer alusión al estado de aflicción en que se encontraba la nación, a merced de los malhechores, indicaba el preámbulo de su proyecto que lo que se proponía no era por cierto crear algo radicalmente nuevo, sino recuperar el espíritu de instituciones existentes en España desde mucho tiempo atrás. En particular aludía a las Hermandades castellanas, los cuerpos de autodefensa de los ciudadanos libres, surgidos por primera vez en Toledo en el siglo XI, para hacer frente a los abusos de los señores feudales.
Las Hermandades, que tendrían una larga vida y diversas denominaciones (de las que la más conocida quizá sea la de la Santa Hermandad, que adoptaron bajo los Reyes Católicos), son instituciones de indudable interés por sí mismas, pero que además resulta pertinente describir someramente en estas páginas dedicadas a la Guardia Civil, por algunas llamativas coincidencias, en su funcionamiento y su devenir histórico, que la alusión a ellas en el proyecto de Pedro Agustín Girón nos impide reputar casuales. En efecto, surgieron las Hermandades como respuesta al bandidaje alentado por los señores feudales y los alcaides de las fortalezas castellanas, que no solo tenían a sueldo sino que amparaban tras sus muros a los indeseables que asolaban los caminos. Las Hermandades se sostuvieron pronto con tributos específicos, que garantizaban su solvencia económica, y se convirtieron en implacables defensoras de la ley y pesadilla de delincuentes. Su eficacia corría pareja a su dureza: sus integrantes, jinetes y ballesteros, ajusticiaban expeditivamente a los infractores, casi siempre con una única pena, el asaetamiento, que ejecutaban después de convidar al reo a un banquete en el que compartía mesa con sus verdugos. Penas menores eran los azotes y el corte de orejas, que llenó de desorejados los pueblos de Castilla. Por esto se hicieron pronto temibles, y se convirtieron en el más sólido apoyo del poder estatal de la época, esto es, el de los reyes, que los utilizaron no solo para plantar cara a las aspiraciones y desafíos de la nobleza, sino incluso, merced a su acometividad y disciplina, en sus guerras contra los reinos musulmanes. No poco protagonismo tuvieron, por ejemplo, en la campaña para la conquista del Reino de Granada emprendida por los Reyes Católicos, cuya Santa Hermandad Nueva tenía las características de una potente fuerza militar, fuertemente centralizada y sustraída por completo a sus orígenes concejiles para actuar como la punta de lanza del poder real.
A partir del siglo XVI, con la disolución de esta Santa Hermandad Nueva, las Hermandades cayeron en una cierta decadencia. Incluso llegaron a servir para lo contrario de lo que había llevado a su fundación: apuntalar el poder y amparar los abusos de los caciques locales. La caída vertiginosa de su prestigio llevó a sus filas a elementos más que sospechosos, y en época de Cervantes su descrédito era casi total, como atestiguan las páginas del Quijote: «Venid acá, gente soez y mal nacida; venid acá ladrones en cuadrilla que no Cuadrilleros, salteadores de camino con licencia de la Santa Hermandad». Sobrevivieron las Hermandades en Castilla de forma residual, con funciones al final meramente honoríficas, hasta su completa extinción en 1835.
Instituciones similares funcionaron en otros reinos. Hermandades medievales hubo también en Navarra y Aragón, y en Cataluña actuó, hasta bien avanzado el siglo XX, el famoso Somatén, especie de cuerpo de reserva de ciudadanos armados para perseguir el delito y restaurar el orden en caso de emergencia. La complejidad del tejido policial y parapolicial español a comienzos del siglo XIX la completaban los cuerpos regionales de seguridad. Entre otros, podemos mencionar a los Guardas de Costa del Reino de Granada, los Escopeteros Voluntarios de Andalucía, Los Migueletes y Fusileros del Reino de Valencia, los Guardas del Reino de Aragón, los Miñones y Migueletes de Álava, Vizcaya y Guipúzcoa y los Mossos d'Esquadra catalanes. Todos ellos proponía Pedro Agustín Girón refundirlos en un solo cuerpo distinto del ejército, lo que según argumentaba traería grandes beneficios. Por un lado, el ejército dejaría de desgastarse en operaciones policiales, y por otro, se terminaría con el trastorno social que producía el que los vecinos de los pueblos se vieran obligados a abandonar sus labores para perseguir bandidos, con el riesgo para sus vidas y el perjuicio para sus haciendas inherentes a tal empresa.
Un cuerpo único, una sola dependencia, un servicio uniforme, individuos escogidos. Tal era la propuesta, de la que aparte de la seguridad pública se seguiría una ganancia nacional más que significativa: «La circulación interior, obstruida en el día hasta un grado difícil de concebir, quedará libre de los inconvenientes que en la actualidad la entorpecen y de este modo el comercio y el tráfico de nuestro país, que debe prosperar rápidamente por efecto del nuevo orden de cosas, encontrarán en este Cuerpo una protección bien necesaria a sus operaciones». Y prosigue el proyecto: «Su existencia y la exactitud en el servicio harán pronto ilusorio el aliciente que pueda ofrecer a los malvados la profesión de salteadores. Por ello no solo se evitarán las extorsiones que con tanta frecuencia se cometen, sino que disminuyéndose los crímenes, serán en menor número los castigos, y una porción de la sociedad descarriada de su deber dejará de emplearse en esta criminal ocupación, luego que sepa que hay unas tropas siempre dispuestas a perseguirla».
Los dos pasajes transcritos acreditan el espíritu profundamente liberal que animaba el proyecto. En definitiva, se trataba de crear las condiciones para que el país pudiera superar su atraso, a través de la actividad económica y del cumplimiento de las leyes. Es el momento de decir que Pedro Agustín Girón, marqués de las Amarillas, tenía a la sazón como ayudante de campo a su hijo Francisco Javier María Girón Ezpeleta las Casas y Enrile, que habría de sucederle en ese título y también en el de duque de Ahumada, concedido por la reina gobernadora quince años después, en su segundo paso por el Ministerio de la Guerra. La implicación más que probable de Francisco Javier en la redacción de este proyecto, junto con la impregnación de su espíritu, resultan de vital importancia para entender el origen y el carácter de la Guardia Civil, el cuerpo que tras la muerte de su padre (en el año 1836) y ya convertido en quinto marqués de las Amarillas y segundo duque de Ahumada, iba a encargarse de constituir y organizar.
Pero regresemos al verano de 1820. El proyecto de Pedro Agustín Girón comprendía una detallada estructura militar, que suponía una simplificación burocrática respecto de la del ejército, para adecuar mejor la Legión de Salvaguardias Nacionales a su cometido. Especificaba el proyecto que para el servicio los Salvaguardias dependerían de las autoridades civiles (o «jefes políticos») reservándose las militares todo lo relativo a su «organización, inspección y reemplazo». O lo que es lo mismo: naturaleza militar, dirección civil. Otro rasgo que retendremos, a la hora de entender la peculiar filosofía inspiradora de la Guardia Civil, y que llevaría a condicionar su propia denominación.
Pero todos los esfuerzos del teniente general, todo su esmero en concebir un cuerpo que fuera a la vez eficaz y compatible con sus aspiraciones liberales, se estrellaron contra unas Cortes que vieron en él un ataque a la Milicia Nacional y un sesgo reaccionario. No sería esta la última ocasión en que el espíritu de una España regeneradora, distante por igual del despotismo y del desorden, sucumbía derrotado por uno o por otro, cuando no por la conjunción de ambos. Mucho de esto le tocaría vivir, después de sufrirlo en su remoto origen, al cuerpo que acabaría saliendo de aquel frustrado proyecto. En 1822, padre e hijo partieron al exilio en Gibraltar, del que no regresaron hasta que los Cien Mil Hijos de San Luis repusieron al rey Borbón en su poder absoluto. Pero en este nuevo periodo tampoco se contó con ellos.
De hecho, en la última década del reinado de Fernando VII el modelo que se impulsó desde el gobierno fue el de una policía civil, que prestaba especial atención a las ciudades, descuidando el ámbito rural (y por tanto, manteniendo desatendido el problema de la inseguridad de los caminos). Además se la cargó, por inspiración de Calomarde, con funciones de policía política, al perseguir como «enemigos de la Religión y el Trono» a los adversarios del régimen. En 1829 se fundaba el Real Cuerpo de Carabineros de Costas y Fronteras, para perseguir el contrabando (y el perjuicio que causaba a la Real Hacienda).
A la muerte de Fernando VII se abrió la espinosa cuestión sucesoria encarnada en su hija Isabel, aún niña, con su muy deplorable consecuencia la primera guerra carlista. De nuevo las reformas quedaban aplazadas para hacer frente a una emergencia nacional que no contribuiría, por cierto, a mejorar los problemas endémicos, y menos los de la seguridad interior. La madre de la joven reina Isabel II, y regente del trono, la napolitana María Cristina de Borbón Dos Sicilias, hubo de echarse en brazos del partido liberal para hacer frente a la ola involucionista que apoyaba las pretensiones al trono de Carlos María Isidro de Borbón, hermano de Fernando VII. En 1834 encargó formar gobierno a Martínez de la Rosa, bajo cuyo mandato se procedió a intentar extirpar los restos del feudalismo hispánico, incluyendo la desamortización de los bienes eclesiásticos dirigida por Juan Álvarez Mendizábal. La campaña militar contra los carlistas, bien atrincherados en sus bastiones de Navarra, el País Vasco, Cataluña y el Maestrazgo, dio un papel eminente a los generales, y en particular a Baldomero Espartero, el Pacificador que cerró en 1837 con el Convenio de Vergara el grueso del conflicto bélico (quedaría solo Ramón Cabrera, guerreando en Cataluña y Valencia) pero al precio de incorporar a un ejército hipertrófico a los cuadros y combatientes del enemigo. Tanto poder alcanzó Espartero, que se hizo nombrar príncipe (de Vergara), usó tratamiento de Alteza Real y forzó en octubre de 1840 el exilio de la regente, dejando en Madrid a su hija, la reina niña. No estaba nada mal, para un soldado de humilde origen hecho a sí mismo de batalla en batalla.
Espartero, convertido en regente, liquidó la policía civil anterior, potenciando el papel de la Milicia Nacional (que contaba con nada menos que 200.000 hombres, 60.000 más que el propio ejército). Acometió múltiples reformas, erigido en paladín del liberal-progresismo y ante la impotencia del partido moderado, pero pronto, por su talante autoritario y su tendencia a confundir la voluntad nacional con su voluntad propia, se ganó la enemistad de sus antiguos compañeros de armas (o de los más ilustres de ellos, como O'Donnell, Diego de León y Narváez), que se juramentaron contra él y acabaron conspirando para derribarle. Tras resultar fallida una primera intentona, los generales que no fueron fusilados tuvieron que exiliarse y siguieron alentando desde sus escondrijos la rebelión. En noviembre de 1842 estalló una revuelta popular en Barcelona, por la marginación de la industria textil catalana en beneficio de la inglesa, a causa de la anglofilia del regente. Espartero, ni corto ni perezoso, ordenó al capitán general de Cataluña, Van Halen, bombardear la ciudad desde el castillo de Montjuic. Con ello desencadenó el principio de su final. Los desatinos de Espartero llevaron a muchos progresistas a pasarse al moderantismo.
El 29 de junio de 1843 el general Serrano se alza en Barcelona contra el regente. Narváez avanza desde Valencia contra Teruel, toma la plaza y a marchas forzadas se planta en Torrejón de Ardoz, donde presenta batalla a los generales Zurbano y Seoane, que disponen de fuerzas muy superiores, sobre todo de la Milicia Nacional, fiel hasta el final a su protector. Pero no llega a haber combate. Los emisarios de Narváez persuaden a los generales esparteristas de rendirse. Soldados de uno y otro bando se abrazan. El 30 de julio de 1843, Espartero embarca en el Puerto de Santa María rumbo al exilio londinense.
Tras la marcha de Espartero, los moderados triunfantes toman posiciones. Narváez, ascendido a teniente general, asume la capitanía general de Madrid. Juan Prim, recién ascendido a brigadier, es nombrado gobernador militar de la plaza. Al frente del gobierno queda Joaquín María López, pero el verdadero hombre fuerte es Narváez, que vendrá a representar para el partido liberal-moderado lo que Espartero para el liberal-progresista. Según Modesto Lafuente (citado en este punto por Aguado Sánchez): «En la coalición triunfadora parecía prevalecer el elemento más liberal, pero realmente este elemento estaba ya dominado por el elemento conservador, cuyo jefe tenía el prestigio principal de la victoria y era tan atrevido como astuto. Era este jefe don Ramón María Narváez». Nacido en 1800, había comenzado su carrera en el selecto regimiento de Guardias Walonas. En 1833, al comenzar la primera guerra carlista, era solo capitán, pero ascendió rápidamente por sus acciones de guerra en Navarra. En 1837 organizó el Cuerpo de Ejército de Reserva de Andalucía, labor en la que tuvo la cooperación estrecha del segundo duque de Ahumada, Francisco Javier Girón, con el que batió a varios caudillos carlistas hasta Pacificar por entero Andalucía y Castilla, logro compartido que iba a cimentar la perdurable amistad entre ambos. En 1838 fue nombrado mariscal de campo.
Personaje carismático, elogiado como uno de los mejores estadistas del siglo por una variada nómina de apologetas (incluido Benito Pérez Galdós), se le atribuyen anécdotas tan sabrosas como la que supuestamente protagonizara en el trance de su última confesión, cuando al preguntarle el confesor si perdonaba a sus enemigos dio en responder que no podía, puesto que los había fusilado a todos. Aunque fue sin discusión el hombre fuerte del país desde el mismo momento en que Espartero embarcó al exilio, no se apresuró a ocupar el sillón. Dejó que otros lo precedieran, pagando el desgaste correspondiente. Primero solucionó el problema de la regencia, forzando que se declarase la mayoría de edad de Isabel II un año antes de la fecha estipulada. Luego se propuso solventar los problemas que seguía creando Cataluña, por las dificultades de la industria textil y por los llamados trabucaires, partidas carlistas, subsistentes de la guerra civil, que asolaban aquel territorio. Por tales motivos, el segundo duque de Ahumada fue nombrado inspector general militar, con el encargo de verificar el grado de disciplina del Ejército en Cataluña y Valencia, principalmente. Partió a su misión, con destino a Barcelona, el 29 de octubre de 1843.
Coincidiendo con su marcha, hubo nueva revuelta en Cataluña, al no haber podido cumplir Serrano las promesas que hiciera a sus habitantes. El catalán Prim fue el encargado de reprimir la de Barcelona, que liquidó rápidamente. En cambio en Gerona la revuelta republicana de Abdón Terradas se mantuvo hasta enero de 1844, mientras que en Levante numerosos jefes carlistas, como Serrado, La Coba y Taranquet, mantenían partidas que cometían todo tipo de atropellos.
En esa coyuntura asumió la jefatura del gobierno Salustiano Olózaga, que había hecho méritos al clamar en las Cortes contra la ineficacia de la policía, por no ser capaz de identificar a quienes atentaron contra Narváez el 6 de noviembre de 1843, disparando sus trabucos sobre su carruaje al pasar por la calle del Desengaño de Madrid (acción en la que resultaría mortalmente herido el coronel ayudante del general). Pero Olózaga duraría poco, del 20 al 29 de noviembre. Su empeño en restablecer la Milicia Nacional y en reconocer los ascensos militares concedidos por Espartero hasta el momento de pisar suelo inglés (dos medidas que no gozaban en absoluto del beneplácito de Narváez) precipitó su caída. Narváez pensó entonces en Manuel Cortina, que rechazó la propuesta, alegando que un jurisconsulto como él «no iba a estar a merced de un soldado». El espadón de Loja, como lo llamaban sus adversarios, en alusión a su pueblo natal, volvió entonces sus ojos hacia González Bravo, un hombre de oscuro historial, antiguo panfletista, que desde las páginas de El Guirigay, y con el seudónimo de Ibrahim Clarete, había ridiculizado con ferocidad a la regente María Cristina por sus amores con el guardia de Corps Fernando Muñoz, llegando a llamarla «ilustre prostituta». A sus treinta y dos años, este personaje se vio sentado en la presidencia del gobierno el 5 de diciembre de 1843. Tan solo un mes después, Narváez le puso a la firma al ministro de la Guerra nombrado por González Bravo, su subordinado el general Mazarredo, su propio ascenso a capitán general. Sobra decir que el ministro rubricó el nombramiento, dejando a Narváez colocado para hacerse con las riendas del país. Pero antes de eso, debía gestionar el regreso de la reina madre a Madrid, tal y como le había prometido a esta en el exilio francés. González Bravo, olvidando pasadas diatribas, no solo convino en la necesidad del regreso de María Cristina, sino que otorgó el título de duque de Riánsares a Fernando Muñoz, legalizando el matrimonio morganático entre ambos.
El 23 de marzo de 1844, María Cristina hacía su entrada triunfal en Madrid. Una de sus primeras diligencias fue imponer a González Bravo, su antiguo y embozado fustigador, la Gran Cruz de la Legión de Honor, que su tío el rey Luis Felipe de Francia le había concedido. Un acto sin duda repleto de una cruel ironía, que no tardaría en aflorar, para mal del joven y acomodaticio presidente del gobierno.
Cinco días después del regreso de la reina madre, el gobierno de González Bravo le presentaba a la reina Isabel II, que por entonces contaba trece años, el Real Decreto por el que se establecía una fuerza de protección y seguridad pública. En el preámbulo se la declaraba destinada a relevar de estas funciones al ejército y a la Milicia Nacional, el primero inadecuado por ser su finalidad principal defender el Estado, y la segunda por tener una existencia discontinua y ser su servicio transitorio. Por todo ello se optaba por crear un nuevo cuerpo permanente, separado del ejército, y con una organización distinta a la de los cuerpos de este, más fraccionada y diseminada. Sus filas habrían de nutrirse con oficiales y jefes especialmente seleccionados y con licenciados del servicio militar «con buena nota y justificada conducta». Se estipulaban también sus haberes, algo más elevados que los ordinarios, como correspondía a unos agentes que iban a desempeñar el servicio con una cierta independencia de la autoridad superior, que llegarían en algunos casos a ser depositarios de secretos importantes y que se verían «expuestos frecuentemente a los tiros del resentimiento y lisonjeados tal vez por los halagos de la corrupción».
A lo largo de 18 artículos, el Real Decreto desarrollaba la estructura orgánica del nuevo cuerpo, con una terminología a todas luces castrense, como lo era el personal que había de formarlo, disponiendo expresamente el artículo 12 que en cuanto a la organización y disciplina dependería de la jurisdicción militar, por lo que resultaba discordante la alusión a una «fuerza civil» contenida en el preámbulo, texto, por el que Pérez Galdós reconocería a González Bravo, entre sus muchos desaciertos, y en contraste con ellos, el mérito de haber alumbrado «un ser de grande y robusta vida, la Guardia Civil», era en realidad obra del subsecretario de Gobernación, Patricio de la Escosura. Este afrancesado conspicuo, antiguo capitán de Artillería, intimó en sus estancias en Biarritz con un capitán retirado de la Gendarmería francesa, llamado Lacroix, de quien debió de recibir alguna inspiración. No iba a ser su articulado, sin embargo, el que sirviera de base fundacional para la futura Guardia Civil por lo que atribuirles la autoría de esta a González Bravo o Escosura no deja de resultar discutible.
Pero sí fue este Real Decreto de 28 de marzo de 1836 el que dio lugar al nombre de la institución. Cuando la joven reina leyó lo que le presentaban, y sin poder entender muy bien qué era aquello de «unas guardias armadas que podían estar al servicio y bajo la obediencia de los poderes civiles», dijo que entonces ella las llamaría «guardias civiles», para dejar así reflejada su doble condición. El capricho de la reina niña se incorporó a posteriori al texto, quedando denominado el nuevo cuerpo, formado por militares, y siendo militar su disciplina, con el tan paradójico como perdurable nombre de Guardia Civil.
Solo faltaba, para llegar a la Guardia Civil que había de conocer la Historia, que al duque de Ahumada, el hijo de Pedro Agustín Girón, se le diera la ocasión de reparar el desaire hecho en 1820 a su padre. Y merced a la confianza de Narváez, preparado ya para desembarazarse del insignificante González Bravo, iba a tenerla cumplidamente.