Capítulo 15

El reto de ETA: la acción y la reacción

El día 7 de Junio de 1968, a la altura del punto kilométrico 446,700 de la carretera N-I, en el término municipal de Villabona (Guipúzcoa), el guardia civil José Pardines Arcay, de 25 años, destinado en el destacamento de Tráfico de san Sebastián, avista un Seat 850 Coupé blanco con matrícula Z-73956 y dos hombres a bordo. El vehículo despierta sus sospechas, por algún motivo que no podemos precisar, y decide dar el alto a sus ocupantes. El coche se detiene. Pardines le pide al conductor la documentación y, mientras el guardia se agacha para comprobar los datos de matrícula, motor y bastidor, los dos hombres salen del automóvil. «Esto no coincide», murmura Pardines. Es todo lo que le da tiempo a decir, antes de que uno de los dos, Xabier Etxebarrieta Ortiz, alias Txabi, que en ese momento saca la pistola, le dispare a la cabeza. Un camionero que pasa por la carretera, creyendo que se le ha reventado una rueda, detiene su vehículo y se baja. Al ver lo ocurrido, se dirige hacia el lugar de los hechos para intervenir a favor del herido, pero el acompañante de Txabi, Iñaki Sarasketa, lo encañona. El camionero tiene tiempo de ver cómo Txabi le descerraja cuatro tiros en el pecho al guardia civil, que ha quedado tendido boca arriba. Acto seguido, los dos pistoleros se dan a la fuga. En seguida rebasan al compañero de Pardines, Félix de Diego, que se encuentra dos kilómetros más allá, al otro extremo del tramo de obras por cuya seguridad, así como por la del tráfico, velaban los dos agentes. Pero De Diego, que no se ha percatado de lo ocurrido, no hace nada por cortarles el paso.

El guardia Pardines ha tenido la desgracia de tropezarse con el que en ese momento es el jefe operativo de la organización Euskadi Ta Askatasuna (ETA). Se convierte así en la primera víctima mortal de este grupo terrorista, que ya lleva una década actuando, pero que hasta esa fecha no había pasado de la distribución de propaganda, el sabotaje y la comisión de atracos para financiarse o los robos de vehículos para procurar movilidad a sus activistas. De hecho, la Guardia Civil, que les sigue los pasos desde su fundación, el 31 de julio de 1959, ha logrado desarticular muchas de sus células o comandos, así como incautarles abundante material. La tarea, de todos modos, tiene sus complicaciones. Los etarras vienen a ser los herederos más vehementes de la frustración de amplios sectores de la población vasca por la abolición de los fueros que decidiera el régimen canovista, como castigo por la connivencia de las provincias vascongadas con el carlismo. Este descontento lo catalizaría en primera instancia Sabino Arana a través del soberanismo de tintes xenófobos representado por su Partido Nacionalista Vasco (PNV), que se verá bastante suavizado tras la Guerra Civil y el poco airoso papel en ella desempeñado por su heredero, el lehendakari Aguirre (famoso por jugar a varias barajas, que llegaron a incluir la carta del mismísimo Mussolini, y por inspeccionar a las tropas montado en un caballo blanco, veleidad que le valió el sarcástico mote de Napoleontxu). Ya desde el exilio, Aguirre tratará de salvar los muebles apelando a las grandes potencias internacionales. Ante la escasa respuesta, su sucesor, Leizaola, modera sus aspiraciones.

ETA, cuya gestación se prolonga a lo largo de la década de los 50, viene a devolverle al sentimiento nacionalista su primitivo empuje. Ello le reporta un nada desdeñable apoyo en sectores de la población vasca, en especial entre el clero, que acoge sus asambleas y ampara a sus militantes, lo que plantea engorrosas trabas a la acción policial, por el fuero especial de que gozan los lugares sagrados. Con todo, a las alturas de 1968, y aunque los etarras llevan años cometiendo sabotajes y atracos, los beneméritos están todavía lejos de imaginar que se encuentran ante uno de los más enconados y mortíferos adversarios de su historia. Hasta mediados de los 60, el País Vasco ha sido, por el alto nivel de vida y la baja delincuencia, un destino tranquilo y codiciado, que copan los más antiguos para criar a sus hijos en un entorno más próspero y favorable. También ha habido muchos vascos que han aportado sus esfuerzos al cuerpo (recuérdense las excepciones previstas para facilitarles el ingreso, a fin de contar con agentes que dominasen la lengua del país). Pero a partir de esa década, Euskadi se convertirá en una permanente sucursal del infierno para los guardias y sus familias. La muerte del guardia Pardines será la primera señal.

El camionero que ha visto caer al guardia avisa a su compañero. Este da la alarma a sus superiores y se organiza un dispositivo de control de las carreteras. En Tolosa, Txabi y Sarasketa son detenidos por una patrulla del cuerpo. El jefe etarra vuelve a sacar el arma, pero esta vez se enfrenta a un enemigo prevenido y la suerte le es contraria. Herido de gravedad por los disparos de los agentes, morirá en el hospital de Tolosa poco después. Sarasketa logra huir, pero al día siguiente un perro policía de la Benemérita lo localiza escondido en la iglesia de Regil (o en un gallinero, según versiones). Años más tarde declarará que la muerte de Pardines desbordó sus previsiones: «Fue un día aciago. Un error. Era un guardia civil anónimo, un pobre chaval. No había ninguna necesidad de que aquel hombre muriera». En cualquier caso, así se escribe la Historia, y aquel 7 de junio iba a marcar la frontera tras la que se iniciaban, a fecha de hoy, cuatro décadas largas de dolor y muerte. Después de Pardines, ETA iba a matar a otras 946 personas. De ellas, 210 guardias civiles, incluido, en macabra coincidencia, el compañero de Pardines, Félix de Diego, que tras quedar impedido en un grave accidente de moto fue asesinado en su silla de ruedas el 31 de enero de 1979, en la terraza de un bar de Irún, de tres tiros que dos etarras le dispararon a bocajarro en presencia de su mujer.

Cuando se materializa esta nueva amenaza, que tomará el relevo de los maquis como pesadilla de los beneméritos, la Guardia Civil, superada la crisis relativa que viviera en la primera década de posguerra, es un cuerpo asentado y en plena transformación, en un país que después del fin de la autarquía y la apertura al exterior, a partir de mediados de los 50, afronta también el cambio. A través del desarrollo económico, España sienta las bases para superar la dictadura y transitar a una democracia homologable a la de los países de su entorno, aunque eso haya de esperar a la extinción física del dictador. Este, atenuada su fiereza vindicativa contra los vencidos de la contienda civil (que entre las décadas de los 50 y 60 salen de las cárceles), ha trocado sus viejos recelos hacia la Benemérita por una querencia absoluta, como van a poder comprobar los guardias que tiene más cerca, en su escolta personal, ante los que más de una vez, según su propio testimonio, el poco expresivo general exclamará: «¡Qué equivocado estaba con la Guardia Civil!» No es para menos, después de la laboriosa limpieza que han completado los guardias en lo que se refiere a los contumaces guerrilleros del monte, y de su contribución al control y represión de cualquier clase de disidencia. Aunque en los nuevos tiempos, con el traslado de la resistencia antifranquista de las sierras a los polígonos industriales y las aulas universitarias, a escenarios urbanos en suma, el protagonismo en esta tarea van a asumirlo la Policía, que pondrá para ello a punto un artefacto de turbia memoria, la Brigada Político-Social, y los muy sumisos jueces, que harán funcionar sin mayores aspavientos el engendro denominado Tribunal de Orden Público.

La Guardia Civil, entre tanto, ha recorrido un trecho importante en el camino de su profesionalización y de su adaptación a las necesidades que plantea la labor policial que demandan los tiempos. Alonso Vega ha dejado la dirección general para ascender al ministerio de Gobernación, desde donde seguirá apoyando, con su impulso político, el crecimiento y el fortalecimiento de un cuerpo que con su inaudita entrega ha sabido ganarse sus más profundos afectos. Nombrado coronel honorario de la Benemérita por los jefes de esta, reconocimiento que antes ya obtuvo el general Zubía, lucirá como él con orgullo el uniforme y el tricornio que en tal calidad le corresponden.

Su aliento y apoyo es decisivo para la creación en 1959 de la Agrupación de Tráfico, a la que pertenecía el infortunado guardia Pardines, y que desde entonces constituye quizá la más perceptible muestra de la presencia de la Benemérita en la sociedad. Fue Alonso Vega quien inclinó la balanza a favor del cuerpo que había dirigido, ya que esta competencia en un principio estaba atribuida a la Policía Armada. Pero justo en el momento en que se hizo evidente que el tráfico rodado iba a comportar importantes responsabilidades públicas, necesitadas de una acción coordinada, el ministro atendió las reivindicaciones que se le hicieron desde la Guardia Civil, basadas en la tradicional vigilancia a cargo de sus hombres de carreteras y caminos. El parque de automovilismo de Madrid y la comandancia móvil también radicada en la capital servirían como base para la formación inicial de la Agrupación. Desde sus primeros servicios, sus miembros contribuyen a incrementar la seguridad de las carreteras españolas, resortes fundamentales para el aumento de la riqueza nacional, y sirven para mejorar la percepción social de la Guardia Civil, encarnada por unos agentes que, si bien son la faz antipática del estado cuando les toca denunciar una infracción, también se mantienen al pie del cañón contra toda suerte de adversidades y pronto se distinguen por su competencia para resolver toda clase de incidencias. La eficacia de su despliegue, su entrega al trabajo y la razonablemente generosa dotación de recursos desde sus primeros tiempos (en forma de motos y vehículos) permiten esperar que cuando surja un problema en la carretera no tardará mucho en aparecer la patrulla de Tráfico para gestionarlo. Una actuación policial en la que el servicio a la ciudadanía prima sobre su vigilancia y represión, y que coadyuvará a que los guardias civiles empiecen a sacudirse el pesado estigma de ser meros esbirros del régimen.

No menos importante, de cara a impulsar la evolución del cuerpo, es el desarrollo durante estos años de su servicio de información (el futuro SIGC) que si ya empezó a rendir resultados en la lucha contra los guerrilleros, verá aumentada su importancia en la lucha contra el terrorismo etarra. Este, al tiempo que inflige al instituto su más duro castigo, es acicate de su mayor esfuerzo en el perfeccionamiento de las técnicas de investigación policial. Y no solo de ellas: tampoco será desdeñable su influencia en la formación de expertos en explosivos, operaciones especiales y antidisturbios, campo este en el que la respuesta conducirá finalmente a la formación de los actuales Grupos Rurales de Seguridad o GRS, integrados por especialistas con los que la Guardia Civil superará por fin sus tradicionales carencias en medios para el control efectivo de multitudes, déficit que tantas tragedias causara a lo largo de su historia. En la puesta a punto de estas nuevas capacidades, como señala Miguel López Corral, será determinante la aportación de los oficiales procedentes de la Academia General de Zaragoza, con un perfil distinto al del oficial tradicional (curtido sobre todo en el mando de tropas de infantería). Se trata de un oficial mucho más abierto y sofisticado y que en no pocos casos se ha enriquecido con una formación universitaria complementaria. Además, señala el autor citado, estos oficiales van a desarrollar una conciencia corporativa y un espíritu crítico hacia esa excesiva influencia del ejército que se traduce en una mentalidad conservadora, militarista y adicta al régimen y sus valores; mentalidad a la que, como parte del mismo entramado tutelar, ellos empezarán poco a poco a sustraerse.

En este sentido, el de la desmilitarización (y si se permite la licencia, la desfranquización, en tanto que la absorción del cuerpo por el ejército era rasgo esencial y distintivo de la Guardia Civil refundada por el régimen) ya se habían dado algunos pasos a fines de los 50. Tras el cese en la dirección general de Alonso Vega, se sucedieron en esa responsabilidad los tenientes generales Martín Alonso y Eduardo Sáenz de Buruaga. Con ellos, y en especial con este último (el mismo a quien encontramos páginas atrás como coronel en julio de 1936, al pie de la escalerilla del avión que llevó a Franco a Tetuán) poco se movieron las cosas. Pero en 1959, con su sucesor, el teniente general Antonio Alcubilla Pérez, y por impulso del ministro del Ejército, Antonio Barroso Sánchez-Guerra, se promulgó el decretoley de 16 de julio, que dispuso que en adelante el mando de las unidades de los Tercios de Frontera de la Guardia Civil lo desempeñarían jefes y oficiales del cuerpo, en vez de mandos del ejército. Se acababa así con la anomalía que introdujo la Ley de 1940, y se avanzaba hacia la recuperación por la Guardia Civil de la autonomía que con todas las fluctuaciones expuestas, y sin perjuicio de su carácter militar, tuviera desde su fundación.

Sería ya en los setenta, al llegar a los puestos de mayor responsabilidad oficiales que habían desarrollado toda su carrera en las filas beneméritas, cuando el cuerpo afrontaría de forma decidida este proceso. En particular, cuando estos oficiales accedieron al Estado Mayor del instituto, órgano creado en la refundación franquista, y que había servido hasta entonces, justamente, para reforzar la incardinación de la Guardia Civil como parte del ejército. La llegada a este Estado Mayor, por otra parte, de jefes militares singularmente preparados, como José Antonio Sáenz de Santamaría, favorecería desde su lado el cambio. El impulso definitivo lo traería la instauración de la democracia, a la que la Guardia Civil, sin perjuicio de los elementos involucionistas que cobijaba entre sus filas, y que tanto y de forma tan desafortunada se hicieron notar, se incorporó con sorprendente naturalidad merced a esta modernización o civilización subrepticia que había sido alentada desde su propio seno. Un movimiento, dicho sea de paso, que la devolvía a su orientación original y a la filosofía de su fundador, cuyo influjo, mantenido a pesar de todos los pesares durante la travesía del túnel del régimen autoritario, se mostraría tan benéfico como ya se había revelado a lo largo de un túnel anterior, el que el canovismo y su descomposición hicieran atravesar a los guardias civiles.

Por su elocuencia, citaremos la exposición que de este interesante fenómeno hace el autor al que venimos mencionando, Miguel López Corral, que tiene el valor suplementario de representar una mirada proyectada desde el interior de la propia familia benemérita:


Favorecidos por un número cada vez mayor de promociones asentadas en lo alto del escalafón, por la asunción de puestos de responsabilidad en la cúpula de mando, por la tendencia civilista de la sociedad española y por la formación universitaria que habían obtenido sus más brillantes integrantes […] fueron capaces de hacer sombra a los oficiales de Estado Mayor del ejército y de imponer sus propios criterios, por lo general bien argumentados intelectual y jurídicamente a partir de la experiencia de mando, conocimiento del cuerpo y la realidad del servicio. Por eso, cuando el franquismo tocó a su fin, no les resultó difícil desplazar de los órganos de decisión y planificación a la estructura de poder omnímodo que había sido el Estado Mayor, lo que ponía fin a una etapa y daba comienzo a otra…»


En estos años, por otra parte, la Guardia Civil contaría con un nuevo despliegue territorial, que simplificaba y racionalizaba los anteriores, demasiado condicionados por los sucesivos avalares históricos. El artífice del cambio fue el general Luis Zanón, director general del cuerpo entre 1962 y 1965. Se conservaron las seis zonas existentes, aunque en 1974 se trasladó de Zaragoza a Logroño la cabecera de la 5a, agregando las provincias de Zaragoza y Huesca a la 4a, con sede en Barcelona. Otra adaptación motivada por el reto terrorista: esa 5a zona era la que comprendía Euskadi y Navarra. Los tercios quedaron fijados en un número de 26, más uno móvil, repartido en tres comandancias del mismo carácter: Barcelona, Madrid y Sevilla. Las comandancias se hicieron coincidir con las provincias, una por cada excepto en Madrid (con la 111, interior y la 112, exterior), Cádiz (Algeciras y Cádiz), Barcelona (Barcelona y Manresa), Asturias (Gijón y Oviedo), Baleares (Palma e Inca) y las dos correspondientes a Ceuta y Melilla. Este despliegue, más ceñido que el anterior a la organización territorial del Estado, sería la base del vigente en la democracia.

En lo que habría de esperar a esta la puesta al día del cuerpo era en las condiciones de vida y trabajo de los guardias y sus familias, en especial en los más de tres mil puestos repartidos por toda la geografía nacional. La precariedad de la vida en las casas cuartel, muchas de ellas en estado ruinoso o insalubre, las eternas jornadas sin apenas descansos y el autoritarismo en el trato dispensado por muchos de los mandos, que veían en el guardia más a un soldado que a un profesional policial (aspereza que dentro de la casa-cuartel se hacía extensiva a las familias de los agentes), eran síntomas de un atraso institucional que lardaría en enmendarse. Otro tanto puede decirse de los salarios, que se mantenían en niveles exiguos, tanto más si se los comparaba con los ingresos de una población que empezaba a recoger los frutos del despegue económico. Por no hablar de los derechos sociales. Es verdad que los guardias tenían vivienda gratis (con una calidad acorde al precio) y economatos para abastecerse a precios reducidos. Pero carecían de cobertura sanitaria, que no recibirían hasta después de la muerte del general cuya carrera tantas veces cubrieron. Tampoco su formación estaba, en general, a la altura de las circunstancias. En las academias seguía mandando la instrucción militar y el orden cerrado, en lugar de primar los saberes policiales. Los guardias, en este aspecto, y también hasta que la democracia corrigiera tan insólito desequilibrio, tendrían que aprender por el camino y casi por sí solos.

Regresando al fenómeno etarra, el zarpazo de junio de 1968, aun siendo fruto de la impremeditación, demuestra que en el seno de la organización terrorista se ha ido gestando la resolución de dar un salto cualitativo desde los tiempos ingenuos de los primeros comandos, marcados todavía por la indefinición en cuanto al camino a seguir. Entonces, los elementos de adscripción católica, entre los que no faltaban seminaristas, se resistían al uso de la violencia; por otro lado, había elementos nacionalistas que veían con malos ojos la relación con el PCE (m-1), cuyos líderes se venían ofreciendo a los separatistas para formarlos en la lucha armada, porque la E de sus siglas remitía en definitiva a la odiada España, con la que se trataba de romper.

Aquellos primeros activistas que pasaron hacia 1964 con armas y documentación falsa por, entre otros, los pasos fronterizos de Valcarlos y Bera de Bidasoa (testigos de tantas incursiones de diverso signo, como hemos referido) y que pronto fueron desarticulados por las fuerzas del orden, han sido sustituidos por una nueva militancia, de nítida dirección marxista, representada por el propio Txabi. Un joven alumno de Económicas de Deusto (en el momento de su muerte cuenta solo 23 años) que pese a sus ojos azules, su cara redonda y su aspecto aniñado, apuesta resueltamente por golpear duro y convertir los grupúsculos existentes hasta entonces en ejército guerrillero para emprender la lucha revolucionaria. Así se ha acordado en la V Asamblea, celebrada en la casa de ejercicios espirituales que la Compañía de Jesús tiene en Guetaria. Son tiempos de fascinación por la figura del Che Guevara, y los cachorros de la lucha abertzale, ya desde antes de que Txabi tumbe de un tiro al guardia Pardines, y aunque el despistado Iñaki Sarasketa no se haya dado cuenta, están por hacer sangre de veras.

Lo prueba lo que sucede inmediatamente después de la muerte de Txabi, y bajo la dirección de su sucesor, José María Eskubi Larraz, alias Bruno. Tras descartar una respuesta en forma de ataques a patrullas de la Agrupación de Tráfico, como propone Bruno en un primer momento, por su impredecible resultado, se resuelve atentar contra un objetivo de peso, el jefe de la Brigada Político-Social de Guipúzcoa, Melitón Manzanas. Es la llamada operación Sagarra (manzana, en euskera). Manzanas es un policía que se ha significado en la represión de los simpatizantes del movimiento independentista vasco. En su biografía, según se rumorea, hay un episodio bastante siniestro: su papel como colaborador de la Gestapo (o Geheim Staats-Polizei, la policía secreta de Hitler) a la que habría ayudado a detener a judíos que trataban de huir a través de la frontera francesa. Tres etarras lo esperan el 2 de agosto de 1968 a la puerta de su chalet de Irún, irónicamente llamado Villa Arana. Cuando aparece, lo abaten de siete disparos. Bajo una densa lluvia, que dificultará su persecución, se dan a la fuga.

Se abre así la espiral acción-reacción que el ideólogo abertzale José Luis Zalbide previera en 1965 con estas proféticas palabras (que tomamos de la oportuna cita que de ellas hace López Corral):


Supongamos una situación en la que una minoría organizada asesta golpes materiales y psicológicos a la organización del estado haciendo que este se vea obligado a responder y reprimir violentamente la agresión. Supongamos que la minoría organizada consigue eludir la represión y hacer que esta caiga sobre las masas populares. Finalmente, supongamos que dicha minoría consigue que, en lugar de pánico, surja la rebeldía en la población de forma que esta ayude y ampare a la minoría en contra del estado, con lo que el ciclo acción-reacción está en condiciones de repetirse, cada vez con mayor intensidad.


La respuesta del estado franquista es exactamente la prevista por Zalbide. Declaración del estado de excepción, incremento de la dureza de la respuesta represiva, creciente rechazo entre la población de la acción policial y creciente simpatía por los luchadores que se le enfrentan. La represión obtiene en un principio un éxito aparente, forzando el repliegue de ETA, pero solo para atacar con más fuerza y asestar un golpe decisivo, ya con la propaganda a su favor. El 3 de diciembre de 1970 comienza el famoso proceso de Burgos, el macrojuicio militar a que son sometidos los etarras detenidos, que se salda, merced a una habilidosa campaña abertzale en el exterior, con la condena del régimen, pese al indulto final de los sentenciados a muerte. No es el propósito de estas páginas, porque el asunto requiere un estudio específico que excede con mucho su alcance y aun la cualificación de su autor, hacer un relato exhaustivo de la historia de la lucha contra el terrorismo de ETA. Quizá no pueda hacerse este relato, con el sosiego debido y la ecuanimidad necesaria, hasta que esa organización y sus actividades entren en la categoría de recuerdo del pasado. A los efectos de nuestra narración, señalaremos solo algunos hitos principales de esta larga guerra que ya dura medio siglo, y algunos de los efectos que su desarrollo y sostenimiento tendrá para el cuerpo.

Sin duda uno de los más cruciales de esos hitos es el suceso que tuvo lugar a las 9.30 del 20 de diciembre de 1973, en la madrileña calle de Claudio Coello. En los tres años transcurridos desde el proceso de Burgos, la acción de ETA se ha intensificado notablemente, y también la respuesta policial. En lo que se refiere a la Guardia Civil, se trabaja a marchas forzadas para construir un servicio de información adecuado a la amenaza, vista la poca funcionalidad de las antiguas brigadillas (que responden a las viejas enseñanzas de la lucha contra el maquis) para combatir un enemigo que exige infiltrarse en su nada permeable entorno, así como controlar sus pasos por las áreas urbanas donde se mueve como pez en el agua. Sobre todo, en las grandes ciudades. Por lo que toca a Madrid, en las últimas semanas la banda ha demostrado su capacidad atracando una armería y quitándole el armamento a un centinela de la Capitanía General. Los servicios de información de la 111 comandancia, según refiere su entonces jefe, el también historiador Aguado Sánchez, han delectado los movimientos de unos vascos extraños en la calle Mirlo. Según Aguado, se dio aviso de su presencia, pero nada se hizo, aunque hay fuentes que aseguran que ante el temor de que ETA pudiera preparar un secuestro de envergadura, se lomaron medidas de protección de personalidades. Sea como fuere, no era ése el plan de los terroristas, y las medidas de nada sirvieron.

Ese 20 de diciembre, al pasar frente al número 104 de la calle antes citada el vehículo oficial del almirante Luis Carrero Blanco, presidente del gobierno, un potente artefacto colocado en el subsuelo hace explosión. El almirante viaja en un coche sin blindar, que vuela por el aire y desaparece en el patio interior de un inmueble cercano. Junto a él mueren su conductor y el jefe de su escolta. Los dos policías que lo siguen en otro coche, y que lo ven desaparecer en la explosión, quedan atónitos. La operación Ogro ha logrado su objetivo. Carrero, número dos del régimen, y promesa de pervivencia de su ala más dura cuando le llegue la hora a su fundador, ha pasado a la Historia. Es la pieza de mayor calibre que ha cobrado ETA hasta esa fecha. Y hasta hoy.

El golpe es sensacional, y pone en evidencia todo el aparato de seguridad del Estado, como ya lo hiciera, medio siglo atrás, la eliminación del antecesor de Carrero, Eduardo Dato. Al frente de la Guardia Civil está el general Iniesta Cano, un «duro» del régimen, que cursa a sus hombres un inquietante telegrama, en el que tras informarles de lo ocurrido y pedirles que extremen la vigilancia, les indica: «Caso de existir choque o tener que realizar acción contra cualquier elemento subversivo o alterador del orden, deberá actuarse enérgicamente, sin restringir ni lo más mínimo el empleo de sus armas». El espíritu expeditivo de Alonso Vega resurge con todo su brío, en un momento y un país donde es muy otra la respuesta que demandan las circunstancias. Tanto es así que el ministro de la Gobernación, Carlos Arias, que no es precisamente un blando (basta con preguntarlo a los supervivientes de sus diligencias por la Costa del Sol durante la guerra, que le valieran el sobrenombre de Carnicerito de Málaga), lo llama a su presencia y lo obliga a revocar la orden y a indicar a los guardias civiles que se pongan a las órdenes de los gobernadores civiles. Lo que en ese momento no sabe Iniesta es que el coronel José Antonio Sáenz de Santamaría, a la sazón jefe del Estado Mayor del cuerpo, ha demorado, con buen criterio y en tanto se calman los ánimos, cursar el primer telegrama, por lo que las unidades reciben ya directamente el segundo.

Esta actuación (considerada por algunos historiadores como un amago de golpe por el titular de la dirección general) y su postura de responder con firmeza, le valdrán a Iniesta una gran popularidad entre los sectores más ultras del régimen, que en el sepelio del almirante llegan a lanzar gritos de «¡Iniesta al poder!» El nombrado al frente de la presidencia del gobierno, sin embargo, sería el propio Arias Navarro, bajo cuyo mandato se iba a desatar la gran ofensiva de ETA, con la cooperación del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriótico), un grupo marxista-leninista de acción directa fundado en los sesenta por el comunista Julio Álvarez del Vayo, que procedía de la militancia socialista y que en la II República había llegado a ser ministro de Estado (Asuntos Exteriores) del gobierno de Juan Negrín.

Son meses en los que los atentados se suceden con una frecuencia desasosegante. El régimen parece desbordado. El punto culminante lo marca el atentado de la cafetería Rolando, en la calle Correo de Madrid, justo enfrente de la Dirección General de Seguridad, el 13 de septiembre de 1974. Con 13 muertos, es la primera gran masacre de ETA. Como respuesta, se potencia el SIGC y se lanzan los GOSI (Grupos Operativos del servicio de Información, antecedentes de los GAO, o Grupos Antiterroristas Operativos, que luego canalizarán el grueso del trabajo de información en la lucha contra ETA, con reiterada eficacia). Un operativo de estos, dirigido por los capitanes Martínez Herrera y Sánchez Valiente, junto al SIGC de Madrid del capitán Pinto Vila y los servicios de información de la Policía encabezados por el comisario Conesa, logra desmantelar la base logística utilizada en los atentados contra Carrero y la cafetería Rolando. En la operación, culminada pese a la falta de medios (el SIGC de Madrid no tenía vehículos propios, y debía moverse en taxis y coches particulares) se detiene al dramaturgo Alfonso Sastre y a su compañera Genoveva Forest.

Pero la espiral no se detiene: raro es el mes que no cae algún policía o guardia civil, y el régimen decide recurrir a la mano dura. Llegan así los famosos fusilamientos del 27 de septiembre de 1975. Son cinco los condenados. Por un lado, tres militantes del FRAP: José Humberto Baena (imputado por el atentado mortal contra el policía Lucio Rodríguez en la madrileña calle de Alenza) y Ramón García Sanz y José Luis Sánchez-Bravo (por la muerte del teniente de la Guardia Civil Antonio Pose, en Carabanchel). A ellos se suman dos etarras: Juan Paredes Manot (acusado de la muerte del policía Ovidio Díaz durante un atraco al Banco de Santander de la calle Caspe de Barcelona) y Ángel Otaegui Etxebarria (al que se imputa por la muerte del cabo del SIGC Gregorio Posadas, en Azpeitia). Las movilizaciones internacionales para lograr la clemencia de Franco, que incluyen al mismísimo Vaticano, son estériles. En los piquetes de fusilamiento, según testigos presenciales, se mezclan policías y guardias civiles. Otros llegan en autobuses para presenciar la ejecución. Los que aprietan el gatillo son voluntarios. Otros muchos cientos, en aquellos días de hostilización permanente y asesinatos continuos, se habrían ofrecido a reemplazarlos.

Aquellos policías y guardias, al disparar sus armas, no solo acaban con los condenados, sino de rebote con el propio régimen, nacido con el pretexto de los disparos atribuibles a la acción de otro guardia y otros policías, el capitán Condes y los guardias de Asalto que secuestraron a Calvo Sotelo de su casa para darle el último paseo. Muy verosímilmente, la ola de condenas que por estos hechos recibe España desde todos los rincones del mundo, y en particular la del papa Pablo VI, contribuye a precipitar el deterioro de la salud del viejo caudillo, que tras una sucesión de anginas de pecho y colapsos gastrointestinales muere en el hospital de la Paz de Madrid en la madrugada del 20 de noviembre de 1975. Lo que le deja a su sucesor, Juan Carlos I, es, en lo que al problema vasco se refiere, un auténtico polvorín, con el que lidiarán con más pena que gloria los primeros gobiernos de la monarquía. El conflicto del Norte llegará así a convertirse en un auténtico escollo para la transición democrática que pretende impulsar el joven rey, y a la que una y otra vez amenaza con hacer descarrilar.

El 6 de abril de 1976, 29 reclusos, entre ellos destacados dirigentes de ETA, se evaden del penal de Segovia. El día 11, el guardia civil Miguel Gordo muere electrocutado al tratar de retirar una ikurriña colocada sobre un cable en la calle León de Barakaldo. El día 18, el dirigente Eduardo Moreno Bergaretxe, Pertur, y otros dos etarras intentan pasar la frontera por (de nuevo) Bera de Bidasoa para celebrar el Aberri Eguna, o Día de la Patria Vasca. Se topan con la Guardia Civil, que en el tiroteo mata al etarra Enrique Alvarez Gómez, Korta. En esa jornada, los guardias han de retirar decenas de ikurriñas con explosivos adosados, extremando la precaución. El 25 hay un nuevo tiroteo entre etarras y guardias cerca del puesto fronterizo de Etxalar. Es otra vez Pertur, que intenta la maniobra frustrada en Bera. Uno de los terroristas es herido y capturado. Así transcurre, en resumen, un mes normal, bajo el mandato del firme e hiperactivo ministro de la Gobernación del primer gobierno de Juan Carlos I, Manuel Fraga lribarne.

Para resolver el problema, el nuevo presidente, Adolfo Suárez, que sustituye a Arias Navarro en julio de 1976, oscila entre continuar con la represión enérgica (y heterodoxa, a la luz de las reglas de un estado d Derecho como el que se quiere instaurar) y ofrecer una generosa reconciliación sobre la que poder edificar la inminente democracia, en la que se brindarán cauces legales a la expresión de la voluntad de autogobierno de pueblo vasco. La opción por la segunda vía lleva a autorizar el uso de la ikurriña, tras las gestiones en enero de 1977 de Rodolfo Martín Villa, titular del ministerio del Interior (nombre que ha adoptado el antiguo departamento de Gobernación). El teniente coronel Antonio Tejero Molina, jefe de la comandancia de Guipúzcoa, cursa un télex solicitando instrucciones sobre si debe rendir honores militares a la nueva bandera cuando sea izada La pregunta sobre la ikurriña precipita su relevo. El impetuoso jefe, que ha impulsado en Guipúzcoa la creación de los grupos GALA (especializados en la infiltración en el entorno abertzale), causará en su nuevo destine Málaga, nuevos dolores de cabeza a sus superiores, como cuando desoyó las instrucciones del gobierno civil para enterrar discretamente y a la hora de comer a un guardia asesinado y lo hace a las doce de la mañana llevando él mismo a hombros el féretro por las principales calles.

El gesto final de la estrategia conciliadora es la generosa amnistía decretada por el gobierno en su reunión del 20 de mayo de 1977. Abarca etarras con delitos de sangre, para los que se negocia su deportación a Bruselas. De su inutilidad hablan pronto los hechos. El 4 de junio los GRAPO (los oscuros Grupos Revolucionarios Antifascistas Primero de Octubre) asesinan en Barcelona a los guardias Rafael Carrasco y Antonio López Cazorla. ETA aguarda a que pasen las primeras elecciones democráticas, el 15 de junio. Poco después, el día 25 de julio, lanza una ofensiva en la que hiere a un guardia civil en Ordizia, ataca el cuartel de La Salve en Bilbao y mata un policía armado de tres tiros en la nuca en Nanclares de Oca. En un comunicado, ETA declara su voluntad de proseguir la lucha armada y se proclama como una organización «socialista, revolucionaria, vasca y de liberación nacional». El cambio de régimen nada significa para los terroristas.

Mientras la transición democrática prosigue su andadura y se redacta la nueva constitución, en Euskadi continúa la guerra. ETA amplía sus objetivos e incluye entre ellos la central nuclear de Lemóniz, entonces en construcción. Un primer ataque al destacamento de guardias que la custodian, en la noche del 17 de diciembre de 1977, es repelido por estos, que logran herir a un etarra al que sus compañeros abandonan. El 16 de marzo de 1978, en cambio, los terroristas tienen éxito: setenta kilos de Goma-2 echan abajo parte de la estructura, causando 2 muertos y 14 heridos. Durante todo ese año las acciones serían constantes, multiplicándose los atentados contra fuerzas del orden. En noviembre, un plante de la Policía Armada obliga al ministro Martín Villa y al vicepresidente, el teniente general Gutiérrez Mellado, a presentarse en el cuartel del cuerpo policial en Basauri. Allí Martín Villa les dice que se está avanzando en la erradicación del terrorismo. Con todo, cuatrocientos policías serán trasladados. Al día siguiente, el guardia civil Manuel Criado muere de un tiro en el cuello en Tolosa, mientras prestaba el servicio de seguridad del partido de fútbol entre el equipo local y el Tudela. El día 20, cuatro comandos apostados en las inmediaciones abren fuego contra los policías que hacían gimnasia en el exterior del cuartel de Basauri. Causan dos muertos y diez heridos. En los días que restan hasta el referéndum constitucional del 6 de diciembre, el promedio será de un atentado diario. El primer muerto tras el referéndum tarda solo tres días: es el jefe de la policía municipal de Santurce, Vicente Rubio Ereño, a quien asesinan por la espalda el día 9 mientras tomaba unos chiquitos en el bar. Y suma y sigue.

La presión que sufren los guardias civiles y sus familias es literalmente insoportable. Empieza a tomar carta de naturaleza el que será conocido como síndrome del Norte, el trastorno de estrés postraumático al que se verán sometidos no pocos guardias civiles tras su paso por Euskadi, debido a la dureza del servicio, las continuas muertes de compañeros y la hostilidad de la población. Sobre este último aspecto, y desde la perspectiva de las familias, es interesante transcribir el documento que recoge Aguado Sánchez, y que por aquellos días se hizo circular anónimamente. Dirigido «A la opinión pública», y firmado por una autodenominada Comisión de familias, decía:


1. Asesinan a nuestros hijos, maridos, hermanos y novios como si de alimañas se tratara. Son cazados como liebres, sin reacción ciudadana en su defensa. 2. Públicamente son insultados en romerías y fiestas, incluso en festejos populares organizados por centros religiosos. En verbenas aguantamos gritos y cánticos amenazantes. 3. Jóvenes esposas vascas, casadas con guardias de la tranquilidad, aguantan resignadamente insultos en mercados donde públicamente son tachadas de txakurras (la traducción del vascuence significa «perras») por dormir con txakurros y tener txakurritxus. 4. Las familias sin pabellón, que han de vivir en pisos particulares, tienen que ocultar la profesión de sus esposos y mentir al vecindario. Para no delatar el servicio del marido, no pueden tender ropa ni signo alguno relacionado con los uniformes. 5. Los funerales por los asesinados se celebran en cuarteles, por rechazo de los templos que ellos defendieron con sus vidas. Son honras fúnebres rutinarias, con los mismos sermones y condenas de cumplido. Al final, unas medallas que no hemos pedido ni queremos. Enterrado el caído no hay más recordatorio, y a esperar nueva víctima. Nada de aniversarios que tan profusamente celebran por sus asesinos. 6. Nuestros niños viven anonadados en ambiente incierto. Son criaturas obligadas a mentir para ocultar dónde trabajan sus padres. 7. La caridad cristiana no la vemos ni en nuestra defensa ni en sermones pastorales, y menos con desagravios públicos, sino todo lo contrario. 8. Aceptamos resignadamente esta vida que nos ha tocado, pero no se la deseamos a nadie. Lo que pedimos es solo comprensión y respeto a nuestra forma de vida, que gustosamente sacrificamos por todos los demás.


Faltaba mucho, en aquellos días de 1978 y 1979, para que las víctimas de ETA recibieran el respeto y el homenaje que les llegaría décadas después; en especial, los guardias civiles. Faltaba mucho, aún, para que sus muertes y su sufrimiento se sintieran como propios por el grueso de la población no ya vasca, sino española. Para muchos españoles, y en especial para los que se autotitulaban progresistas, incluidos algunos que andando el tiempo, al convertirse ellos mismos en objetivo de ETA, se significarían por su repudio, los guardias asesinados eran unos muertos ajenos y casi naturales, que habían hallado el fin que ellos mismos se buscaran y que no merecían grandes alardes de compasión. Eso contribuyó a crear en el seno del cuerpo una sensación de soledad, y en algunos de resentimiento, que explicará, aunque no justifique, algunas conductas posteriores, de triste memoria.

La UCD de Adolfo Suárez gana las primeras elecciones celebradas bajo la vigencia de la Constitución. A Martín Villa lo sucede un teniente general, Ibáñez Freiré. Para compensar, en el ministerio de Defensa (que refunde los tres ministerios militares heredados del franquismo), se sitúa por primera vez desde la Guerra Civil un paisano: Agustín Rodríguez Sahagún. Para ETA, todo esto es irrelevante. Ese año asesinará a 78 personas, 22 de ellas guardias civiles. El golpe más sanguinario es el de la cafetería California 47, en Madrid. La explosión que la destruye se lleva por delante 8 vidas y deja 60 heridos. En sectores inmovilistas del ejército se extiende un peligroso nerviosismo.

El año 1980 registra las primeras elecciones autonómicas vascas, que arrojan el triunfo del PNV, bajo cuyo mandato Euskadi empieza a recorrer la senda del autogobierno. La violencia etarra, sin embargo, no afloja. De hecho, va a más: a lo largo de esos doce meses hay un centenar de asesinatos. La Guardia Civil pone 32 de los muertos. Otros 41 son civiles. Los ánimos de algunos están cada vez más crispados.

La historia, como es sabido, no acaba aquí. Prosigue durante otros largos treinta años, con multitud de acontecimientos, idas y venidas, treguas y rupturas. Para combatir a este enemigo pertinaz, los guardias civiles recurrirán a todos los medios a su alcance. Algunos no son legales ni legítimos. En esos años de plomo, y en los siguientes, muchos guardias serán procesados por torturas, y no pocos condenados. Según el testimonio de un miembro del cuerpo que llegó destinado a Guipúzcoa por aquellos días, el primer día que entró en el acuartelamiento, al abrir una puerta, vio el suelo copiosamente manchado de sangre. Cuando fue a mirar mejor, un guardia veterano lo empujó hacia fuera y le dijo que mejor se marchara a tomar el fresco. Hechos como este no son motivo para el orgullo, pero a quienes sientan inclinación a formular juicios sumarios sobre la conducta de sus semejantes, cabe sugerirles que se pongan en la piel de un hombre que ha recogido más de una vez del suelo los trozos de un compañero, volado por alguna de las muchas bombas-trampa que en esos días, junto al seguro y ventajoso tiro en la nuca, utilizaban los etarras.

En algún momento, ante la falta de colaboración de Francia, durante muchos años retaguardia segura y santuario de ETA, se recurrió a los procedimientos más rocambolescos para obtener información. Como el que según el relato de un jefe del cuerpo tenía como auxiliares a las mujeres de los guardias, que pasaban a Francia con sus hijos pequeños y se acercaban a grabar con radiotransmisores escondidos en los coches de bebé las conversaciones de activistas que se citaban en la calle. Otro oficial refiere momentos aún más embarazosos, como los vividos a bordo de una avioneta civil en la que sobrevolaba territorio francés durante un seguimiento, cuando invadieron en el curso de este un sector restringido del espacio aéreo y la Fuerza Aérea Francesa envió dos cazas Mirage a interceptarlos. Para el piloto civil galo que estaba a los mandos del aparato, aquello supuso el susto de su vida.

Centro neurálgico de buena parte de esas operaciones era el cuartel guipuzcoano de Intxaurrondo, y artífice de ellas el comandante segundo jefe de la comandancia (luego ascendido hasta general) Enrique Rodríguez Galindo, cuyos métodos, muy discutidos (y años después condenados por la Justicia, en el caso Lasa-Zabala), se revelaron sin embargo de una enorme eficacia en cuanto se contó con la colaboración francesa. La sucesión de golpes que desde Intxaurrondo recibió la organización fue espectacular. De entrada, contra sus comandos operativos en suelo vasco: valga como ejemplo la neutralización el 15 de junio de 1984, en Hernani, del núcleo duro del comando Donosti, compuesto por Jesús Zabarte, Juan Luis Lekuona y Agustín Arregi, que degeneró por la resistencia numantina de los dos últimos en una batalla campal en la que ambos perderían la vida. Y luego, el acoso a la propia dirección de ETA, que culminaría con la detención de su máximo dirigente, Francisco Mujika Garmendia, alias Pakito, el 29 de marzo de 1992 en la localidad francesa de Bidart. Con la caída de este terrorista, responsable del atentado contra la casa-cuartel de Zaragoza que produjo 11 muertos, entre ellos 5 niños, el cuerpo completaba el que quizá sería el más alentador de sus servicios en la guerra contra la banda, ya que en el mismo paquete caían los otros dos miembros del directorio Artapalo: José Luis Álvarez Santacristina, Txelis, y José María Arregi Eroslarbe, Fitipaldi. También es digna de reseña la operación que permitió descubrir el arsenal central de ETA en la empresa Sokoa el 5 de noviembre de 1986. Para ello se empleó el ardid de vender a los terroristas un misil tierra-aire Stinger, en el que se ocultó una baliza que, una vez que los etarras, como era previsible, llevaron tan valioso artefacto a su sancta sanctórum logístico, permitió ubicar este.

Estas operaciones, y otros cientos de ellas que podrían mencionarse, ponían de manifiesto que la Guardia Civil, en respuesta al desafío etarra, había levantado un poderoso y sofisticado aparato de información, que en años sucesivos siguió perfeccionando y que finalmente llevaría a la banda terrorista al borde del estrangulamiento operativo (sobre todo, a partir de la detención en 2008 del jefe militar que rompió la última tregua declarada hasta la fecha, Mikel Garikoitz Aspiazu Rubina, Txeroki, y de sus improvisados sucesores). La eficacia y el sacrificio de los beneméritos les granjearon incluso el respeto de algún que otro etarra, como el jefe de un comando que en cierta ocasión le confesó al oficial de la Guardia Civil que lo había detenido, para asombro de este, que con él se entendía bien, porque ambos eran oficiales y militares. «Si yo fuera español, me haría txakurra, como tú», remachó.

Pero como más arriba se dijo, renunciamos a ofrecer aquí la historia completa de un conflicto que necesita más espacio y, probablemente, otro cronista. Uno que escriba desde el exterior del túnel y que pueda indagar, sin la servidumbre que imponen tantas heridas todavía abiertas, en las razones y en las sinrazones de unos y de otros.


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