Epílogo

El futuro: ¿militares o policías?

Hasta aquí, el relato. Las páginas que anteceden son o pretenden ser una síntesis, parcial y subjetiva, como todas las narraciones, de la aventura histórica de un cuerpo y de las personas que a través del tiempo sirvieron en sus filas. Fueron muchos miles, a lo largo de siglo y medio, y de la intensidad nada desdeñable con que se vieron mezcladas en la historia de su país aspiramos a haber dado cuenta, mínimamente, en los capítulos anteriores. Entre esos guardias y entre sus jefes, como se ha visto, hubo personajes de toda laya: heroicos y miserables, diestros y torpes, providenciales y fatídicos. Pero de los hombres que pasaron por la nómina del cuerpo que fundó el duque de Ahumada lo que no puede decirse es que fuera gente vulgar, y rara vez que se caracterizaran por ser cobardes o cicateros en esfuerzo. En lo que a esto respecta, así como en su compromiso con el deber y en el cumplimiento de su cometido, pocos otros colectivos, si es que hay alguno, se les pueden equiparar en la España contemporánea. Muchos de los pasajes que quedan referidos así lo atestiguan, y es este un carácter que los guardias acreditaron desde sus principios.

Se cuenta que uno de los primeros guardias, o lo que es lo mismo, uno de aquellos tipos mostachudos, curtidos en las guerras carlistas, y altos en comparación con el resto de la población española de la época, estaba una noche haciendo guardia, a caballo, en el portalón del Teatro Real, donde iba a celebrarse una función de gala. Un carruaje intentó pasar en dirección contraria y el guardia, que ostentaba el grado de cabo, lo atajó. Ir en carruaje ya señalaba en aquel tiempo a quien así viajaba como una persona principal, pero lo que no sabía el cabo era que dentro iba el todopoderoso general Narváez; el mismo que había alentado y bendecido la creación del cuerpo. Sin arredrarse por ello, el guardia le dijo al cochero que por ahí no se podía pasar. «Este coche sí», repuso el cochero, altivo. «Ni ese coche ni ninguno», reiteró el guardia. En ese momento, el general gritó desde el interior: «¡Adelante, cochero!» Al escucharlo, el cabo le explicó, respetuoso, que tenía orden de que por ahí no pasara nadie. «Esa orden no reza conmigo», le dijo Narváez. Pero el guardia, lejos de arrugarse, explicó: «Al comunicármela no me han dicho que haga ninguna excepción con nadie. El coche de Vuestra Excelencia no puede pasar por aquí». Ahí el general montó directamente en cólera y ordenó a su cochero que arreara a los caballos. El cabo, sin perder la sangre fría, avisó: «Mi general, si Vuestra Excelencia pasa por aquí, será atropellando estas armas, encargadas de cumplir una consigna». Su firmeza hizo que el presidente diera su brazo a torcer y entrara por donde todos, echando pestes.

Al llegar al palco, Narváez llamó a Ahumada. Furioso, le informó: «Un cabo de la Guardia Civil me ha puesto en ridículo, sin tener en cuenta mi cargo ni mi categoría». El duque le pidió a Narváez que lo dejara indagar lo sucedido. Cuando regresó, le dijo al presidente que aquel cabo no había hecho más que cumplir con la orden que tenía, por lo que no había cometido falta alguna. Narváez repuso: «Comprendo que si tenía la consigna esa, ha hecho bien en cumplirla. Pero también es triste gracia que llegue uno a esta posición social para tener que soportar arrogancias de un cabo. Yo no puedo consentir de ninguna manera que quede por encima de mí ese hombre; así es que, mañana mismo, me lo traslada usted a un puesto fuera de Madrid». Era la orden del gran espadón del XIX español, del hombre más poderoso del país. Ahumada saludó y abandonó el palco. Volvió a investigar el incidente, y a comprobar el celo del cabo. Al día siguiente fue a ver a Narváez. Cuando este lo recibió, se cuadró ante él y le dijo: «Aquí tiene usted, mi General, el bastón de mando de la Guardia Civil, y aquí», y le mostró un oficio, «el traslado del cabo a otro puesto, firmado por quien me ha sucedido en el mando, según las ordenanzas».

«¡Qué exagerado es usted!», exclamó Narváez. «La cosa no es para tanto». Pero Ahumada, muy serio, le replicó: «Ya lo creo que lo es. No hemos creado un cuerpo como la Guardia Civil para pisotear su prestigio a las primeras de cambio. El traslado de ese hombre es una injusticia que yo no cometo de ninguna manera». Al final, Narváez recapacitó y dijo a su subordinado: «Rompa usted el oficio y recoja el bastón que tan bien maneja. Y dele este cigarro puro en mi nombre al cabo, pues tengo mucho gusto en que se lo fume la única persona que se ha atrevido conmigo. Estos son los soldados que España necesita».

Alguna elaboración literaria tiene seguramente la anécdota, tal y como ha llegado hasta nosotros. Pero la esencia, con bastante probabilidad cierta, lo es a su vez del talante y el comportamiento de unos hombres cuyas acciones no siempre se han contado con la ecuanimidad necesaria. Por exceso de inquina, en unos casos. Por exceso de jabón, en otros. Y por el sorprendente desentendimiento que de su peripecia y sus nada anodinos avatares han demostrado los escritores españoles, y en general todos los autores de ficciones narrativas en cualquier medio. Una negligencia que se extiende al conjunto de nuestra Historia: qué habría hecho Hollywood con nuestro siglo XIX, esa época descabellada en la que, como hemos visto, los guardias cargaban a caballo por la calle Preciados contra los artilleros atrincherados tras colosales barricadas, mientras el pueblo en armas se unía con entusiasmo a la refriega. Pero el vano es especialmente clamoroso cuando se mira a los beneméritos, salvo raras excepciones ausentes, o como mucho reducidos a eternos secundarios grotescos o malvados, en el relato literario de la España contemporánea. Así lo constataba el que fuera director general del cuerpo, José Luis Aramburu Topete, con palabras que por su justeza no nos resistimos a transcribir:


Desgraciadamente no ha habido escritor de mérito que haya sabido aprovechar el rico filón que ha brindado la intensa historia de la Guardia Civil, si exceptuamos, ya avanzado en el tiempo, a Ignacio Aldecoa, que bebió en la fuente del propio cuerpo para encontrar el argumento […]. Después, Tomás Salvador escribiría su magnífica novela «Cuerda de presos». Es cierto que la figura uniformada de azul o de verde, siempre tocada de acharolado sombrero, y siempre formando parte del paisaje, se ha hecho visible con relativa frecuencia en la novelística o en la filmografía, pero, no lo es menos, el hecho de que pocas veces haya sido captado el verdadero espíritu y la auténtica realidad de la Institución. Las más se la ha presentado convertida en imagen tópica, hecha de personajes de piedra o acartonados, que bien podrían formar parte de un museo de cera. No cabe duda de que esto ocurre cuando se desconoce la esencia de las cosas y, consecuentemente, en este caso, de la Guardia Civil. También, no hay por qué negarlo, ha existido un cierto temor, cuando no prohibición, a dañar siquiera sea rozando, el prestigio de la Institución, y esto ha inhibido a todo aquel que en principio tenía algo que decir. Se dice que en tiempos de rígida censura cinematográfica, un quisquilloso censor, defensor de la fama y prestigio del cuerpo, rechazó una escena en la que unos presos conseguían fugarse pese al esfuerzo de la Guardia Civil, esgrimiendo el incontestable argumento: «Un guardia civil nunca falla un disparo». Opiniones así […] ni agradan ni benefician al Cuerpo y sí, en cambio, han dado lugar a tanto recelo y precaución a la hora de escribir sobre unos hombres sencillos, cuyas emocionantes vidas ofrecen una gama temática sin límites.


Contra ese vacío, principalmente, se rebelan estas páginas. Los que han desfilado por ellas podrían dar lugar, cada uno, a una novela. En cierto modo, lo que aquí queda hecho es el inventario, incompleto, de los cientos de novelas posibles, de las decenas de personajes memorables (no siempre, o no solo, por sus virtudes) que justificadamente podrían protagonizarlas. Alguno lo logró, pese a todo, como el coronel y luego general Escobar, que tuvo su novela en aquella con la que Luis Olaizola ganó el premio Planeta de 1983. Muchos otros lo merecerían. Sus semblanzas en este libro, siempre demasiado fugaces, valen por el bosquejo de esas novelas que acaso algún día alguien escribirá. Y la suma de ellas, por una suerte de novela improvisada sobre el apasionante, accidentado y contradictorio viaje de todos ellos.

Hemos procurado no omitir las sombras de la historia, a veces atroces. Hemos intentado, también, esquivar las tentaciones justicieras y maniqueas de cualquier índole, tanto respecto de los guardias como de quienes en cada momento fueron sus adversarios. Y no nos hemos privado de hacer ver sus luces, aunque no fueran constantes, y aunque el estereotipo se las escatime. Por ejemplo, su sentido de la justicia y de la honestidad, que los opuso a menudo al cacique, en defensa de la ley, si bien en otras ocasiones, sin duda demasiadas, y sobre todo en ciertas épocas, se pusieron al servicio de aquel y en contra de sus vecinos. Nada nuevo bajo el sol. También lo hicieron aquellos hombres de la Hermandad castellana, que nació contra los señores para acabar proporcionándoles sicarios. Pero los guardias, más de lo que se cree, se atuvieron a aquella máxima del duque de Ahumada que les exhortaba a ser «políticos sin bajeza». Y lo han seguido haciendo: en la primavera de 2010, un ex presidente de una comunidad autónoma, procesado por gravísimos cargos de corrupción, por los que se enfrentaba a una petición fiscal de 25 años de cárcel, se quejaba amargamente de que la culpa de todo la tenía «un sargento de la Guardia Civil» que la había tomado con él. Con esta alusión al grado de quien había llevado a cabo las pesquisas, acaso trataba de minimizar la entidad de la acusación. A muchos, al contrario, sus palabras nos sirven para comprender cuánto vale un modesto, valeroso y honrado sargento del cuerpo. Gente como él explica la buena imagen que arroja la Guardia Civil en las encuestas, y que hayan sido los gobiernos progresistas (los de las dos repúblicas, y los de PSOE con Juan Carlos I) los que más ampliaron sus plantillas. Muchos otros antes, como el cabo que paró a Narváez, lo arriesgaron todo para enfrentarse a los abusos del poderoso, y alguno, como queda dicho y contado, lo acabó perdiendo. Que no se olvide.

Hubo alguien que, recordando uno de los pasajes más comprometidos de la historia benemérita, la Segunda República, dejó escrita una semblanza de los guardias que bien merece la pena rescatar aquí. Se trata de Julio Camba, que en su Haciendo República afirmaba:


La Guardia Civil era una de las pocas cosas que funcionaban bien en España. De aquí su impopularidad. Al español no le gusta que las cosas funcionen bien, porque si las cosas funcionan bien, el tendrá que funcionar bien a su vez, y este sistema no le ofrece ventaja ninguna. Con un tren que salga siempre a la hora exacta, por ejemplo, no habrá ninguna seguridad de llegar a tiempo a la estación, y de igual modo, con un ministro honrado o insobornable no se podrá jamás conseguir un destinillo ni activar un expediente.

La Guardia Civil era exacta, era honrada, era insobornable. Yo he jugado muchas veces al tute con el cabo de la Guardia Civil en los cafés del pueblo, y era en vano que le dejase cantar siempre las cuarenta, porque si en época de veda se me ocurría salir al campo con una escopetilla, nadie me libraba de pagar la multa correspondiente. […]

No, no había en toda España una organización comparable a la Guardia Civil, y lo aseguro yo, que no solo la conozco de jugar al tute, sino que he sido conducido por ella desde un extremo de la Península hasta el extremo opuesto, dicho sea con todas las salvedades debidas a mi natural modestia y sin el menor propósito que se me conceda un alto cargo. La Guardia Civil era técnicamente, de lo mejor que había en España; pero, ¡qué quieren ustedes! ¡Había disparado tantas veces contra de pueblo soberano! Yo, la verdad, ignoro contra quién habría podido disparar la Guardia Civil, de no hacerlo contra el pueblo, soberano o no. ¿Debía haber disparado tal vez contra las Hijas de María? No creo que hubiera hecho muchos remilgos para ello en caso necesario; pero la Guardia Civil tenía por misión el mantenimiento del orden, y las Hijas de María, como tales Hijas de María, no se pronunciaron contra ese orden. […]

La República la tomó contra la Guardia Civil no porque el imperio de la justicia hiciera innecesario ya defender el orden por medio de la fuerza, ni porque hubiera cesado el malestar del pueblo, […] sino tan solo porque durante cincuenta años no la tuvieron a su lado, y ahora, cuando la tenían a su lado, seguían creyendo que la tenían enfrente. Por esto […] la tomó con la Guardia Civil, y primero intentó sustituirla […]. Luego, al ver que no podía sustituirla, quiso modificar su reglamento. Después se conformaba ya con modificarle el uniforme, y por último, ¿saben ustedes lo que hizo? Pues aumentar su consignación para que hubiera más guardias civiles que nunca y para que estos guardias civiles estuviesen mejor retribuidos que jamás.


En todo caso, todo esto es el pasado. El presente tiene otros rasgos, por fortuna; en general, bastante menos trágicos que los de otras épocas, y también muy distintos de los tradicionales. Aparte de la incorporación de la mujer, en las dos últimas décadas se han unido al cuerpo muchas personas que no obedecen en absoluto al perfil, marcadamente rural, y en buena medida endogámico, que dominaba la recluta hasta fechas recientes. Muchos hombres y mujeres criados en el entorno urbano, y sin relación previa con la institución, se han incorporado a ella. No pocos de ellos con estudios superiores, necesarios para algunas de las modernas especialidades (por poner un ejemplo, solo en el laboratorio de ADN trabajan decenas de biólogos). Ellos, y ellas, han traído un cambio sociológico considerable, que es el que explica, entre otras cosas, que más de un tercio de la plantilla esté afiliado a la AUGC (Asociación Unificada de Guardias Civiles), una asociación profesional (los sindicatos siguen prohibidos en el cuerpo, por su carácter militar) que reivindica abiertamente la desmilitarización del instituto. La AUGC ha terminado por obtener reconocimiento oficial, con su incorporación a un órgano consultivo, el Consejo de la Guardia Civil, en el que están representados guardias, suboficiales y oficiales. Su acción de más impacto fue sin duda la manifestación que en 2007 reunió a 3.000 agentes uniformados, y con tricornio, en la Plaza Mayor de Madrid, para protestar por su situación laboral y pedir, una vez más, que el cuerpo dejara de tener carácter militar. Celebrada en el mismo escenario en el que tantas veces combatieron los guardias, durante las revoluciones del XIX, la movilización no podía ser más simbólica, ni más indicativa de la transformación vivida por el cuerpo.

Descartado de momento que se disuelva la Guardia Civil (ninguna de las fuerzas políticas con capacidad para llevarla a cabo ha dejado de apreciarla) queda abierto el debate sobre la doble condición, militares y policías, de los guardias civiles. Pocos dudan, dentro y fuera del cuerpo, de que la faceta que debe prevalecer es la primera: los guardias no son y nunca han sido simples soldados, ni como tal debe tratárselos, como hizo la dictadura franquista, y antes de ella tantos otros que se sirvieron de ellos para emplearlos como fuerza de choque en sus particulares guerras. Ya su fundador tuvo ocasión de rebelarse contra ese uso. Los guardias son agentes de la autoridad y auxiliares cualificados de la administración de justicia: para eso deben formarse y a eso deben atender sobre todo, lo que en la sociedad en que viven y los tiempos que corren ya supone un alto grado de exigencia.

Ahora bien, ¿han de seguir siendo, a la vez, militares? La experiencia histórica dice que esta condición ha fortalecido su capacidad de respuesta y contribuido a su eficacia. También, para los sucesivos gobiernos, contar con una fuerza bien instruida y disciplinada, desplegada en todo el territorio nacional, representa un activo de primer orden. Eso explica, probablemente, que ninguno haya dado el paso de desmilitarizarla. Los ochenta mil guardias civiles forman una máquina de valor inestimable, que compensa, en cierto modo, la actual descentralización del estado de las autonomías, y viene a ser la mejor antena con que cuenta el gobierno central: está presente en todas partes, incluso allí donde las policías autonómicas la han relevado de las tareas de seguridad ciudadana, y controla las fronteras, las costas y los aeropuertos. Si además se tiene en cuenta la sustancial reducción de los efectivos militares, tras la implantación del ejército profesional, la Guardia Civil juega un papel en la defensa nacional, como fuerza de reserva, todavía más importante que en otras épocas. Todo ello hace poco plausible, al menos a corto plazo, su desmilitarización.

Pero, ¿qué sería lo deseable? Para muchos de sus hombres y mujeres, está claro: la disciplina militar es una carga que no resulta fácil de llevar, y menos con la labor que ellos desarrollan. Otros muchos, en cambio, están muy imbuidos de su condición, que asocian a una tradición que se honran en seguir, y por nada del mundo querrían ser civiles. Como opinión de terceros, nos permitimos apuntar esta: «La Guardia Civil es un instituto militar que está fundado en dos bases primordiales, que son la obediencia al mando, es decir, al poder público, es decir, al Gobierno, y la responsabilidad. La Guardia Civil no ha desmerecido jamás, ni un minuto, de su tradición a este respecto. Conste así una vez más». Aunque pueda sorprender a alguno, son palabras de Manuel Azaña y Díaz, presidente de la II República española. Y aunque no fuera siempre lúcido, ni como gobernante ni como intelectual, no deja de tratarse de una de las mejores cabezas pensantes que ha dado España. A pesar del tiempo transcurrido desde que lo dijera, quizá también en este asunte como en otros muchos, capta la esencia de la cuestión. Si no fuera militar la Guardia Civil pasaría a ser otra cosa. Así lo saben, o lo intuyen, quienes como tal la mantienen. No es fácil dar el paso de cambiar por otra una máquina que ha demostrado durante años funcionar más que razonablemente. Lo que no quita para que sea un error que a los guardias, en su régimen de vida y disciplina, se les trate como a los reclutas que no son. En suma: militares y policías; pero sin que lo segundo quede desvirtuad por lo primero. Sin que la disciplina sea pretexto nunca más para despersonalizar o menoscabar a profesionales a los que se les exige tener criterio e iniciativa. Algo que es perfectamente posible, desde una visión avanzada, y no trasnochada ni ramplona, de la profesión militar.

No se trata, en todo caso, de ninguna profecía, ni siquiera de un pronóstico. Es una apuesta personal, y la realidad bien podrá, si le place, desmentirla. Lo que importa es que los guardias, militares o no, continúen de forma honrosa para ellos y provechosa para el país la historia que escribieron sus antecesores. Esos hombres (y más de una mujer, ya) que una y otra vez se mostraron serenos en el peligro, como les prescribiera su fundador; ya se diera este frente al criminal en los caminos, frente al rebelde en el monte o frente al enemigo en el campo de batalla. A veces con la razón y la justicia de su parte, otras veces sin más amparo que el desnudo de la ley, que no siempre es bueno ni suficiente, y otras, ni con lo uno ni con lo otro; pero al final acertando, muchos de ellos, a mantener la entereza y la dignidad.

También, es quizá especialmente necesario recalcarlo, hubieron de mostrar su serenidad, y lo hicieron, en ese trance al que tantos hombres justos y decentes se vieron abocados a lo largo de la historia de España, y al que escaparon en cambio tantos oportunistas, déspotas y criminales. Ese instante que retratara con maestría el pintor Antonio Gisbert en su célebre cuadro titulado Fusilamiento de Torrijos en la playa de San Andrés. El observador poco avezado no identificará a los guardias con los prisioneros entre los que se encuentra Torrijos, sino más bien con los hombres uniformados que se ven desdibujados al fondo y que forman el pelotón de fusilamiento. Cierto es que los guardias hicieron muchas veces, y así lo hemos contado, esa odiosa tarea detrás de los fusiles. Pero también se pusieron delante, incluso atados a una silla para sostenerse, como el infortunado general Aranguren, ajusticiado por orden de Franco, o como el no menos desdichado guardia Moreno Rayo, fusilado por los mineros enfurecidos.

A otros los lincharon, o los apuñalaron, o les dispararon por la espalda, o los hicieron volar en pedazos con explosivos. El 25 de agosto de 2010, en la ciudad afgana de Qala-i-Naw, un talibán infiltrado vació el cargador de un fusil de asalto AK-47 sobre el capitán José María Galera, el alférez Abraham Bravo y su intérprete Ataollah Aefik Talili. Ellos son los últimos, en el momento de revisar estas líneas.

Un correligionario de Torrijos, el general Facundo Infante, luchador como él por las ideas liberales en una España retrógrada que gritaba su querencia por las cadenas, lo dejó dicho, en frase que citamos más atrás y que ahora repetimos: «La Guardia Civil si no ha excedido, ha igualado a los más valientes, a los más andadores, a los más celosos por defender la causa de la libertad». Cierren sus palabras estas páginas, porque pesen a quien pesen y escandalicen a quien escandalicen, también son ciertas y de justicia. Y que tampoco se olviden.


Viladecans-Getafe-Montevideo,

13 de enero-27 de agosto de 2010


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