Capítulo 5

Entre el pueblo y el cacique

Si en la fundación de la Guardia Civil fueron determinantes el poder que lograra concentrar Narváez y la rigurosa visión y la capacidad organizadora del duque de Ahumada, en su pervivencia tras su primer decenio de funcionamiento se revelará igualmente trascendente otro binomio análogo, aunque de distintas características: el formado por O'Donnell (verdadero hombre fuerte del gobierno revolucionario, elevado Espartero a la condición de figura más bien simbólica) y el general Infante, un hombre de notoria personalidad que tras ser nombrado inspector general de una maltrecha Guardia Civil supo entender lo que tenía entre las manos y cómo hacer para arraigarla en un terreno que a la sazón amenazaba con privarla de riego y extinguirla.

Esta visión no es compartida por algunos historiadores. En particular, Aguado Sánchez (que es nuestra guía principal para el relato de estos primeros años de la Benemérita, por su esfuerzo sin parangón en acopiar y consignar las circunstancias que los rodearon) juzga que la Guardia Civil no salió adelante sino por sus propios merecimientos, demostrados en esos diez primeros años de duro trabajo en los caminos y los pueblos de España. No es cuestión de restarles mérito a los guardias, forjados en el espíritu de Ahumada, que sin duda fueron quienes hicieron el grueso de la labor, y nadie más proclive que quien escribe estas líneas a ponderar el esfuerzo de los peones de brega por encima del de dirigentes y figurones. Pero el hecho innegable es que junto a esa tarea, de todo punto beneficiosa y sentida como tal por el grueso de la población (habría que excluir a los delincuentes), se había distinguido en demasía el Cuerpo en otro quehacer, mucho menos favorable para su subsistencia en el enrarecido ecosistema político que era la España del XIX. Merced al abuso de los guardias en la represión de asonadas y disidencias, empeño en el que habían demostrado además su temple y eficacia, se corría el riesgo de que quedaran identificados con una de las facciones en liza, y por tanto incapacitados para servir al conjunto de la nación. Mal bagaje para superar el vaivén continuo que seguiría marcando los acontecimientos en esa convulsa centuria y en la siguiente, no menos sacudida por las disensiones entre compatriotas. Quien más hizo por contrarrestar ese nefasto efecto, quien se aplicó con inteligencia y generosidad a impedir esa desgraciada consecuencia, que habría privado al país de uno de los pocos recursos públicos realmente efectivos y fiables con que contaba, y quien, en suma, acertó a consolidar a la Guardia Civil como patrimonio común de todos los españoles, fue, y es de justicia reconocerlo, el veterano general y curtido conspirador Facundo Infante Chaves.

Este militar, que se puso al frente de la Guardia Civil a la edad de 64 años, tiene una biografía digna de reseña. Nacido en Villanueva del Fresno (Badajoz), en una familia acomodada, estaba estudiando Derecho en Sevilla cuando se produjo la invasión napoleónica. En septiembre de 1808 lo nombran subteniente de los Leales de Fernando VII y por sus acciones de guerra (principalmente en la zona de Cádiz, distinguiéndose entre otras en las escaramuzas de Chiclana y Sancti Petri) asciende a capitán. Cae prisionero en Valencia, pero logra fugarse. Participa en la reconquista de Sevilla y acaba persiguiendo a los franceses en retirada hasta su propio territorio. Enemigo declarado del absolutismo, ha de emprender en 1819 el camino del exilio, del que vuelve tras el pronunciamiento de Riego. Bajo el gobierno revolucionario progresista asciende a teniente coronel y obtiene acta de diputado, condición en la que vota la incapacidad del rey, lo que lo obliga a refugiarse en Gibraltar cuando vuelve la ola absolutista. En 1825 embarca en Río de Janeiro con intención de llegar a Perú, aún en poder de España. Cruza a pie la cordillera andina pero cuando llega a Perú se lo encuentra convertido en república independiente. Su amistad con el general Sucre le vale el nombramiento de ministro del Interior de la nueva república, con la condición de no perseguir a ningún español y de que si España intenta recuperar su antigua posesión, será relevado de inmediato. La nostalgia de Europa lo mueve a instalarse en 1831 en París, donde recibe en 1833 la noticia de la amnistía general a la muerte de Fernando VII. Regresa entonces a España, donde ocupa la jefatura política de Soria y allí ha de fajarse en la persecución de la famosa partida carlista del cura Merino. En 1835 Mendizábal lo recluta como subsecretario del Ministerio de la Guerra, y en 1838, ya con el grado de brigadier, está de segundo jefe en Valencia a las órdenes de O'Donnell. Pasa por el Congreso y el Senado y durante la regencia de Espartero, mientras San Miguel desempeña la cartera de Guerra, ocupa la cartera de Gobernación, donde impulsa los institutos de segunda enseñanza, dependientes por aquel entonces de su departamento.

Tras la batalla de Torrejón, y la capitulación de sus compañeros y correligionarios Zurbano y Seoane, se exilia en Londres, desde donde escribe nuevos capítulos de su carrera conspirativa. Participa en las revueltas progresistas de 1846 y en 1847 logra acta de diputado por Betanzos. Con su ascenso a teniente general ocupa una plaza en el Consejo Real y escaño de senador vitalicio. Paralelamente, y desde su afiliación en su edad juvenil a la masonería, llegaría a ostentar el más alto grado en el Gran Oriente masónico español. Como se ve, un perfil nada anodino, y más que oportuno para dar la batalla por la legitimidad del cuerpo que le tocó dirigir ante la nada predispuesta España posterior a la revolución de 1854. Tuvo además otra circunstancia que lo reforzaría en este papel, y es que a partir de ese año, sacando partido de su condición de viejo parlamentario, ocupó la presidencia del Congreso, cargo este que, pasmosamente para nuestros estándares actuales, simultaneó con la Inspección General de la Guardia Civil.

Desde el primer momento, mostró su determinación en defender la institución a cuyo frente se había puesto. Su primera gestión fue lograr que el ministro de la Gobernación cursase órdenes terminantes a los gobernadores civiles para que fuesen drásticamente prohibidas todas las manifestaciones contrarias al cuerpo y para que se entregara a los tribunales, para su persecución, a quienes atentaran de obra o palabra contra sus miembros. Respetuoso en general con la obra de su antecesor (de quien quizá lo distanciaran el carácter y la posición coyuntural, pero con cuyo progenitor, no estará de más subrayarlo, compartía avatares biográficos e ideales de juventud, en la lucha contra el francés y contra el absolutismo) introdujo en ella algunas modificaciones significativas. La más visible y simbólica, la que dispuso en relación con la uniformidad. La hizo más sencilla, suprimiendo la casaca de gala, el pantalón de punto blanco y el botín azul turquí para la infantería, y para la caballería, además, las costosas botas de montar. Las levitas serían de una sola fila de botones, con cuello abierto encarnado, como bocamangas, hombreras y vivos, y el pantalón gris oscuro de paño marengo. La capota fue sustituida por esclavina de paño verde con hombreras de vivos rojos y cuello alto. En conjunto, estas modificaciones, y otras que no reseñamos, contribuían a darle al uniforme un aspecto más práctico, restándole algo de la prestancia que le había querido otorgar el duque con el diseño inicial, congruente con el espíritu que perseguía infundir al cuerpo, a cuyo tenor el guardia civil debía estar «muy engreído de su posición» (art. 21 del Capítulo 1o de la Cartilla) y no olvidar que «el desaliño en el vestir infunde desprecio» (Ibíd, art. 10). Pero Facundo Infante sabía que era el momento de hacer economías, por una parte, y de acercar a los guardias al pueblo más que de alejarlos. Entre otras cosas, porque pasados los ardores revolucionarios, el Gobierno los necesitaba para imponer el orden, sesgo que dio a su política entre finales de 1854 y comienzos de 1855.

Este viraje encontró en el Parlamento su oposición, que escogió como blanco predilecto a la Guardia Civil. Llamativa fue la controversia que enfrentó al inspector general con el diputado de tendencia republicana Estanislao Figueras, que pretendía (fue acaso el primero) la desmilitarización del Cuerpo. El también presidente de la cámara se opuso a ello por considerarlo «el primer paso para su disolución». Tuvo así el cuestionado carácter militar de la Guardia Civil en un masón, conspirador y revolucionario su primer, vehemente y algo paradójico paladín. No menos curioso fue el debate que sostuvo Infante con el diputado Llanos, también progresista y masón, que se quejaba de que la Guardia Civil era demasiado cara y más barato saldría reponer lo robado a las víctimas de delitos con cargo al erario público. Alegaba Llanos: «Tenemos una Guardia Civil de 10.000 hombres que cuesta a la nación 40 millones de reales. Esa Guardia Civil está muy bien disciplinada, es muy subordinada, aprende a leer y escribir y presta muy buenos servicios, pero en medio de todo eso el guardia civil es un soldado muy caro». Se extendió Llanos sobre los lujos y dispendios que suponía su equipamiento y manutención (entre otros, que llevaran botas y no alpargatas, lo que a su juicio les restaba la ligereza necesaria para el servicio), para acabar proponiendo que se utilizara a sargentos, cabos y guardias para formar la reserva del ejército.

La respuesta de Infante fue tan memorable como demoledora. Comenzó por la última cuestión: «Si los sargentos y cabos de la Guardia Civil van a formar parte de la reserva, cuando esta reserva o los batallones de ella tengan que ponerse sobre las armas, ¿qué hace la Guardia Civil? ¿Se va con los batallones de reserva? […] Si se va con la reserva quedan los caminos abandonados y los malvados podrían hacer lo que no hacen desde que hay Guardia Civil en España. Por consiguiente no es admisible la idea que propone, en razón a que en la Guardia Civil hay necesidad de que los hombres honrados, honradísimos, que la componen y que tanto esmero en elegirlos tuvo mi digno antecesor, a quien me complazco en elogiar, no se diseminen; porque sería un perjuicio grande para el orden público el que los sargentos y cabos de la Guardia Civil se marchasen». Tras defender la necesidad y la justificación del equipo de los guardias, incluida su dotación de botas en vez de alpargatas, se lanzó a hacer una encendida reivindicación del cuerpo: «La Guardia Civil si no ha excedido, ha igualado a los más valientes, a los más andadores, a los más celosos por defender la causa de la libertad y el trono de nuestra Reina». Y tras repasar varias acciones recientes, en las que quedaban de manifiesto la abnegación y la honestidad de los guardias, rehusando sustanciosos sobornos y plantando cara a enemigos más numerosos, añadió: «Digo más: por economía se ha disminuido a la Guardia Civil, que no tiene 10.000 hombres, como ha dicho el señor Llanos, sino nada más que 8.000, y que tendrá nueve dentro de poco; pero como fuera necesario retirarla de algunos puestos, no ha habido ni un solo pueblo de donde se haya retirado que no me haya escrito para que vuelvan; y son poquísimos los pueblos de España de todas las provincias en que no estén pidiendo diariamente la Guardia Civil. Véase, pues, cómo aunque llevan botas y no se pongan alpargatas y tengan baúl con mucha ropa, son apreciados por todo el mundo y nadie les encuentra los defectos que les ha encontrado mi antiguo amigo y compañero, el señor Llanos».


Los diarios de sesiones no registran la reacción del diputado crítico frente al sutil pero inequívoco venablo que suponía aquel antiguo amigo y compañero. Pero Facundo Infante aún había de remachar su discurso con una decidida toma de partido por sus hombres, frente a ese progresismo exaltado del que él mismo procedía. Una adhesión a sus guardias, para mayor incomodidad de su interlocutor, basada en la superioridad moral: «Para concluir, y para gloria de la Guardia Civil, debo referir otro hecho. Sabe el Gobierno, como lo saben los señores diputados, que se ofreció que el guardia civil que se reenganchase tendría 6.000 reales. Pues bien, sobre 3.000 guardias civiles han sido licenciados; de estos se reengancharon unos 1.400, renunciando a los 6.000 reales. La inmensa cantidad a que ha renunciado revela lo que es este Cuerpo. Señores, ¡unos pobres soldados renunciar a 6.000 reales! ¿Y por qué esto? Porque decían al renunciar: Queremos más bien servir a un cuerpo de tanta honra que todo el dinero del mundo».

Este discurso parlamentario condensa de manera cumplida el espíritu de la gestión del general Infante al frente del cuerpo, o lo que es lo mismo, del asentamiento de la Guardia Civil como institución nacional, no apropiable por partido alguno, durante el bienio liberal. Reivindicados los guardias por primera vez como «defensores de la causa de la libertad» ante sus guardianes ideológicos, por alguien que podía exhibir tantas credenciales al respecto como el que más, además de verse enaltecidos como sacrificados servidores públicos, y como funcionarios que no por humildes dejaban de ser honrados e instruidos, se robustecían de forma decisiva los cimientos que echara el fundador. Quedaba la Benemérita consolidada como una pertenencia de todos los españoles que, por descontado, no dejarían de utilizar tirios y troyanos en beneficio propio, exponiéndola así a nuevas crisis. Pero tras superar la primera prueba de la verdadera alternancia, se sentaban las bases para que también esas crisis futuras pudieran afrontarse con éxito. Al visionario designio del general liberal-conservador y de orden, sucedió el sabio pragmatismo del general liberal progresista y masón. Uno dio consistencia al edificio. El otro lo acreditó como capaz, por su vigor moral y su entrega, de resistir los venideros seísmos.

Y es que posiblemente el secreto del éxito de la institución estuviera en la combinación de ambos factores. Por un lado, la percepción de su seriedad, tan querida y buscada por el duque como para referirse a la forma en que sus hombres debían llevar el bigote (aditamento facial que además les imponía como requisito), y reafirmada por el apartamiento de los guardias civiles, también con arreglo al mandato del fundador, de debilidades tales como el juego, la contracción de deudas o la aceptación de cualquier tipo de dádivas en pago de sus servicios (según el artículo 7o del Capítulo 1o de la Cartilla, el guardia civil no debe esperar de aquel a quien ha favorecido más que un «recuerdo de gratitud»). Pero si su circunspección los hizo respetados y útiles, lo que los hizo apreciados y necesarios fue la generosidad acreditada en el servicio a sus conciudadanos, que se vio rápidamente correspondida por estos. Conviene reseñar que, si bien en un principio los guardias podían considerarse servidores públicos relativamente pudientes, y en especial en comparación con sus homólogos del ejército, pronto sus haberes, que quedaron congelados en aquellas cifras iniciales durante mucho tiempo, se revelaron insuficientes para atender sus necesidades y las de sus familias, estrechez que agravaba la prohibición de tomar dinero a crédito. Y en este punto vino a socorrerlos la gratitud de las poblaciones donde se hallaban destinados, que si en muchas ocasiones empezaron costeando la casa-cuartel, continuaron con la prestación gratuita de servicios a los beneméritos y sus familias (tanto los maestros de escuela como los médicos rurales se abstenían de cobrarles) e incluso el suministro de alimentos. Esta comunión con el pueblo del que había salido, fue, históricamente, una de las mayores fortalezas del cuerpo, y su persistencia en el tiempo, pese a la presión que desde el poder recibía para ponérsele enfrente (presión que se agudizaría hasta lo insoportable bajo el régimen caciquil de la Restauración), la mejor garantía de su continuidad. El refuerzo de esta conciencia de servicio al pueblo es la gran aportación del bienio liberal.

Los quince años que van de 1854 a 1869, los quince últimos del reinado de Isabel II, supusieron un verdadero carrusel de nombramientos y destituciones, tanto al frente del gobierno como de la Guardia Civil, fruto de la descomposición de un régimen que vivió sacudido por la conspiración permanente de quienes resultaban desalojados del poder. Normalmente, los progresistas, cada vez más radicalizados y pronto en combinación con el creciente movimiento republicano. A ellos se sumaba la nunca extinguida amenaza carlista. Las intentonas de los montemolinistas, no exentas de planificación ni de ferocidad, fueron, eso sí, cada vez más calamitosas, culminando en la ominosa captura de que fuera objeto el propio Montemolín, a manos, como no podía ser menos, de la Guardia Civil. Tras entrar clandestinamente en España, el pretendiente cayó prisionero en Tortosa, el 21 de abril de 1860, y cuentan las crónicas que al encontrarse frente a sus captores dijo haber oído decir en el extranjero que eran «una gran institución que había contribuido a moralizar a España, purgándola de ladrones y gentes de mal vivir». No sería esta la última vez que la Benemérita cosechara ese insólito trofeo que es el elogio del adversario. Montemolín fue puesto de nuevo en la frontera de Francia, previa firma de la renuncia a todos sus derechos dinásticos, y murió en 1861.

Pero volviendo a la turbulencia del régimen isabelino, basta un simple repaso de la lista de gobiernos para apreciar hasta qué punto el país se instaló en la inestabilidad. Lo que en definitiva cabía esperar de una corte que era más bien un gallinero sobrado de gallos y con una sola gallina antojadiza que les otorgaba y retiraba su favor conforme soplaba el viento, en una sucesión de motines, revueltas y amagos de guerra civil a la que se prestaba, con entusiasmo digno de mejor causa, un pueblo ignorante y manipulado una y otra vez por la camarilla real y por una caterva de pretendidos estadistas. De uniforme o levita, ora revoloteaban en torno a palacio, ora se pasaban a la clandestinidad; ora fusilaban (siempre a los segundones del partido rival) ora escapaban por poco de ser fusilados. Tales eran los dirigentes de aquella España, con los que no es de extrañar que el país no llegara muy lejos, y en la que es verdaderamente de admirar que algo funcionase.

El gobierno de Espartero cayó en julio de 1856, tras varios meses de revueltas obreras y campesinas provocadas por la carestía de la vida y el aumento del paro, que impulsó la incipiente organización del proletariado en movimientos de inspiración marxista y socialista. En estas revueltas, por cierto, y siguiendo las instrucciones del ministro de la Gobernación, el ya conocido del lector Patricio de la Escosura, jugó la Guardia Civil un papel controvertido, bien reprimiéndolas con dureza, como ocurrió con las huelgas de braceros extremeños y andaluces o la huelga general textil de Cataluña, bien absteniéndose, como ocurrió en las revueltas de Valladolid y Palencia, donde acabó incendiada la fábrica de Cuétara. Al final, Escosura, caído en desgracia, arrastró a Espartero, y la reina depositó toda su confianza en O'Donnell.

El giro al centro que prometía el nuevo jefe del gobierno provocó una nueva revolución de julio, la de 1856, protagonizada por la Milicia Nacional, leal hasta el fin a don Baldomero. En los disturbios se distinguió un belicoso oficial de milicias llamado Práxedes Mateo Sagasta, llamado a altas responsabilidades en el futuro. Pero O'Donnell controló enérgicamente la revuelta en Madrid, en esta ocasión valiéndose de unidades militares más que del ya fogueado 1er Tercio de la Guardia Civil. En cambio en provincias, donde la rebelión prendió con más fuerza, los beneméritos fueron decisivos. En Málaga, uno entre muchos ejemplos, el comandante del cuerpo José Villanueva concentró a sus hombres en el castillo de Gibralfaro y rindió a los milicianos amenazando con bombardear la ciudad desde la fortaleza. Extinguidos los motines, y harto de su tendencia a levantarse, O'Donnell desarmó y disolvió por completo la Milicia Nacional. Al frente de la Guardia Civil, reforzada tras la desaparición de su competidora, puso al teniente general Mac Crohon, tras cesar a Facundo Infante. Pero el mando de Mac Crohon sería breve, porque en octubre de 1856 cae O'Donnell como consecuencia de la llamada no sin sarcasmo «crisis del rigodón», escenificada durante un baile en palacio en el que la reina escogió como pareja no al presidente, sino a Narváez, que volvió a la jefatura del gobierno una vez más, nombrando para la inspección general de la Guardia Civil, de nuevo, a su viejo amigo el duque de Ahumada. Su primera medida fue derogar las reformas de vestuario de Infante, en lo que Aguado Sánchez califica como «equivocado inmovilismo».

En esta segunda y breve etapa al frente del cuerpo, el fundador hubo de hacer frente a una serie de motines republicanos, singularmente en Andalucía, y en especial en Jaén y Sevilla, donde olivareros alzados al grito de «¡Viva la república!» y otros elementos sediciosos son neutralizados por la Guardia Civil, que minimiza, gracias a la anticipación, las bajas propias y contrarias. Pero la represión que sigue es contundente, con al menos siete ejecuciones documentadas.

Narváez dimite en octubre de 1857, al negarse a ascender directamente a coronel al teniente Puig Moltó (dedúzcanse cuáles eran los méritos del oficial en la estimación regia). En la presidencia se suceden en apenas tres meses Armero e Istúriz, débiles jefes de gabinete que mantendrán a Ahumada al frente de la Guardia Civil. La vuelta al poder de O'Donnell, en 1858, supondrá su relevo definitivo, para pasar a desempeñar el cargo de comandante general del Real Cuerpo de Alabarderos, donde permanecerá hasta su retiro. Lo sustituye al frente de la Benemérita el teniente general Isidoro de Hoyos, vizconde de Manzanera y marqués de Zornoza, que accede al cargo el 2 de julio de 1858. Bajo la dirección de este curtido militar, distinguido en la guerra de la Independencia, destacado antiabsolutista purgado por Fernando Vil y varias veces ascendido y condecorado en la primera guerra carlista, se iba a producir una importante reorganización y consolidación del cuerpo, aprovechando lo que será el periodo de mayor estabilidad de esta segunda mitad del reinado isabelino: el (relativamente) largo gobierno de O'Donnell y su Unión Liberal, en la que reunió a ex moderados y ex progresistas para tratar de superar la dinámica de golpes y contragolpes que había marcado la década precedente.

Entre otras importantes aportaciones, se debe a Isidoro de Hoyos la creación de la llamada Guardia Civil Veterana, con la que se trató de dotar a la villa y corte de un cuerpo de seguridad específico y permanente, vistas las especiales necesidades que tenía la capital.

Con esta unidad, formada por veteranos del cuerpo, se buscaba tener a disposición en la ciudad de Madrid a un contingente bien preparado que evitara en el futuro las concentraciones que en momentos de revueltas dejaban sin vigilancia la provincia. De esta Guardia Veterana saldría a partir de 1864 el Tercio de Madrid, un nuevo tercio común del cuerpo, dotado con personal de nuevo ingreso. También acometió Hoyos la reorganización del Colegio de Guardias Jóvenes de Valdemoro, fundado tiempo atrás y dotado de un primer reglamento orgánico por el general Infante en 1856. Con este nuevo impulso, la antigua y modesta Compañía-Colegio se convertiría en el productivo vivero de nuevos guardias, hijos a su vez de miembros del cuerpo, que tanto aportaría a las filas beneméritas. Por último, Hoyos llevó a cabo un considerable aumento de la plantilla, que en 1862 superaría los 13.000 hombres.


El poder de O'Donnell tuvo también su proyección fuera de las fronteras del reino, en la aventura de la llamada Guerra de África, el choque con el sultán de Marruecos por unos incidentes fronterizos en la zona de Ceuta, que llevó a la toma de la ciudad de Tetuán en 1860 y su posterior canje por una sustancial ampliación de los límites de Ceuta y Melilla, a partir del angosto perímetro de las plazas originarias. En esa guerra se distinguiría por su arrojo o temeridad, según se mire, el general Prim, que ganó el título de marqués de los Castillejos por su intervención en la batalla del mismo nombre. También tuvo su actuación destacada la Guardia Civil, que agregó una unidad a la fuerza expedicionaria, y dentro de ella, el teniente Teodoro Camino, de quien dejó escrito Pedro Antonio de Alarcón que en la batalla de Uad-Ras llegó a cargar una docena de veces al frente de sus guardias contra los jinetes marroquíes, lo que según el cronista lo convirtió el oficial que más enemigos había matado por su mano en la guerra. Otros servicios de más amable memoria los prestaron los guardias en la protección de los prisioneros marroquíes, o manteniendo la seguridad en las calles de Tetuán tras la conquista de la ciudad por los españoles.

Tras la borrachera de gloria que supuso la victoria africana, el gobierno de la Unión Liberal se deslizó hacia su declive. Un primer aviso fue la revuelta republicana de 1861. Al fin, O'Donnell dimite en febrero de 1863 y es reemplazado por el marqués de Miraflores, de tendencia moderada, que precipita la descomposición de la Unión Liberal y empuja hacia la conspiración a los descontentos progresistas. Como ministro de la Gobernación nombra a Rodríguez Baamonde, que no tarda en entrar en conflicto con el ahora denominado director general de la Guardia Civil, Isidoro de Hoyos, al negarse este a exhortar a los guardias a que «aconsejen» a los electores el voto por los candidatos gubernamentales en las elecciones de noviembre de 1863. En ese mes se pone al frente del cuerpo el teniente general Quesada Matheus, marqués de Miravalles, de tendencia netamente moderada, veterano de la guerra carlista y de la expedición marroquí. Fue un jefe breve (apenas 10 meses) pero que sin embargo llegó a una gran compenetración con los guardias, a los que visitaba en los puestos más apartados, y se declaró en plena sintonía con su espíritu de neutralidad política y respeto escrupuloso de los reglamentos. Al revés que sus antecesores, adoptó para sí el uniforme del cuerpo, y agradeció el derecho a seguirlo vistiendo que se le concedió después de cesar en el cargo.

Miraflores dura poco. En enero de 1864 lo sucede el moderado Lorenzo Arrazola, al que apenas un mes y medio después reemplaza Alejandro Mon, que nombra al frente de Gobernación a Antonio Cánovas del Castillo, durante los seis años anteriores subsecretario del departamento. En esa responsabilidad deberá enfrentarse a la insumisión progresista, encabezada por Prim. Su reacción fue una Ley de Prensa que abría el camino a que los delitos de opinión fueran juzgados en consejo de guerra por la jurisdicción militar. El descrédito del gobierno y la irritación de los militares por esta cacicada fueron notables. Mon acaba dimitiendo, y en septiembre de 1864, la reina, aconsejada por su madre, recién regresada del exilio al que partiera tras la revolución de 1854, llama de nuevo a Narváez. El viejo general trató de mostrarse conciliador, amnistiando los delitos de imprenta sentenciados con arreglo a la ley Cánovas. Pero el gesto no sedujo a los progresistas, que se reafirmaron en su desafío al Gobierno. La cartera de la Gobernación la ocupó González Bravo, y al duque de Ahumada le fue ofrecida de nuevo la dirección de la Guardia Civil. Pero el fundador rehusó el ofrecimiento, por las diferencias que mantenía con el general Fernández de Córdoba, ministro de la Guerra, desde la revolución de julio de 1854. Así fue como a Quesada Matheus lo sucedió al frente del cuerpo Ángel García de Loygorri, conde de Vistahermosa, procedente de la más rancia nobleza andaluza y narvaísta acérrimo.

Con esta nueva dirección, y de nuevo bajo el mando último del presidente del gobierno que alentara sus inicios, la Guardia Civil parecía predestinada, otra vez, a enfrentarse a sus conciudadanos, entre los que se extendían las ideas de los progresistas descontentos, encabezados por Prim, los socialistas que dirigía Pi y Margall y los demócratas (o republicanos) de Emilio Castelar. No era este el afán de los guardias, que por aquel tiempo protagonizaron por lo demás gestos reseñables de solidaridad con la población, como la asistencia que prestaron a las víctimas de la terrible epidemia de cólera de 1865, o la negativa a cobrar el estipendio que les correspondía por proteger a los recaudadores de contribuciones, a quienes los airados contribuyentes agredían cuando se presentaban en los pueblos a reclamar los pagos atrasados. La recompensa por ese odioso servicio prefirieron los guardias civiles destinarla a instituciones de beneficencia. Pero ya lo quisieran o no, de nuevo iban a ser confrontados con el pueblo. El detonante fue la famosa noche de San Daniel, en la que, tras la alianza sellada por los opositores al régimen el 6 de marzo de 1865, en una fonda de la calle Jacometrezo, se escenificó el arranque de la revolución que a la postre acabaría con la agónica y decadente monarquía isabelina.

Los incidentes tienen como origen el cese del rector de la Universidad Central, Juan Manuel Pérez de Montalbán, por negarse a instruir expediente a Castelar, catedrático de Historia de esa universidad. Furiosos con la medida, los estudiantes organizan una serenata para desagraviar al rector cesado y a la vez protestar contra el gobierno. Los estudiantes obtienen el permiso del gobernador civil, José Gutiérrez de Vega, que monta un fuerte dispositivo con el Tercio de Madrid para cuidar de que no se altere el orden. La serenata se lleva a cabo el 8 de abril, y la proximidad de estudiantes y guardias da lugar a una escalada de tensión que desencadena una algarabía de insultos y silbidos a los uniformados. Estos acaban por correr y disolver al gentío.

El lunes 10, festividad de San Daniel, debía tomar posesión el nuevo rector. La Guardia Civil ocupó literalmente la zona universitaria, en la calle de San Bernardo y aledaños, y garantizó el normal desarrollo del acto académico. Pero las algaradas que siguieron hicieron perder los estribos a Narváez, que se irritó con su ministro de la Gobernación. González Bravo, desbordado, ordenó a los guardias que cargaran, y estos, enardecidos por los insultos que llevaban horas y días sufriendo, se lanzaron contra los revoltosos con «rabiosa gallardía», según un testigo de los hechos, el novelista Pérez Galdós. La refriega duró varias horas, y causó no pocas bajas entre la población civil. Mal empezaba la revolución. Pero también de esta saldría vivo el cuerpo.


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