Capítulo 10

Haciendo república

El 5 de febrero de 1919, como reacción al despido de ocho empleados de la compañía popularmente conocida como la Canadiense (por ser de esta nacionalidad sus accionistas, aunque su centro último de decisiones estaba en Bélgica), se inicia un conflicto que va a marcar el recrudecimiento de la lucha obrera en Barcelona. La Canadiense abastece de fluido eléctrico a su zona metropolitana, y a partir del 21 de febrero los paros dejan sin suministro al 70 por ciento de la industria radicada en ella. El día 23, y con la CNT (bajo las directrices de Seguí y Pestaña) agitando resueltamente el conflicto, se suman los empleados de la otra compañía de suministro eléctrico de Barcelona, lo que provoca la paralización total de la ciudad, que se completa con la adhesión a la huelga de los trabajadores de las empresas de agua y gas. La reacción gubernamental consiste en ocupar con tropas la sede de las compañías y militarizar y decretar la movilización de los empleados. La orden, dictada el día 5 por el capitán general de Barcelona, Milans del Bosch, se desobedece masivamente. El gobernador Montañés persuade al gerente de la Canadiense, Fraser Lawton, para que negocie con los sindicalistas y acepte sus condiciones. Tras el triunfo de sus pretensiones, estos ponen fin a la huelga el 13 de marzo.

La demostración de poder que acaba de hacer la CNT la anima a lanzar una nueva huelga el día 23, exigiendo la liberación de cinco obreros presos. El ejército ocupa Barcelona y se dedica a buscar a los cenetistas, registrando a los ciudadanos y rompiendo el carnet del sindicato a aquellos a quienes se lo encuentra. En noviembre de 1919 se incorpora como nuevo gobernador civil de Barcelona el general Severiano Martínez Anido, veterano de Filipinas y Marruecos, que da instrucciones a sus hombres para que se empleen con dureza, incluyendo el recurso a la tristemente célebre Ley de Fugas, debida al progresista Nicolás María Rivero y bendecida por el Tribunal Supremo. De ella haría Martínez Anido intensivo uso en los dos años siguientes.

El 1 de diciembre, los empresarios decretan un cierre patronal que afecta a 150.000 obreros, a los que se les exige la devolución del carnet de la CNT para levantarlo. Con el apoyo y la instigación de Martínez Anido se organiza la Unió de Sindicats Llíures, sindicatos a sueldo de la patronal e infestados de pistoleros que van a responder al terror con terror. Aunque finalmente el cierre patronal se levanta a comienzos de 1920, sin haberse devuelto los carnés, la tensión irá en aumento y una espiral de violencia se apoderará de las calles barcelonesas.

Entre tanto en Madrid se van quemando los gobiernos. A Roma-nones lo sucede Maura, a este Sánchez de Toca y a continuación vendrá el maurista Allendesalazar. Al último le toca el trago amargo de la rebelión del cuartel del Carmen, en Zaragoza, donde el 9 de enero de 1920 unos soldados y cabos, adoctrinados por el quiosquero anarquista Ángel Chueca, asesinaron al sargento y los oficiales de guardia y se hicieron fuertes en el recinto militar. La rebelión quedó sofocada horas después por los guardias civiles del cercano cuartel de Casa-Monta, pero fue un serio aviso sobre cómo podía actuar la pujante infiltración anarquista, incluso en las mismísimas dependencias militares.

En mayo de 1920 vuelve Eduardo Dato al poder. La estrategia de dureza de Martínez Anido convierte Barcelona en un remedo de Chicago. Entre 1920 y 1921 la guerra entre pistoleros anarquistas y patronales provoca 313 atentados, con 255 muertos y 733 heridos. O más bien deberíamos decir 256 muertos. La víctima mortal que completa esa cifra se produce en Madrid y no es otro que el mismísimo presidente del Gobierno, Eduardo Dato Iradier, tiroteado en su propio coche oficial desde una motocicleta con sidecar el 8 de marzo de 1921. Los autores del crimen son tres anarquistas barceloneses, expresamente venidos desde la Ciudad Condal para ejecutarlo: Pedro Mateu, Luis Nicolau y Ramón Casanellas. La investigación que llevó a cabo con mezcla de perspicacia y fortuna un suboficial de la Guardia Civil, José Cristóbal Maté, permitió hallar escondida la motocicleta y las armas empleadas y detener a Mateu en Madrid. Nicolau y Casanellas ya se habían escabullido. Los dos se pusieron a salvo en el extranjero, pero el primero acabaría extraditado por el gobierno alemán y sentándose en el banquillo con Mateu, en octubre de 1923. Condenados a muerte, fueron indultados con motivo de la onomástica del monarca.

Tras la presidencia interina del conde de Bugallal, ministro de Gobernación, vuelve a la jefatura del gobierno Allendesalazar. Los clamorosos fallos de seguridad que puso de manifiesto el magnicidio llevaron a Bugallal a crear en junio de 1921 la nueva Dirección General de Orden Público, antecesora de la futura Dirección General de la Policía, por Real Decreto que especificaba que los dos cuerpos de policía, tanto uniformada (Seguridad) como de paisano (Vigilancia) actuarían a las órdenes de los gobernadores civiles, coordinados con el cuerpo de la Guardia Civil. Para ampliar la plantilla de los cuerpos policiales se abrieron convocatorias a las que acudieron no pocos guardias civiles, por las mejoras económicas que podían obtener en el cambio. Los primeros directores de la Escuela de Policía también fueron dos beneméritos, los tenientes coroneles Ignacio Reparaz y José Osuna.

Entre tanto, Martínez Anido proseguía con su guerra, secundado por su inspector general de orden público (equivalente a los actuales jefes superiores de policía) Miguel Arlegui Bayonés, general de la Guardia Civil, pero en esta responsabilidad al frente de los agentes de Seguridad y Vigilancia. Tenía Martínez Anido el respaldo de amplios sectores de la burguesía catalana, incluso catalanistas, como Cambó, que se había declarado a favor de las fuerzas de seguridad, señalando que aquella «era la única política que podía hacerse». La patronal Fomento del Trabajo Nacional le hizo el 11 de mayo un homenaje al gobernador en el que le entregó más de cien mil firmas de apoyo.

El verano de 1921 trae una sobrecogedora noticia: las tropas de la comandancia de Melilla, a las órdenes del general Manuel Fernández Silvestre, han sido aniquiladas con su jefe por los rebeldes rifeños. Más de 9.000 soldados mueren en los combates que se desarrollan entre finales de julio y comienzos de agosto. En ellos se ven también implicados los guardias civiles de los puestos que se habían ido estableciendo en esa zona del protectorado. Cuando los sitian los rebeldes, los beneméritos los defienden como ya hicieran en Cuba y Filipinas. Se hará célebre la lucha de los de Nador, que se atrincheran en la fábrica de harinas y la iglesia y resisten durante días un feroz asedio bajo el inclemente calor rifeño, sin apenas agua ni provisiones, hasta que, agotadas las municiones y la esperanza de socorro, han de deponer las armas, no sin sufrir multitud de bajas en la refriega. Según Aguado Sánchez, su resistencia fue decisiva para que no cayera Melilla, desguarnecida, en tanto llegaban por mar para defenderla los legionarios de Millán Astray y Franco. Pero si hemos de guiarnos por el testimonio del líder de la revuelta rifeña, Mohammed ben Abd el-Krim el Jatabi, fue él quien no quiso tomar la plaza, porque la fuerza militar que dirigía no estaba aún preparada para sostenerla y no dudaba que los españoles intentarían reconquistarla por todos los medios.

La gigantesca debacle africana, que confirmaba los más negros presagios de los más agoreros detractores de la extemporánea aventura colonial alfonsina, provocó reacciones contrapuestas. Muchos carga -ron contra el rey, de quien se sospechaba, por su proximidad personal a Silvestre, su antiguo ayudante de campo, que había alentado el avance temerario y a la postre suicida del difunto general. Pero las crudas imágenes que empezaron a llegar de los miles de cadáveres de soldados españoles, mutilados por los rífeños y pudriéndose al sol, enardecieron la sed de venganza de otra parte de la población, para la que los jefes militares que dirigieron la contraofensiva de reconquista, gracias al oportuno enaltecimiento de habilidosos periodistas, adquirirían pronto perfiles de héroes épicos. En todo caso, el descalabro echó abajo al débil gobierno Allendesalazar, cuyo ministro de la Guerra, Luis Marichalar, Vizconde de Eza, pasaría a la Historia como el gestor de la mayor catástrofe del ejército español en la era contemporánea.

El 12 de agosto Maura forma nuevo gobierno, aunque la persistente inestabilidad social, pese al curso aparentemente exitoso de las acciones de reconquista en Marruecos, impide que su gabinete dure más allá de cinco meses. Para sustituirlo el rey designa a otro maurista, el ex liberal Sánchez Guerra. Siguen los asesinatos en Barcelona, y en agosto de 1922 escapa por poco de engrosar la lista el líder anarquista Ángel Pestaña. En octubre son Martínez Anido y Arlegui los que sufren un atentado tras el que los agentes a sus órdenes, haciendo una más que probable aplicación de la ley de fugas, acaban con la vida de tres presuntos terroristas. El hecho provoca un escándalo mayúsculo, la destitución de Arlegui por el director general de Orden Público, y la dimisión de Martínez Anido como protesta por esta medida.

Entre tanto, se gesta la insubordinación del ejército, por el descontento existente entre los militares destinados en Marruecos, los llamados africanistas, frente a los de las Juntas de Defensa o junteros, a los que consideraban subversivos. Contra los africanistas jugaban la investigación encomendada al general Picasso para esclarecer las responsabilidades del descalabro de 1921 (más conocido como el desastre de Annual, por el nombre de la posición principal tomada por los rífeños) y el descubrimiento de irregularidades como el desfalco de más de un millón de pesetas en la comandancia de Larache. El conflicto forzó la renuncia de Sánchez Guerra y el nombramiento de un gobierno de concentración nacional dirigido por Manuel García Prieto, con Niceto Alcalá Zamora en el ministerio de la Guerra y el duque de Almodóvar del Valle en Gobernación. El director general de Orden Público fue cesado, pero el general Zubía, acreditando tanto su buen desempeño como su habilidad en unos tiempos más que inestables, fue confirmado una vez más al frente de la Guardia Civil.

El año de 1923 trae el caos a Barcelona. El 27 de febrero muere un dirigente del sindicato Lliure. Once días después cosen a balazos en la calle Cadena a los anarquistas Noi del Sucre y Francisco Comas, mientras al otro lado de Barcelona matan a un guardia civil. En las semanas siguientes se suceden los asesinatos. La situación está fuera de control. En la Diada del 11 de septiembre, durante las ofrendas florales en la Mancomunidad y la Diputación, se prodigan los mueras a España, lo que provoca una carga de la Guardia Civil que deja una veintena de heridos. En el banquete de Acció Catalana, junto a los insultos contra España y Castilla, se lanzan vivas a la República del Rif, constituida por los rebeldes marroquíes y dirigida por Abd el-Krim para combatir a los españoles. El gesto escuece: son momentos complicados en la campaña africana, una guerra de desgaste de inciertas perspectivas. El día 13, el capitán general de Cataluña, Miguel Primo de Rivera, lanza el manifiesto del golpe. A mediodía del día 14, Alfonso XIII lo llama para hacerle entrega del poder.

Primo de Rivera forma un directorio militar. Nombra a Martínez Anido subsecretario de Gobernación y Arlegui accede a la dirección general de Orden Público. Zubía, indiscutido, continúa. El flamante dictador reorganiza el estado de arriba abajo. Disuelve los ayuntamientos y diputaciones. También la Mancomunidad de Cataluña, el organismo semiautonómico que venía funcionando desde 1914 (y que tuvo como primer presidente a Prat de la Riba). No se privó de prohibir el uso público del catalán (hasta en las iglesias), la senyera y la sardana, lo que hizo que Cambó, que había apoyado el golpe con la promesa de Primo de que reconocería las instituciones regionales, se retirase de la vida pública. Además, el general golpista nombra militares como delegados gubernativos. Reorganiza la Hacienda y los cuerpos de Seguridad y Vigilancia. Lo único de lo que no toca nada es la Guardia Civil. Según Aguado Sánchez, porque a la sazón esta vivía ya una época de oro. Quizá la declaración sea hiperbólica, visto como estaba el país. Pero lo indudable es que, bajo la dirección de Zubía, la Benemérita había logrado sustraerse a la catástrofe circundante.

Zubía pasó a la reserva en marzo de 1925, lo que llevó a su sustitución por el

teniente general Ricardo Burguete Lana, que prosiguió la labor de su antecesor de

consolidación del cuerpo. En el plano Ricardo Burguete orgánico introdujo una nueva distribución territorial en cuatro Zonas (noroeste, nordeste, centro y sur), cada una con un general de brigada al frente. Creó un nuevo tercio en Madrid, el 27°, que junto al famoso 14° se instaló en el nuevo acuartelamiento de la calle Guzmán el Bueno (luego sede de la Dirección General), y otro en Marruecos, el 28°, con cabecera en Ceuta. Se unificaba así la gestión de la Guardia Civil del protectorado, que a partir de 1926, tras la derrota de Abd el-Krim por la coalición de fuerzas francesas y españolas, ejercería sus funciones en un territorio pacificado. Mejoró también ligeramente Burguete las retribuciones, y en cuanto a la formación, bajo su mandato se puso en marcha la Academia Especial de la Guardia Civil, que abrió sus puertas en febrero de 1927, aunque ya estaba prevista en una norma de 1907, para sustituir a la fallida escuela de Getafe en la formación de oficiales. La Academia Especial se nutrió de sargentos y suboficiales propios, lo que mejoró la cualificación de la oficialidad, hasta entonces seleccionada entre la de infantería y caballería del ejército y entre los sargentos del cuerpo por antigüedad y previo un examen.

El crimen más sonado de los años de Primo de Rivera fue sin duda el del expreso de Andalucía, un doble asesinato cometido en dicho tren en la noche del 10 de abril de 1924, en las personas de dos funcionarios de correos a los que eliminaron para robar las sacas que custodiaban. La conspiración criminal la formaban cinco personas. Su cerebro era José María Sánchez Navarrete, funcionario de Correos como los asesinados, homosexual e hijo de un teniente coronel de la Guardia Civil, además de caprichoso y bastante manirroto, según las malas lenguas. Aunque la Guardia civil localizó en seguida al taxista que recogió a los asesinos en la estación de Alcázar de San Juan, donde se bajaron del tren después de cometer el crimen, la investigación quedó estancada hasta que el día 22 apareció en una pensión del número 105 de la calle Toledo el cadáver de Antonio Teruel. De profesión croupier (en paro, tras prohibir el juego la dictadura) y con malos antecedentes, Teruel acababa de suicidarse con un revólver. El registro permitió encontrar varias pruebas de que había participado en el asalto. El interrogatorio de su mujer condujo a sus cómplices. Navarrete cayó en seguida, pero los otros tres, el receptador Honorio Sánchez, José Donday (pareja de Navarrete y encargado de alquilar el taxi) y Francisco Piqueras, más conocido como Paco el Fonda, se habían evaporado.

A Sánchez y a Piqueras los localizó la Guardia Civil al poco de su identificación como autores del crimen. Al último lo cazó el guardia Manuel Ardilla, por muy poco, en el tren en el que ya escapaba a Portugal con una documentación falsa que no engañó al avispado benemérito. Según cuentan las crónicas del cuerpo, Paco el Fonda se admiró de lo «activos y astutos» que eran los guardias, les reconoció su valía y declaró que sin ellos España sería una jaula «de locos sueltos y desgraciados» como él. El texto de la anécdota parece algo decorado por quienes la contaron, pero su sustancia bien podría ser verdadera. El quinto miembro de la banda, Donday, se entregó voluntariamente en la embajada de España en París. Fue el único que se libró de la pena de muerte, que se ejecutó por fusilamiento el 10 de mayo.

La dictadura de Primo de Rivera supuso, además del enterramiento de las responsabilidades del desastre de Annual (más que oportuna, por cuanto se aproximaban peligrosamente a palacio) y la liquidación de la guerra de Marruecos (con un ingente esfuerzo militar, todo hay que decirlo), una pacificación interior, mezcla de intimidación y negociación. Escondidos o en el extranjero los anarquistas, el régimen se aproximó a los socialistas, con los que estableció fructíferos contactos. A cambio de su colaboración, Largo Caballero, jefe de la UGT, tomó posesión como miembro del Consejo de Estado, lo que acarreó la dimisión en el PSOE de Indalecio Prieto, que tanto se había distinguido en el Congreso exigiendo las responsabilidades por el desastre de 1921, sobreseídas para siempre por indulgencia de la dictadura.

Pero no dejó de haber intentonas anarquistas, como la que se produjo por el paso a través de la frontera francesa en Bera de Bidasoa (Navarra) de unos 50 activistas, con la cooperación de un contrabandista apodado el Señorito. Los atacantes, que desarmaron a los carabineros que protegían los puestos fronterizos, se toparon con la resistencia denodada del cabo comandante del puesto de Bera, Julio de la Fuente, y de su auxiliar, el guardia José Aureliano Ortiz. El cabo murió al comienzo del desigual tiroteo que se entabló entre guardias y anarquistas, pero el guardia resistió hasta agotar su munición. Al final los atacantes lo mataron a cuchilladas y arrojaron su cuerpo al Bidasoa. La movilización del ejército obligó a la partida a regresar a Francia. Seis activistas cayeron prisioneros, según el atestado, con «panfletos suscritos por Miguel de Unamuno, Blasco Ibáñez, José Ortega y Gasset y Rodrigo Soriano». Tras un accidentado consejo de guerra, primero absolutorio, y revisado luego, tres de ellos murieron ajusticiados a garrote vil.

Otro frente para el dictador fueron sus propios compañeros del ejército, en el que no se habían apagado las disensiones entre junteros y africanistas. El detonante fue el nuevo sistema de ascenso por méritos de guerra, que favorecía a los oficiales de infantería en detrimento de los artilleros (quienes por tradición ascendían solo por antigüedad por considerarse, decían, «todos igualmente valientes»). Publicado el decreto correspondiente, el 17 de julio de 1926, las unidades de Artillería se encierran en sus cuarteles y Primo, tras reducir su rebelión enviando tropas de infantería, disuelve el arma. Luego forma un directorio civil, aunque con numerosos militares en las distintas carteras, como Martínez Anido en Gobernación. En Hacienda nombra al joven jurista José Calvo Sotelo. Mientras tanto, los militares descontentos preparan otra intentona. Es su cerebro el coronel Segundo García, y entre sus socios están los generales Weyler, Aguilera y Batet y el luego célebre capitán de infantería, veterano de la Legión, Fermín Galán Rodríguez. Tras la conjura hay también políticos de diversas tendencias, entre los que destaca el conde de Romanones, e intelectuales como Machado, Ortega y Gasset, Blasco lbáñez y Gregorio Marañón. También se espera poder contar con parte de la Guardia Civil de Madrid.

La intentona, conocida como la Sanjuanada, bien conocida y prevenida por el gobierno, es un rotundo fracaso. La Guardia Civil, desplegada por la capital, no secunda el golpe. A los políticos y generales se les imponen abultadas multas gubernativas. Al capitán Galán y otros oficiales de bajo rango, condenas de entre seis y ocho años de cárcel. Galán cumplirá condena en el castillo de Montjuic, donde evocará a su admirado Francesc Ferrer i Guardia. Considerará un orgullo estar encerrado en el mismo sitio en que estuvo el malogrado anarquista, y terminará de cuajar y perfilar en prisión, mientras escribe febrilmente, sus ideas para el establecimiento de una sociedad libertaria.

El ascenso de Burguete a la cartera de Guerra obliga a buscar un nuevo director general para el cuerpo. El elegido es el teniente general José Sanjurjo Sacanell, héroe de la guerra de Cuba, donde sirvió a las órdenes del comandante Cirujeda (el que acabara con Antonio Maceo), y de las campañas marroquíes, en las que había cosechado dos cruces Laureadas de San Fernando, la máxima condecoración militar española, amén del título de Marqués del Rif. Fue un director general carismático y paternalista, apreciado por los guardias de toda clase y condición por su disponibilidad para atender sus problemas, y que por su parte desarrolló tal apego por el cuerpo que llegó a decir que era «una orquesta donde los profesores saben perfectamente su misión, y el que la dirige apenas tiene que hacer otra cosa que mantener en la mano su batuta». Al mando de la Guardia Civil le tocó hacer frente a otra intentona político-militar en enero de 1929. La acción, rápidamente abortada, triunfó sin embargo en Ciudad Real, donde los efectivos del primer regimiento de artillería ligera se hicieron con el control. Tras un incidente con los guardias civiles del puesto de Miguelturra, que se negaron a unirse a la sublevación, la noticia de que son los únicos que se han alzado lleva a los artilleros a deponer su actitud. El general Sanjurjo se presenta en Ciudad Real y dirige la detención por la Guardia Civil de todos los jefes y oficiales del regimiento.

Pero mucho viaje a la fuente acaba rompiendo el cántaro. Con Primo de Rivera acabaría a la postre otro levantamiento militar, organizado a comienzos de 1930 por el general Manuel Goded, héroe de la guerra marroquí y a la sazón gobernador militar de Cádiz, junto con numerosos militares republicanos (entre ellos, el general Queipo de Llano y el aviador Ramón Franco, hermano de Francisco, ascendido ya a esas alturas a general por sus acciones bélicas en el protectorado). Para pararlo, el dictador escribió a todos los capitanes generales y jefes de los cuerpos de Guardia Civil y Carabineros, sondeándolos sobre su adhesión. Todos se la manifestaron, pero no a él, sino al rey. Decepcionado, Primo de Rivera presentó la dimisión. En su lugar, el rey nombra al general Berenguer, conde de Xauen, un militar cortesano y más bien desacreditado por su ejecutoria en Marruecos (donde era Alto Comisario en los días del desastre) que intenta una política conciliadora como paso previo al restablecimiento de la normalidad constitucional. En la sombra parecen maniobrar los viejos políticos del régimen, para renovar el rancio bipartidismo caciquil. Pero el país ya es un hervidero de republicanos de toda especie y condición.

Por la república apuestan abiertamente políticos moderados, como Alcalá-Zamora y Miguel Maura, intelectuales como Unamuno (y con él, las masas estudiantiles de todo el país, en la represión de cuyas algaradas han de emplearse una y otra vez los guardias civiles y de Seguridad) y un número creciente de militares agrupados en la Asociación Republicana Militar (ARM), que propugna una república democrática proclamada por medio de un «movimiento popular apoyado por el ejército». El 17 de agosto de 1930 se reúnen en el Círculo Republicano de San Sebastián los dirigentes republicanos más importantes: Alejandro Lerroux, Manuel Azaña, Santiago Casares Quiroga, Niceto Alcalá Zamora, Miguel Maura y los socialistas Indalecio Prieto y Fernando de los Ríos, entre otros. Es el llamado pacto de San Sebastián, por el que se acuerda apoyar por las masas el movimiento republicano «cuando las tropas hayan salido a la calle». En octubre, los componentes del pacto se constituyen en Gobierno Provisional de la República, mientras se sigue conspirando para determinar cómo ha de ser proclamada. Los militares no quieren lanzarse ellos, y que parezca una cuartelada más, y los civiles han acordado que el paisanaje espere a que las tropas salgan de los cuarteles. En esas, el 12 de diciembre de 1930, el capitán Fermín Galán, rehabilitado tras indultársele de la condena impuesta por su participación en la Sanjuanada, se subleva en Jaca, donde se halla destinado. Lo secunda el capitán García Hernández. Galán proclama la república y anuncia en su famoso bando de artículo único que quien se le oponga «será fusilado sin formación de causa». La Guardia Civil de Jaca no se suma a la rebelión. Atrincherados en la casa-cuartel, los guardias disparan contra los sublevados. En el tiroteo muere el sargento comandante del puesto y los rebeldes desisten de tomar la dependencia benemérita, que dejan rodeada y vigilada.

Casares Quiroga, que había llegado esa misma madrugada a Jaca, informado de las intenciones de Galán y con el encargo de disuadirle de ellas, y que por estar agotado del viaje se había echado a dormir, descubre con espanto al despertar que el impulsivo capitán ya se ha echado al monte. Le recrimina que por su imprudencia la república se ha perdido; pero Galán, que se ha lanzado ante la indecisión de los políticos y contra la amistosa advertencia de Mola, a la sazón director general de Seguridad, y que lo conoce y respeta por su valor en Marruecos, ya no pude retroceder. Con una columna de mil hombres marcha sobre Huesca. En el camino se encuentra con el general Las Heras, gobernador militar, acompañado de una sección de guardias civiles. En la refriega mueren un capitán y un guardia y quedan malheridos un teniente y el general, que fallecerá días después. A la altura de Ayerbe sale al paso de la columna el general Dolía, con tropas de Zaragoza y Huesca. Capturado García Hernández por las fuerzas gubernamentales, Galán, rodeado y sabiéndose perdido, se entrega al alcalde de Biscarrués. Tras un consejo de guerra sumarísimo, los dos capitanes caen ante el pelotón de fusilamiento. Con ambos, luego convertidos en mártires de la República, muere la ensoñación de un mundo nuevo, que Galán plasmara en sus escritos, vehementes, visionarios y un punto ingenuos, pero acaso no tan delirantes como se ha dado en reputarlos (como cuando vaticina, por ejemplo, la inevitable implosión del entonces pujante comunismo, o la inutilidad de la persecución de los religiosos). Para Sanjurjo, no obstante, su derrota es una gran noticia, y el heroísmo de los guardias caídos al oponérsele, una página de gloria del cuerpo que se apresura a ponderar en los más altos términos en una orden general que hace llegar a todos sus hombres.

Otra intentona en Madrid, tres días después, con protagonismo de un Ramón Franco que sobrevuela el Palacio de Oriente para bombardearlo, desistiendo en el último momento al ver a unos niños jugando, también logra abortarla el gobierno. Pero la monarquía, asentada sobre la constitución fósil que urdiera Cánovas medio siglo atrás, hace aguas por todas partes. La sentencia Ortega y Gasset con su famoso Delenda est Monarchia, y su naufragio lo pilotará un gris almirante llamado Juan Bautista Aznar, nombrado jefe del gobierno en sustitución de Berenguer el 18 de febrero de 1931. Aznar convoca en marzo elecciones municipales para el 12 de abril y de diputados para el 7 de junio. El ministro de la Gobernación, marqués de Hoyos, sondea a los gobernadores civiles sobre las opciones de los monárquicos, exhortándolos a ponerlos de acuerdo para favorecer la victoria. En ella confían, a la vieja usanza, los candidatos del régimen, como Romanones y La Cierva. El 24 de marzo hay gravísimos incidentes en la facultad de Medicina de San Carlos, donde los estudiantes comprometen a tal extremo a los guardias de Seguridad que han ido a reprimir su motín, que se hace necesaria la intervención de la Guardia Civil, a pie y a caballo. La refriega, con lluvia de pedradas desde las azoteas de la facultad, y los guardias entrando en el recinto universitario para imponer el orden, se salda con numerosos heridos y algún muerto (también entre los agentes) y la petición de cese de Mola y del jefe de la fuerza.

El escritor y aristócrata Agustín de Foxá nos deja, en su novela Madrid de Corte a checa, un testimonio sabroso, repleto de matices que a buen seguro sabrá apreciar el lector, sobre el momento que atravesaba el país y la significación que en él tenían los beneméritos:


Aquello llenó de indignación a la Corte. Porque los guardias civiles eran ya la última garantía de un régimen que se desmoronaba. Y era triste pensar que aquellos majestuosos caballeros de las órdenes militares y aquellos gentileshombres y mayordomos, y los del brazo militar de la nobleza de Cataluña y los maestrantes de Sevilla y Zaragoza que trepan por la desnudez de su árbol genealógico hasta llegar a la pureza del octavo apellido y los fastuosos primogénitos de los Grandes, indolentemente apoyados en las mesas de mármol junto a los lentos relojes musicales, y los Monteros de Espinosa que entre la nevisca y la piedra gris de El Escorial custodian los ataúdes de los Reyes antes de meterlos en el pudridero, que toda aquella espuma de la Historia de España, la nata y flor de los más bellos nombres de Castilla, tuvieran que confiar la defensa de la monarquía a aquellos hombres modestos y asalariados, a aquel tricornio charolado y temible, bueno para enfrentarse con los bandoleros y los gitanos, pero incapaz para detener el curso implacable de la Historia.


En tan agitado ambiente, que demostraba que de facto la monarquía ya no existía como régimen político, se celebraron las elecciones el 12 de abril. Después de tantos años sin acudir a las urnas, los ciudadanos se agolpan en los colegios electorales. En el ministerio de la Gobernación empiezan a recibirse noticias alarmantes de los recuentos. La monarquía resultaba barrida incluso en el distrito de Palacio de Madrid, habitado en buena medida por personal al servicio de la Corona. Según empezaría a decirse pronto por Madrid, por el rey no votaron ni sus alabarderos. Treinta y cinco capitales caían del lado de la opción republicano-socialista. Los monárquicos sacaban más concejales, pero solo en las localidades más pequeñas. Romanones, ministro de Estado del gobierno Aznar, se dirige a Sanjurjo y le pregunta si se puede contar con la Guardia Civil. Obsérvese el rapto de insensatez del ministro cortesano, que sugiere nada menos que la posibilidad de anular por la fuerza la abrumadora voluntad del pueblo (los resultados rurales estaban muy condicionados por el sistema caciquil de compra de votos, y en aquel contexto eran casi irrelevantes). Para llevar a cabo el desatino, invoca Romanones el sempiterno conjuro: los sables y los máuseres beneméritos. Pero al frente de la Guardia Civil se encuentra alguien mucho más consciente de la realidad. Sanjurjo, que apenas dos semanas antes ha recibido del monarca la orden de Carlos III (la última que Alfonso XIII concedería como rey) se muestra circunspecto y responde con cautela al ministro: «Estos resultados producirán hondo efecto». Y remata: «Hasta ayer por la noche, podía contarse con ella». A buen entendedor, si el conde lo era, con esas pocas palabras bastaba.

El ministro de la Guerra, Berenguer, sin consultar a nadie, cursa a los capitanes generales y a la dirección general de la Guardia Civil un telegrama en el que reconoce la derrota monárquica y pide a sus subordinados que procedan con la máxima severidad, manteniendo a toda costa la disciplina y prestando la colaboración que se requiera para preservar el orden público. Y añade que los destinos de la patria han de seguir «el curso lógico que les imponga la suprema voluntad nacional». Los miembros del gobierno, con su presidente al frente, saben ya que no pueden sofocar por las armas lo que de las urnas ha salido. Romanones admitirá que es el fruto de ocho años de errores, aunque quizá es muy autoindulgente en las cuentas. Desde hace algunos más de ocho años, el rey y su camarilla, de la que don Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, forma parle, están levantando piedra a piedra, despropósito a despropósito, y muerte a muerte, el edificio del régimen que alborea en el horizonte. Haciendo república.

Los miembros del Gobierno Provisional de la República se reúnen en casa de Miguel Maura. Pasado el mediodía del día 13, difunden una nota en la que declaran que las elecciones han tenido el valor de un plebiscito desfavorable a la monarquía y favorable a la república, con el valor de un «veredicto de culpabilidad contra el titular del Supremo Poder». Comienzan a aparecer banderas tricolores en las calles, y el gobierno, desmoralizado, no acierta a encontrar una solución.

Esa misma noche, según unas fuentes, o a la mañana siguiente, según otras, Sanjurjo cursa el siguiente telegrama cifrado a los jefes de tercio del cuerpo: «Disponga V. S. las órdenes convenientes para que las fuerzas de su mando no se opongan a la justa manifestación del triunfo republicano que pueda surgir del ejército y del pueblo». El hecho cierto es que en las primeras horas del día 14 la Guardia Civil protege los principales edificios públicos madrileños, pero no hace nada por impedir la manifestación espontánea de júbilo popular que a lo largo del día se va extendiendo por la calle de Alcalá y la Puerta del Sol, ante el enojo del ministro de la Gobernación. El todavía director general de Seguridad, Emilio Mola, que constata la pasividad de la fuerza pública, opina que la Guardia Civil responderá a lo que se le requiera, pero no así el resto del personal a sus órdenes. El caso es que según algunos testimonios se llegó a ordenar a los guardias civiles que protegían el ministerio de la Gobernación que disolvieran a la gente que empezaba a congregarse enfrente, y el capitán al mando de la fuerza le dijo al responsable político que si tal intentaba, los guardias no lo seguirían. De lo que no cabe duda es de la nula disposición de los guardias de Seguridad allí presentes. Uno de ellos era el abuelo materno de quien esto escribe y, según su testimonio, todos los agentes se negaron en redondo a cargar contra los manifestantes. En cualquier caso, el mensaje que le llega al rey es que los republicanos encuentran adhesiones en el ejército y las fuerzas del orden, y a las once de la mañana expone a sus ministros su firme deseo de irse del país.

El conde de Romanones se reúne con Alcalá-Zamora, que había sido su pasante, en casa del doctor Marañón. El líder republicano le asegura al monárquico que Sanjurjo (que ha tenido ya contactos con Lerroux) ha ofrecido su adhesión al nuevo régimen, y le dice que el rey debe partir antes del anochecer. En Barcelona, Lluís Companys se ha hecho con el ayuntamiento e iza en el balcón la nueva bandera. Francesc Maciá, a su lado, proclama el Estat Cátala, dentro de la federación de repúblicas ibéricas. A Barcelona le siguen Salamanca, La Coruña, Zaragoza… El rey, que recibe a través de Romanones el ultimátum de Alcalá-Zamora, comprende que no debe demorar su marcha. A las cinco reúne su último consejo de ministros y les lee su documento de renuncia, en el que reconoce haber perdido el amor del pueblo, alega que si erró fue sin malicia, y anuncia que no va a luchar por sostenerse en el trono porque quiere apartarse «de cuanto sea lanzar a un compatriota contra otro en fratricida guerra civil». «Por lodo ello», añade, «suspendo deliberadamente el ejercicio del poder real y me aparto de España, reconociéndola así como única señora de sus destinos». Le ha llevado tres turbulentos decenios llegar a esa conclusión.

A las siete de la tarde, los miembros del Gobierno Provisional se dirigen al ministerio de la Gobernación. No llegan hasta cerca de las ocho, por lo que cuesta abrirse paso entre la multitud. Miguel Maura es el primero en entrar, gritando: «¡Señores, paso al Gobierno de la República!» El piquete de guardias formado en el vestíbulo les presenta armas, para pasmo de Manuel Azaña, que viene detrás, y que durante todo el camino ha temido que los ametrallen al verlos. Josep Pía, en su brillante testimonio de aquellos días, roza el escarnio al describir el escaso valor físico de Azaña, frente a la desenvoltura, casi chulesca, del líder conservador, que un año antes había ido a palacio a anunciarle en persona al rey que se pasaba al bando republicano, porque creía perdida la monarquía y consideraba que no debía dejarse solas a las izquierdas en el nuevo régimen. Ya dentro del ministerio, Maura envía a casa al subsecretario del departamento, máxima y última autoridad que en él queda del gobierno monárquico, y se posesiona del despacho del ministro, desde donde empieza a hacer llamadas para designar gobernadores civiles en todas y cada una de las provincias. Alcalá-Zamora, entre tanto, dicta los decretos nombrando ministros: Maura en Gobernación, Azaña en Guerra, Lerroux en Estado…

Llamado a presencia del gobierno, comparece Sanjurjo. El nuevo gabinete republicano lo confirma como director general de la Guardia Civil, otorgándole además plenos poderes sobre el ejército y la policía gubernativa. Esto acredita el entendimiento a que Sanjurjo ha llegado con el nuevo régimen, pero también que se halla al frente de la única fuerza con cuya cohesión y férrea disciplina se puede contar para hacer una transición ordenada. Otro de los legados del general Zubía, conseguido, como apunta Miguel López Corral, mediante un severo y fulminante régimen de correcciones a los guardias que observaban algún comportamiento indigno, y que, si bien implicaba para los beneméritos una intransigencia hacia sus faltas como no sufría ningún otro uniformado, los hacía los más fiables de todos. A cambio de su cooperación, Sanjurjo exige que se facilite la salida de la familia real. El rey viaja hasta Cartagena en coche, protegido por guardias civiles, para allí embarcar en el buque de la Armada que lo llevará al exilio. La reina y los infantes salen al día siguiente en tren con rumbo a Irún, también escoltados por miembros de la Benemérita, con el propio Sanjurjo al frente, que impiden que sean agredidos en las estaciones intermedias y los llevan indemnes hasta la frontera de Francia.

Por su famoso telegrama, y por esta rapidez en ponerse al servicio de las nuevas autoridades, se ha señalado a Sanjurjo como clave (y desde algunos sectores monárquicos como culpable) del advenimiento de la II República. No puede decirse, que el director general de la Guardia Civil fuera un fervoroso republicano, aunque hubiera tenido sus fricciones con el rey. Más bien cabría interpretar que en aquella encrucijada histórica se encontró en un puesto donde las circunstancias lo abocaron a comportarse como lo hizo. Porque estaba al frente del cuerpo que llegada la crisis estaba llamado, por historia, vocación y capacidad, a asumir el peso del mantenimiento del orden público. Y eso le hacía demasiado difícil oponerse al curso de unos acontecimientos que ya había marcado de manera inequívoca la expresión de la soberanía popular. Pero por otra parte, era natural que los nuevos gobernantes lo buscaran, y buscaran el entendimiento con él, porque también ellos necesitaban contar con la fuerza que dirigía, para evitar el caos y mantener en pie la arquitectura básica del Estado.

La confianza que en la Guardia Civil pusieron los republicanos, y a la que ella respondió con prontitud y eficacia, protegiendo la instauración del nuevo régimen, vino a demostrar que, tras el calvario que había atravesado en la monarquía alfonsina, la Benemérita se las había arreglado para escapar a su podredumbre. Aquel nuevo alarde de supervivencia ratificaba su fortaleza como institución. Oportunamente, porque fortaleza iba a hacerle falta, en el siguiente lustro.


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