Si se quiere sobrevivir tanto como yo en el mundo que habito, es imprescindible pensar como la oposición. Lo aprendí de las bandas que me perseguían cuando era joven y perfeccioné la lección con el GOE en Camboya. Hay que preguntarse: si yo intentara pillarme, ¿cómo lo haría?
La clave está en la predictibilidad, geográfica y cronológica. Hay que saber dónde estará una persona y a qué hora. Esto se aprende mediante la vigilancia, analizando el camino al trabajo, las horas en las que el objetivo viene y va, hasta que se identifica un patrón, y los puntos de congestión por los que es prácticamente predecible que el objetivo pase en un momento determinado. Se elige el más vulnerable de ellos y ahí es donde se tiende la emboscada.
Además, si uno se dedica a esto, es mejor no olvidar que constantemente hay alguien realizando la misma operación con uno mismo. Pensar así es lo que diferencia los objetivos difíciles de los fáciles.
El mismo principio funciona para evitar actos delictivos. Si alguien quisiera conseguir dinero rápido, ¿dónde esperaría? Probablemente cerca de un cajero automático y, probablemente, por la noche. Haría un reconocimiento para encontrar el lugar adecuado, algún punto con suficiente tráfico de peatones para ahorrarse una espera larga, pero no con tal cantidad de gente que le impidiera actuar cuando identificara un buen objetivo. Buscaría un lugar oscuro suficientemente alejado del cajero para que el objetivo no le viera, pero lo suficientemente cerca como para aparecer de inmediato en cuanto la persona efectuara el reintegro. Las comisarías de policía cercanas le pondrían nervioso y es probable que buscara otro sitio. Etcétera. Si uno piensa así, sabrá exactamente dónde buscar para ver si alguien le acecha, y sabrá dónde es vulnerable y dónde hay que estar más alerta.
Con Midori ni siquiera era necesaria mucha vigilancia. Su horario era del dominio público. Supuestamente así es como Bulfinch supo que la encontraría en el Alfie. Y para la gente de Benny ésa también sería la forma más sencilla.
Desde Otemachi tomé el metro de Chiyoda-sen siete paradas hasta Omotesando, donde me bajé y salí a la calle por las escaleras. Recorrí la corta distancia que me separaba del Yahoo Café, una cafetería con terminales de internet. Entré, pagué la cuota y me conecté a un terminal. Gracias a la línea de alta velocidad del café, sólo tardé unos segundos en acceder al archivo que Benny había cargado en el servidor. Incluía unas cuantas fotos publicitarias escaneadas, la dirección de la casa de Midori, la programación de conciertos, incluida la de ese mismo día en el Blue Note, y los parámetros que indicaban que el trabajo tenía que parecer natural. Ofrecían el equivalente en yenes a 150.000 dólares, un extra considerable con respecto al precio habitual.
La referencia al concierto de esa misma noche en el Blue Note, primera tanda a las 19.00, resultaba un mal presagio. Predictibilidad, lugar y hora. Si querían eliminarla rápido, esa noche sería casi demasiado buena como para dejarla pasar. Por otro lado, Benny me había dicho que tenía cuarenta y ocho horas para responderle, lo cual implicaba que estaría a salvo por lo menos durante ese tiempo.
Pero aunque tuviera ese tiempo, no veía la forma de convertirla en una vida útil y razonable. ¿Advertirla de que alguien había puesto precio a su cabeza? Podía probar, pero no tenía ningún motivo para creerme. Y aunque me creyera, ¿qué podía hacer? ¿Enseñarle a mejorar su seguridad personal? ¿Convencerla de las ventajas de una vida anónima en la sombra?
Ridículo. En realidad sólo podía hacer una cosa. Emplear las cuarenta y ocho horas para averiguar por qué la gente de Benny había decidido que Midori era un lastre y eliminar las razones que cimentaban esa creencia.
Podría haber recorrido a pie el kilómetro aproximado hasta el Blue Note, pero antes quería pasar por allí en coche. Paré un taxi y le dije al conductor que me llevara por Koto-dori y luego que girara a la izquierda hacia el Blue Note. Contaba con que habría tráfico suficiente para que el recorrido fuera lento y me permitiera hacer un repaso rápido de algunos lugares en los que podría esperar si me dedicara a vigilar el exterior.
El tráfico era intenso, como esperaba, y tuve una buena oportunidad para observar la zona al pasar lentamente. De hecho, el Blue Note no es un lugar en el que resulte demasiado fácil esperar de forma discreta. Está rodeado de tiendas que a esa hora estaban cerradas. El restaurante Caffe Idee del otro lado de la calle, con el balcón exterior, ofrecería una vista bastante buena, pero el Idee cuenta con una escalera exterior estrecha y larga que exigiría un acceso lo suficientemente lento como para que el restaurante no fuera un lugar adecuado para la espera.
Por otro lado, no habría que esperar demasiado. El final de una actuación en el Blue Note se puede calcular con una variación de cinco minutos. La segunda tanda no había empezado todavía por lo que, si alguien tenía pensado visitar a Midori tras el concierto, probablemente no hubiera llegado.
O quizá ya estuviera en el interior, como un miembro del público más fingiendo disfrutar el espectáculo.
Le dije al taxista que parara antes de llegar a Omotesando-dori, me bajé y caminé las cuatro manzanas que me se paraban del Blue Note. Observé cuáles podían ser puntos probables pero no advertí nada sospechoso.
Se había formado una cola larga en espera de la segunda tanda. Me acerqué a la taquilla y me dijeron que no quedaban entradas a no ser que tuviera reserva.
Maldita sea, no había pensado en eso. Pero Midori sí lo habría hecho, si realmente quisiera que yo fuera.
– Soy amigo de Midori Kawamura -dije-. ¿Junichi Fujiwara…?
– Por supuesto -el empleado respondió inmediatamente-. Kawamura-san me dijo que quizá viniera esta noche. Por favor, espere aquí, la segunda tanda empieza dentro de quince minutos y queremos asegurarnos de que tenga un buen sitio.
Asentí y aguardé a un lado. Tal como era de esperar, el público de la primera tanda empezó a desfilar al cabo de cinco minutos y, en cuanto se despejó la entrada, me llevaron al interior por una escalera ancha y empinada y me acompañaron a una mesa situada justo delante del escenario, todavía vacío.
Es imposible confundir el Blue Note con el Alfie. Para empezar, el Blue Note tiene un techo alto que le confiere una sensación de amplitud totalmente distinta a la intimidad tipo cueva del Alfie. Además, se respira un ambiente de mayor nivel: buen enmoquetado, paneles de madera con aspecto de ser caros, incluso unos monitores planos en una antecámara para los obsesivo-compulsivos que necesitan consultar su buzón de correo electrónico entre tanda y tanda. Y el público del Blue Note también es distinto: primero porque en el Alfie ni siquiera puede haber demasiado público y, en segundo lugar, porque los clientes del Alfie sólo van por la música, mientras que en el Blue Note la gente va para dejarse ver.
Eché un vistazo a la sala mientras entraba el público de la segunda tanda, pero nada me activó el radar.
«Si quisieras tenerla cerca y pudieras elegir sitio, ¿dónde te situarías? Te quedarías cerca de una de las entradas de esta planta. Así dispondrías de una vía de escape en caso necesario y tendrías toda la sala delante de ti, de forma que podrías observar a todos los demás desde atrás, en lugar de lo contrario.»
Me giré y miré detrás de mí como si buscara a alguien conocido. Había un japonés, de cuarenta y tantos años, sentado lo más atrás posible, cerca de una de las salidas. La gente que estaba sentada a su lado hablaba entre sí; quedaba claro que estaba solo. Llevaba un traje arrugado, de color azul oscuro o gris, que le sentaba como un tiro. Tenía una expresión sosa, demasiado sosa para mi gusto. Se trataba de un público formado por entusiastas, sentados en parejas o tríos, esperando ansiosos la actuación. Daba la impresión de que Don Soso intentaba ser discreto por todos los medios. Lo califiqué como un posible candidato.
Me giré hacia la otra dirección. El mismo sitio pero justo en la parte trasera. Tres jóvenes que parecían oficinistas de fiesta nocturna. No daban la impresión de plantear ningún problema.
Don Soso podría observarme a lo largo de toda la actuación y yo necesitaba evitar el error de que se notara demasiado que estaba solo. Le dije a la gente que me rodeaba que era amigo de Midori y que ella me había invitado; empezaron a hacerme preguntas y enseguida nos pusimos a hablar como si fuéramos viejos amigos.
Vino una camarera y pedí un Cragganmore de doce años. La gente que me rodeaba pidió lo mismo. Era amigo de Midori Kawamura, así que lo que yo pedía ya estaba bien. Probablemente ni siquiera supieran si lo que había pedido era whisky escocés, vodka o un tipo nuevo de cerveza.
Cuando Midori y su trío aparecieron por el lateral de la sala, todo el mundo empezó a aplaudir. Otra diferencia con respecto a Alfie: cuando los músicos salen a escena, en la sala reina un silencio reverencial.
Midori tomó asiento frente al piano. Llevaba unos vaqueros azules descoloridos y una blusa de terciopelo negra, escotada y ceñida, la piel blanca le brillaba por el contraste. Inclinó la cabeza hacia delante y acercó los dedos a las teclas; se hizo un silencio expectante entre el público. Se quedó inmóvil en aquella posición unos instantes, observando el piano, antes de comenzar.
Empezó poco a poco, con una versión tímida de Brilliant Corners de Thelonius Monk pero, en general, tocó con más energía que en el Alfie, con mayor desenfreno, a veces sus notas forcejeaban con el contrabajo y la batería pero la oposición acababa resultando armónica. Tocaba los riffs con furia, los alargaba y, al regresar, las notas sonaban dulces aunque seguía notándose cierta frustración, un ritmo latente bajo la superficie.
La actuación se prolongó unos noventa minutos y la música alternó entre sonidos humeantes y melódicos, la tristeza elegiaca y, a continuación, una exuberancia risueña que ahuyentaba la tristeza. Midori terminó con un riff loco y jubiloso y, al terminar, recibió una salva de aplausos enloquecidos. Se levantó para dar las gracias e inclinó la cabeza. El batería y el contrabajista se reían y se secaban el sudor con unos pañuelos mientras los aplausos se sucedían. La sensación que Midori tenía al tocar, el lugar al que la música le transportaba, había conseguido traspasarla al público y los aplausos estaban repletos de agradecimiento. Cuando por fin se apagaron, Midori y su trío dejaron el escenario y la gente empezó a levantarse y a moverse por ahí.
Reapareció al cabo de unos minutos y se sentó a mi lado. Todavía tenía el rostro enrojecido por la actuación.
– Me pareció haberle visto -dijo, al tiempo que se apretujaba a mi lado-. Gracias por venir.
– Gracias por invitarme. En la taquilla me esperaban.
Sonrió.
– Si no les hubiera advertido, no podría haber entrado, y la música no se oye demasiado bien desde la calle, ¿no?
– No, la verdad es que la recepción es mucho mejor desde aquí -dije echando una mirada a mi alrededor como si quisiera asimilar la grandiosidad del Blue Note, aunque en realidad buscaba a Don Soso.
– ¿Le apetece tomar algo? -preguntó-. Voy a ir a comer algo con el grupo.
Vacilé. No tendría la posibilidad de recabar información si había otras personas delante y tampoco me apetecía demasiado ampliar mi ya de por sí reducido círculo de conocidos.
– Bueno, es su primera gran noche, su primer concierto en el Blue Note -dije-. Probablemente prefieran celebrarlo solos.
– No, no -insistió ella dándome un golpecito con el hombro-. Me gustaría que viniera. ¿No quiere conocer al resto de la banda? Esta noche han estado fantásticos, ¿no cree?
«Por otro lado, según cómo evolucione la noche, quizá tengas la ocasión de hablar con ella a solas un poco más tarde.»
– La verdad es que sí. El público se ha quedado encantado.
– Estábamos pensando en ir al Living Bar. ¿Lo conoce?
«Un buen sitio», pensé. El Living Bar es un local de Omotesando con buen ambiente, con un nombre absurdo que sólo se le ocurriría a los japoneses. Estaba cerca pero tendríamos que doblar al menos cinco esquinas para llegar allí, lo cual me permitiría comprobar si Don Soso nos seguía.
– Sí. Es una cadena, ¿no?
– Sí, pero el local de Omotesando es más agradable que los demás. Sirven un montón de platitos interesantes y el bar también es bueno. Tienen una buena selección de whiskies de malta. Mama me dijo que usted era un entendido.
– Mama me halaga -respondí, pensando que si no iba con cuidado Mama acabaría confeccionando un puñetero informe y empezaría a repartirlo por ahí-. Déjeme pagar las bebidas.
Ella sonrió.
– Ya están pagadas. Vamos.
– ¿Me las ha pagado?
– Le dije al encargado que la persona que se sentara aquí era mi invitado especial. -Empezó a hablar en inglés-: Así pues, paga la casa, ne? -Sonrió, encantada de utilizar esa expresión.
– De acuerdo -dije-. Gracias.
– ¿Le importaría esperar unos minutos? Tengo que encargarme de un par de cosas entre bastidores.
Actuar entre bastidores sería demasiado difícil como para molestarse en intentarlo. Si pensaban hacer algo, lo harían en el exterior.
– Claro -dije. Me levanté y me giré para estar de espaldas al escenario y ver la sala. Había mucha gente levantada y moviéndose de un lado a otro, pero no vi a Don Soso-. ¿Dónde quiere que nos encontremos?
– Aquí mismo, dentro de cinco minutos. -Se volvió y caminó hacia la parte posterior del escenario.
Al cabo de quince minutos reapareció desde detrás de una cortina en el fondo del escenario. Se había cambiado de ropa y llevaba un jersey de cuello alto negro, de seda o cachemir fino y unos pantalones de sport negros. Llevaba el pelo suelto sobre los hombros, con el rostro perfectamente enmarcado.
– Siento haberle hecho esperar. Quería cambiarme… Los conciertos son un trabajo duro.
– No pasa nada -dije, captando todos los detalles de su persona-. Está fantástica.
Sonrió.
– ¡Vamos! La banda está fuera. Estoy muerta de hambre.
Nos dirigimos hacia la puerta delantera y pasamos junto a varios fans que seguían todavía en la sala y que le dieron las gracias por el concierto al pasar. «Si alguien quisiera pillarla y pudiera controlar bien el tiempo, -pensé- esperaría al pie de las escaleras del Caffe Idee, donde tendría vistas tanto de la entrada delantera como de la lateral.» Como había imaginado, Don Soso estaba allí, alejándose de nosotros con afectado descuido.
«Como para creerse lo de las cuarenta y ocho horas de Benny», pensé. Probablemente fuera su versión de «Actúa ya… la oferta expira a medianoche». Algo que debió de aprender en algún cursillo de ventas.
El contrabajista y el batería nos estaban esperando y nos acercamos a ellos.
– Tomo-chan, Ko-chan, os presento a Junichi Fujiwara, el señor del que os hablé -dijo Midori, haciendo un gesto hacia mí.
– Hajimemashite -dije, con una reverencia-. Konya no enso wa saiko ni subarashikatta. -Me alegro de conocerles. El concierto de esta noche ha sido un gran placer.
– Eh, vamos a hablar inglés esta noche -propuso Midori, utilizando esa lengua para decirlo-. Fujiwara-san, estos dos tipos han vivido en Nueva York. Saben pedir un taxi en Brooklyn tan bien como usted.
– En ese caso, por favor llámenme John -dije. Le tendí la mano al batería.
– Puedes llamarme Tom -dijo, estrechándome la mano y haciendo una reverencia a la vez. Tenía una expresión franca, casi socarrona, y vestía de forma muy sencilla, con unos vaqueros, una camisa de corte clásico y una americana azul. Había algo sincero en su forma de combinar el saludo occidental y el japonés y me cayó bien enseguida.
– Le recuerdo del Alfie -dijo el contrabajista, tendiéndome la mano con cuidado. Su atuendo era más previsible: vaqueros, jersey de cuello alto y americana negros, las patillas y las gafas rectangulares reflejaban el intento exagerado de conseguir un look.
– Yo también le recuerdo -dije, estrechándole la mano e inyectando cierta dosis de calidez al agarrarle-. Estuvieron fenomenales. Mama me dijo antes del concierto que serían estrellas y veo que tenía razón.
Quizá supiera que estaba dándole jabón pero debía de sentirse tan bien después de la actuación que le daba igual. O quizá su personalidad fuera diferente en inglés. Sea como fuera, me dedicó una sonrisa rápida pero genuina y dijo:
– Gracias por decirlo. Llámame Ken.
– Y a mí Midori -terció ella-. ¡Vámonos ya que me muero de hambre!
Durante el paseo de diez minutos hacia Za Ribingu Baa, tal como lo llaman los japoneses, charlamos sobre jazz y sobre cómo lo habíamos descubierto. Aunque era diez años mayor que ellos, en términos filosóficos todos éramos puristas de la escuela de Charlie Parker/Bill Evans/Miles Davis por lo que era fácil entablar conversación.
A intervalos regulares miraba hacia atrás después de doblar una esquina. En varias ocasiones vi a Don Soso. No esperaba que actuase mientras Midori estuviera con todas estas personas, si es que eso es lo que quería.
A no ser que estuvieran desesperados, por supuesto, en cuyo caso asumirían riesgos e incluso actuarían de cualquier manera. Tenía el oído perfectamente aguzado en los sonidos que procedían de detrás mientras andábamos.
El Living Bar anunciaba su existencia en el sótano del edificio Scene Akira con un cartel discreto sobre la escalera. Bajamos, entramos y nos recibió un joven japonés con un corte de pelo con mucho estilo y un traje azul marino de buena confección con tres de los cuatro botones abrochados. Midori, que era la líder del grupo, le dijo que queríamos una mesa para cuatro, él respondió «Kashikomarimashita» en un japonés de lo más educado y murmuró por un pequeño micrófono situado cerca de la caja. Para cuando nos acompañó al interior, la mesa ya estaba preparada y una camarera esperaba para sentarnos.
Para ser sábado por la noche no estaba concurrido en exceso. Varios grupos de mujeres de aspecto glamuroso estaban sentadas en sillas con el respaldo alto junto a las mesas lacadas en negro, maquilladas con mano experta y vestidas de Chanel como si les hubieran hecho la ropa a medida; los pómulos bien marcados bajo el brillo tenue de la iluminación incandescente del techo, la luz reflejada en su cabello. Midori las ponía en evidencia.
Quería sentarme de cara a la entrada pero Tom se movió muy rápido y se me adelantó. Me quedé de cara a la barra.
Mientras pedíamos las bebidas y suficientes platos como para que fuera una comida razonable, vi al hombre que nos había acompañado al interior dirigiendo a Don Soso a la barra. Se sentó de espaldas a nosotros, pero detrás de la barra había un espejo y sabía que disfrutaba de una buena vista de toda la sala.
Mientras esperábamos la comida, continuamos nuestra conversación segura y cómoda sobre jazz. Me planteé varias veces eliminar a Don Soso. Formaba parte de un enemigo que era superior desde un punto de vista numérico. Si se me presentaba la oportunidad de reducir ese número, la aprovecharía. Si lo hacía bien, sus jefes nunca sabrían de mi participación y el hecho de eliminarlo me concedería más tiempo para alejar a Midori de aquella situación.
En un momento dado, cuando ya nos habíamos acabado buena parte de la comida y, al igual que Don Soso, íbamos por la segunda tanda de bebidas, uno de ellos me preguntó que a qué me dedicaba.
– Soy consultor -dije-. Asesoro a empresas extranjeras que quieren introducir sus productos y servicios en el mercado japonés.
– Eso está bien -dijo Tom-. A los extranjeros les cuesta mucho hacer negocios en Japón. Incluso en la actualidad la liberalización no es más que una fachada. En muchos sentidos es el mismo Japón que durante el bakufu de Tokugawa, cerrado al mundo exterior.
– Sí, pero eso es bueno para el trabajo de John -añadió Ken-. ¿No es así, John? Porque si Japón no tuviera tantas normas estúpidas, si los ministerios que inspeccionan los alimentos y los productos no fueran tan corruptos, te tendrías que buscar otro empleo, ne?
– Venga, Ken -intervino Midori-. Ya sabemos lo cínico que eres. No hace falta que lo demuestres.
– Tú también eras cínica -continuó él. Se volvió hacia mí-. Cuando Midori regresó de Julliard, en Nueva York, era radical. Quería cambiarlo todo. Pero supongo que ya se le ha pasado.
– Todavía quiero cambiar cosas -dijo Midori con voz cálida pero firme-. Pero es que no creo que se consiga nada con consignas furibundas. Hay que tener paciencia y elegir la causa por la que luchar.
– ¿Cuáles has elegido tú últimamente? -preguntó él.
Tom se dirigió a mí.
– Tienes que entender que Ken siente que se ha vendido por dar conciertos en locales de renombre como el Blue Note. A veces se desquita con nosotros.
Ken se rió.
– Todos nos hemos vendido.
Midori puso los ojos en blanco.
– Venga ya, Ken, descansa un poco.
Ken me miró.
– ¿Y tú, John? ¿Cómo es esa expresión inglesa? O formas parte de la solución o formas parte del problema.
Sonreí.
– De hecho hay otra parte: o eres parte del paisaje.
Ken asintió como si confirmara algo en su fuero interno.
– Eso es lo peor de todo.
Me encogí de hombros. Él no me importaba y me resultaba fácil desconectarme.
– Lo cierto es que no me he planteado mi trabajo en esos términos. Algunas personas tienen problemas para exportar a Japón y yo les ayudo. Pero tienes razón en ciertas cosas, pensaré en lo que has dicho.
Él tenía ganas de pelea y no sabía qué hacer con mis respuestas agradables, lo cual ya me iba bien.
– Tomemos otra copa -propuso.
– Creo que he llegado a mi límite -dijo Midori-. Me parece que ya he terminado por hoy.
Mientras hablaba me fijé en Don Soso, que miraba hacia otro lado de forma un tanto estudiada y hacia clic en un pequeño dispositivo del tamaño de un encendedor desechable que tenía encima de la rodilla y señalaba en nuestra dirección. «Joder -pensé-. Una cámara.»
Le había hecho una foto a Midori y seguro que yo salía en las imágenes. Era el tipo de riesgo que corría si permanecía cerca de ella en esos momentos.
Bueno. Tendría que marcharme con ellos tres, luego inventar una excusa, quizá que me había dejado algo, volver al bar y pillarle mientras saliera para continuar siguiendo a Midori. No le permitiría que se quedara con esa cámara, no con mi foto en el carrete.
Pero, en cambio, Don Soso me ofreció otra opción. Se levantó y empezó a caminar en dirección a los servicios.
– Yo también me voy a ir a casa -afirmé al tiempo que me ponía en pie y notaba que el corazón me latía con más fuerza en el pecho-. Pero antes tengo que ir al baño. -Me escabullí de la mesa.
Seguí a Don Soso a pocos metros de distancia mientras recorría el suelo negro pulido. Yo iba con la cabeza gacha, evitando el contacto visual con los clientes con los que me cruzaba mientras oía el fuerte latido de mi corazón en los oídos. Abrió la puerta del servicio y entró. Antes de que la puerta se cerrara del todo, la empujé y le seguí.
Dos compartimentos, dos urinarios. Por el rabillo del ojo vi que las puertas de los compartimentos estaban entreabiertas. Estábamos solos. El corazón me latía con tal fuerza que bloqueaba cualquier otro sonido. Notaba cómo el aire me entraba y salía limpiamente por la nariz, la sangre me bombeaba por las venas de los brazos.
Se volvió para mirarme cuando me acerqué, quizá me reconociera como una de las personas que estaba con Midori, advertido quizá por algún instinto vestigial y ya fútil de que estaba en peligro. Me fijé en su torso, sin centrarme en una parte concreta, observando todo el cuerpo, la posición de las caderas y las manos, asimilando la información, procesándola.
Sin hacer pausa alguna ni cambiar el paso, me planté delante de él y le lancé la mano izquierda directamente al cuello, agarrándole la tráquea con una V formada por el pulgar y el índice. Sacudió la cabeza hacia delante y se llevó las manos al cuello.
Me coloqué detrás de él y le introduje las manos en los bolsillos delanteros. Recuperé la cámara en el izquierdo. El otro estaba vacío.
Se agarraba en vano la garganta dañada, no se oía nada aparte de los chasquidos de la lengua y los dientes. Empezó a dar patadas en el suelo con el pie izquierdo y a contraer el torso en lo que reconocí como el comienzo del pánico. El cuerpo seguía su impulso primitivo para conseguir aire, aire, a través de la tráquea rota y los pulmones convulsionados.
Sabía que tardaría unos treinta segundos en asfixiarse. Pero no disponía de tanto tiempo. Le agarré el pelo y el mentón y le rompí el pescuezo con un giro brusco en el sentido de las agujas del reloj.
Se desplomó hacia atrás encima de mí y lo arrastré a uno de los compartimentos vacíos, lo senté en la taza y ajusté la postura de forma que el cuerpo se mantuviera inmóvil. Con la puerta cerrada, cualquiera que entrara al servicio le vería las piernas y pensaría que estaba ocupado. Con un poco de suerte, no descubrirían el cadáver hasta la hora de cerrar, mucho después de que nos hubiéramos marchado.
Cerré la puerta con la cadera derecha y utilicé la rodilla para correr el pestillo. A continuación, agarrando el borde superior de la pared divisoria de los compartimentos, me impulsé hacia arriba y pasé al compartimento contiguo. Extraje un buen trozo de papel higiénico y lo utilicé para limpiar los dos puntos que había tocado. Me introduje el papel de váter en el bolsillo del pantalón, respiré hondo y salí a la zona de bar.
– ¿Preparados? -pregunté al acercarme a la mesa, controlando la respiración.
– Vamos -dijo Midori. Los tres se pusieron en pie y nos dirigimos hacia la caja y la salida.
Tom llevaba la cuenta pero se la cogí con cuidado e insistí en que me dejaran invitarles; era un privilegio después del placer de su actuación. No quería arriesgarme a que alguno de ellos quisiera utilizar la tarjeta de crédito y dejara constancia de nuestra presencia en el restaurante.
Cuando estaba pagando, Tom dijo:
– Enseguida vuelvo. -Y se marchó hacia los lavabos.
– Yo también -añadió Ken, y le siguió.
Me imaginé vagamente que el cadáver podía deslizarse del inodoro mientras ellos estaban allí. O que la ley de Murphy hiciera acto de presencia de algún modo. Los pensamientos no eran excesivamente perturbadores. No tenía otra opción aparte de relajarme y esperar a que regresaran.
– ¿Quieres volver andando a casa? -le pregunté a Midori. A lo largo de la velada había dicho que vivía en Harajuku, aunque yo, por supuesto, ya lo sabía.
Sonrió.
– Estaría bien.
Al cabo de tres minutos, Tom y Ken regresaron. Vi que se reían de algo mientras se acercaban y me di cuenta de que no habían descubierto a Don Soso.
Salimos al exterior y subimos las escaleras que conducían a la fría noche de Omotesando.
– Tengo el coche en el Blue Note -dijo Ken cuando ya estábamos fuera. Miró a Midori-. ¿Alguien quiere que le lleve?
Midori negó con la cabeza.
– No, no hace falta. Gracias.
– Iré en metro -dije yo-, pero gracias de todos modos.
– Iré contigo -dijo Tom, tamizando la ligera tensión que iba creándose en el ambiente mientras Ken ataba cabos-. John, ha sido un placer conocerte esta noche. Gracias de nuevo por venir y por la cena y las bebidas.
Hice una reverencia.
– El placer ha sido mío, de verdad. Espero tener otra oportunidad.
Ken asintió.
– Por supuesto -dijo con una falta de entusiasmo evidente. Tom dio un paso hacia atrás, su señal para Ken, imaginé, y nos dimos las buenas noches.
Midori y yo caminamos lentamente en dirección a Omotesando-dori.
– ¿Has estado a gusto? -preguntó cuando Tom y Ken ya no nos oían.
– Me lo he pasado bien -le dije-. Son gente interesante.
– A veces Ken es complicado.
Me encogí de hombros.
– Estaba un poco celoso por el hecho de que invitaras a alguien más, eso es todo.
– Es que es joven. Gracias por tratarle con cautela.
– No ha sido nada.
– ¿Sabes? Normalmente no invito a gente que acabo de conocer a asistir a un concierto ni a salir luego.
– Bueno, ya nos habíamos encontrado en otra ocasión, o sea que no has incumplido tu norma.
Ella se rió.
– ¿Te apetece otro whisky de malta?
La miré para interpretar su propuesta.
– Siempre -respondí-. Y conozco un lugar que creo que te gustará.
La llevé al bar Satoh, un local diminuto en una segunda planta enclavado en una serie de callejones que se extienden como una telaraña en el ángulo recto que forman Omotesando-dori y Meiji-dori. El camino que tomamos me permitió mirar hacia atrás en varias ocasiones y vi que no había nadie. Don Soso estaba solo.
Tomamos el ascensor a la segunda planta del edificio y salimos por una puerta rodeada de una profusión de gardenias y otras flores que la esposa de Satoh-san cultiva con veneración. Un giro a la derecha, un escalón hacia arriba, y ahí estaba Satoh-san, presidiendo la barra de cerezo macizo bajo la luz tenue, vestido de forma impecable como siempre, con pajarita y chaleco.
– Ah, Fujiwara-san -dijo con su suave voz de barítono, dedicándonos una amplia sonrisa y haciendo una reverencia al vernos-. Irrashaimase. -Bienvenidos.
– Satoh-san, me alegro de verte -dije en japonés. Miré a mi alrededor y me di cuenta de que el pequeño local estaba casi lleno-. ¿Tenemos alguna posibilidad de encontrar sitio para sentarnos?
– Ei, mochiron -repuso. Sí, por supuesto. Disculpándose con formalidad en japonés, hizo que los seis clientes de la barra se corrieran hacia la derecha, con lo cual quedó libre un espacio suficiente en el extremo para Midori y para mí.
Nos dirigimos hacia nuestros asientos dando las gracias a Satoh-san y disculpándonos ante los otros clientes. Midori iba moviendo la cabeza a medida que asimilaba la decoración: botella tras botella de whiskies distintos, muchos poco conocidos y antiguos, no sólo detrás de la barra sino adornando las estanterías y el mobiliario del local. Objetos americanos eclécticos como una bicicleta Schwinn antigua colgada de la pared del fondo, un teléfono rotatorio antiguo negro que debía de pesar casi cinco kilos, una fotografía enmarcada del presidente Kennedy Como complemento de la norma de sólo servir whisky, Satoh-san sólo programa música jazz, y los sonidos del cantante/poeta Kurt Elling surgían cálidos e irónicos del equipo estéreo Marantz con tubo de vacío del fondo del bar, acompañado por el murmullo bajo de la conversación y las risas sordas.
– ¡Este sitio… me encanta! -me susurró Midori en inglés cuando nos sentamos.
– Es fantástico, ¿verdad? -dije, contento de que le gustara-. Satoh-san es un ex sarariman que decidió huir del ritmo febril de la vida moderna. Le encanta el whisky y el jazz y ahorró todos los yenes posibles para abrir este local hace diez años. Creo que es el mejor bar de Japón.
Satoh-san se acercó a nosotros y le presenté a Midori.
– ¡Ah, claro! -exclamó en japonés. Introdujo la mano bajo la barra y rebuscó hasta encontrar lo que quería: una copia del CD de Midori. Midori tuvo que suplicarle que no lo pusiera.
– ¿Qué recomiendas esta noche? -le pregunté. Satoh-san realiza cuatro peregrinajes al año a Escocia y me ha introducido en el mundo de los whiskies de malta, que son prácticamente imposibles de encontrar en otros puntos de Japón.
– ¿Cuántas copas? -preguntó. Si la respuesta era que varias, realizaría una cata, empezando por algo ligero de las Tierras Bajas y avanzando hacia el sabor fuerte y yodado de las maltas de Islay.
– Sólo una, creo -respondí. Miré a Midori, que asintió con la cabeza.
– ¿Sutil? ¿Fuerte?
Volví a mirar a Midori.
– Fuerte -respondió ella.
Satoh-san sonrió. Estaba claro que la palabra que deseaba oír era «fuerte» y sabía que tenía algo especial en mente. Se volvió y tomó una botella de cristal transparente de delante del espejo situado tras la barra y nos la enseñó.
– De la costa sur de Islay. Muy selecto. Lo guardo en una botella normal y corriente porque si alguien lo reconociera a lo mejor intentaría robarla.
Extrajo dos vasos inmaculados y nos los colocó delante.
– ¿Solo? -preguntó, pues desconocía el gusto de Midori.
– Hai -respondió ella para recibir el asentimiento aliviado de aprobación que le dedicó Satoh-san. Sirvió con cuidado dos medidas del líquido color bronce y volvió a tapar la botella con el tapón de corcho.
– Lo que hace que este whisky de malta sea tan especial es el equilibrio de sabores, sabores que normalmente competirían entre sí o se anularían mutuamente -nos contó con voz baja y ligeramente grave-. Hay turba, humo, aroma, jerez, y el olor salado del mar. Esta malta tardó cuarenta años en conseguir el potencial de su personalidad, igual que una persona. Por favor, disfrutadlo. -Hizo una reverencia y se trasladó al otro extremo de la barra.
– Casi me da miedo beberlo -dijo Midori, sonriendo y alzando el vaso delante de ella, observando cómo la luz confería un color ámbar al líquido.
– Satoh-san siempre da una pequeña lección sobre lo que uno está a punto de experimentar. Es una de las mejores cosas de este local. Es un estudioso de los whiskies de malta.
– Jaa, kanpai -dijo ella y entrechocamos los vasos antes de beber. Hizo una pausa al cabo de un momento antes de añadir-: Uau, está buenísmo. Es como una caricia.
– Igual que tu música.
Sonrió y me dio uno de sus toquecitos con el hombro.
– Disfruté con la conversación del otro día en el Tsuta -declaró-. Me gustaría que me contaras más cosas de tu experiencia de vivir en dos mundos.
– No sé si es una historia tan interesante.
– Cuéntamela y ya te diré yo si es interesante.
Era mucho mejor oyente que conversadora, lo cual dificultaba mi labor de recogida de información operativa. «Vamos a ver adónde lleva esto», pensé.
– Mi hogar fue una pequeña ciudad situada en el norte del estado de Nueva York. Mi madre me llevó allí después de la muerte de mi padre para poder estar cerca de sus padres -expliqué.
– ¿Pasaste algún tiempo en Japón a partir de entonces?
– Algo. Durante mi tercer año en el instituto, los padres de mi padre me escribieron para hablarme de un programa de intercambio estudiantil entre EEUU y Japón que me permitiría pasar un semestre en un instituto japonés. En aquel momento sentía mucha nostalgia por el país y me inscribí inmediatamente. Así pues, pasé un semestre en Saitama Gakuen.
– ¿Sólo un semestre? Seguro que tu madre quería que volvieras.
– En parte sí. Creo que otra parte de ella se sintió aliviada al tener más tiempo para dedicarse a su carrera. En aquella época yo estaba un poco desmadrado. -Aquello parecía un eufemismo adecuado para las peleas constantes y otros problemas de disciplina que tenía en el colegio.
– ¿Qué tal fue el semestre?
Me encogí de hombros. Algunos de esos recuerdos no me resultaban especialmente agradables.
– Ya sabes lo que les sucede a los retornados. Ya resulta suficientemente problemático siendo un joven japonés que se ha americanizado por vivir en el extranjero. Si encima uno es medio americano, pues lo consideran un bicho raro.
Observé una profunda compasión en su mirada, que me hizo sentir como si empeorara una traición.
– Sé lo que siente una retornada -declaró-. Y seguro que te habías imaginado el semestre como el regreso al hogar. Debiste de sentirte muy alienado.
Moví la mano para indicar que tampoco fue tan grave.
– Todo eso ya pasó.
– ¿Y después del instituto?
– Después del instituto llegó Vietnam.
– ¿Estuviste en Vietnam? Pareces joven para eso.
Sonreí.
– Era un adolescente cuando me alisté en el ejército, y cuando llegué allí la guerra ya hacía tiempo que había empezado. -Era consciente de que estaba compartiendo más información personal de la que debía. No me importaba.
– ¿Cuánto tiempo estuviste allí?
– Tres años.
– Pensaba que por aquel entonces se reclutaba a los jóvenes sólo para un año.
– Es verdad, pero no me reclutaron.
Abrió más los ojos.
– ¿Fuiste voluntario?
Hacía siglos que ni hablaba de aquello, ni pensaba en el tema.
– Ya sé que desde esta distancia suena un poco extraño. Pero sí, me fui voluntario. Quería demostrar que era americano a las personas que lo dudaban debido a mis ojos y a mi piel. Y luego, cuando llegué allí, en una guerra contra asiáticos, tuve que demostrarlo todavía más, así que me quedé. Asumí misiones peligrosas. Cometí algunas locuras.
Permanecimos en silencio unos instantes.
– ¿Puedo preguntarte si ésas son las cosas que dijiste que te «persiguen»?
– Algunas -respondí sin alterarme. Pero aquello no podía ir más allá. Quizá ella siguiera ciertas pautas referentes a invitar a desconocidos a conciertos, pero mis normas referentes a estos asuntos son todavía más estrictas. Estábamos acercándonos a lugares que incluso yo sólo soy capaz de mirar de soslayo.
Tenía los dedos posados con ligereza a ambos lados del vaso y, sin pensarlo, estiré el brazo, le estreché las manos entre las mías y me las acerqué a la cara.
– Apuesto a que sólo viéndote las manos se sabe que tocas el piano -declaré-. Tienes los dedos finos pero se ven fuertes.
Movió las manos de forma que entonces fue ella quien tomó las mías entre las suyas.
– Se sabe mucho de una persona mirándole las manos -afirmó-. En las mías ves el piano. En las tuyas veo el bushido. Pero en las articulaciones, no en los nudillos… ¿qué practicas? ¿Judo? ¿Aikido?
El bushido son las artes marciales, la conducta del guerrero. Se refería a los callos de las dos primeras articulaciones de todos los dedos, consecuencia de años de agarrar y retorcer el grueso algodón del judogi. Ella me sostenía las manos de forma profesional, como si las estuviera examinando, pero con mucho tacto, y percibí que una sensación electrizante me recorría los brazos.
Aparté las manos, por temor a que encontrara otras cosas en ellas.
– Actualmente sólo judo. Agarres, derribos, estrangulaciones, es el arte marcial más práctico. Y el Kodokan es el mejor lugar del mundo para practicarlo.
– Conozco el Kodokan. Estudié aikido en un pequeño dojo de Ochanomizu, a una parada en la línea de Chuo.
– ¿Qué hace una pianista de jazz estudiando aikido?
– Fue antes de que me dedicara en serio al piano y ya no lo practico porque es demasiado duro para las manos. Lo hacía porque se metían conmigo en el colegio mientras… mi padre estuvo destinado en EEUU durante un tiempo. Ya te dije que sé lo que siente una retornada.
– ¿El aikido te ayudó?
– Al comienzo no. Tardé un poco en ser buena. Pero las bravuconas me dieron el incentivo para seguir practicando. Un día una de ellas me agarró del brazo y la derribé con un san-kyo. A partir de entonces me dejaron en paz. Lo cual estuvo muy bien porque el único derribo que me salía bien era el san-kyo.
La miré imaginando cómo sería estar en el extremo receptor del san-kyo de la determinación que la estaba llevando a conseguir un mayor renombre, fama incluso, en los círculos de jazz.
Levantó el vaso con los dedos de ambas manos y observé una economía de movimiento en ese gesto sencillo. Era grácil, agradable de observar.
– Practicas el sado -declaré casi pensando en voz alta. El sado es la ceremonia japonesa del té. Quienes la practican mejoran mediante la práctica de movimientos refinados y ritualizados en la preparación y servicio del té para conseguir el wabi y el sabi: una especie de elegancia fluida de pensamiento y movimiento, una reducción a lo esencial de la elegancia que representa un concepto más amplio e importante que, de lo contrario, resultaría confuso.
– No desde la adolescencia -respondió ella-, e incluso entonces no se me daba bien. Me sorprende que te hayas dado cuenta. A lo mejor si me tomo otra copa ya no se nota.
– No, no me gustaría -dije, combatiendo la sensación de atracción de sus ojos oscuros-. Me gusta el sado.
Sonrió.
– ¿Qué más te gusta?
«¿Adónde quiere ir a parar?»
– No sé. Muchas cosas. Me gusta verte tocar.
– Cuéntame.
Di un sorbo al Ardbeg, la turba y el humo me serpenteaban por la lengua y la garganta.
– Me gusta porque empiezas tranquila y luego vas subiendo de intensidad. Me gusta cómo empiezas a tocar la música y luego, cuando ya estás encaminada, es como si la música te interpretara a ti. Quedas inmersa en ella. Porque cuando noto que te pasa esto, yo también me quedo inmerso. Es como si saliera de mí mismo. Puedo ver que te hace sentir viva, y a mí también me hace sentir así.
– ¿Qué más?
Me eché a reír.
– ¿Qué más? ¿No es suficiente?
– No si hay más.
Giré el vaso entre mis manos observando el reflejo de la luz del interior.
– Siempre tengo la impresión de que estás buscando algo mientras tocas pero que no lo encuentras. Así que buscas con más ímpetu, pero lo que sea sigue eludiéndote y la melodía empieza a volverse realmente tensa, pero entonces llega al punto en el que es como si te dieras cuenta de que no vas a encontrarlo, que es imposible, y ese nerviosismo desaparece y la música se vuelve triste, pero es una tristeza hermosa, una tristeza sabia, aceptada.
Volví a darme cuenta de que había algo en su persona que me hacía sincerarme demasiado, revelar en exceso. Tenía que controlarme.
– Para mí significa mucho que reconozcas todo eso en mi música -dijo al cabo de unos instantes-. Porque es algo que intento explicar. ¿Sabes qué es mono no aware?
– Creo que sí. El pathos de las cosas, ¿no?
– Ésa suele ser la traducción. A mí me gusta: «la tristeza de ser humano».
Me sorprendió que me conmoviera la idea.
– No me lo había planteado de esa forma -reconocí discretamente.
– Recuerdo una ocasión, cuando vivía en Chiba, en que salí a pasear una noche de invierno. La temperatura era agradable para esa época del año, y me quité la chaqueta y me senté en el patio de la escuela a la que había ido de niña, yo sola, y observé las siluetas de las ramas de los árboles recortadas contra el cielo. Fui perfectamente consciente de que un día yo desaparecería pero que los árboles seguirían allí, la luna continuaría por encima de ellos, brillando, y me hizo llorar, pero fueron unos sollozos buenos, porque sabía que así es como tenía que ser. Tenía que aceptarlo porque así son las cosas. Las cosas se acaban. Eso es mono no aware.
«Las cosas se acaban.»
– Sí, es verdad -respondí, pensando en su padre.
Permanecimos en silencio unos instantes, tras lo cual le pregunté:
– ¿A qué se refería Ken cuando dijo que eras una radical?
Tomó un sorbo del Ardbeg.
– Es un romántico. No puede decirse que yo fuera radical. Sólo rebelde.
– Rebelde, ¿cómo?
– Mira a tu alrededor, John. Japón está fatal. El PLD, los burócratas, están haciendo una sangría con el país.
– Hay problemas -convine.
– ¿Problemas? La economía se está yendo al carajo, las familias no pueden pagar los impuestos sobre propiedades, se ha perdido la confianza en el sistema bancario y lo único que se le ocurre al Gobierno para solucionar el problema es aumentar el déficit y hacer obras públicas. ¿Y sabes por qué? Sobornos de la industria de la construcción. Todo el país está cubierto de cemento, ya no hay sitio para construir, pero los políticos votan a favor de zonas de oficinas que nadie usa, puentes y carreteras por los que no pasa nadie, ríos flanqueados de hormigón. ¿Conoces esos horribles tetrápodos que cubren la costa japonesa, supuestamente para protegerla de la erosión? Todos los estudios apuntan a que esas monstruosidades aceleran la erosión; no la impiden. Así pues, estamos destruyendo nuestro ecosistema para que los políticos se lucren y la industria de la construcción se enriquezca. ¿A eso le llamas «problemas»?
– Vaya, a lo mejor Ken tenía razón -dije sonriendo-. Eres bastante radical.
Negó con la cabeza.
– Esto no es más que sentido común. Sé sincero conmigo. ¿A veces no sientes que el statu quo te está jodiendo, igual que todas las personas que se aprovechan de ello? ¿Y eso no te cabrea?
– A veces sí -respondí con cautela.
– Pues a mí me cabrea mucho. A eso se refería Ken.
– Perdóname que saque el tema, pero ¿tu padre no formaba parte del statu quo?
Se produjo una larga pausa.
– Teníamos nuestras diferencias.
– Debía de ser duro.
– A veces lo era. Durante mucho tiempo estuvimos bastante distanciados.
Asentí.
– ¿Fuisteis capaces de limar vuestras asperezas?
Se rió ligeramente, pero sin alegría.
– Mi padre descubrió que sufría cáncer de pulmón pocos meses antes de morir. El diagnóstico le hizo replantearse la vida, pero no tuvimos demasiado tiempo para superar nuestras diferencias.
La información me pilló por sorpresa.
– ¿Tenía cáncer de pulmón? Pero… Mama me dijo que había muerto de un ataque al corazón.
– Tenía problemas de corazón pero seguía fumando. Todos sus amigotes del Gobierno fumaban y consideraba que tenía que fumar para encajar. En cierto modo, estaba tan metido en el sistema que dio su vida por ello.
Di un sorbo del líquido ahumado y tragué.
– La muerte por cáncer de pulmón es terrible -declaré-. Por lo menos murió sin sufrir. -Lo dije con un sentimiento curiosamente sincero.
– Eso es cierto y lo agradezco.
– Perdóname si insisto, pero ¿a qué te refieres cuando dices que el diagnóstico le hizo replantearse la vida?
Ella miraba más allá de mi presencia, tenía la vista perdida.
– Al final se dio cuenta de que se había pasado la vida formando parte del problema, como diría Ken. Decidió que quería formar parte de la solución.
– ¿Tuvo tiempo de conseguirlo?
– No creo. Pero me dijo que quería hacer algo, hacer algo bien antes de morir. Lo importante es que lo sintiera así.
– ¿Cómo sabes que no tuvo tiempo?
– ¿A qué te refieres? -preguntó fijando la vista en mí.
– Tu padre… le comunican el diagnóstico y de repente se enfrenta a la mortalidad. Quiere hacer algo para reparar el pasado. ¿Pudo? ¿En tan poco tiempo?
– No acabo de ver a qué te refieres -dijo, y enseguida me di cuenta de que había chocado contra el muro defensivo otra vez.
– Estoy pensando en lo que hablamos el otro día. Sobre los remordimientos. Si uno se arrepiente de algo pero tiene poco tiempo para remediarlo, ¿qué hace?
– Me imagino que depende de cada persona, depende de la naturaleza de los remordimientos.
«Vamos, Midori. Colabora un poco.»
– ¿Qué habría hecho tu padre? ¿Hay algo que hubiera podido cambiar las cosas de las que se arrepintió?
– Yo no lo sé.
«Sí que lo sabes -pensé-. Un periodista con el que se veía se puso en contacto contigo. Lo sabes pero no me lo quieres decir.»
– Me refiero a que quizá intentara hacer algo para formar parte de la solución, aunque tú no lo vieras. Tal vez hablara con sus colegas, les contara lo de su cambio de idea e intentara que ellos también cambiaran. ¿Quién sabe?
Ella se quedó callada y pensé: «Ya está, no va a dejarte ir más allá, empezará a desconfiar y dejará de estar comunicativa».
Al cabo de unos instantes habló.
– ¿Lo preguntas porque tienes remordimientos?
La miré, inquieto por la veracidad de la pregunta y aliviado también porque me otorgaba cierta tapadera.
– No estoy seguro -respondí.
– ¿Por qué no me lo cuentas?
Me sentí como si me acabara de derribar con un golpe de aikido.
– No -respondí con voz queda.
– ¿Tan difícil es hablar conmigo? -preguntó con voz dulce.
– No -dije, dedicándole una sonrisa-. Es fácil. Ése es el problema.
Exhaló un suspiro.
– Eres un hombre extraño, John. Está muy claro que te incomoda hablar de ti mismo.
– Tú me interesas más.
– Mi padre, querrás decir.
– Pensé que podía aprender alguna lección de su experiencia. Eso es todo.
– Hay lecciones que debe aprenderlas uno mismo.
– Probablemente sea cierto. Pero intento aprenderlas de otras personas siempre que puedo. Siento haber insistido.
Esbozó una sonrisa.
– No pasa nada. Es que todo esto es muy reciente.
– Por supuesto -dije al reconocer que había llegado a un callejón sin salida. Consulté mi reloj-. Debería llevarte a casa.
Aquello resultaría complicado. Por un lado, era innegable que había química entre nosotros y no era inconcebible que me invitara a una copa o algo así. Si me invitaba, tendría la oportunidad de comprobar si su apartamento era seguro, aunque tendría que ir con cuidado cuando estuviéramos en el interior. No podía permitir que ocurriera ninguna estupidez… algo más estúpido que el tiempo que ya había pasado con ella y las cosas que le había contado.
Por otro lado, si quería irse a casa sola, me resultaría difícil acompañarla sin que pareciera que en realidad quería acostarme con ella. Sería raro. Pero no podía dejarla sola. Ellos sabían dónde vivía.
Agradecimos a Satoh-san su hospitalidad y la deliciosa introducción al Ardbeg tan especial. Pagué la cuenta y bajamos las escaleras para salir al fresco aire nocturno de Omotesando. Las calles estaban tranquilas.
– ¿Hacia dónde vas? -me preguntó Midori-. Desde esta zona suelo ir andando a casa.
– Iré contigo. Me gustaría acompañarte hasta tu casa.
– No es necesario.
Bajé la vista unos momentos y luego la miré.
– Me gustaría -insistí, pensando en el mensaje de Benny en el BBS.
Sonrió.
– De acuerdo.
Su edificio estaba a un cuarto de hora andando. No observé a nadie detrás de nosotros. Tampoco es que me sorprendiera, dada la salida de escena de Don Soso.
Cuando llegamos a la entrada del edificio, extrajo las llaves y se giró hacia mí.
– Jaa… -Bueno, pues…
Era una forma educada de dar las buenas noches. Pero tenía que acompañarla hasta el interior.
– ¿No habrá ningún problema desde aquí?
Me miró con complicidad, aunque en realidad no supiera por qué se lo preguntaba.
– Vivo aquí. Seguro que no habrá ningún problema.
– De acuerdo. ¿Tienes teléfono? -Ya sabía su número, por supuesto, pero tenía que guardar las apariencias.
– No, no tengo teléfono.
Uau. Sí que estaba mal la cosa.
– Sí, soy un poco retrógrada. Si hay algo, envíame una señal de humo, ¿de acuerdo? -Se puso a reír-. Cinco, dos, siete, cinco, seis, cuatro, cinco, seis. Era broma.
– De acuerdo. ¿Te importa que te llame algún día? -Dentro de cinco minutos, por ejemplo, para asegurarme de que no hay nadie esperándola en el apartamento.
– Espero que me llames.
Extraje un bolígrafo y me escribí el número en la mano.
Me estaba mirando, medio sonriente. El beso estaba ahí, si lo quería.
Me giré y recorrí el camino que iba hasta la calle.
Me llamó.
– ¿John?
Me volví.
– Creo que en tu interior se esconde un radical intentando salir.
Rápidamente me vinieron a la cabeza varias réplicas, pero me limité a decir:
– Buenas noches, Midori.
Me giré y me marché; me paré en la acera para volver la vista atrás. Pero Midori ya había desaparecido en el interior, y las puertas de cristal se cerraron detrás de ella.