Desde Ebisu tomé la línea de Hibiya hasta la estación del mismo nombre, donde haría transbordo a la línea de Mita y de ahí a casa. Sin embargo, nunca hago transbordo directamente, por lo que antes salí de la estación para realizar una PDV.
Me detuve en una tienda de música de Tsutaya, donde me abrí camino entre los adolescentes grunge que escuchaban los últimos éxitos de música pop japonesa con los auriculares de la tienda, moviendo la cabeza al ritmo de la música. Fui paseando hacia el fondo del establecimiento y me fui parando para mirar los CD que había en los estantes situados de cara a la puerta, alzando la mirada para comprobar si alguien me seguía.
Eché una ojeada a la sección de música clásica y luego pasé a la de jazz. Sin pensarlo, comprobé si Midori había publicado algún CD. Sí: Another Time. Aparecía en la portada de pie y con los brazos entrecruzados bajo una farola en lo que parecía la zona más sórdida de Shinjuku, y el perfil le quedaba en penumbra. No reconocí el sello discográfico, sería una empresa pequeña. Todavía no había saboreado las mieles del éxito pero estaba de acuerdo con Mama, llegaría lejos.
Cuando me disponía a dejarlo en el estante pensé: «Dios mío, es sólo música. Si te gusta, cómpralo». De todos modos, un empleado podría acordarse. Así pues, camino de la caja también cogí una colección de obras instrumentales de jazz de otro intérprete y unos conciertos de Bach. Me situé en una de las colas más largas, donde había un cajero que parecía agobiado por el trabajo. Pagué en efectivo. Lo único que recordaría aquel tipo sería que alguien compró unos cuantos CD, quizá de música clásica, quizá de jazz. Tampoco es que fueran a preguntarle.
Terminé la PDV y me llevé los CD a mi apartamento de Sengoku. Esta zona se encuentra en el noreste de la ciudad, cerca de los vestigios del viejo Tokio, lo que los nativos denominan Shitamachi, el centro. La zona es antigua y buena parte de la misma ha sobrevivido tanto al Gran Terremoto de Kanto de 1923 como a los bombardeos producidos durante la guerra. En el barrio no hay vida nocturna aparte de los nomiya locales, o bares, y ninguna zona comercial, por lo que no abundan los transeúntes. La mayor parte de la población son edoko, los verdaderos habitantes de Tokio, que viven y trabajan en las tiendas familiares y en los diminutos restaurantes y bares. «Sengoku» significa «las mil piedras». No sé a qué se debe ese nombre pero siempre me ha gustado.
No es mi hogar pero es lo más parecido a ello que he tenido jamás. Después de la muerte de mi padre, mi madre me llevó de nuevo a EEUU. Teniendo en cuenta la pérdida y el trastorno que sufrió su vida, creo que mi madre deseaba estar cerca de sus padres, quienes también estaban ansiosos por reconciliarse. Nos instalamos en una ciudad llamada Dryden, en el norte del estado de Nueva York, donde ella empezó a trabajar de profesora de japonés en la cercana universidad de Cornell y yo me matriculé en la escuela pública.
Dryden era una ciudad predominantemente blanca y de clase trabajadora, y mis rasgos asiáticos y mi inglés de no nativo me convirtieron en el objetivo preferido de los bravucones de la zona. La población nativa de Dryden me dio las primeras clases prácticas sobre las guerrillas: me perseguían en grupo y yo les contraatacaba con mis propios medios cuando estaban solos y eran vulnerables. Comprendí la mentalidad de la guerrilla mucho antes de aterrizar en Da Nang.
A mi madre le preocupaban mis moratones constantes y mis nudillos rascados, pero estaba demasiado ocupada con su nuevo puesto en la universidad e intentando limar asperezas con sus padres como para intervenir. Pasé buena parte de esos años añorando Japón.
Por tanto, crecí destacando entre los demás y hasta más adelante no aprendería el arte del anonimato. En este sentido, Sengoku es una anomalía para mí. Escogí la zona antes de que me preocupara el anonimato y me quedé allí arguyendo que el daño ya estaba hecho. Es el típico sitio en el que todos saben cómo te llamas y cree saber a qué te dedicas. Al comienzo me resultaba incómodo que todo el mundo me reconociera, me tuviera clasificado. Pensé en trasladarme al oeste de la ciudad. El oeste es el Tokio por antonomasia y nada parecido a Japón. Es desenvuelto, rápido y nuevo, es un remolino de multitudes repletas de cafeína, alienadas y anónimas. Podría ir allí, mezclarme, desaparecer.
Pero la parte antigua tiene magia y me cuesta imaginarme dejándola. Me gusta recorrer la distancia que separa el metro de mi apartamento al caer la tarde, subiendo por la calle de las tiendecitas pintada de verde y rojo de forma que siempre se respira un ambiente festivo, incluso en invierno, cuando oscurece más temprano. Está la pareja de mediana edad propietaria de la tienda de baratillo de la esquina, que me saluda «Okaeri nasai!» -¡Bienvenido a casa!- cuando me ven por la noche, en vez del habitual «Kon ban va» o buenas noches. Está la anciana regordeta y risueña que regenta el videoclub con el gran letrero amarillo en la fachada y las ventanas cubiertas de carteles de los últimos estrenos de Hollywood, cuya puerta siempre está abierta cuando refresca. Tiene de todo, desde películas de Disney a la pornografía más escandalosa, y desde el mediodía hasta las diez de la noche se sienta como un Buda feliz en el local a mirar su mercancía en un televisor situado cerca de la caja registradora. Y está la Mujer Pulpo, que vende takoyaki, pulpo frito, desde una ventana que da a la calle de su casa antigua, cuyo rostro, cansado por los años acumulados y el aburrimiento de sus tareas, ha acabado pareciéndose a las criaturas que vende. Todas las noches arrastra los pies alrededor de los fogones, vierte sus pociones con movimientos inconscientes y repetitivos y, a veces, al pasar, veo niños que susurran y ríen cuando pasan corriendo: «¡Tako onna! ¡Ki o tsukete!» ¡La Mujer Pulpo! ¡Cuidado! También está la casa de Yamada, el profesor de piano, desde la que, las tardes de verano, cuando oscurece tarde, las notas suaves bajan perezosamente por la calle, mezclándose con el roce de las zapatillas de los bañistas que vuelven del sento, el baño público de la zona.
Aquel fin de semana escuché muchas veces la música de Midori. Llegaba a casa del despacho, hervía agua para cenar fideos ramen, me sentaba bajo una luz tenue mientras sonaba la música y las notas iban desentrañándose. Al escuchar la música, mirando por la balconada hacia las calles estrechas y tranquilas de Sengoku, notaba la presencia del pasado pero me sentía a salvo del mismo.
Con los años, me he ido impregnando de los ritos y ritmos del vecindario, demasiado sutiles para apreciarlos desde el comienzo. Han crecido en mi interior, me han infectado, forman parte de mí. Diría que un pequeño paso fuera de las sombras no parece un precio tan alto por tales complacencias. Además, sobresalir es una desventaja en cierto sentido pero una ventaja en otro. En Sengoku no hay lugares anónimos en los que un desconocido puede sentarse a esperar a que llegue su objetivo. Y hasta que papá y mamá no recojan y trasladen la mercancía al interior de la tienda por la noche y desenrollen las persianas onduladas, siempre están ahí fuera, observando la calle. Si no eres de Sengoku la gente se dará cuenta, se preguntará qué te trae por ahí. Si eres del barrio… bueno, se fijan en ti de otro modo.
Supongo que puedo soportarlo.