Me encanta Tokio de noche. Creo que son las luces: más que la arquitectura, más incluso que los sonidos y los aromas, las luces son las que animan el espíritu nocturno de la ciudad. La luminosidad: calles encendidas por el neón, con el parpadeo incesante de constelaciones de salas recreativas, calles donde las ventanas de las tiendas y los faros de miles de coches en marcha iluminan el asfalto con tanta intensidad como los focos halógenos en un campo de béisbol por la noche. También hay penumbra: callejones apenas iluminados por el resplandor fluorescente de una solitaria máquina expendedora, apoyada en los ladrillos desgastados como un viejo que ha renunciado a todo y sólo quiere respirar, calles iluminadas sólo por el haz amarillento de la luz de las farolas, tan separadas entre sí que una figura que pasa y su sombra parecen desvanecerse en el espacio oscuro que hay en medio.
Después de que Tatsu se hubiera marchado, caminé por las callejuelas oscuras de Ebisu, en dirección al hotel Imperial de Hibiya, donde me alojaría hasta que todo hubiera acabado. Por su audacia casi suicida, lo que haría estaría a la altura de cualquiera de las misiones que había emprendido con el GOE o las de los conflictos mercenarios que se produjeron luego. Me preguntaba si la reverencia de Tatsu era una especie de epitafio.
«Bueno, has salido con vida de misiones que tendrían que haber sido las últimas», pensé mientras evocaba algunos recuerdos.
Tras la masacre de Camboya, las cosas comenzaron a ponerse feas para mi unidad. Hasta entonces las muertes habían sido impersonales. Comienza un tiroteo, apuntas a las balas trazadoras, ni siquiera ves a las personas que te disparan. Quizá después veas sangre o cerebros, tal vez algunos cadáveres. O escuchas que saltan las bombas trampa antipersona que habíamos colocado en las inmediaciones, por lo que sabemos que hemos pillado a alguien. Pero lo que hicimos en Cu Lai fue diferente. Nos afectó.
Sabía que lo que habíamos hecho estaba mal, pero lo justifiqué diciéndome que aquello era la guerra; en las guerras es normal que ocurran cosas así. Algunos tipos se volvieron taciturnos, el sentimiento de culpa les hacía sentir miedo a los tiros. Al Loco Genial -Jimmy- le pasó justo lo contrario. Se fundió más que nunca en el abrazo de la guerra.
El Loco Genial era leal a los montañeros hasta extremos insospechados y ellos actuaban en consecuencia. Cuando un montañero moría en un tiroteo, Jimmy comunicaba las malas nuevas al líder de la aldea. Evitaba los cuarteles del ejército y dormía en las dependencias de los montañeros. Aprendió su idioma y costumbres, participó en sus ceremonias y rituales. Además, los montañeros creían en la magia -en las aldeas había brujos- y un hombre con el historial de matanzas de Jimmy caminaba con una poderosa aura.
Todo aquello incomodaba a los mandamases porque no se habían ganado el respeto de los montañeros. La situación empeoró cuando nos ordenaron reforzar la seguridad de las aldeas fortificadas de Bu Dop, en la frontera camboyana, porque el Loco Genial tenía más contacto aún con la población indígena.
Descontento con las normas de combate establecidas por el Mando de Ayuda Militar en Vietnam y con la incapacidad de éste para destapar al topo que ponía en peligro las operaciones del GOE, Jimmy comenzó a utilizar Bu Dop como punto de partida para misiones independientes contra el Vietcong en Camboya. Los montañeros odiaban a los vietnamitas porque éstos les habían estado jodiendo vivos durante toda la historia, por lo que seguían alegremente a Jimmy durante sus incursiones mortales. Pero el GOE se estaba disolviendo y la vietnamización -es decir, pasar la guerra a los vietnamitas para que EEUU retrocediese- estaba a la orden del día. El MAMV le ordenó que finalizase las operaciones en Camboya, pero Jimmy se negó y dijo que formaba parte de la defensa de sus aldeas.
Entonces el MAMV lo destinó a Saigón. Jimmy no les hizo caso. Se envió un destacamento en su busca y nunca regresó. Aquello produjo más miedo que si los hubiese asesinado y hubiese clavado en estacas las cabezas cercenadas. ¿Cambiaron de bando y se unieron al Loco Genial? ¿Tanta magia tenía? ¿Se lo tragó la tierra?
Decidieron cortarle los suministros. Ni armas ni pertrechos. Pero Jimmy no iba a darse por vencido. El MAMV supuso que vendía opio para financiar la operación. Jimmy tenía un universo propio. Contaba con un ejército personal, leal hasta límites insospechados, eficaz y autosuficiente.
El MAMV estaba al corriente de que Jimmy y yo nos llevábamos bien; tenían los archivos personales. Me llamaron un día.
– Tendrá que entrar allí e ir a por él -me dijeron-. Ahora vende drogas, entra en Camboya sin autorización, está fuera de control. Si esto sale a la luz tendremos problemas.
– No creo que pueda sacarle. No hace caso a nadie -repliqué.
– No le hemos dicho que lo saque de allí, sino que vaya a por él.
Eran tres. Dos del MAMV y uno de la CIA. Yo negaba con la cabeza. El tipo de la Agencia intervino.
– Haga lo que le pedimos y tendrá un billete de vuelta a casa.
– Volveré a casa cuando tenga que volver a casa -dije.
Se encogió de hombros.
– Tenemos dos opciones. Una, bombardeamos por saturación todas las aldeas de Bu Dop. Son unos mil de los nuestros, Calhoun incluido. Los emulsionaremos a todos, eso no es problema.
»Dos, usted hace lo que le pedimos y salva a esas personas, y al día siguiente está en el avión. Personalmente, me importa un carajo. -Se volvió y se marchó.
Les dije que lo haría. Se lo cargarían de todos modos. Aunque no lo hicieran, había visto en lo que se había convertido. Le había pasado a muchos tipos, aunque el caso de Jimmy era el peor. Fueron allí y descubrieron que lo que mejor se les daba eran las matanzas. ¿Se lo cuentas a los demás? ¿Pones en tu curriculum: «Noventa muertes confirmadas. Gran colección de orejas humanas. Ejército privado»? Venga ya, no volverían a encajar en el mundo real. Quedaban marcados de por vida, no había vuelta atrás.
Fui allí, comuniqué a los montañeros que quería ver al Loco Genial. Me conocían por las misiones que habíamos realizado juntos, así que me llevaron ante él. No iba armado; no pasaba nada.
– Eh, Jimmy -le dije al verlo-. Cuánto tiempo.
– John John -me saludó. Siempre me había llamado así-. ¿Has venido a unirte a mí? Ya era hora. Somos los únicos en esta puta guerra a los que el Vietcong teme. No tenemos que luchar condicionados por un puñado de políticos irresponsables.
Estuvimos un buen rato poniéndonos al día. Cuando le dije que pensaban bombardearle ya había anochecido.
– Me imaginaba que tarde o temprano lo harían -dijo. Contra eso no puedo luchar. Sí, me lo imaginaba.
– ¿Qué piensas hacer?
– No lo sé. Pero no puedo tomar como rehenes a los montañeros. Y aunque lo hiciera, los muy cabrones los bombardearían de todos modos.
– ¿Por qué no te marchas?
Me dedicó una mirada maliciosa.
– No me apetece ir a la cárcel, John John. No después de haber aprendido aquí lo que es la buena vida.
– Pues estás en un aprieto. No sé qué decirte.
Asintió.
– ¿Se supone que tienes que matarme? -preguntó.
– Sí -respondí.
– Pues adelante.
No repliqué.
– No tengo alternativa. De lo contrario, sé que se cargarán a los míos. Y prefiero que seas tú a que un tipo que no conozco de nada arroje una bomba de trescientos cincuenta kilos desde nueve mil metros de altura. Eres mi hermano de sangre, tío.
Tampoco repliqué.
– Quiero a esta gente -declaró-. Los quiero de verdad. ¿Sabes cuántos han muerto por mí? Porque saben que moriría por ellos.
No eran sólo palabras. A un civil le cuesta entender la confianza y el amor que pueden desarrollarse entre hombres en la guerra.
– A los montañeros no les caerías bien. Me quieren, están como una puta cabra. Creen que tengo algo mágico. Pero tú eres escurridizo. Te escaparás.
– Sólo quiero volver a casa -dije.
Se rió.
– Nosotros no tenemos hogar, John. No después de lo que hemos hecho. Las cosas no funcionan así. Toma. -Me entregó un arma que llevaba colgada del cinturón-. No te preocupes por mí. Salva a los montañeros.
Recordé al reclutador, el tipo que nos había dado veinte pavos para que le pagáramos a una mujer para que firmara en nombre de nuestra madre.
– Salva a los montañeros -repitió Jimmy.
Recordé a Deirdre diciendo: «Cuida de Jimmy, ¿vale?».
Cogió una CAR-15, una versión en metralleta de la omnipresente M-16 con la culata rebatible y el cañón recortado, y le puso un cargador. Le quitó el seguro para que le viese hacerlo.
– Vamos, John John. No voy a seguir pidiéndotelo de buenas maneras.
Recordé el momento en que tendió la mano después de que peleáramos hasta caer rendidos y dijo: «No lo haces mal. ¿Cómo te llamas?».
«John Rain, gilipollas», había replicado, tras lo cual comenzamos a pelear de nuevo.
Agitó la CAR-15 delante de mis narices.
Recordé las zonas de baño cerca de Dryden, uno se olvidaba de todo y saltaba.
– Última oportunidad -insistió Jimmy-. Última oportunidad.
«Haga lo que le pedimos y tendrá un billete de vuelta a casa.»
«Nosotros no tenemos hogar, John. No después de lo que hemos hecho.»
Alcé la pistola de manera rápida y delicada, a la altura del pecho, y apreté el gatillo dos veces seguidas. Las dos balas le atravesaron el pecho y le salieron por la espalda. Jimmy murió antes de caer al suelo.
Dos montañeros irrumpieron en la cabaña de Jimmy, pero yo ya había recogido la CAR. Los abatí y salí corriendo.
La seguridad estaba orientada hacia el exterior. No estaban preparados para detener a alguien que huyera hacia fuera. Y la pérdida de Jimmy les había conmocionado y desmoralizado.
Me impactó la metralla de una mina antipersona. Las heridas no revestían importancia, pero al volver a la base me dijeron: «Bien, soldado, ésa es la herida del millón de dólares. Vuelve a casa». Me embarcaron en un avión y al cabo de setenta y dos horas estaba en Dryden.
El cadáver llegó dos días después. Se celebró el funeral. Los padres de Jimmy lloraban, Deirdre lloraba. «Oh, Dios, John, lo sabía, sabía que no volvería. Oh, Dios», decía.
Todos querían saber cómo había muerto Jimmy. Les conté que en un tiroteo. Eso era todo lo que sabía. Cerca de la frontera.
Me marché de la ciudad al día siguiente. No me despedí de nadie. Jimmy tenía razón, después de lo que habíamos hecho no teníamos hogar. «Con tanto conocimiento, ¿qué perdón?», creo que dijo algún poeta.
Me digo que es el karma, las enormes ruedas del universo avanzando sin cesar. Hace una eternidad maté al hermano de mi chica. Ahora me cargo a un tipo y luego me enrollo con su hija. Si le pasara a otra persona me parecería curioso.
Había llamado al Imperial antes de la cita con Tatsu y había hecho una reserva. En el hotel guardo varias cosas por si llueve: un par de trajes, documentos de identidad, monedas, armas ocultas. Los del hotel creen que soy un japonés expatriado que viene de viaje a Japón con frecuencia, y les pago para que me guarden las cosas y así no tengo que cargarlas de aquí para allá cada vez que viajo. De vez en cuando incluso me alojo allí para corroborar la historia.
El Imperial es muy céntrico y cuenta con un bar excelente. Y lo que es más importante, es lo bastante grande como para ser tan anónimo como un hotel del amor si sabes desenvolverte bien.
Acababa de llegar a la estación de Hibiya en la línea del mismo nombre cuando sonó el busca. Lo extraje del cinturón y vi un número desconocido, pero seguido del 5-5-5 que me indicaba que era Tatsu.
Encontré un teléfono público y marqué el número. Al otro lado descolgaron tras el primer tono.
– ¿Línea segura? -preguntó Tatsu.
– Lo suficiente.
– Los dos visitantes saldrán de Narita mañana a las nueve. Tardarán noventa minutos en llegar a su destino. Aunque es posible que nuestro hombre llegue antes que ellos, por lo que usted tendrá que ocupar su puesto temprano, justo fuera.
– De acuerdo. ¿El paquete?
– Se está colocando ahora mismo. Podrá recogerlo dentro de una hora.
– Eso haré.
Silencio.
– Buena suerte.
Colgó.
Introduje de nuevo la tarjeta telefónica y llamé al número que Tatsu me había facilitado en Ebisu. Susurrando para disimular mi voz, advertí a la persona al otro lado de la línea que habría una bomba en los bajos de un vehículo diplomático que mañana iría a la base naval de Yokosuka. Con eso bastaría para que aminorasen la marcha al llegar a la garita de vigilancia.
Me había duchado en el apartamento de Harry antes de reunirme con Tatsu, pero cuando me registré en el hotel seguía teniendo un aspecto lamentable. Nadie pareció percatarse de que tenía la manga mojada tras haber recogido el paquete de Tatsu en la fuente del parque. De todos modos, acababa de llegar en avión de la costa Este de EEUU, un viaje largo en el que todo es posible. El recepcionista se rió cuando le dije que me estaba haciendo viejo para esas tonterías.
Mis pertenencias me esperaban en la habitación, las camisas planchadas y los trajes colgados. Cerré la puerta con el pestillo, me senté en la cama y luego comprobé el compartimento falso de la maleta que habían traído, donde vi el brillo apagado de la Glock. Abrí el neceser, extraje las balas que necesitaba del interior de un desodorante vacío, cargué el arma y la coloqué entre el colchón y el somier.
A las nueve en punto sonó el teléfono. Descolgué, reconocí la voz de Midori y le indiqué el número de habitación.
Al cabo de un minuto llamaron a la puerta con suavidad. Me levanté y miré por la mirilla. La luz de la habitación estaba apagada, por lo que la persona al otro lado de la puerta no sabría si el ocupante comprobaba si había alguien fuera. Dejar la luz encendida te convierte en un blanco perfecto para una ráfaga de escopeta.
Como cabía esperar, era Midori. La dejé entrar y volví a cerrar la puerta con el pestillo. Cuando me volví hacia ella, estaba observando la habitación.
– Eh, ya era hora de que nos quedáramos en un sitio así -dijo-. Los hoteles del amor están un poco destartalados.
– Pero tienen sus ventajas -dije rodeándola con los brazos.
Pedimos sashimi y sake caliente para cenar al servicio de habitaciones y, mientras esperábamos que llegara, informé a Midori de la cita con Tatsu y le conté las malas nuevas sobre Bulfinch.
Nos trajeron la cena y cuando el camarero se hubo marchado Midori dijo:
– Tengo que preguntarte… una tontería. ¿Te parece bien?
La miré y el estómago se me encogió al ver la honestidad de su expresión.
– Claro.
– He estado pensando en esas personas. Mataron a Bulfinch. Intentaron matarnos a ti y a mí. Seguramente quisieron matar a mi padre. ¿Crees que… de verdad sufrió un ataque al corazón?
Vertí sake de la botella de cerámica en dos tacitas a juego y observé el vapor que se elevaba desde la superficie. Tenía el pulso firme.
– No es una pregunta tonta. Hay métodos para matar a alguien de modo que parezca un accidente o por causas naturales. Y estoy de acuerdo con lo que dices; basándose en lo que averiguaron sobre las actividades de tu padre es probable que quisieran verlo muerto.
– Temía que le mataran. Me lo dijo.
– Sí.
Tamborileaba con los dedos en la mesa, como si tocara una melodía vertiginosa en el piano. Su mirada desprendía una especie de fuego frío.
– Creo que le mataron -dijo asintiendo.
«Nosotros no tenemos hogar, John. No después de lo que hemos hecho.»
– Tal vez tengas razón -dije en voz baja.
¿Lo sabía? ¿O su parte racional se negaba a dejarse llevar por el instinto? No tenía ni idea.
– Lo que importa es que tu padre era un hombre valiente -dije con la voz un poco sorda- y que, independientemente de cómo muriera, no debería haber muerto en vano. Por eso tengo que recuperar el disco, acabar lo que tu padre empezó. Quiero… -No sabía muy bien qué diría a continuación-, quiero hacerlo. Necesito hacerlo.
Vi que varias emociones encontradas le cruzaban el rostro, como las sombras de las nubes que se desplazan deprisa.
– No quiero que lo hagas -dijo-. Es muy peligroso.
– Menos de lo que parece. Mi amigo se asegurará de que la policía esté al corriente de lo que ocurre y así no correré ningún peligro.
– ¿Qué me dices de la CIA? No puedes controlarlos.
Cavilé al respecto. Tatsu ya habría pensado que si me mataban al entrar, lo usaría como excusa para ordenar que todos saliesen del coche, buscaría armas y, de pasada, encontraría el disco. Era un tipo práctico.
– Nadie me disparará. Tal y como lo he planeado, no sabrán lo que pasa hasta que sea demasiado tarde.
– Creía que, en la guerra, nada sale según lo planeado.
Me reí.
– Es cierto. Si he llegado tan lejos es porque he improvisado mucho.
Bebí un poco de sake.
– De todos modos, no nos queda otra alternativa -declaré, disfrutando de la sensación que me producía el líquido caliente extendiéndose por el abdomen-. Yamaoto no sabe que Holtzer tiene el disco, por lo que seguirá persiguiéndote si no lo recuperamos. Y a mí también.
Comimos en silencio durante varios minutos. Entonces me miró.
– Tiene sentido, pero es terrible -dijo con amargura.
Quise decirle que uno acaba acostumbrándose a las cosas terribles que tienen sentido, pero me callé.
Se incorporó y se dirigió hacia la ventana. Estaba de espaldas a mí, y la luz que penetraba del exterior le recortaba la silueta. La observé durante unos instantes, luego me levanté y me acerqué a ella, sintiendo que la alfombra se amoldaba a mi peso. Me detuve lo bastante cerca para percibir el aroma a limpio de su cabello y otro olor más exótico y, lenta, lentamente, alcé las manos de modo que las yemas de los dedos apenas le rozaron los hombros y brazos.
Luego las yemas dieron paso a las manos y cuando las manos descendieron hasta las caderas, Midori se relajó entre mis brazos. Sus manos se entrelazaron con las mías y ascendieron juntas, cubriéndole el vientre y acariciándoselo de tal modo que no sabía quién de los dos iniciaba el movimiento.
Allí de pie con ella, mirando Tokio por la ventana, sentí que el peso de lo que me esperaba mañana se alejaba lentamente de mí. Me di cuenta, extasiado, de que ése era el lugar del planeta en el que más me apetecía estar en ése momento. La ciudad que nos rodeaba era un ser viviente: los millones de luces eran los ojos; la risa de los amantes, su voz; las autopistas y las fábricas, sus músculos y tendones. Y yo estaba justo en el corazón palpitante.
Sólo un poco más de tiempo, pensé mientras le besaba la nuca, la oreja. Un poco más de tiempo en un hotel anónimo donde podamos desvincularnos del pasado, libres de todas las cosas que sabía que pronto pondrían fin a mi frágil relación con esa mujer.
El sonido de su aliento y el sabor de su piel se intensificaron y la lánguida sensación de la ciudad se desvaneció. Se volvió y me besó, con suavidad, luego con más fuerza, me puso las manos en la cara, luego debajo de la camisa, y el calor de su tacto se extendió por mi torso como si fueran ondas en el agua.
Nos dejamos caer en la cama, nos quitamos la ropa el uno al otro y la arrojamos atropelladamente al suelo. Tenía la espalda arqueada hacia arriba y yo le besaba los pechos, el vientre, y entonces dijo: «No, ahora, te quiero ahora», y me puse encima, sintiendo sus piernas a ambos lados del cuerpo, y la penetré. Emitió un sonido como el del viento cuando toma velocidad, y nos movimos el uno contra el otro, con el otro, al principio poco a poco, luego con frenesí. Nos fundimos el uno en el otro: respirábamos el aliento que procedía de los pulmones del otro y la sensación se extendía desde la cabeza hasta la ingle y de ahí a los dedos del pie y luego de vuelta hacia arriba, hasta que llegó un momento en que no sabía dónde acababa mi cuerpo y comenzaba el suyo. Sentí un estruendo entre nosotros y en nuestro interior, como los nubarrones de tormenta agrupándose, y cuando eyaculé fue como un trueno que surgía de todas partes, de su cuerpo, del mío y de todos los lugares en los que estábamos unidos.
Nos quedamos así, entrelazados, agotados, como si hubiéramos luchado entre nosotros y no hubiéramos logrado vencer al otro ni tan siquiera con los golpes más poderosos y certeros.
– Sugoi -dijo-. ¿Qué le habrán puesto al sake?
Le sonreí.
– ¿Quieres que nos traigan otra botella?
– Muchas botellas -dijo, adormilada. Y eso fue lo último que dijimos antes de que me sumiera en un sueño felizmente apacible, apenas perturbado por el pavor de lo que estaba por llegar.