Dos

Desde Shinjuku tomé la línea de metro de Maranouchi hasta Ogikubo, en el extremo occidental de la ciudad, fuera del área metropolitana de Tokio. Quería realizar una última PDV -prueba de detección de vigilancia- antes de ponerme en contacto con mi cliente para informarle de los resultados de la operación Kawamura, y el hecho de dirigirme hacia el oeste me hizo ir en contra del tráfico de la hora punta, lo cual facilitaba la tarea de seguirme el rastro.

Una PDV es precisamente lo que parece: una ruta creada para obligar a cualquiera que te siga a ponerse en evidencia. Por supuesto Harry y yo habíamos tomado todas las precauciones posibles camino de Shibuya y Kawamura esa mañana, pero nunca doy por supuesto que, por haber estado limpio entonces, lo voy a seguir estando. En Shinjuku, la muchedumbre es tan densa que podría haber diez personas siguiendo a alguien y sería muy difícil identificar a una de ellas. Por el contrario, seguir a alguien discretamente por el andén largo y desierto de una estación con múltiples entradas y salidas es prácticamente imposible, y el viaje a Ogikubo me ofrecía el tipo de tranquilidad que necesitaba.

Antes era habitual que un agente de inteligencia que quisiera comunicarse con un contacto valioso tan sensible que fuera imposible concertar una cita, utilizara un punto de recogida secreto. El contacto dejaba la microficha en el hueco de un árbol, o la escondía en un libro raro de una biblioteca pública y, más tarde, el espía iba a recogerlo. Las dos personas nunca podían estar juntas en el mismo lugar y en el mismo momento.

Con internet es más fácil y más seguro. El cliente envía un mensaje cifrado a un BBS o tablón de anuncios, el equivalente electrónico del hueco de un árbol. Lo descargo desde un teléfono público anónimo y lo descifro cuando quiero. Y viceversa.

El contenido del mensaje es muy sencillo. Un nombre, una foto, información de contacto privada y laboral. Un número de cuenta bancaria, instrucciones para la transferencia. Un recordatorio de mis tres negativas: ni mujeres ni niños, nada de actuar contra los que no sean partícipes directos, nadie más contratado para solucionar el problema en cuestión. El teléfono sólo se utiliza para el inofensivo después, que era el motivo de mi viaje a Ogikubo.

Utilicé uno de los teléfonos públicos del andén de la estación para llamar a mi contacto del Partido Liberal Democrático, un esbirro del PLD que conozco por el nombre de Benny, tal vez la abreviatura de Benihana o algo así. Benny habla bastante bien inglés, de lo que infiero que ha pasado algún tiempo en el extranjero. Prefiere hablar inglés conmigo, creo que porque suena más duro en ciertos contextos y Benny se considera un tipo duro. Probablemente aprendiera el idioma con un programa demasiado formal a base de películas de gánsteres de Hollywood.

Nunca nos habíamos visto, claro está, pero hablar con Benny por teléfono había sido suficiente para que me cayera mal. Tenía una imagen vívida de él, que era la de otro lameculos del Gobierno, un tipo que intentaría solucionar un problema de sobrepeso haciendo unas cuantas carreras de diez minutos tres veces al día en una cinta rodante de un gimnasio caro con espejos y metales cromados, donde el aire acondicionado y los sonidos relajantes del televisor evitarían toda incomodidad innecesaria. Derrocharía en artículos como gel para el pelo de diseño, porque total sólo cuestan unos cuantos pavos, y ahorraría dinero vistiendo camisas que no necesitan planchado y corbatas que proclaman «Auténtica seda italiana», elegidas con cuidado del cajón de saldos de unos grandes almacenes en un viaje al extranjero, felicitándose por el precio de ganga que había pagado por unos artículos de tanta calidad. Seguro que lucía unos cuantos lujos occidentales, como una pluma Montblanc, talismanes para asegurarse de que era más cosmopolita que quienes le daban órdenes. Sí, conocía a este tipo. Era un mandado, un intermediario, un espectador que no se había ensuciado las manos en su vida, que no sabía diferenciar una sonrisa verdadera del rictus divertido de las chicas de alterne que le desplumaban con whiskies Suntory rebajados con agua mientras él las aburría con insinuaciones sobre las Grandes Cosas en las que estaba implicado pero de las que, por supuesto, no podía hablar realmente.

Tras el intercambio habitual de códigos inofensivos y preestablecidos para determinar nuestra buena fe, le dije:

– Ya está.

– Me alegro de saberlo -dijo con su falso tono seco de tipo duro-. ¿Algún problema?

– Nada digno de mención -respondí tras una pausa, mientras pensaba en el tipo del tren.

– ¿Nada? ¿Está seguro?

Sabía que no conseguiría nada de ese modo. Mejor no decir nada y es lo que hice.

– De acuerdo -dijo, rompiendo el silencio-. Ya sabe cómo localizarme si necesita algo. Cualquier cosa, ¿entendido?

Benny intenta manejarme como si fuera un contacto de inteligencia. En una ocasión incluso sugirió un encuentro cara a cara. Le dije que si nos veíamos cara a cara sería para matarle, por lo que tal vez fuera mejor dejarlo. Se echó a reír pero nunca mantuvimos tal reunión.

– Sólo necesito una cosa -dije para recordarle el tema del dinero.

– Para mañana, como siempre.

– Está bien. -Colgué e inmediatamente limpié el auricular y las teclas por si existía la remota posibilidad de que hubieran rastreado la llamada y enviaran a alguien en busca de huellas. Si tenían acceso a expedientes militares de la época del Vietnam, y suponía que sí, encontrarían una coincidencia para John Rain, y no quería que supieran que el mismo tipo que habían conocido hacía más de veinte años cuando llegué a Japón por primera vez era su misterioso trabajador por cuenta propia.

En aquella época trabajaba para la CIA, un legado de mis contactos en Vietnam, para asegurarme de que los «fondos de apoyo» de la agencia llegaban a los destinatarios adecuados en el partido que gobernaba, que incluso por aquel entonces era el PLD. La agencia ponía en práctica un programa secreto para apoyar a elementos políticos conservadores, como parte de la política anticomunista del Gobierno de EEUU y como extensión natural de las relaciones entabladas durante la ocupación de posguerra. Además, el PLD estaba más que contento de interpretar ese papel a cambio del dinero.

En realidad yo no era más que un intermediario, pero me relacionaba con uno de los beneficiarios de la generosidad del Tío Sam, un tipo llamado Miyamoto. Uno de sus socios, ofendido por lo que consideraba una parte demasiado pequeña del botín, amenazó con destapar el asunto si no recibía más. Miyamoto estaba exasperado; el socio había empleado esa táctica con anterioridad y había obtenido un aumento gracias a ello. Aquello era avaricia. Me preguntó si podía hacer algo con aquel tipo a cambio de 50.000 dólares, «sin preguntas».

La oferta me interesaba, pero quería asegurarme de que estaba protegido. Le dije a Miyamoto que no podía hacerlo personalmente, pero que le pondría en contacto con alguien que quizá le ayudara.

Ese alguien se convirtió en mi álter ego y, con el tiempo, tomé medidas para borrar las huellas del verdadero John Rain. Entre otras cosas, ya no utilizo mi nombre real ni nada relacionado con el mismo, y me he operado para otorgar a mis pliegues epicánticos más bien atrofiados un aspecto más japonés. También llevo el pelo más largo, a diferencia del corte a cepillo que lucía entonces. Además, las gafas de montura metálica, un requisito propio de la edad y sus consecuencias, me confiere un aspecto intelectual que es totalmente distinto al intenso porte soldadesco de mi pasado. En la actualidad me parezco más a un académico japonés que al guerrero mestizo que fui. Hace más de veinte años que no veo a ninguno de los contactos de mi época de intermediario y evito la agencia a toda costa. Después de la que me hicieron a mí y al Loco Genial en Bu Dop, me llevé una gran alegría al eliminarlos de mi vida.

Miyamoto me había puesto en contacto con Benny, que trabajaba con gente del PLD que tenía problemas como los de Miyamoto, problemas que yo podía resolver. Trabajé para los dos durante una época, pero Miyamoto se jubiló hace unos diez años y murió plácidamente en la cama poco después. Desde entonces Benny es mi mejor cliente. Hago tres o cuatro trabajitos al año para él y quienquiera que esté detrás de él en el PLD, y les cobro el equivalente en yenes a cien mil dólares el trabajo. Sé que parece mucho pero tengo gastos indirectos: equipamiento, múltiples residencias y una empresa de consultoría verdadera pero que siempre pierde dinero que me proporciona los registros fiscales y otras formas de legitimidad.

Benny. Me pregunté si sabría algo sobre lo ocurrido en el tren. La imagen del desconocido registrando los bolsillos de Kawamura cuando se desplomó resultaba tan inquietante como una pequeña semilla que se me hubiera quedado entre los dientes, y la recordaba una y otra vez esperando encontrarle algún sentido. ¿Una coincidencia? Quizá el hombre estuviera buscando algún tipo de identificación. No era la reacción más productiva para alguien que se vuelve azul por falta de oxígeno, pero la gente no preparada no siempre reacciona de forma racional en situaciones de estrés, y la primera vez que ves a alguien morirse delante de ti resulta estresante. O quizá fuera el contacto de Kawamura, que iba en el tren para efectuar algún tipo de intercambio. Tal vez ese fuera su acuerdo, un intercambio en marcha en un tren abarrotado. Kawamura llama al contacto desde Shibuya justo antes de subir al tren: «Estoy en el antepenúltimo vagón, ahora sale de la estación» y el contacto sabe dónde subir cuando el tren entra en la estación de Yoyogi. Podría ser, claro.

De hecho, en mi trabajo a menudo se producen pequeñas coincidencias. Empiezan de forma automática cuando uno se convierte en estudioso del comportamiento humano, cuando comienzas a seguir a una persona normal a lo largo de un día normal, escuchando sus conversaciones, aprendiendo sus costumbres. Las formas fluidas que se dan por supuestas desde cierta distancia pueden parecer inconexas y extrañas cuando se someten a un análisis minucioso, igual que las fibras de un tejido observadas bajo el microscopio.

Algunos de los blancos que acepto están implicados en negocios clandestinos y el factor de la coincidencia es especialmente elevado. He seguido a individuos que resulta que también estaban bajo vigilancia policial: uno de los motivos por el que mis prácticas de contravigilancia tienen que ser absolutamente sutiles. Las amantes son un elemento habitual y a veces incluso hay segundas familias. Un individuo al que tenía que eliminar me dio un susto de muerte cuando se lanzó a las vías del tren mientras le seguía por el andén del metro, con lo cual me ahorró el problema. El cliente estuvo encantado y desconcertado por el hecho de que hubiera sido capaz de hacer que pareciera un suicidio en el andén abarrotado de la estación.

Sin embargo, daba la impresión de que Benny sabía algo Y esa sensación hacía que me resultara difícil pasar por alto esa pequeña coincidencia. Si encontraba la manera de confirmar que había quebrantado una de mis tres reglas asignando un equipo B a Kawamura, lo encontraría y le haría pagar por ello. Pero no existía una forma obvia de obtener tal confirmación. Tendría que aparcar el tema y colocarle la etiqueta mental de «pendiente» para así sentirme mejor.

El dinero apareció al día siguiente, tal como Benny había prometido, y los nueve días siguientes fueron apacibles.

El décimo día recibí una llamada de Harry. Me dijo que era mi amigo Koichiro, que estaría en la Galerie Coupe Chou de Shinjuku el martes a las ocho con unos amigos, y que debía ir si podía. Le dije que me parecía fantástico y que lo intentaría. Sabía que tenía que descontar cinco establecimientos en la sección de restaurantes de las páginas amarillas de Tokio City Source, lo cual suponía que nuestro punto de encuentro era Las Chicas, y restar cinco días de la fecha y cinco horas de la hora.

Las Chicas me gusta para las citas porque casi todo el mundo llega desde Aoyama-dori, lo cual significa que la gente que viene desde el otro sentido es la que observa, y tiene que hacerse ver al pasar por un pequeño patio antes de llegar a la entrada. El lugar está rodeado de callejones serpenteantes que se bifurcan en docenas de direcciones distintas, por lo que no ofrecen puntos de congestión en los que uno podría tender una trampa y esperar. Conozco bien esos callejones ya que, por mi trabajo, me he tomado la molestia de conocer el trazado de toda zona en la que paso mucho tiempo. Estaba seguro de que cualquier indeseable tendría problemas para acercarse a mí en ese lugar.

Además, la comida y el ambiente están bien. Tanto la carta como los clientes representan una fusión entre Oriente y Occidente: arroz jeera indio y chocolate belga, una belleza de cabellos azabache y pómulos marcados de origen mongol al lado de una rubia recién salida de los fiordos, un local políglota en idiomas y acentos. En cierto sentido Las Chicas consigue estar siempre de moda y a gusto consigo mismo, de forma simultánea.

Llegué al restaurante dos horas antes y esperé dando sorbos a uno de los chai con leche que ha dado al restaurante fama merecida. No es recomendable ser el último en llegar a una cita. Es descortés. Además, reduce las posibilidades de poder ser el primero en marcharse.

Un poco antes de las tres vi a Harry subiendo por la calle. No me vio hasta que estuvo dentro.

– Siempre sentado de espaldas a la pared -dijo, acercándose.

– Me gustan las vistas -respondí de manera inexpresiva. La mayoría de las personas no presta atención a estas cosas, pero le había enseñado que era algo en lo que había que fijarse al entrar en un lugar. Las personas que están de espaldas a la puerta son los civiles; quienes ocupan asientos estratégicos podrían ser personas que saben lo que se cuece por ahí o con preparación, gente que quizá merezca un poco más de atención.

Había conocido a Harry hacía unos cinco años en Roppongi, cuando se encontró en un aprieto en un bar con unos cuantos marines americanos borrachos que no estaban de servicio y yo estaba matando el tiempo antes de acudir a una cita. A veces Harry parece un bicho raro: en ciertos momentos lleva una ropa tan poco adecuada que uno se pregunta si la ha robado de una cuerda de tender cualquiera, y tiene la costumbre de observar con naturalidad todo aquello que le interesa. Esa mirada fue la que llamó la atención de los borrachos, uno de los cuales le amenazó vociferando con meterle las gafas por su culo japonés si no se ponía a mirar a otra parte. Harry había cumplido la orden de inmediato, pero esa muestra de debilidad no hizo más que animar a los marines. Cuando siguieron a Harry al exterior y caí en la cuenta de que él ni siquiera se había percatado de lo que pasaría, también me marché. Tengo un problema con los matones, un legado de la infancia.

Así que los borrachos se metieron conmigo en vez de con Harry y la cosa no les salió como habían planeado. Harry se mostró agradecido.

Resultó ser que tenía ciertas habilidades útiles. Había nacido en EEUU, de padres japoneses, y tuvo una educación bilingüe, puesto que pasaba los veranos con sus abuelos en las afueras de Tokio. Fue a la universidad en EEUU y se licenció en matemáticas aplicadas y criptografía. Cuando estaba haciendo un curso de posgrado se metió en líos por piratear los archivos de la universidad, que uno de sus profesores de criptografía se jactaba de haber puesto a prueba de piratas informáticos. También tuvo una experiencia desagradable con el FBI, que consiguió rastrear investigaciones realizadas por Harry en la Administración de Ahorro y Préstamos de la nación y otras instituciones financieras. Algunos de los hombres honorables de lo más profundo de la Agencia de Seguridad Nacional de EEUU se enteraron de estos escándalos y decidieron que Harry trabajara en Fort Meade a cambio de purgar su creciente historial de delitos informáticos.

Harry pasó varios años en la ASN, haciendo que su nuevo patrón consiguiera sistemas informáticos para el Gobierno y las corporaciones de todo el mundo y aprendiendo la más negra de las magias negras de la informática en la ASN durante aquel tiempo. Regresó a Japón a mediados de los años noventa, donde consiguió un empleo como asesor de seguridad informática en una de las grandes consultoras internacionales. Por supuesto que analizaron minuciosamente sus referencias, pero su historial limpio y la fascinación de haber dispuesto de una autorización de seguridad de máximo secreto en la ASN cegó a los nuevos patrocinadores corporativos de Harry, que no vieron al treintañero tímido y con cierto aire infantil que acababan de contratar.

Es decir, que Harry era un pirata informático empedernido. En la ASN se había aburrido porque, a pesar de los retos técnicos del trabajo, todo estaba aprobado por el Gobierno. Por el contrario, en su cargo corporativo, había reglas, criterios éticos, que se suponía que debía cumplir. Harry nunca realizó labores de seguridad en un sistema sin dejar una brecha que pudiera utilizar si le picaba el gusanillo. Pirateó los archivos de su propia empresa para sacar a la luz las vulnerabilidades de sus clientes, que luego explotaba. Harry tenía la pericia de un cerrajero y el corazón de un ladrón.

Desde que nos conocemos le he estado enseñando los aspectos relativamente legítimos de mi oficio. Es una persona lo suficientemente inadaptada como para emocionarse por el hecho de que me haya hecho amigo de él y por eso siente cierta debilidad por mí. La lealtad resultante es útil.

– ¿Qué pasa? -le pregunté en cuanto se hubo sentado.

– Dos cosas. Una creo que ya la sabes; la otra no estoy seguro.

– Soy todo oídos.

– En primer lugar parece que Kawamura sufrió un ataque mortal al corazón la misma mañana que le seguimos.

Di un sorbo a mi chai con leche.

– Lo sé. Se produjo justo delante de mí, en el tren. Menudo palo.

¿Me estaba observando con más atención de la normal?

– He visto el obituario en el Daily Yomiuri -declaró-. Una de sus hijas lo publicó. Ayer fue el funeral.

– ¿No eres un poco joven para leer las esquelas, Harry? -pregunté, lanzándole una mirada por encima de la taza.

Se encogió de hombros.

– Lo leo todo, ya sabes. Forma parte del trabajo por el que me pagas.

Eso era cierto. Harry estaba al corriente de lo que sucedía y tenía una habilidad especial para identificar patrones en medio del caos.

– ¿Qué es lo segundo?

– Durante el funeral alguien entró en su apartamento. Me imaginé que habías sido tú, pero quería decírtelo por si acaso.

Me mantuve impasible.

– ¿Cómo te has enterado de eso? -pregunté.

Extrajo un trozo de papel doblado del bolsillo de los pantalones y lo deslizó hacia mí.

– He pirateado el informe del Keisatsucho. -El Keisatsucho es la Agencia Nacional de la Policía Japonesa, el FBI japonés.

– Por Dios, Harry, ¿qué se te resiste? Eres increíble.

Hizo un movimiento con la mano, indicando que no era nada.

– No es más que la Sosa, la sección investigadora. Tienen una seguridad patética.

No sentí la necesidad de decirle que estaba de acuerdo con su valoración de la seguridad de la Sosa, de cuyos archivos había sido un lector ávido durante muchos años.

Desdoblé el trozo de papel y empecé a leerlo rápidamente. Lo primero que advertí fue el nombre de la persona que había preparado el informe: Tatsuhiko Ishikura. Tatsu. En cierto modo no me sorprendió.

Había conocido a Tatsu en Vietnam, donde estaba asignado a la Junta de Seguridad Pública e Investigaciones de Japón, una de las precursoras del Keisatsucho. Perjudicado por las restricciones a las que el artículo nueve de la Constitución de posguerra sometía al ejército e incapaz de hacer poco más que mandar a unas cuantas personas con el objetivo de «escuchar y aprender», el Gobierno envió a Tatsu a Vietnam durante seis meses para que hiciera diagramas de las rutas de la ayuda que la KGB suministraba al Vietcong. Como yo hablaba japonés, me tocó ayudarle a aprender a manejarse por la zona.

Tatsu era un hombre bajito con el tipo de complexión robusta que engorda con la edad, y un rostro delicado que ocultaba una gran intensidad; intensidad que se ponía de manifiesto por su costumbre de llevar hacia delante el torso y la cabeza de tal forma que parecía contenido por una correa invisible. Se sintió frustrado en el Japón de la posguerra, y admiraba el camino de guerrero que yo había tomado. Por mi parte, me intrigaba la pena secreta que le veía en los ojos, una pena que, por extraño que parezca, quedaba más acentuada cuando sonreía y sobre todo cuando reía. Hablaba poco de su familia, de las dos hijas pequeñas que tenía, pero cuando hablaba del tema su orgullo resultaba evidente. Al cabo de varios años me enteré por un conocido mutuo que también había tenido un hijo, el menor, muerto en circunstancias que Tatsu nunca mencionó, y comprendí a qué se debía aquel semblante tan serio.

Cuando regresamos a Japón pasamos cierto tiempo juntos, pero me fui distanciando desde que me viera implicado en varios asuntos, primero con Miyamoto y luego con Benny. No había visto a Tatsu desde que había cambiado de aspecto y me había pasado a la clandestinidad.

Lo cual fue una suerte porque, a raíz de los informes que pirateé, me enteré de que Tatsu tenía una teoría predilecta: el PLD contaba con un asesino en nómina. A finales de la década de los ochenta Tatsu llegó a la conclusión de que demasiados testigos clave de casos de corrupción, demasiados reformistas financieros, demasiados jóvenes contrarios al statu quo político morían por «causas naturales». Según su valoración, ahí había gato encerrado y consideró que la personalidad enigmática que estaba en el núcleo de todo aquello tenía unas características muy similares a las mías.

Los colegas de Tatsu pensaron que la personalidad que veía era un fantasma de su imaginación, y su insistencia por investigar una conspiración que otros afirmaban que era un espejismo no había hecho nada por mejorar su carrera. Por otro lado, esa obstinación le confirió cierta protección de los poderes que esperaba amenazar, porque nadie quería dar validez a sus teorías haciéndole morir de repente por causas naturales. Más bien imaginé que muchos de los enemigos de Tatsu esperaban que viviera sin sobresaltos muchos años. Asimismo, yo sabía que esa actitud cambiaría de forma instantánea si Tatsu se acercaba demasiado a la verdad.

Hasta el momento no había sido así. Pero conocía a Tatsu. En Vietnam había aprendido las reglas básicas de la contrainteligencia en un momento en que ni siquiera los altos mandos de la Agencia eran capaces de dibujar un diagrama sencillo de una unidad convencional del Vietcong. Él había desarrollado ventajas operativas a pesar de su cometido limitado a «escuchar y aprender». Había renunciado a la vida fácil habitual de los agregados, que se dedican a escribir informes desde un chalé y, en cambio, había insistido en actuar en el campo.

Sus superiores se habían quedado horrorizados ante su eficacia; en una ocasión me habló amargado de las cantidades ingentes de sake que consumían y de que habían hecho caso omiso a propósito de la información que les había suministrado. Al final su perseverancia y valentía se habían desperdiciado. Ojalá aquellas experiencias le hubieran servido de aprendizaje.

Pero supuse que aquello era imposible. Tatsu era un verdadero samurái y seguiría sirviendo al mismo señor independientemente del número de veces que ese señor le ignorara o incluso maltratara. El servicio leal era su máximo objetivo.

Era poco habitual que el Keisatsucho investigara un simple allanamiento de morada. Algo sobre la muerte de Kawamura, y lo que estaba haciendo antes de la misma, debió de llamar la atención de Tatsu. No era la primera vez que notaba que mi viejo compañero de armas me observaba como si estuviéramos ante un espejo de un solo sentido, viendo una silueta al otro lado del cristal pero sin saber a quién pertenecía, y me alegraba de haber decidido desaparecer de su radar hacía ya tantos años.

– No hace falta que me digas si lo sabías o no -dijo Harry, interrumpiendo mis cavilaciones-. Conozco las reglas.

Me planteé cuánto debía revelarle. Si quería saber más, sus habilidades me resultarían útiles. Por otro lado, no me atraía la idea de que ampliara sus conocimientos sobre la verdadera naturaleza de mi trabajo. Ya se estaba acercando demasiado. El nombre de Tatsu en ese informe, por ejemplo. Tenía que dar por supuesto que Harry lo seguiría como un enlace en internet, que encontraría las teorías sobre conspiraciones de Tatsu e intuiría la relación que guardaban conmigo. Difícilmente encontraría pruebas suficientes sin que quedara una duda razonable, por supuesto, pero entre Harry y Tatsu dispondrían de un número significativo de piezas del rompecabezas.

Sentado ahí en Las Chicas, sorbiendo mi chai con leche, tuve que reconocer que Harry acabaría suponiendo un problema. Esa constatación me deprimía. «Cielos -pensé-, te estás poniendo sentimental.»

Quizá hubiera llegado el momento de salir de toda esa mierda. Tal vez fuera el momento más apropiado.

– No lo sabía, Harry -dije al cabo de unos instantes-. Es un caso poco corriente. -Consideré que contarle lo del desconocido del tren no supondría ningún problema y se lo conté.

– Si estuviéramos en Nueva York, te diría que era un carterista -declaró cuando acabé.

– Es lo primero que pensé en cuanto le vi. Pero la de carterista sería una pésima elección profesional para un hombre blanco en Tokio. Hay que pasar desapercibido.

– Entonces ¿se limitó a aprovechar la ocasión que se le presentaba?

Negué con la cabeza.

– No hay tanta gente que sea tan descarada y con tanta sangre fría. Dudo que hubiera una persona así al lado de Kawamura esa mañana por casualidad. Creo que ese tipo era un contacto de Kawamura, que estaba allí para realizar algún tipo de intercambio.

– ¿Por qué supones que el Keisatsucho está investigando un simple allanamiento de morada en un apartamento de Tokio? -preguntó.

– No lo sé -respondí, aunque la implicación de Tatsu me hacía sospechar-. Quizá por la situación de Kawamura en el Gobierno, lo reciente de su muerte, algo así. Ésa es la teoría que yo seguiría.

Me miró.

– ¿Me estás pidiendo que investigue?

Tenía que haberlo dejado estar. Pero me han utilizado en otras ocasiones. La sensación de que habían vuelto a jugármela iba a quitarme el sueño. ¿Acaso Benny había asignado un equipo B a Kawamura? Me imaginé que no tenía nada de malo dejar que Harry me ofreciera unas cuantas pistas.

– Lo harás de todas formas, ¿verdad? -pregunté.

Parpadeó.

– Supongo que no puedo evitarlo.

– Pues entonces investiga. Ya me contarás qué descubres. Y vete con cuidado, ganador. No te despistes.

La advertencia era para ambos.

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