He había dicho a Bulfinch que nos reuniésemos en Akasaka Mitsuke, uno de los barrios de entretenimiento de la ciudad, casi con tantos clubes de alterne como Ginza. La zona está repleta de un sinfín de callejones, algunos tan estrechos que sólo pueden atravesarse de lado, y todos ellos ofrecen tanto una vía de entrada como de huida.
Llovía y hacía frío cuando acabé una PDV y salí de la estación de metro de Akasaka Mitsuke, frente a los grandes almacenes Belle Vie. Al otro lado de la calle, de un rosa estrambótico bajo la lluvia y el cielo gris, se hallaba la mole acorazada del Akasaka Tokyu Hotel. Me detuve para abrir el paraguas negro que llevaba y luego giré a la derecha en Sotobori-dori. Tras girar a la derecha hacia un callejón que nacía junto al Citibank de la zona, llegué a los ladrillos rojos con almenas de la explanada Akasaka-dori.
Había llegado una hora antes de la cita y decidí comer algo rápido en el restaurante Tenkaichi de la explanada, especializado en sopa de fideos. Tenkaichi, «Primero bajo el cielo», es una cadena, pero el de la explanada tiene encanto. Los propietarios aceptan moneda extranjera y las paredes de madera del local están repletas de billetes y monedas de docenas de países. Se oyen continuamente recopilaciones de jazz, que a veces intercalan con canciones pop americanas. Los taburetes acolchados, algunos colocados en los rincones más discretos, ofrecen una excelente vista de la calle que discurre frente al restaurante.
Pedí chukadon, verduras chinas con arroz, y comí mientras observaba la calle por la ventana. Había dos sarariman comiendo solos y en silencio en lo que debía de ser una pausa tardía para el almuerzo.
Le había dicho a Bulfinch que a las dos en punto comenzara a dar vueltas alrededor de la manzana en sentido contrario a las agujas del reloj en la san-chome 19-3 de Akasaka Mitsuke. Había más de doce callejones que daban a esa manzana en concreto, todos ellos con sus respectivas callejuelas, por lo que Bulfinch no sabría dónde le esperaría hasta que me viese. Daba igual si él llegaba temprano. Tendría que seguir dando vueltas alrededor de la manzana bajo la lluvia. No sabía dónde estaría yo.
Terminé a las dos menos diez, pagué la cuenta y me marché. Con el paraguas bien encasquetado crucé la explanada hasta Misuji-dori, luego me dirigí hacia un callejón situado delante del restaurante Buon Appetito, en la manzana 19-3 y esperé bajo el alero de un tejado acanalado oxidado. A esa hora, y por el mal tiempo, la zona estaba bien tranquila. Esperé y observé las tristes gotas de agua que caían a un ritmo pausado desde el tejado oxidado sobre las viejas tapas de plástico de los contenedores de basura.
Al cabo de unos diez minutos oí pasos en los ladrillos mojados, a mi espalda, y Bulfinch apareció acto seguido. Llevaba un impermeable color aceituna e iba agachado bajo un enorme paraguas negro. No me veía desde allí y esperé a que pasara delante de mí antes de hablar.
– Bulfinch. Aquí -dije en voz baja.
– ¡Mierda! -exclamó mientras se volvía hacia mí-. No haga eso. Me ha asustado.
– ¿Ha venido solo?
– Claro. ¿Ha traído el disco?
Salí de debajo del tejado y observé el callejón en ambos sentidos. No había nadie.
– Está cerca. Dígame qué piensa hacer con él.
– Ya lo sabe. Soy periodista. Escribiré varios artículos sobre lo que corrobore el contenido.
– ¿Cuánto tardará?
– ¿Cuánto tardaré? Joder, los artículos ya están escritos. Sólo necesito las pruebas.
Reflexioné al respecto.
– Le contaré varias cosas sobre el disco -dije, y le expliqué los detalles de la codificación.
– Eso no supone ningún problema -dijo en cuanto hube acabado-. Forbes tiene contactos con Lawrence Livermore. Nos ayudarán. Lo publicaremos en cuanto lo hayamos pirateado.
– Supongo que es consciente de que cada día que pase sin que se publique, Midori corre un gran peligro.
– ¿Por eso me lo entrega? La gente que lo quiere le habría pagado, y mucho, ya lo sabe.
– Quiero que entienda una cosa -dije-. Si no publica el contenido del disco es posible que Midori muera. Si eso sucediera, le encontraría y le mataría.
– Le creo.
Le miré durante unos instantes, luego introduje la mano en el bolsillo del pecho y extraje el disco. Se lo entregué y me encaminé hacia la estación.
Realicé una PDV hasta Shinbashi y, de camino, pensé en Tatsu. Hasta que no se publicara el contenido del disco, la vida de Midori no era la única que corría peligro, la de Tatsu también peligraba. Y si bien Tatsu no era un blanco fácil, tampoco era invencible. Habían transcurrido muchos años desde que lo viera por última vez, pero en una ocasión nos habíamos protegido el uno al otro. Lo menos que podía hacer era avisarle.
Llamé al Keisatsucho desde un teléfono público en la estación de Shinbashi.
– ¿Sabe quién soy? -le pregunté en inglés cuando me lo hubieron pasado.
Se produjo un largo silencio.
– Ei, hisashiburi desu ne. -Sí, ha pasado mucho tiempo. Luego comenzó a hablar en inglés; señal de que no quería que le entendiesen quienes le rodeaban-. ¿Sabe que el Keisatsucho encontró dos cadáveres en Sengoku? Uno de ellos llevaba un bastón. Tenía huellas suyas. De vez en cuando me he preguntado si seguía en Tokio o no.
«Mierda -pensé-, en algún momento debí de tocar el bastón sin tan siquiera darme cuenta.» Archivaron mis huellas cuando regresé a Japón después de la guerra; estrictamente hablando, era un extranjero, y en Japón se toman las huellas a todos los extranjeros.
– Intentamos localizarle -prosiguió-, pero era como si se lo hubiera tragado la tierra. Así que creo que sé por qué llama ahora, pero no puedo ayudarle. Le recomiendo que venga al Keisatsucho. Si lo hace sabe que haré cuanto pueda por ayudarle. El hecho de huir le convierte en culpable.
– Por eso llamo, Tatsu. Quiero facilitarle cierta información sobre este asunto.
– ¿A cambio de qué?
– Quiero que haga algo al respecto. Escúcheme bien, Tatsu. No se trata de mí. Si actúa de acuerdo con la información que tengo, me entregaré. No tengo nada que temer.
– ¿Dónde y cuándo? -preguntó.
– ¿Estamos solos en la línea? -inquirí.
– ¿Acaso sugiere que la línea está pinchada? -preguntó, y reconocí el viejo tono sarcástico y subversivo de su voz. Así me daba a entender que sí lo estaba.
– Vale, bien -dije-. Vestíbulo del hotel Okura, el sábado que viene al mediodía. El Okura era un lugar demasiado público como para quedar y Tatsu sabría que nunca lo sugeriría en serio.
– Ah, un lugar perfecto -replicó, dándome a entender que lo pillaba-. Le veré allí.
– Sé que parece una locura, Tatsu, pero a veces echo de menos Vietnam. Echo de menos aquellas reuniones semanales inútiles, ¿las recuerda?
El jefe del equipo operativo de la CIA que dirigía aquellas sesiones siempre las programaba a las 16.30, para así luego tener tiempo de sobra para perseguir prostitutas por Saigón. Tatsu opinaba con toda razón que el tipo era un payaso y no se cortaba a la hora de decirlo en público.
– Sí, las recuerdo -afirmó.
– Por algún motivo, justo ahora las echaba de menos -dije, a punto de añadir el día a la hora-. Ojalá mañana pudiera acudir a una de ellas. ¿No es un poco raro? Uno se vuelve nostálgico al hacerse mayor.
– Suele pasar.
– Sí, bueno, ha pasado mucho tiempo. Siento que hayamos perdido el contacto de ese modo. Tokio ha cambiado mucho desde la primera vez que llegué. Nos lo pasamos bien entonces, ¿no? Me encantaba ir a aquel local, donde la mama-san servía las bebidas en las piezas de cerámica que ella hacía. ¿Lo recuerda? Es probable que ya no exista.
El local estaba en Ebisu.
– Ya no existe -dijo, dándome a entender que lo había comprendido.
– Bueno, shoganai, ne? -Así es la vida-. Era un buen lugar. A veces lo recuerdo.
– Le aconsejo que se entregue. Si lo hace, le prometo que haré cuanto pueda por ayudarle.
– Me lo pensaré. Gracias por el consejo. -Colgué, sin apartar la mano del receptor, confiando en que hubiera comprendido mi críptico mensaje. No sabía qué haría si no lo había entendido.