A la mañana siguiente me levanté temprano, fui directamente a la estación de Shibuya y le dije a Midori que la llamaría al móvil más tarde, después de recoger algunas cosas que necesitaba. Tenía unos cuantos artículos ocultos en mi casa de Sengoku, entre ellos un pasaporte falso, que quería por si me veía obligado a abandonar el país de repente. Le dije que saliera sólo cuando fuera estrictamente necesario, pues sabía que necesitaría comprar comida y una muda de ropa, y que no pagara con tarjeta de crédito. Asimismo, le indiqué que, si alguien la llamaba al móvil, tenía que mantener conversaciones muy breves y debía dar por supuesto que alguien escucharía todo lo que dijera.
Tomé la línea de Yamanote hasta Ikebukuro, un centro comercial y de ocio abarrotado y anónimo situado en el noroeste de la ciudad, luego salí y paré un taxi al salir de la estación. Fui hasta Hakusan, un barrio residencial situado a unos diez minutos a pie de mi apartamento, donde me bajé y marqué la cuenta del buzón de voz asociado a mi teléfono.
El teléfono dispone de ciertas funciones especiales. Puedo llamar en cualquier momento desde una ubicación remota y activar en silencio el altavoz del aparato, básicamente para convertirlo en un transmisor. El aparato también se activa mediante el sonido: si hay un ruido en la habitación, una voz humana, por ejemplo, la función de altavoz de la unidad se activa en silencio y marca una cuenta de buzón de voz que tengo en EEUU, donde la competencia de las empresas de telecomunicaciones hace que el precio de estos sistemas resulte razonable. Antes de ir a casa, siempre llamo al número del buzón de voz. Si alguien ha estado en mi apartamento durante mi ausencia, lo sabré.
Lo cierto es que probablemente el teléfono resulte innecesario. No sólo no he recibido ninguna visita inesperada sino que nadie sabe dónde vivo en realidad. Pago el alquiler de un pequeño apartamento en Ochanomizu, pero nunca voy. El apartamento de Sengoku está arrendado con un nombre corporativo que no tiene nada que ver conmigo. Si uno se dedica a lo mío, mejor tener una o dos identidades de repuesto.
Miré calle arriba y abajo al tiempo que escuchaba los pitidos, mientras la llamada se abría paso bajo el Pacífico. Cuando se estableció la conexión, introduje mi código.
Cada vez que hago eso, menos cuando pongo a prueba el sistema de forma periódica, he escuchado una voz femenina y mecánica que dice: «No tiene llamadas». Aquel día esperaba lo mismo.
En cambio el mensaje fue: «Tiene una llamada».
«Hijo de puta.» Estaba tan sorprendido que no recordaba qué botón tenía que pulsar para escuchar el mensaje, pero la voz mecánica me lo indicó. Pulsé la tecla «uno» conteniendo la respiración.
Oí la voz de un hombre que hablaba japonés.
«Es pequeño. Difícil pillarlo por sorpresa cuando entre.»
Otra voz masculina, que también hablaba japonés.
«Espera aquí, al lado del genkan. Cuando llegue, utiliza el spray de pimienta.»
Conocía esa voz, pero tardé un minuto en identificarla. Estaba acostumbrado a oírla en inglés.
Benny.
«¿Y si no quiere hablar?»
«Hablará.»
Agarré el teléfono con fuerza. «Menudo pedazo de mierda, ese Benny. ¿Cómo me ha localizado?»
¿Cuándo se había grabado ese mensaje? ¿Cuál era el botón de funciones especiales?… Maldita sea, tenía que haber repasado todas las opciones unas cuantas veces para practicar antes de que fuera realmente importante. Me había dormido en los laureles. Pulsé el seis. Así se pasaba el mensaje rápido. Mierda. Probé con el cinco. La mujer mecánica me informó de que el mensaje lo había dejado una persona de fuera a las dos del mediodía. Aquella era la hora de California, o sea que habían entrado en mi apartamento alrededor de las siete de la mañana, hacía una hora más o menos.
De acuerdo, cambio de planes. Guardé el mensaje, colgué y llamé a Midori al móvil. Le dije que había descubierto algo importante y que se lo contaría cuando volviera, que tenía que esperarme aunque tardara en llegar. Acto seguido, retrocedí hacia Sugamo, famoso en otro tiempo por ser la sede de una prisión de la Comandancia Suprema de las Fuerzas Aliadas para los criminales de guerra japoneses y actualmente más conocido por albergar el barrio chino y los hoteles del amor de rigor.
Escogí el hotel que estaba más próximo a Sengoku. Me dieron una habitación fría y húmeda. No me importaba. Quería una línea fija para no tener que preocuparme por si se me acababa la batería del móvil, aparte de un lugar donde esperar.
Marqué el número de mi apartamento. No sonó, pero oí que se había establecido la conexión. Me senté a esperar, a la escucha, pero al cabo de media hora seguía sin oír nada y empecé a plantearme si se habían marchado. Entonces oí una silla que resbalaba en el suelo de madera, pasos, y el sonido inconfundible de un hombre orinando en el baño. Seguían allí.
Me quedé ahí sentado todo el día, atento y sin escuchar nada. El único consuelo era que ellos debieron de aburrirse tanto como yo. Esperaba que estuvieran igual de hambrientos.
A eso de las seis y media, mientras hacía unos estiramientos de judo para mantenerme flexible, oí que sonaba un teléfono al otro lado de la línea. Sonaba como un móvil. Benny respondió, lanzó unos cuantos gruñidos y dijo:
– Tengo que encargarme de un asunto en Shibakoen, no debería llevarme más de unas cuantas horas.
Oí que su compinche respondía «Hai» pero en realidad ya no estaba escuchando. Si Benny iba a irse a Shibakoen, seguramente tomaría la línea de metro de Mita en dirección sur desde la estación de Sengoku. No llevaría coche; en transporte público se pasa más desapercibido y de todos modos en Sengoku sólo había zona de aparcamiento para los residentes. Desde mi apartamento hasta la estación podía escoger entre media docena de calles paralelas y perpendiculares más o menos al azar, uno de los motivos por el que yo había elegido esa zona. La estación estaba demasiado concurrida; no podía interceptarlo allí. Además, no sabía qué aspecto tenía. Tenía que pillarlo al salir del apartamento o le perdería.
Salí rápidamente de la habitación y bajé las escaleras a toda prisa. Al llegar a la acera corté directamente por Hakusan-dori y giré a la izquierda en la arteria que me conduciría a mi calle. Corría lo más rápido posible intentando ir pegado a los edificios al pasar, pues si calculaba mal el tiempo y Benny salía en el momento equivocado, me vería venir. Él sabía dónde vivía y ya no podía estar seguro de que no me reconociera.
Cuando estaba a unos quince metros de la calle, aminoré la marcha y me quedé pegado al muro exterior de una casa cerrada para controlar la respiración. Me agaché en la esquina y asomé la cabeza hacia la derecha. Sin rastro de Benny. No habían transcurrido más de cuatro minutos desde que colgara el teléfono. Estaba prácticamente seguro de que no se me había escapado.
Justo encima había una farola pero tenía que esperar donde estaba. No sabía si al salir del edificio giraría a izquierda o a derecha, pero era imprescindible que lo viera cuando saliera. En cuanto le pusiera las manos encima, podría arrastrarlo a una zona discreta.
Había recuperado el ritmo normal de respiración cuando oí que se cerraba la puerta externa del edificio. Sonreí. Los vecinos saben que la puerta se cierra de golpe y la acompañan con cuidado al cerrarla.
Volví a agacharme y miré más allá del borde del muro. Un japonés regordete caminaba con brío en mi dirección. El mismo tipo que había visto con el maletín en la estación de metro de Jinbocho. Benny. Tenía que habérmelo imaginado.
Me incorporé y esperé mientras escuchaba cómo iban acercándose los pasos. Cuando sonó como si estuviera a un metro de distancia, salí a la intersección.
Se paró en seco con ojos saltones. Conocía mi cara, y tanto que sí. Antes de que tuviera tiempo de decir algo, me acerqué más a él y le encajé dos ganchos en el abdomen. Cayó al suelo con un gruñido. Me situé detrás de él, le agarré la mano derecha y le retorcí la muñeca con una llave de lo más dolorosa. Le di un tirón bien fuerte y gritó.
– Levántate, Benny. Muévete o te rompo el brazo. -Le di otro tirón de muñeca para que le quedara claro. Resolló y se levantó con dificultad haciendo ruidos de ventosa.
Le hice doblar la esquina de un empujón, lo coloqué de cara a la pared y lo cacheé rápidamente. Encontré un móvil en el bolsillo del abrigo y se lo cogí, pero eso fue todo.
Le di un último tirón de brazo, le hice girar y lo encastré contra la pared. Lanzó un gruñido, pues todavía no había recobrado el aliento suficiente para emitir más sonidos. Le pellizqué la tráquea con los dedos de una mano mientras le apretaba los huevos con la otra.
– Benny. Escucha con mucha atención. -Empezó a resistirse y le pellizqué la tráquea con más fuerza. Captó el mensaje-. Quiero saber qué pasa. Quiero nombres, y más vale que sean nombres que conozco.
Relajé un poco la sujeción en ambas partes y tomó aire.
– No puedo contarte esas cosas, ya lo sabes -dijo casi sin aliento.
Le agarré por el cuello otra vez.
– Benny, no voy a hacerte daño si me dices lo que quiero saber. Pero si no me lo dices, tengo que echarte las culpas, ¿entendido? Cuéntamelo rápido, nadie va a enterarse. -De nuevo un poco de presión más en la garganta, esta vez cortándole el paso de oxígeno unos segundos. Le indiqué que asintiera si lo había entendido y, al cabo de un segundo o dos sin aire, asintió. De todos modos esperé un segundo más y cuando asintió con fuerza, aflojé la presión.
– Holtzer, Holtzer -bramó-. Bill Holtzer.
Me costó bastante, pero no mostré sorpresa al oír ese nombre.
– ¿Quién es Holtzer?
Me miró con los ojos bien abiertos.
– ¡Lo conoces! De Vietnam, eso es lo que me dijo.
– ¿Qué está haciendo en Tokio?
– Está en la CIA. Jefe de la oficina de Tokio.
¿Jefe de oficina? Increíble. Estaba claro que seguía sabiendo qué culos besar.
– ¿Eres un puto contacto de la CIA, Benny? ¿Tú?
– Me pagan -dijo, respirando con dificultad-. Necesitaba el dinero.
– ¿Por qué va a por mí? -pregunté mirándole a los ojos. Holtzer y yo nos las habíamos tenido cuando estábamos en Vietnam, pero al final a él le habían ascendido. No entendía por qué me seguía guardando rencor, aunque yo se lo guardara.
– Me dijo que tú sabías dónde encontrar un disco. Se supone que tengo que conseguirlo.
– ¿Qué disco?
– No lo sé. Lo único que sé es que, si cae en las manos equivocadas, resultaría perjudicial para la seguridad nacional de EEUU.
– Intenta no hablar como un burócrata conformista, Benny. Dime qué hay en el disco.
– ¡No lo sé! Holtzer no me lo dijo. Es saber por saber… ya lo sabes, ¿por qué iba a decírmelo? No soy más que un contacto, nadie me cuenta esas cosas.
– ¿Quién es el tipo que estaba en mi apartamento contigo?
– ¿Qué tipo…? -empezó a decir, pero le cerré la garganta antes de terminar. Intentó tomar aire, trató de apartarme pero no pudo. Al cabo de unos segundos, aflojé la mano.
– Si tengo que volver a preguntarte algo, o si intentas mentirme de nuevo, Benny, lo vas a pagar caro. ¿Quién es el tipo del apartamento?
– No lo conozco -dijo, entrecerrando los ojos y tragando saliva-. Pertenece al Boeicho Boeikyoku. Holtzer es quien se encarga del enlace. Sólo me dijo que lo llevara a tu apartamento para que pudiera interrogarte.
El Boeicho Boeikyoku, o departamento de Política de Defensa, la Agencia de Defensa Nacional, es la CIA de Japón.
– ¿Por qué me seguías en Jinbocho? -pregunté.
– Vigilancia. Intentaba localizar el disco.
– ¿Cómo descubriste dónde vivo?
– Holtzer me dio la dirección.
– ¿Cómo la consiguió?
– No lo sé. Me la dio y ya está.
– ¿Cuál es tu implicación?
– Preguntas. Sólo preguntas. Encontrar el disco.
– ¿Qué se supone que tenías que hacer conmigo cuando acabaras de formularme las preguntas?
– Nada. Sólo quieren el disco.
Le cerré otra vez la garganta.
– Tonterías, Benny, ni siquiera tú puedes ser tan imbécil. Ya sabías qué pasaría después, aunque no tuvieras los huevos de hacerlo tú.
Empezaba a encajar. Me daba cuenta. Holtzer le dice a Benny que lleve a ese tipo del Boeikyoku a mi apartamento para «interrogarme». Benny se imagina qué va a pasar. El pequeño burócrata está asustado pero está en el medio. Tal vez racionalice que en realidad no es asunto suyo. Además, el señor del Boeikyoku se encargaría del trabajo sucio; Benny ni siquiera tendría que mirar.
Menuda sabandija cobarde. De repente le apreté los huevos con fuerza y habría gritado si no le hubiera tenido la garganta bien cerrada. Entonces le solté por ambos sitios y se desplomó al suelo, haciendo arcadas.
– De acuerdo, Benny, vas a hacer lo que te diga -declaré-. Vas a llamar al colega que está en mi apartamento. Sé que tiene un móvil. Dile que llamas desde la estación de metro. Me has visto y tiene que reunirse contigo en la estación de inmediato. Díselo con estas mismas palabras. Si lo dices de otro modo o te oigo decir algo que no se corresponda con el mensaje, te mato. Hazlo bien y podrás marcharte. -Por supuesto, existía la posibilidad de que aquellos tipos utilizaran un código de luz verde, cuya ausencia sería indicio de problemas, pero no me parecía que fueran tan listos. Además, no había escuchado nada parecido a un código de luz verde en la llamada que Benny había recibido en mi apartamento.
Alzó la mirada hacia mí con expresión de súplica.
– ¿Me dejarás marchar?
– Si lo haces al pie de la letra. -Le pasé el teléfono.
Lo hizo siguiendo mis indicaciones. Habló con voz bastante seria. Volví a quitarle el teléfono en cuanto acabó. Seguía estando de rodillas y mirándome.
– ¿Me puedo ir? -preguntó.
Entonces se fijó en mi expresión.
– ¡Me lo has prometido! ¡Me lo has prometido! -exclamó jadeando-. Por favor, estaba obedeciendo órdenes. -Fue capaz de decirlo.
– Las órdenes son un coñazo -dije mirándolo.
Había empezado a hiperventilar.
– ¡No me mates! ¡Tengo mujer e hijos!
Yo ya estaba colocando las caderas en la posición adecuada.
– Haré que te manden flores -susurré y le propiné un golpe contundente en la nuca con el borde afilado de la mano. Noté que se le astillaban las vértebras y tuvo un espasmo. A continuación se desplomó.
No podía hacer otra cosa que dejarle allí. Pero mi apartamento ya estaba descubierto. Tendría que buscarme otro de todos modos, por lo que me resultaba irrelevante que el cadáver atrajera a la pasma a Sengoku.
Esquivé el cadáver y retrocedí unos cuantos pasos hasta la zona de aparcamiento por la que había pasado. Oí que se cerraba la puerta del edificio de mi apartamento.
La parte delantera del parking estaba acordonada y las cintas estaban sujetas a pilones plantados en arena. Agarré un puñado de arena de cerca de uno de los pilones y retomé mi posición en la esquina del muro; me asomé por el borde. No vi al colega de Benny. Mierda, había girado a la derecha por el callejón que enlazaba mi calle con la paralela a ésta, a unos quince metros de mi apartamento. Había supuesto que tomaría las calles principales.
Aquello suponía un problema. Me llevaba la delantera y no había ningún sitio donde pudiera tenderle una emboscada y esperar. Además, ni siquiera sabía qué aspecto tenía. Si llegaba a la arteria principal que había junto a la estación, no podría distinguirle entre el resto. Tenía que ser entonces.
Corrí calle abajo y me paré de repente en el callejón. Asomé la cabeza por la esquina y vi una figura solitaria alejándose de mí.
Inspeccioné el suelo en busca de alguna arma. No vi nada que tuviera el tamaño correcto para hacer de garrote. Mala suerte.
Me interné en el callejón, a unos siete metros por detrás de él. Llevaba una cazadora de cuero hasta la cintura y tenía una complexión rechoncha y fuerte. Incluso desde atrás me daba cuenta de que tenía un cuello enorme. Llevaba algo que parecía un bastón. Lo que faltaba. Más valía que la arena me sirviera.
Había reducido la distancia a unos tres metros y estaba a punto de llamarle cuando miró hacia atrás por encima del hombro. Yo no había emitido ni un sonido y había fijado la vista en otro sitio casi todo el rato para no llamarle la atención. Tenemos un elemento primitivo y animal en nuestro interior que nota cuando nos siguen. Lo aprendí en la guerra. Pero también aprendí a no emitir las vibraciones que disparan la alarma de otra persona. Este tipo tenía unas antenas muy sensibles.
Se volvió, me miró y advertí su expresión confundida. Benny le había dicho que me había visto en la estación. Yo venía de la otra dirección. Estaba intentando despejar la discrepancia en el ordenador central.
Le vi las orejas, hinchadas como coliflores, desfiguradas después de tantos golpes. Los judokas y kendokas japoneses no creen en las prendas protectoras; a veces los profesionales lucen las cicatrices en los lóbulos, que les salen por los cabezazos del judo y los golpes con la espada de bambú en el kendo, como si fueran un símbolo de honor. En algún recoveco de mi conciencia tomé nota de sus posibles habilidades.
Utilicé todos los medios disponibles para transmitir la idea de que era un transeúnte más que quería sobrepasarlo para concederme un segundo adicional. Me situé hacia la izquierda, di dos pasos más. Percibí que el reconocimiento se hacía más evidente en su rostro. Vi que el bastón empezaba a alzarse a cámara lenta al tiempo que adelantaba el pie izquierdo para reforzar el golpe.
Le lancé la arena a la cara y salté a un lado. Echó la cabeza hacia atrás pero el bastón siguió subiendo; al cabo de una décima de segundo lo sacudió con tal fuerza que quedó desdibujado en el aire. A pesar de la fuerza del golpe se quedó corto al intentar dar en el blanco y entonces, con la misma velocidad fluida, cortó el aire en sentido horizontal. Me desplacé en diagonal, fuera de la línea de ataque, sosteniéndome sobre los dedos del pie. Le vi haciendo una mueca, con los ojos bien cerrados. La arena le había alcanzado de lleno. El hecho de que no se frotara los ojos con las manos ponía de manifiesto que había recibido mucho adiestramiento. Pero no veía.
Dio un paso hacia delante con cautela, con el bastón en guardia. Le brotaban lágrimas de los ojos heridos. Él sabía que yo estaba delante pero era incapaz de precisar dónde.
Tuve que esperar hasta que me sobrepasara para actuar. Ya había visto lo rápido que era con el bastón.
Se mantuvo en la misma posición, ensanchaba las narinas como si estuviera olfateando para captar mi olor. «Dios mío, ¿cómo consigue evitar no frotarse los ojos? -pensé-. Debe de estar desesperado de dolor.»
Dio un salto hacia delante profiriendo un fuerte kiyai, al tiempo que sacudía el bastón como si fuera un látigo a la altura de la cintura. Pero había calculado mal, pues yo estaba más atrás. Entonces, con la misma rapidez, dio dos pasos largos hacia atrás, soltó el bastón y se frotó los ojos preso de la desesperación.
Aquello era lo que había estado esperando. Me abalancé sobre él y levanté el puño derecho para asestarle un mazazo en la clavícula. Bajé el puño con fuerza pero en el último momento se movió ligeramente y los músculos del trapecio recibieron el golpe. Continué con un golpe del codo izquierdo dirigido al esfenoides aunque sobre todo le alcancé en la oreja.
Antes de que le encajara otro golpe, movió el bastón por detrás de mí y lo agarró con la mano que tenía libre. Entonces me atrajo hacia él estrechándome con fuerza entre los brazos y me hundió el bastón en la espalda. Arqueó la espalda hacia atrás y despegué los pies del suelo. Me quedé sin aliento. El dolor me explotó en los riñones.
Luché contra el impulso de dejarme ir, sabiendo que no tenía tanta fuerza como él. No obstante, le agarré el cuello con desesperación y alcé las piernas hasta alcanzarle la espalda. Tenía la impresión de que el bastón me atravesaría la columna vertebral.
El movimiento le sorprendió y perdió el equilibrio. Dio un paso atrás, soltó el bastón e hizo un molinillo con el brazo izquierdo. Le crucé las piernas en la espalda y retiré todo mi peso de repente, por lo que se vio obligado a rectificar y a arrojarse contra mí. Caímos al suelo con contundencia. Yo estaba debajo y me llevé buena parte del golpe. Pero de ese modo estábamos en mi terreno.
Le agarré de las solapas de la americana cruzando los brazos y le propiné un gyaku-jujime, una de las primeras estrangulaciones que aprenden los judokas. Reaccionó de inmediato, soltó el bastón y fue directo a los ojos. Sacudí la cabeza adelante y atrás intentando evitar sus dedos y empleando las piernas para controlar su torso. En un momento dado me agarró una oreja pero me solté de un tirón.
La estrangulación no era perfecta. Agarré más tráquea que carótida y se resistió durante un buen rato, moviéndose a tientas cada vez con mayor desesperación. Pero no tenía nada que hacer. Seguí agarrándolo incluso después de que hubiera dejado de resistirse y giré la cabeza para ver si se acercaba alguien. Nadie.
Cuando estuve seguro de que ya habíamos sobrepasado con creces el punto en el que podía fingir estar muerto, le solté y me libré del peso que tenía encima. Dios mío, cuánto pesaba. Me deslicé por debajo de él y me levanté; la espalda me dolía horrores por culpa del bastón y respiraba de forma entrecortada.
Gracias a mi larga experiencia sabía que el hombre no estaba muerto. Las personas pierden el conocimiento por una estrangulación en el dojo con bastante frecuencia; no es grave. Si la pérdida de conciencia es profunda, como era el caso, hay que incorporar a la persona y darle golpes en la espalda, hacerle un poco de resucitación cardiopulmonar para que recobre la respiración.
Aquel tipo tendría que encontrar a alguien que lo pusiera otra vez en marcha. Me habría gustado interrogarle pero ése no era como Benny.
Me agaché apoyando una mano en el suelo para mantener el equilibrio y le registré los bolsillos. Encontré un teléfono móvil en el bolsillo delantero de la americana. Revisé rápidamente los otros bolsillos. Encontré el spray de pimienta. No hallé nada más.
Me puse en pie y noté las punzadas de dolor que me recorrían la espalda; me encaminé hacia mi apartamento. Justo cuando salía del callejón y giraba a la izquierda en mi calle pasaron dos colegialas con el uniforme azul marino. Se quedaron boquiabiertas al verme pero no les hice ningún caso. ¿Por qué me miraban con esa cara? Me llevé la mano a la cara y noté la humedad que tenía en las mejillas. Mierda, estaba sangrando. Me había arrancado parte de la piel del rostro.
Caminé hacia mi edificio lo más rápido posible, haciendo un gesto de dolor mientras subía los dos tramos de escalera. Entré en casa, humedecí una toallita en el lavamanos del baño y me lavé la sangre de la cara. La imagen que me devolvía el espejo tenía mala pinta y tardaría cierto tiempo en mejorar.
El apartamento me producía una sensación extraña. Siempre había sido un refugio, un piso franco anónimo. Pero había quedado expuesto por culpa de Holtzer y la Agencia, dos fantasmas de un pasado que creía haber dejado atrás. Necesitaba saber por qué iban a por mí. ¿Motivos profesionales? ¿Personales? Tratándose de Holtzer, probablemente fueran ambos.
Recogí las cosas que necesitaba y las introduje de cualquier manera en una bolsa de viaje, me dirigí a la puerta y me volví una sola vez para echar un vistazo antes de marcharme. Todo parecía estar como siempre; no había ni rastro de las personas que habían pasado por allí. Me pregunté cuándo volvería a ver aquel lugar.
Al salir me encaminé hacia Sugamo. Desde allí podría tomar la línea de Yamanote hasta Shibuya para reunirme con Midori. Tal vez los teléfonos móviles me proporcionaran alguna pista.